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A la mañana siguiente, Poirot bajó a desayunar a las nueve y media. El desayuno era del tiempo de las vacas gordas, esto es, una serie de platos hechos en un calentador eléctrico. Sir George estaba devorando un desayuno inglés completo, a base de huevos revueltos, tocino y riñones. La señora Oliver y la señorita Brewis tomaban una variación del mismo. Michael Weyman comía jamón frío. Únicamente lady Stubbs despreciaba los apetitosos platos y mordisqueaba una tostada fina, bebiendo café puro a pequeños sorbos. Llevaba un gran sombrero rosa pálido, que resultaba fuera de lugar en la mesa del desayuno.

El correo acababa de llegar. La señorita Brewis tenía enfrente de ella un enorme montón de cartas, que iba clasificando rápidamente en montoncitos. Las que iban dirigidas personalmente a sir George se las pasaba a él. Las otras, ella misma las abría y las clasificaba por categorías.

Lady Stubbs tenía tres cartas. Abrió dos, evidentemente dos facturas, y las echó a un lado. Luego abrió la tercera y dijo de pronto:

—¡Oh!

La exclamación expresaba tal sobresalto que todos los rostros se volvieron hacia ella.

—Es de Étienne —dijo—, de mi primo Étienne. Viene aquí en yate.

—Déjame ver, Hattie —sir George extendió la mano. Ella le pasó la carta a lo largo de la mesa y él extendió la hoja y la leyó.

—¿Quién es éste Étienne de Sousa? ¿Un primo tuyo, dices?

—Eso creo. Un primo segundo. No lo recuerdo muy bien... casi nada. Era...

—¿Era qué, querida?

Ella se encogió de hombros.

—No importa. De todo eso hace mucho tiempo. Yo era una chiquilla.

—Y me figuro que no puedes recordarle muy bien. Pero, por supuesto, tenemos que recibirle como es debido —dijo sir George cordialmente—. En cierto sentido, es una pena que sea hoy la fiesta, pero le invitaremos a comer. ¿No te parece que podríamos tenerle aquí una noche o dos y enseñarle algo del país?

Sir George era en aquellos momentos el hospitalario señor campesino.

Lady Stubbs no añadió nada. Se quedó con la vista fija en su taza de té.

La conversación sobre el inevitable tema de la fiesta se hizo general, únicamente Poirot permaneció aparte, observando la figura delgada y exótica que presidía la mesa. Se preguntó qué le preocuparía. En aquel preciso instante levantó los ojos y dirigió a través de la mesa una rápida mirada al lugar donde él se sentaba. Era una mirada aguda y calculadora que le sobresaltó. Al encontrarse las miradas de los dos, la expresión aguda desapareció de la de lady Stubbs, sustituyéndola la vaguedad habitual. Pero la otra mirada había estado allí, fría, calculadora, vigilante...

¿O lo había imaginado? En cualquier caso, ¿no es cierto que las personas con cierta deficiencia mental tenían una especie de malicia o astucia que algunas veces sorprendía a sus más íntimos?

Se dijo que lady Stubbs era un verdadero enigma. Todo el mundo parecía tener ideas diametralmente opuestas sobre ella. La señorita Brewis había declarado que lady Stubbs sabía muy bien lo que hacía. Sin embargo, la señora Oliver la consideraba decididamente como una deficiente mental; y la señora Folliat, que la conocía íntimamente y desde hacía mucho tiempo, había hablado de ella como de una persona no del todo normal, necesitada de cuidados y vigilancia.

Era probable que la señorita Brewis estuviera predispuesta contra ella. Le desagradaba lady Stubbs por su indolencia y su actitud distante. Poirot se preguntó si la señorita Brewis habría sido secretaria de sir George con anterioridad a su matrimonio. En caso afirmativo, era fácil que le hubiera disgustado la implantación de un nuevo régimen.

Poirot, personalmente, hubiera estado de acuerdo de todo corazón con la señora Folliat y la señora Oliver... hasta aquella mañana. Y, después de todo, ¿podría considerar seriamente una impresión tan efímera?

Lady Stubbs se levantó bruscamente de la mesa.

—Me duele la cabeza —dijo—; voy a echarme un rato.

Sir George se puso en pie de un salto.

—Hattie, querida, no estarás enferma, ¿verdad? —preguntó.

—No, sólo me duele la cabeza.

—Estarás bien para esta tarde, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—Tome una aspirina, lady Stubbs —dijo la señorita Brewis vivamente—. ¿Tiene usted o se la llevo?

—Tengo.

Se encaminó a la puerta. Al hacerlo se le cayó el pañuelo que había estado estrujando entre las manos. Poirot, adelantándose, lo cogió discretamente.

Sir George estaba a punto de seguir a su esposa, pero le detuvo la señorita Brewis.

—Quería hablarle del aparcamiento de coches, sir George. Voy a darle instrucciones a Mitchell. ¿Cree usted que lo mejor sería, como usted ha dicho...?

Poirot salió de la habitación y no oyó más.

Alcanzó a su anfitriona en la escalera.

—Señora, se le ha caído esto.

Le ofreció el pañuelo, inclinándose.

Ella lo tomó, indiferente.

—¿Sí? Gracias.

—Siento muchísimo, señora, que no se encuentre usted bien. Sobre todo, ahora que viene su primo.

Ella contestó rápidamente, casi con violencia:

—No quiero ver a Étienne. No me gusta. Es malo. Siempre fue malo. Le tengo miedo. Hace cosas malas.

La puerta del comedor se abrió y sir George cruzó el vestíbulo y subió la escalera.

—Hattie, pobrecita mía. Deja que suba y te arrope.

Subieron juntos la escalera. Él la rodeaba con su brazo y su rostro tenía una expresión preocupada y absorta.

Poirot los siguió con la vista, volviéndose luego, para encontrarse con la señorita Brewis, que iba muy apresurada, llevando unos papeles.

—El dolor de cabeza de lady Stubbs...—empezó Poirot.

—¡Qué dolor de cabeza ni qué narices! —tronó airada la señorita Brewis, y desapareció en su despacho, cerrando la puerta tras de sí.

Poirot suspiró y salió a la terraza por la puerta principal. La señora Masterton acababa de llegar en un coche pequeño y dirigía la operación de montar la gran tienda donde habría de servirse el té, dando órdenes con su profunda y vigorosa voz, tan semejante a un aullido. Se volvió para saludar a Poirot.

—Todas estas cosas son un engorro —observó—; y lo ponen todo donde no deben. ¡No, Rogers! ¡Más a la izquierda... izquierda, no derecha! ¿Qué opina usted del tiempo, monsieur Poirot? A mí no me parece muy seguro. Y la lluvia, por supuesto, lo echaría todo a perder. Y este año que hemos tenido tan buen verano, para variar. ¿Dónde está sir George? Tengo que hablarle sobre todo del aparcamiento de los coches.

—A su mujer le dolía la cabeza y se fue a acostar.

—Por la tarde estará bien —dijo la señora Masterton con seguridad—. Le gustan los acontecimientos sociales, ¿sabe? Se pondrá un vestido estupendo y estará con él tan contenta como una niña. ¿Quiere acercarme esas estacas? Quiero marcar los sitios para los números del golf de reloj.

Poirot, empujado de este modo al servicio activo, fue utilizado sin piedad por la señora Masterton como un aprendiz útil. En los pequeños descansos de la dura faena, tuvo la condescendencia de hablarle.

—Tiene uno que hacerlo todo. No hay más remedio... Por cierto, es usted amigo de los Elliot, ¿no?

Poirot, después de su larga estancia en Inglaterra, sabía muy bien que esas palabras eran una indicación de que se le admitía en sociedad. Era como si la señora Masterton dijera: «Aunque extranjero, es usted uno de nosotros.»

Continuó charlando en tono confidencial.

—Es agradable ver que Nasse vuelve a la vida. ¡Teníamos todos tanto miedo de que se convirtiera en un hotel! Ya sabe usted lo que pasa en estos tiempos: va uno por el campo y todo se vuelven casas y casas con el letrero «casa de huéspedes», «hotel particular», «hotel A, autorizado para despachar bebidas alcohólicas»... Todas las casas donde una ha pasado temporadas de niña y a donde ha ido a fiestas. Muy triste. Sí, me alegro de la suerte de Nasse y también se alegra la pobre Amy Folliat, naturalmente. ¡Ha tenido una vida tan dura! Pero nunca se queja. Sir George ha hecho maravillas en Nasse y no lo ha vulgarizado. No sé si esto será influencia de Amy Folliat o buen gusto natural. Tiene muy buen gusto, ¿sabe? Ésta es una cosa muy rara en un hombre como él.

—Tengo entendido que no procede de una familia antigua... —dijo Poirot con precaución.

—Ni siquiera tiene derecho al título de sir, sino que es una especie de apodo. Es de lo más divertido. Naturalmente, nunca hablamos de eso. A los hombres ricos hay que permitirles sus pequeñas fachendas, ¿no le parece? Y lo gracioso es que, a pesar de su origen, George Stubbs sería aceptado en cualquier sitio. Es un producto de otros tiempos, el correcto señor campesino del siglo XVIII. Debe de ser buena sangre. El padre un caballero y la madre una camarera, es lo que yo opino.

La señora Masterton se interrumpió para gritarle a un jardinero:

—Junto a los rododendros, no. Tiene que dejar sitio para los bolos. ¡A la derecha, no a la izquierda!

Continuó:

—Es extraordinario cómo confunden la izquierda con la derecha. La Brewis es una mujer eficiente. Pero no tiene simpatía a la pobre Hattie. Algunas veces la mira como si quisiera asesinarla. Muchas de estas buenas secretarias están enamoradas de sus jefes. ¿Dónde cree usted que habrá ido Jim Warburton? Es una tontería que se empeñe en seguir llamándose a sí mismo «capitán». No es un soldado regular y nunca vio de cerca a un alemán. Naturalmente, uno tiene que conformarse con lo que puede encontrarse en estos tiempos, y es muy trabajador, pero me resulta algo sospechoso. ¡Ah! Aquí están los Legge.

Sally Legge, vestida con pantalones y un jersey amarillo, dijo alegremente:

—Venimos a ayudar.

—Hay mucho que hacer —tronó la señora Masterton—. Esperen que piense...

Poirot, aprovechándose de su distracción, se escabulló. Al volver la esquina de la casa y desembocar en la terraza del frente, se convirtió en espectador de un nuevo drama.

Dos chicas, con pantaloncitos cortos y blusas brillantes, habían salido del bosque y algo indecisas miraban hacia la casa. Le pareció reconocer en una de ellas a la chica italiana a quien habían llevado en el coche el día anterior. Sir George, asomándose a la ventana del cuarto de lady Stubbs, se dirigía a ellas, encolerizado.

—¡Están ustedes en terreno privado! —gritó.

—¿Por favor? —dijo la joven del pañuelo verde.

—No pueden ustedes pasar por aquí. Es privado.

La otra chica que traía un pañuelo azul eléctrico, dijo alegremente:

—¿Por favor? ¿El muelle de Nassecombe?

Pronunció el nombre con mucho cuidado.

—¿Es por aquí? —continuó—. ¿Por favor?

—¡Están ustedes en terreno privado! —vociferó sir George.

—¿Por favor?

¡Terreno privado! No se puede pasar, Tienen ustedes que volver atrás. ¡Volver atrás! Por donde han venido.

Ellas le miraban fijamente, mientras gesticulaba. Luego se consultaron con un torrente de palabras extranjeras. Por último, indecisa, la del pañuelo azul dijo:

—¿Volver? ¿Al albergue?

—Eso es. Y cojan ustedes la carretera... carretera... allí.

Se retiraron de mala gana. Sir George se enjugó la frente y bajó la vista hacia Poirot.

—Me paso el tiempo echando a la gente —dijo—. Antes pasaban por la puerta de arriba, pero la he cerrado con un candado. Ahora pasan por el bosque, saltando la valla. Creen que pueden llegar fácilmente al río y al muelle por este camino. Bueno, claro, que pueden, mucho más pronto. Pero no hay derecho de paso, nunca lo ha habido. Y casi todos son extranjeros, no entienden lo que se les dice, y le contestan a uno chapurreando en holandés o algo por el estilo.

—De estas dos, una es alemana y la otra italiana, creo. Ayer vi a la italiana cuando venía de la estación.

—Hablan todos los idiomas imaginables... ¿Di, Hattie? ¿Qué decías?

Se retiró a la habitación.

Poirot se volvió, para encontrarse con que muy cerca de él estaban la señora Oliver y una chica de catorce años, muy desarrollada, vestida con uniforme de exploradora.

—Ésta es Marlene —dijo la señora Oliver.

Marlene contestó a la presentación con un ruido gangoso. Poirot se inclinó cortésmente.

—Ésta es la víctima —dijo la señora Oliver.

Marlene soltó una risita.

—Yo soy el horrible cadáver —dijo—; pero no voy a tener sangre ninguna encima — su voz expresaba desilusión.

—¿No?

—No. Me estrangulan con una cuerda y eso es todo. Me hubiera gustado que me apuñalaran y me echaran mucha pintura encima.

—El capitán Warburton pensó que podría resultar demasiado realista —dijo la señora Oliver.

—En un asesinato, yo creo que debe de haber sangre —decía Marlene, enfadada. Miró a Poirot, con interés morboso—. Han visto ustedes muchos crímenes, ¿verdad? Eso dice ella.

—Uno o dos —dijo Poirot modestamente. Observó, alarmado, que la señora Oliver se marchaba.

—¿Algún sexomaníaco? —preguntó Marlene con avidez.

—No, por cierto.

—Me gustan los sexomaníacos —dijo Marlene con fruición—. Quiero decir, leer cosas sobre ellos y... recrearme.

—Lo más probable es que no te gustara encontrarte con uno a solas.

—Bueno, no sé. ¿Sabe usted una cosa? Creo que tenemos por aquí un sexomaníaco. Mi abuelo vio una vez un cadáver en los bosques. Tuvo miedo y echó a correr, y cuando volvió ya no estaba. Era un cadáver de mujer. Pero eso sí, está como un cencerro; mi abuelo, quiero decir, y nadie hace caso de lo que dice.

Poirot se las agenció para escaparse y, dando un rodeo, llegó a la casa y se refugió en su habitación. Tenía necesidad de descanso.

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