27

– Cumplimos todos los trámites reglamentarios de arresto domiciliario, pero el viejo lo dejó salir -explicó el comandante que había convocado a Sano en la residencia de los Kushida-. Nada de esto es culpa nuestra.

Hizo un ademán furioso que abarcaba todo el patio iluminado por las antorchas. En él yacían cuatro hombres heridos por el teniente en su huida. Los familiares de Kushida y unos cuantos vasallos se apiñaban en la galería de la casa, un modesto edificio de una planta con entramado de madera en las paredes y las ventanas con barrotes. Desde la calle los curiosos escudriñaban a través de los matorrales de bambú.

A Sano lo había despertado la llegada del mensajero que le había dado las malas noticias. Ahora estaba en el gélido patio con Hirata mientras sus tropas pululaban por la finca, los espectadores parloteaban y el cielo palidecía con el primer resplandor azur del alba. Se amonestó en su interior por haber perdido a un sospechoso. Tendría que haber reconocido el riesgo de que el teniente Kushida se fugara y haberle denegado los privilegios del rango, metiéndolo en la prisión de Edo en vez de tenerlo bajo arresto domiciliario. Aunque Sano consideraba a la dama Keisho-in como la probable asesina de Harume, seguía sin creer que el teniente les hubiese contado toda la verdad sobre su relación con la concubina o los motivos que lo empujaron a asaltar la mansión de Sano. Se resistió con dificultad a la tentación de desahogar su ira en los soldados por haber dejado que los superara un solo hombre.

– Dejémonos de culpas por el momento y concentrémonos en capturar al teniente Kushida -dijo Sano-. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?

– Hay hombres buscando por el bancho, pero todavía no han enviado ningún mensaje. Por desgracia, es muy veloz.

Kushida podría estar fuera de Edo para el amanecer, pensó Sano desconsolado. Pero dudaba que el motivo del teniente para escaparse fuera dejar la ciudad. ¿Por qué había quebrantado el arresto domiciliario? La respuesta podía resultar crucial para encontrarlo. Ordenó al comandante que siguiera con la búsqueda. Después, indicándole a Hirata que lo siguiera, se acercó a la familia Kushida y se presentó.

– ¿Dijo algo vuestro hijo que pudiera revelarnos el motivo de su fuga o adónde pensaba ir? -le preguntó al padre del teniente.

– No he hablado con mi hijo desde que lo suspendieron del puesto. -Las facciones simiescas de Kushida padre estaban rígidas de ira-. Y sus últimas muestras de mal comportamiento no han hecho más que dificultar la reconciliación.

Ahora Sano entendía mejor la pasión obsesiva del teniente Kushida por Harume: con un padre tan poco propenso al amor y al perdón, debía de estar hambriento de afecto.

La madre de Kushida miró con pavor a su marido y señaló con la cabeza a un anciano samurái que sollozaba junto a la puerta.

– Yohei fue el último que lo vio.

Aquél, pues, era el fiel vasallo al que Kushida había engañado para que le abriera la puerta de la celda.

– Nada de lo que hizo o dijo mi amo me alertó sobre su propósito de escapar -se lamentó Yohei-. No sé por qué lo hizo.

Yohei avanzó con paso vacilante y se postró a los pies de Sano.

– ¡Oh, sosakan-sama, cuando atrapéis a mi joven señor, os ruego que no lo matéis! Yo soy el responsable de lo que ha pasado esta noche. ¡Dejadme morir en su lugar!

– No lo mataré -prometió Sano. Necesitaba vivo a Kushida para interrogarlo otra vez-. Y no te castigaré si me ayudas a encontrarlo. ¿Tiene amigos a los que acudir en busca de ayuda?

– Está su viejo sensei, el maestro Saigo. Ahora está jubilado y vive en Kanagawa.

Aquel pueblo era la cuarta parada en el camino de Tokaido, a medio día de distancia, aproximadamente. Sano se despidió de la familia Kushida. A continuación, Hirata y él salieron y montaron a lomos de sus caballos.

– Envía mensajeros para avisar a los guardias de las postas de que estén atentos por si aparece Kushida -le dijo a Hirata-. Pero no creo que vaya a dejar la ciudad.

– Ni yo -dijo su vasallo-. Me aseguraré de que la policía haga circular su descripción por toda la ciudad y diga a los centinelas de los barrios que estén ojo avizor. Después… -Hirata tomó aliento con fuerza y soltó el aire-. Después me encontraré con la dama Ichiteru.

Se separaron, y Sano se encaminó de vuelta al castillo de Edo para lanzar a las tropas a una cacería humana por toda la ciudad antes de asistir al juicio que el magistrado Ueda quería que presenciase. Hubiese matado o no el teniente Kushida a la dama Harume, constituía un peligro para los ciudadanos. Sano se sentía responsable de su captura y de cualquier crimen que el teniente pudiera cometer hasta entonces.


El juicio ya había comenzado cuando Sano llegó al Tribunal de Justicia. Entró con discreción en la sala larga y tenuemente iluminada. El magistrado Ueda, con rostro sombrío a la luz de las lámparas de la mesa, ocupaba el estrado, con un secretario a cada lado. Cruzó la mirada con Sano y lo saludó con la cabeza. La acusada, una mujer, llevaba una túnica de muselina. Estaba de rodillas frente a la tarima, con las muñecas y los tobillos atados, sobre una esterilla en el shirasu. En el centro de la habitación, un público no muy nutrido se arrodillaba en hileras.

Mientras un secretario leía la fecha, la hora y los nombres de los funcionarios que presidían la sesión para las actas del tribunal, Sano recordó lo que Reiko le había contado sobre que, en su juventud, espiaba los autos de aquel tribunal. Se preguntó si estaría allí en aquel momento, oculta en algún observatorio privilegiado, desafiándolo una vez más. ¿Se entenderían alguna vez como marido y mujer? ¿Por qué quería su padre que presenciase el juicio?

– A la acusada, Mariko de Kyobashi, se le imputa el asesinato de su esposo, Nakano el zapatero -anunció el secretario-. A continuación, este tribunal escuchará las pruebas.

Llamó a declarar al primer testigo: la suegra de la acusada. Entre los sollozos de Mariko, una anciana se levantó de entre el público. Renqueó hasta el estrado, se arrodilló, hizo una reverencia al magistrado Ueda y dijo:

– Hace dos días, mi hijo enfermó de repente después de tomar la cena. Boqueó, tosió y dijo que no podía respirar. Se acercó a la ventana para que le diera el aire, pero estaba tan mareado que se cayó al suelo. Entonces empezó a vomitar: al principio, lo que había comido, después sangre. Intenté ayudarlo, pero pensó que yo era una bruja que pretendía matarlo. ¡Yo, su propia madre!

La voz de la anciana se quebró por la angustia.

– Empezó a patalear y a gritar. Salí corriendo para buscar un médico. Cuando volvimos a casa al cabo de unos momentos, mi pobre hijo había muerto. Estaba rígido como este pilar.

La emoción alivió el peso del cansancio y las tribulaciones de Sano. ¡El zapatero había muerto con los mismos síntomas que la dama Harume! Ahora Sano entendía por qué el magistrado Ueda lo había llamado.

– Mariko es quien cocina y sirve nuestras comidas -dijo la testigo con una mirada furibunda hacia la acusada-. Era la única persona que tocaba el cuenco de mi hijo antes de que comiera. Tuvo que envenenarlo ella. Nunca se llevaron bien. Por las noches se negaba a cumplir con su deber de esposa. Odia llevar la casa, ir a la compra y bordar, ayudar en la tienda para ganarse el techo y la comida, y cuidar de mí. La matábamos de hambre y le pegábamos, pero ni así se comportaba decentemente. Mató a mi hijo para poder volver a casa de sus padres. ¡Honorable magistrado, os ruego que hagáis justicia a mi hijo y condenéis a muerte a esta infame!

Siguió la declaración de más testigos: el médico, unos vecinos que confirmaron el estado penoso del matrimonio, y el policía que había encontrado una botella oculta bajo el quimono de la acusada, había hecho una prueba de su contenido con una rata, que murió en el acto, y la había arrestado. Un caso claro, pensó Sano.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, Mariko? -preguntó el magistrado Ueda.

Sin dejar de llorar, la mujer levantó la cabeza.

– ¡Yo no maté a mi marido! -gritó.

– Hay muchas pruebas de tu culpabilidad -replicó el magistrado-. O bien las refutas, o confiesas.

– Mi suegra me odia. Me echa la culpa de todo. Cuando murió mi marido quería castigarme. Así que le dijo a todo el mundo que yo lo había envenenado. Pero yo no fui. ¡Por favor, tenéis que creerme!

Sano dio un paso al frente.

– Honorable magistrado, os solicito permiso para interrogar a la acusada.

La gente giró la cabeza; un murmullo de sorpresa recorrió el público. Era poco frecuente que alguien que no fuera el funcionario que presidía el tribunal llevara a cabo interrogatorios.

– Permiso concedido -dijo el magistrado Ueda.

Sano se arrodilló junto al shirasu. Desde detrás de una enmarañada mata de pelo, la acusada lo miraba asustada, como una fiera en cautiverio. Estaba demacrada y tenía la cara llena de contusiones, con los dos ojos morados.

– ¿Esto te lo hizo tu familia? -preguntó Sano.

Asintió temblorosa. Su suegra alzó la voz en justa indignación:

– Era vaga y desobediente. Se merecía todas las palizas que le dimos mi hijo y yo.

Sano se encendió de ira. El hecho de que aquella situación se diera a menudo no la hacía menos censurable a sus ojos.

– Honorable magistrado -dijo-, necesito información de la acusada. Si me la proporciona, recomendaré que los cargos contra ella pasen a ser homicidio en defensa propia y que la devuelvan a casa de sus padres.

El público prorrumpió en protestas.

– Con el debido respeto, sosakan-sama -dijo un doshin-, pero esto es un mal ejemplo para la ciudadanía. ¡Pensarán que pueden matar, alegar defensa propia y quedar impunes!

– ¡Asesinó a mi hijo! ¡Merece morir! -gritó la suegra.

– Tú y tu hijo maltratasteis a esta chica -replicó Sano, aunque se preguntaba por qué estaba interfiriendo en asuntos que nada tenían que ver con su investigación. Era vagamente consciente de que la rabia manaba de su recién adquirida comprensión de la triste situación de las mujeres y de la necesidad de compensar a Reiko de algún modo por el cruel tratamiento que la sociedad dispensaba a su sexo-. Ahora pagáis el precio.

– Silencio -bramó el magistrado Ueda por encima del clamor del público, que amainó después de que los guardias sacaran a rastras de la habitación a la suegra vociferante. Luego se dirigió a Sano-: Se aceptará vuestra recomendación si la acusada coopera. Adelante.

Sano se volvió hacia la chica.

– ¿De dónde sacaste el veneno que mató a tu marido?

– No… No quería matarlo -sollozó-. Sólo quería debilitarlo, para que no me pegase más.

– Ahora estás a salvo -dijo Sano, aunque era mucho esperar que sus padres no la castigaran por el fracaso de su matrimonio, o no la casaran con otro hombre cruel. ¡Qué poco podía hacer para corregir siglos de tradición! Sobre todo cuando no estaba dispuesto a empezar por su propia casa-. Ahora dime de dónde sacaste el veneno.

La acusada se sorbió los mocos.

– Se lo compré a un viejo vendedor ambulante.

«¡Choyei!» A Sano le dio un vuelco el corazón.

– ¿Dónde te viste con él?

– En el muelle Daikon.


El barrio al noroeste de Nihonbashi era una cuadrícula de canales. Delante de cada almacén había un muelle de piedra por el que los estibadores acarreaban leña, tallos de bambú, verduras, carbón y cereales, desde los barcos amarrados y hacia ellos. Sano conocía la zona de sus tiempos de policía, porque los barracones de los yoriki estaban situados en el vecino Hatchobori, en el límite del distrito funcionarial. Avanzó a caballo por el muelle Daikon, entre porteadores cargados de fardos de largos rábanos blancos. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire límpido y gélido; una fuerte brisa encrespaba las aguas de los canales, que reflejaban el azul invernal del cielo. Los gritos, los golpes y el ruido de las suelas de madera resonaban con claridad. Sano olía la característica y conmovedora mezcla de humo de carbón y nieves de las remotas montañas que para él anunciaba la última estación del año.

La acusada le había dado indicaciones para llegar al lugar donde se había encontrado con Choyei: «Tiene una habitación en una casa de la tercera calle que sale del muelle.»

Sano dirigió su montura hacia esa calle. Hileras de viviendas insalubres de dos pisos bordeaban un espacio apenas suficiente para dar cabida a su caballo. Los balcones bloqueaban la luz del sol; en las cuerdas de tender la ropa que surcaban la angosta brecha ondeaban las coladas. Los cubos de residuos de la noche, los contenedores de basura desbordantes y un retrete de madera corrompían el aire. De las chimeneas surgía un humo aceitoso. Las puertas cerradas ocultaban cualesquiera actividades que los pisos de una habitación amparasen. La calle estaba vacía e impregnada de una lóbrega quietud.

Sano desmontó frente a la quinta puerta y llamó. Al no recibir respuesta probó a abrir, sin resultado. Miró por las grietas de las persianas.

– ¿Choyei? -gritó.

Se entornó la puerta de la casa de al lado, de la que salió un hombrecillo delgado y sin afeitar.

– ¿Quién sois? -preguntó.

Cuando Sano se identificó y expuso el motivo de su visita, el hombre se apresuró a hacer una reverencia.

– Saludos, sosakan-sama. Soy el casero, y resulta que yo también tengo que hablar con el mercachifle. Me debe el alquiler. Sé que está ahí, con un hombre que ha venido a verlo. Les he oído hablar hace apenas un momento. El viejo bribón quiere que nos creamos que no está en casa. -Aporreó la puerta-. ¡Abre!

Sano actuó movido por una súbita intuición. Cargó una, dos, tres veces con el hombro contra la puerta. La tabla de madera cedió. Del interior de la habitación llegaban un borboteo y unos resuellos salpicados de gemidos. A Sano se le encogió el corazón.

– No -dijo cuando el presentimiento lo asaltó como un jarro de agua helada-. Por favor, no.

– ¿Qué pasa, sosakan-sama? -gritó el casero-. ¿Qué es ese ruido?

Sano irrumpió en la habitación. Al principio, la oscuridad era demasiado negra para que distinguiera más que contornos oscuros. Después, cuando sus ojos se acostumbraron, las sombras se convirtieron en un cofre, un armario y una mesa. Todas las superficies, el suelo incluido, estaban atestadas de cuencos y frascos. En una estufa de arcilla humeaban unas ollas. El aire estaba perfumado por los olores medicinales característicos de una botica. En una esquina del fondo yacía una figura humana, la fuente de los espeluznantes sonidos.

Sano tropezó con un almirez. Apartó una armazón del tipo de las que llevaban los buhoneros ambulantes, un artilugio de madera con cestas colgadas de los travesaños, y se arrodilló junto al postrado.

– ¡Dame algo de luz! -ordenó.

El casero subió las persianas y encendió una lámpara. La figura de Choyei fue discernible en toda su crudeza. Era anciano, pero de físico vigoroso. Tenía un matojo de sucio pelo blanco en torno a la coronilla calva. Alzó hacia Sano unos ojos desorbitados de terror en su cara gris y agrietada como fango secado al sol. De su boca abierta y de una herida en el pecho surgían sendos chorros de sangre que le manchaban el andrajoso quimono. Un resuello, un borboteo, un gemido. El sonido continuaba entre estertores de dolor.

– Oh, no, oh, no -gimió el casero, retorciéndose las manos-. ¿Por qué ha tenido que pasar esto en mi propiedad?

– Busca un médico -ordenó Sano. Después examinó el profundo tajo entre las costillas de Choyei, practicado con un filo cortante, que absorbía y escupía sangre alternativamente-. No importa, no va a hacer falta.

Sano había visto más heridas de ese tipo, y sabía que eran fatales.

– Mejor avisa a la policía. -El visitante de Choyei debía de haberlo apuñalado y huido hacía poco tiempo-. ¡Corre!

El casero salió disparado. Sano apretó la mano contra la herida de Choyei para sellar por un momento el orificio. El resuello amainó. Choyei inhaló y exhaló con avidez. Sano sintió la succión cálida y húmeda de la carne ensangrentada contra su palma.

– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó.

La boca del buhonero se abrió y cerró unas cuantas veces antes de que surgiera su voz.

– Cliente… compró… bish -dijo entre boqueadas. En su nariz burbujeaba una espumilla roja-. Hoy volvió… clavó…

Bish: la toxina para flechas que mató a la dama Harume. Sano estaba eufórico. El cliente debía de haber sido el asesino, que había vuelto para impedir que Choyei llegase a informar de su compra a las autoridades. Sano miró con impaciencia al suelo, deseando que la policía se diera prisa. El asesino seguía en la zona. Estaba deseoso de darle caza, pero necesitaba la declaración de su único testigo.

– ¿Quién ha sido, Choyei? -Sano apretó con urgencia la mano del buhonero moribundo-. ¡Dímelo!

Choyei emitió unos gorgoteos horripilantes. No paraba de salir sangre de su herida. Sus labios y su lengua pugnaron con las sílabas de un nombre que parecía atorado en su garganta.

– ¿Qué aspecto tenía? -dijo Sano.

– No… ¡No! -Choyei aferró la mano de Sano. Su boca formó las palabras, pero no salió ningún sonido.

– Tranquilo. Cálmate -lo apaciguó Sano.

Mientras el buhonero se afanaba por hablar, Sano repasaba en su cabeza las distintas posibilidades. El brutal apuñalamiento apuntaba hacia el teniente Kushida. ¿Se había escapado del arresto para atacar a Choyei?

– ¿Ha usado una lanza? -preguntó Sano, ocultando su impaciencia.

Choyei sacudió el cuerpo y meneó la cabeza de lado a lado en violenta protesta contra la muerte inminente.

– ¿Qué aspecto tenía? ¡Dímelo para que pueda encontrarlo!

En aquel momento, el traficante de drogas pareció aceptar su destino. La mano que aferraba la de Sano perdió algo de fuerza mientras era presa de temblores involuntarios. Con gran esfuerzo, tomó aliento con un silbido y susurró:

– Cuerpo delgado… llevaba capa oscura… capucha…

La descripción se ajustaba tanto al caballero Miyagi como a Kushida. ¿O tal vez al amante secreto de Harume? ¡Qué grato le era a Sano aquel indicio que apuntaba en la dirección contraria a la dama Keisho-in!

Llegó un ruido de pasos de la calle. Por la puerta entraron un doshin y dos asistentes civiles. Sano repitió rápidamente la descripción del asesino de Choyei y añadió la suya del teniente Kushida y el caballero Miyagi.

– Podría ser cualquiera de los dos, u otra persona, pero no puede andar muy lejos. ¡Corred! -Los policías salieron disparados y Sano se volvió hacia el buhonero-. Choyei. ¿Qué más puedes decirme? ¡Choyei!

Su voz adquirió un tinte de desesperación al sentir la flacidez creciente del vendedor. De sus ojos se esfumó la animación. Un leve gemido más, un último hilillo de sangre, y la fuente del veneno -y el único testigo de Sano de aquel asesinato- estaba muerta.

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