Los acordes vibrantes y perturbadores de un koto le indicaron a Reiko que al fin había encontrado al testigo que llevaba dos días buscando. Desde la altiva cumbre de la colina, junto al templo de Zojo, las notas de la antigua melodía, diáfanas en el aire nítido, vagaban por los bosques, los altares, los pabellones y la pagoda.
– Dejadme aquí -ordenó Reiko a los porteadores de su palanquín.
Se apeó al pie de la colina y subió al trote una escalera de piedra que ascendía entre fragantes pinos. Los pájaros trinaban en acompañamiento a la música, que subió en volumen a medida que se acercaba a la cumbre. Sin embargo, la serena belleza del enclave no impresionaba demasiado a Reiko. Todo -no sólo sus ambiciones personales o su matrimonio con Sano, sino sus mismas vidas- podía depender de lo que el testigo supiese sobre el asesinato de la dama Harume. La impaciencia aceleraba sus pasos; su capa se hinchaba y ondeaba como alas oscuras. Sin aliento, con el corazón desbocado, Reiko llegó a la cima.
A su alrededor se extendía un panorama grandioso. Más abajo, al otro lado de la colina, los puentes de piedra se arqueaban por encima de la laguna del Loto para llegar al islote en el que se alzaba un santuario de la diosa Sarasvati. Los tejados del templo brillaban al sol; un follaje rojo encendido cubría como un manto el paisaje en derredor. Al norte, bajo una neblina de humo de carbón, se adivinaba Edo abrazado por la curva luciente del río Sumida. Reiko caminó hacia la estatua de muchos brazos de Kannon, diosa de la misericordia, y al pabellón que había junto a ella. Allí se había congregado un público de campesinos, samuráis y sacerdotes para escuchar al músico que tocaba de rodillas ante el koto, bajo el techo de juncos.
A Reiko siempre le había parecido un anciano, y suponía que ya debía de superar los setenta años. Su cabeza estaba tan calva y salpicada de manchitas como un huevo. La edad había encorvado sus hombros y relajado las líneas de su cara estrecha; inclinado sobre el largo instrumento horizontal, parecía una grulla vetusta. Pero las manos nudosas que tocaban el koto no habían perdido su fuerza. Giraba las clavijas de afinar, movía con destreza los puentes y rasgaba las dieciséis cuerdas con un plectro de marfil. Con los ojos cerrados por la concentración, extraía una música que parecía suspender al mundo entero inmóvil y sobrecogido. La belleza etérea de la canción hizo que le saltaran las lágrimas. Olvidadas las prisas, esperó en el exterior del pabellón a que terminara el concierto.
El público escuchaba con reverencia mientras la música cobraba volumen y complejidad, dejando a la improvisación por encima del tema. El acorde final quedó suspendido en el aire durante un momento eterno. La cabeza baja, los ojos aún cerrados, el músico parecía en trance. El público se dispersó. Reiko lo abordó.
– ¿Sensei Fukuzawa? ¿Me concederíais un momento para hablar con vos? -Hizo una reverencia-. Tal vez no os acordéis de mí. Hace ocho años que nos vimos por última vez.
El músico abrió los ojos. La edad no había enturbiado su aguda y brillante claridad. El rostro se le iluminó de inmediato al reconocerla.
– Por supuesto que os recuerdo, señorita Reiko; o, mejor dicho, honorable dama Sano. Mi enhorabuena por vuestro matrimonio. -Su voz era débil y trémula; su alma hablaba ante todo a través del koto. Extendió la mano en señal de bienvenida-. Os ruego que me acompañéis.
– Gracias.
Reiko subió la escalera del pabellón y se arrodilló frente a él. A través de la celosía de las paredes se colaba la cálida luz del sol; un biombo plegable resguardaba del viento.
– Os he buscado por todas partes: en vuestra casa de Ginza y en los teatros. Por fin uno de vuestros colegas me dijo que habíais empezado un peregrinaje por templos y santuarios de todo el país. Me alegro mucho de haberos alcanzado antes de que salierais de Edo.
– Ah, sí. Quería visitar los grandes lugares sagrados antes de morir. Pero ¿a qué se debe esa súbita urgencia por ver a vuestro antiguo maestro de música? -Los ojos del anciano centellearon-. No será, supongo, por deseo de más lecciones.
Reiko sonrió contrita. Durante los seis años que el sensei Fukuzawa le había enseñado a tocar el koto, había sido una alumna reacia. Al acabar las lecciones, había dejado de lado el instrumento con gran alivio y jamás lo había vuelto a tocar. En ese momento, tenía la edad suficiente para lamentar el esfuerzo inútil de su sensei y sentirse avergonzada por su insensibilidad al despreciar el arte al que él había consagrado su vida. Recordó con incomodidad cuando su padre le advertía de su inocencia y exceso de confianza; y Sano, de su obstinación por llevar la contraria. Aquéllos también eran defectos que debía admitir y derrotar.
– Deseo disculparme por mi mala actitud -dijo Reiko, aunque le costara mucho ser humilde-. Y os he echado de menos.
Al decirlo se dio cuenta por primera vez de hasta qué punto era cierto. A diferencia de sus familiares, el sensei Fukuzawa no la había reñido ni castigado por su mala conducta. A diferencia de los otros profesores, que montaban en cólera, amenazaban e incluso pegaban a sus estudiantes cuando cometían errores, él siempre la había motivado a través de una paciente amabilidad antes que por el miedo. Así, con buenas palabras, había llevado el escaso talento de Reiko hasta la realización de su pleno potencial, a la vez que proporcionaba un refugio de las críticas que ella obtenía de todos los demás. ¿El hecho de que supiera apreciar la valía de una persona tan fuera de lo común no significaba que su temperamento estaba mejorando?
– No hay necesidad de disculpas; me basta con ver que vuestro carácter ha madurado -dijo el anciano, haciéndose eco de sus pensamientos. Sonrió con amabilidad-. Pero sospecho que hay una razón de peso para tener el honor de vuestra atención.
– Sí -admitió Reiko, recordando la habilidad del maestro para ver el interior de las personas, como si el estudio de la música le hubiera proporcionado una comprensión especial del espíritu humano-. Investigo el asesinato de la dama Harume. Oí que vos pasasteis el último mes en el castillo, dando lecciones a las mujeres del Interior Grande. -Su edad y su reputación lo convertían en uno de los pocos hombres a los que se les permitía la entrada-. Quiero saber si visteis u oísteis algo que pueda ayudarme a descubrir quién la mató.
– Ah.
El sensei Fukuzawa deslizó sus dedos sarmentosos por las cuerdas del koto mientras contemplaba a Reiko. Del instrumento surgió una melodía errante y abstracta en tono menor. Aunque ni su expresión ni su entonación revelaban nada que no fuera benigno interés, en la música Reiko distinguía cierta desaprobación. Se afanó por justificarse ante el viejo maestro porque anhelaba que la tuviera en buena consideración. Después de explicarle sus motivos para querer investigar el asesinato, lo hizo partícipe de las noticias que habían reforzado su resolución de resolver el caso.
– Esta mañana mi prima Eri me ha contado un rumor que circula por el castillo. Al parecer, la madre del sogún tenía un romance con Harume que acabó mal. Todas dicen que le escribió a Harume una carta en la que la amenazaba con matarla y que, por tanto, la dama Keisho-in es la asesina. No sé si existe en verdad tal carta o si eso supone que es culpable. Pero el otro principal sospechoso de mi marido, el teniente Kushida, ha desaparecido. Sano está sometido a mucha presión para solucionar el caso. Si le llega el rumor y encuentra la carta, tal vez decida acusar a la dama Keisho-in de envenenar a Harume. Pero ¿qué pasa si se equivoca y ella es inocente?
»Lo ejecutarán por traición. Y yo, como esposa suya, moriré con él. -Reiko cruzó las manos sobre el regazo y trató de aplacar su miedo-. No puedo depender de que mi marido atrape al auténtico asesino o de que me proteja. ¿Acaso no tengo derecho a salvar mi propia vida?
La música del koto dio un giro más alegre, y el sensei Fukuzawa asintió.
– Si sé que hay una antigua alumna en peligro, estaré encantado de echar una mano. Veamos… -Mientras tocaba el instrumento, contemplaba una barca de recreo que navegaba a la deriva por la laguna del Loto. Después suspiró y sacudió la cabeza-. No hay manera. A mi edad, los acontecimientos recientes se difuminan en la memoria, mientras que los de hace treinta años están claros como el agua. Sabría reproducir mi primera actuación nota a nota, pero lo que es el mes que pasé en el castillo de Edo… -Se encogió de hombros en señal de triste resignación-. Las damas y yo sosteníamos muchas conversaciones durante sus clases. Reñían a menudo, y, en verdad, chismorrean todo el tiempo; sin embargo, no se me ocurre nada que dijeran o hicieran que se saliera de lo corriente. Tampoco recuerdo haber conocido a la dama Harume. Y desde luego, no tuve ningún atisbo de su muerte.
»Lo siento -añadió-. Parece que habéis hecho el viaje en balde. Os ruego que me disculpéis.
– No pasa nada, no es culpa vuestra -dijo Reiko, ocultando su decepción y consciente de que era ella la responsable. En su arrogancia infantil se había formado una idea exagerada de sus habilidades de detective y el valor de sus contactos. Ahora la realidad la despojaba de su ilusión.
Había agotado su último recurso, infructuosamente. Ni resolvería el caso de asesinato, ni salvaría la vida. Cierto, había descubierto el rencor que la dama Ichiteru le tenía a Harume; y que el teniente Kushida había estado en su habitación poco antes del asesinato. Mas aquellas pruebas no habían conducido a ningún arresto. La pena de Reiko se convirtió en rabia contra ella y su sexo. ¡No era más que una hembra inútil y más valdría que se fuera a casa a bordar hasta que vinieran los soldados para llevársela a su ejecución!
Y por debajo de la rabia bullía una inquietante mezcla de emociones encontradas. Aunque lamentaba haber sido incapaz de demostrarle a Sano su superioridad y ganarle en su propio juego, se daba cuanta de que también había querido complacerlo descubriendo al asesino de la dama Harume. Quería que la apreciara y la respetase. La derrota la avergonzaba, pero también lamentaba la pérdida de la esperanza del amor.
De repente la música del koto terminó con un acorde disonante.
– Un momento -dijo el sensei Fukuzawa-. Sí que recuerdo una cosa, después de todo. Fue tan peculiar; ¿cómo lo habré pasado por alto? -Chasqueó la lengua, irritado por su mala memoria, y Reiko se animó de nuevo-. En el Interior Grande vi a alguien que no debería haber estado allí. Eso fue…, a ver…, creo que fue hace dos días.
– Pero, para aquel entonces, la dama Harume ya estaba muerta -dijo Reiko. Sus esperanzas volvían a caer en picado-. A quien visteis no era el asesino que iba a envenenar la tinta. A menos que… ¿estáis completamente seguro de la fecha?
– Por una vez sí, porque se trataba de una ocasión memorable. Estaba terminando mi última lección antes de dejar el castillo de Edo y emprender mi peregrinaje, cuando sentí retortijones y salí disparado hacia el retrete. Fue al volver a la sala de música cuando lo vi en el pasillo. Aunque él no tuviera nada que ver con el asesinato, a todas luces algo raro sucede en el castillo. Tendría que haber informado del incidente, pero no lo hice. Tal vez si os cuento lo que pasó, y si vos creéis que es importante, podríais decírselo a vuestro marido para que adopte las medidas oportunas.
– ¿A quién visteis? -preguntó Reiko. A lo mejor el asesino había vuelto al lugar del crimen.
– A Shichisaburo, el actor de no.
– ¿El amante del chambelán Yanagisawa? -inquirió Reiko desconcertada-. Pero si él no es sospechoso. Incluso si hubiera conseguido entrar sin que lo vieran los centinelas, ¿no lo habrían echado los guardias de palacio?
– Dudo que nadie lo reconociera excepto yo -explicó el viejo músico-, porque iba disfrazado de jovencita, con un quimono de mujer y una larga peluca. Shichisaburo a menudo hace de mujer en el escenario; se le da bien imitar sus ademanes. Parecía una más de las habitantes del Interior Grande. Los pasillos no tienen mucha luz, y se cuidaba de llevar oculta la cara.
– Entonces ¿cómo lo reconocisteis?
El sensei Fukuzawa soltó una risilla.
– He pasado muchos años tocando acompañamientos musicales para el teatro. He visto a centenares de actores. Un hombre que finge ser mujer siempre se traiciona con menudencias que pasan desapercibidas al público. Pero yo tengo buen ojo. Ni siquiera el mejor onnogata es capaz de engañarme. En el caso de Shichisaburo, era su zancada. Dado que el cuerpo de un hombre es más denso que el de una mujer, sus pasos resultaban algo pesados para una mujer de su tamaño. Me dije de inmediato: «¡Eso es un chico, y no una mujer!»
A Reiko se le dispararon las alarmas al vislumbrar una posible explicación para aquel subterfugio. Si lo que sospechaba era cierto, ¡cuánta suerte había tenido al encontrar a un observador tan astuto como el sensei Fukuzawa! Quizá tuviera la oportunidad de demostrar su valía como detective y salvar la vida al mismo tiempo. Se impuso a su emoción para no perder la objetividad; quería asegurarse de estar en lo cierto antes de sacar conclusiones.
– ¿Cómo podéis estar seguro de que era Shichisaburo y no otro hombre, si no le visteis la cara?
– La familia de Shichisaburo es un clan antiguo y venerable de actores -respondió el sensei Fukuzawa-. Con el paso de las generaciones han desarrollado sus propias técnicas para la escena: discretos gestos e inflexiones que sólo reconocen los expertos en el drama no. He visto actuar a Shichisaburo. Cuando dobló la esquina por delante de mí, le vi levantar del suelo el dobladillo de sus ropajes al modo que inventara su abuelo, para el que tantas veces toqué.
El sensei hizo una demostración: se cogió la falda de su quimono entre el pulgar y dos dedos, con los demás recogidos en la palma.
– Era Shichisaburo, no cabe duda.
– ¿Qué hizo? -Reiko tuvo que esforzarse para que las palabras atravesaran los nervios que le atenazaban los pulmones.
– Tenía curiosidad, de modo que lo seguí a cierta distancia. Echó un vistazo para ver si alguien lo espiaba, pero no me vio; la mala vista le viene de familia, aunque a todos los educan para que actúen como si vieran perfectamente. Fue derecho a los aposentos de la dama Keisho-in. No había guardias apostados a las puertas, como en las ocasiones en que he actuado para la madre del sogún. Tampoco había nadie a la vista. Shichisaburo entró sin llamar y se quedó un rato. Yo esperé en el recodo del pasillo. Cuando salió, llevaba algo escondido en la manga. Oí un crujido de papel.
Reiko pensó en la relación de Shichisaburo con el chambelán Yanagisawa, el enemigo de su marido. Recordaba los rumores de sus intentos de asesinar a Sano, de destruir su reputación y socavar su influencia en el sogún. Sus sospechas cobraron fuerza. ¿Había sobornado Yanagisawa a los guardias de la dama Keisho-in para que abandonaran su puesto? En un torbellino de miedo e inquietud, preguntó:
– ¿Y entonces, qué?
– Shichisaburo atravesó las dependencias de las mujeres a toda prisa. A duras penas pude seguirle el paso. Entró a hurtadillas en una habitación al fondo de un corredor.
La habitación de la dama Harume, pensó Reiko. El pavor y la euforia la marearon al considerar el clima político que rodeaba el asesinato: la sucesión en peligro, los celos y rencillas de poder, los rumores sobre la dama Keisho-in. La visita clandestina de Shichisaburo urdía todos aquellos elementos del caso en un patrón que vaticinaba la catástrofe.
– Pegué el oído a la pared -prosiguió el sensei Fukuzawa-, y oí que Shichisaburo revolvía la habitación. Cuando salió, llevaba las manos vacías. Tenía la intención de salirle al paso, pero por desgracia sentí un nuevo acceso de diarrea. Shichisaburo se esfumó. Mi malestar me impidió informar de inmediato de lo que había visto, y más adelante estuve tan ocupado con el final de mis lecciones y la despedida de las damas que me olvidé del asunto por completo.
La última pieza del rompecabezas reveló el patrón con una claridad mortal. Reiko se puso en pie de un salto.
– ¿Pasa algo, mi niña? -La frente del anciano profesor de música se arrugó con la confusión-. ¿Adónde vais?
– Lo siento, sensei Fukuzawa, pero debo partir de inmediato. ¡Es una cuestión de máxima urgencia!
Reiko hizo una reverencia y se despidió apresuradamente. Voló colina abajo y saltó al interior del palanquín.
– Llevadme de vuelta al castillo de Edo -ordenó a los hombres-. ¡Y daos prisa!
No le cabía la menor duda de que Sano iba a investigar los rumores sobre la dama Keisho-in, y que iba a encontrar pruebas que los confirmaran. El honor y el deber lo moverían a acusarla de asesinato, sin pensar en las consecuencias. Reiko era la única que sabía que Sano estaba en grave peligro. Sólo ella podía salvarlo -y salvarse- del deshonor y la muerte. Debía advertirle antes de que cayera en la trampa. Pero sentada en el palanquín, desesperada por su lentitud, un nuevo temor la asaltó.
Si tenía éxito, ¿apreciaría Sano lo que había hecho o su rebeldía iba a destruir cualquier posibilidad de amor entre ellos?