Capítulo XVI

1



Hércules Poirot estaba sentado en una butaca cuadrada frente a la chimenea cuadrada de la habitación cuadrada de su piso de Londres. Frente a él había varios objetos que no eran cuadrados, sino violenta y casi increíblemente curvos. Examinando por separado cada uno de ellos, no parecía posible que pudiera ejercer ninguna función en el mundo normal. Su forma era improbable, irresponsable y como surgida por casualidad. Naturalmente, en realidad no eran nada de eso. Valorándolos con justicia cada uno tenía un lugar determinado en determinado universo. Colocado cada uno en el lugar exacto de su propio universo, no solamente adquirían sentido, sino que componían un cuadro. En otras palabras: Hércules Poirot estaba ordenando un rompecabezas.

Miró a un rectángulo, que todavía presentaba huecos de formas improbables. Encontraba esa ocupación sedante y agradable. Del desorden surgía el orden. Tenía, pensó, cierto parecido con su profesión. También en ella se enfrentaba uno con hechos imposibles o improbables, hechos que no parecían tener la menor relación unos con otros, y, sin embargo, todos formaban una parte equilibrada del todo. Con habilidad, cogió una pieza improbable, color gris oscuro y la acopló en un cielo azul. Entonces vio que se trataba de parte de un aeroplano.

—Sí —se dijo Poirot—; eso es lo que uno debe hacer. La pieza imposible, la pieza improbable, la pieza lógica que no es lo que parece, todas tienen su lugar señalado y, una vez colocada en él eh bien, se acabó el asunto. Todo está claro. En rápida sucesión, fue colocando un pequeño fragmento de un minarete, otra pieza que parecía parte de un toldo de rayas y era en realidad el lomo de un gato, y un trozo de puesta de sol, que había cambiado con rapidez asombrosa del anaranjado al rosa.

Si supiera uno lo que tenía que buscar, sería muy fácil, se dijo Poirot. Pero uno no sabe lo que tiene que buscar. Suspiró irritado. Sus ojos pasaron del rompecabezas que tenía frente a sí a la butaca colocada al otro lado de la chimenea. Menos de media hora antes, había estado sentado allí el inspector Bland tomando té y bollos (bollos cuadrados) y charlando tristemente. Había tenido que ir a Londres para un servicio y, terminado éste, se había acercado a ver a Monsieur Poirot. Quería saber, explicó, si monsieur Poirot tenía alguna idea. Luego había explicado sus propias ideas. Poirot había coincidido con él en todos los puntos. El inspector Bland, pensó Poirot, había hecho un resumen del caso muy justo e imparcial.

Había pasado un mes, casi cinco semanas, desde los acontecimientos de Nasse House. Cinco semanas negativas, de completa inactividad. El cadáver de lady Stubbs no había sido hallado. Si estaba viva, no se había dado con ella. Lo más probable, había observado el inspector, era que estuviera muerta. Poirot convino en ello.

—Claro —dijo Bland— que puede que el cuerpo no haya sido llevado a tierra todavía. Una vez que un cadáver está en el agua, nunca se sabe. Puede que aparezca todavía, aunque para entonces no habrá quien lo reconozca.

—Hay una tercera posibilidad —señaló Poirot.

Bland afirmó con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo—. Ya he pensado en ella. No dejo de pensar en ella, en realidad. Se refiere usted a que el cuerpo está allí, en Nasse, escondido en algún lugar donde no se nos ocurrió buscar. Puede ser, desde luego. Es una posibilidad. En una casa antigua, rodeada de todo ese terreno, habrá lugares en los que nadie pensaría, que nunca llegaría uno a suponer que existieran.

Hizo una pausa, caviló unos instantes y luego dijo:

—Todavía el otro día estuve en una casa. Durante la guerra construyeron un refugio contra los bombardeos. Una gruta endeble, de confección poco menos que casera, en el jardín, junto al muro de la casa, y abrieron un pasadizo desde el refugio hasta la casa, hasta la bodega. Bueno, la guerra terminó, el refugio se derrumbó, hicieron unos montículos y construyeron como una especie de jardín rocoso. Pasando ahora por el jardín, nadie diría que aquello había sido un refugio antiaéreo y que hay una cámara debajo. Parece como si toda la vida hubiera sido un jardín rocoso. Y allí, detrás de una gran tinaja de vino, en la bodega, sigue estando el pasadizo que lleva al refugio. Eso es lo que quiero decir. Una cosa así. Un camino o algo que conduzca a un sitio del que ningún extraño puede tener idea. ¿Supongo que no habrá ningún escondite de los que utilizaban los sacerdotes cuando las persecuciones religiosas?

—No creo... en esa época no.

—Eso es lo que dice el señor Weyman. Dice que la casa fue construida alrededor de 1790. No había razón para que los sacerdotes se ocultaran en esa época. De todos modos, podría haber en alguna parte algún cambio en la estructura de la casa, del que alguien de la familia podía tener noticia. ¿Qué cree usted, monsieur Poirot?

—Es posible, sí —dijo Poirot—. Mais oui, decididamente es una idea. Si acepta uno esa posibilidad, lo siguiente es pensar, ¿quién conocería la existencia de algo así? Supongo que cualquiera de los que están en la casa podría saberlo, ¿no le parece?

—Sí. Claro que eso dejaba fuera a De Sousa —el inspector no parecía satisfecho. De Sousa seguía siendo su sospechoso favorito—. Como usted dice, cualquiera que viviera en la casa, un criado o alguien de la familia, podía saberlo. Sería menos probable que lo supiera alguien que se encuentra en la casa sólo de paso. Y gente como los Legge, que viven fuera y sólo van de visita, todavía menos probable.

—La persona que con toda seguridad conocería la existencia de una cosa así y que podía decírselo, si se lo pregunta, es la señora Folliat —dijo Poirot, plenamente convencido.

La señora Folliat, pensó, sabía todo lo que había que saber sobre Nasse House. La señora Folliat sabía muchas cosas... La señora Folliat había sabido desde el primer momento que Hattie Stubbs estaba muerta. La señora Folliat sabía, antes de que Marlene y Hattie Stubbs murieran, que el mundo era muy malo y que había gente muy mala en él. La señora Folliat, pensó Poirot irritado, era la clave de todo el asunto. Pero la señora Folliat no iba a descubrir su secreto fácilmente.

—Me he entrevistado con esa señora varias veces —dijo el inspector—. Muy amable, muy agradable, y parece disgustarle mucho el no poder aportar ninguna idea que nos ayude.

«¿No puede o no quiere?», pensó Poirot; Bland, posiblemente, pensaba lo mismo.

—Hay cierta clase de señoras a las que uno no puede obligar a hablar. No puede uno asustarlas ni convencerlas ni engañarlas.

«No —pensó Poirot—, ni se podía obligar, ni convencer ni engañar a la señora Folliat.»

El inspector había terminado de tomar su té, había suspirado y se había marchado, y Poirot había sacado su rompecabezas para aliviar su creciente exasperación. Porque estaba exasperado. Exasperado y humillado al mismo tiempo. La señora Oliver le había llamado a él, Hércules Poirot, para aclarar un misterio. Tenía la impresión de que algo andaba mal, y era cierto, algo andaba mal. Había acudido esperanzada a Poirot, primero, para evitar el mal, y no lo había evitado, y, segundo para descubrir al asesino, y no había descubierto al asesino. Se hallaba sumergido en la niebla, en la niebla en la que, de cuando en cuando, surgen resplandores que ciegan. De cuando en cuando, o así se lo parecía a él, había visto uno de esos resplandores fugaces. Y nunca había podido llegar más lejos. No había podido valorar lo que le parecía haber visto por un momento.

Poirot se levantó, cruzó al otro lado de la chimenea, colocó la otra butaca cruzada de modo que formara un ángulo perfecto con el hogar, y se sentó en ella. Había pasado del rompecabezas de cartón y madera pintada al rompecabezas de un asesino. Sacó de su bolsillo un cuadernito y escribió con su letra pequeña y clara:

«Étienne de Sousa, Amanda Brewis, Alec Legge, Sally Legge, Michael Weyman.»

Era materialmente imposible que sir George o Jim Warburton hubieran matado a Marlene Tucker. Como no era materialmente imposible que la señora Oliver lo hubiera hecho, añadió su nombre, después de una breve pausa. También añadió el nombre de la señora Masterton, puesto que no recordaba haberla visto constantemente en el césped entre las cuatro y las cinco menos cuarto. Añadió el nombre de Hender, el mayordomo; más bien porque en la Persecución del Asesino, figuraba un mayordomo siniestro que porque sospechara realmente del moreno artista del gong. También escribió «chico de la camisa de tortugas», seguido de un signo de interrogación. Luego sonrió, meneó la cabeza, cogió un alfiler de la solapa de la chaqueta, cerró los ojos y pinchó en él. Era un sistema tan bueno como cualquier otro, pensó.

Se irritó justificadamente cuando comprobó que el alfiler había traspasado el último nombre.

—Soy un imbécil —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué tiene que ver con esto el chico de la camisa de las tortugas?

Pero también se dio cuenta de que debía haber tenido alguna razón para incluir ese enigmático personaje en la lista. Recordó de nuevo el día en que estaba sentado en el templete y la cara de sorpresa del chico al verle allí. No era una cara muy agradable, a pesar de su belleza juvenil. Una cara arrogante y cruel. El joven había ido allí con algún fin. Había ido a encontrarse con alguien, de donde resultaba que ese alguien era una persona con quien no podía o no quería encontrarse de modo normal. Era un encuentro sobre el que no debía llamarse la atención. Un encuentro culpable. ¿Tendría algo que ver con el asesinato?

Poirot continuó con sus reflexiones. Era un chico que estaba en el Albergue Juvenil, un chico, por lo tanto, que sólo podía estar allí dos noches como máximo. ¿Habría ido allí por casualidad? ¿Sería uno de los muchos estudiantes jóvenes que visitan Gran Bretaña? ¿O habría ido allí por un motivo determinado, para encontrarse con determinada persona? Podrían haberse encontrado en la fiesta de un modo al parecer casual... acaso se habían encontrado. ¿Cómo saberlo?

Sé muchas cosas, se dijo Poirot. Tengo en mis manos muchas, muchas piezas de este rompecabezas. Tengo una idea acerca de la clase de crimen de que se trata... pero seguramente no miro a todo ello del modo que es debido.

Volvió una página de su cuaderno y escribió: ¿Le pidió lady Stubbs a la señorita Brewis que llevara el té a Marlene? Si no se lo pidió, ¿por qué la señorita Brewis dice que sí lo hizo?

Se puso a considerar la cuestión. Hubiera sido muy normal que a la señorita Brewis se le hubiera ocurrido llevarle a la chica unos pasteles y una bebida. Pero de ser así, ¿por qué no decirlo sencillamente? ¿Por qué iba a mentir y decir que lady Stubbs le había pedida que lo hiciera? ¿Habría ido la señorita Brewis a la caseta de los botes y encontrado a Marlene muerta y de ahí la mentira? A no ser que la señorita Brewis fuera la asesina, parecía muy poco probable. No era una mujer nerviosa ni imaginativa. Si hubiera encontrado a la chica muerta, ¿no sería lo más probable que hubiera dado la voz de alarma inmediatamente?

Se quedó contemplando durante algún tiempo las dos preguntas que acababa de escribir. No pudo evitar el pensar que en medio de aquellas palabras que acababa de escribir debía de haber algo que señalaba hacia la verdad y que él no era capaz de ver. Después de reflexionar durante cuatro o cinco minutos, escribió algo más.

Étienne de Sousa declara que escribió a su prima tres semanas antes de su llegada a Nasse House. ¿Es cierta o falsa esta declaración?

Poirot tenía la casi certeza de que era falsa. Recordó la escena durante el desayuno. No parecía haber la menor razón para que sir George y lady Stubbs fingieran una sorpresa (lady Stubbs incluso una consternación) que no sentían. No podía imaginar qué fin perseguían con ello. Sin embargo, concediendo que Étienne de Sousa hubiera mentido, ¿por qué había mentido? ¿Para dar la impresión de que su visita había sido anunciada y admitida? Podía ser, pero era un motivo muy poco convincente. Desde luego, no había prueba alguna de que semejante carta hubiera sido escrita o recibida. ¿Sería un intento por parte de Étienne de Sousa de demostrar su buena fe, de hacer que su visita pareciera natural e incluso esperada? Realmente, sir George le había recibido muy amistosamente, aunque no lo conocía.

Poirot hizo una pausa, deteniéndose en este pensamiento. Sir George no conocía a De Sousa. Su esposa, que le conocía, no lo había visto. ¿Habría algo de esto? ¿Sería posible que el Étienne de Sousa que había llegado aquel día a la fiesta no fuera el verdadero Étienne de Sousa? Consideró la cuestión, pero tampoco encontró un motivo que la justificara. ¿Qué iba a ganar De Sousa? En cualquier caso, a De Sousa no le beneficiaba la muerte de Hattie. Hattie, según la policía había averiguado, no tenia dinero propio, excepto el de su esposo.

Poirot trató de recordar con exactitud lo que le había dicho lady Stubbs aquella mañana. «Es un hombre malo. Hace cosas malas.» Y, según Bland, le había dicho a su esposo: «Mata a la gente.» Examinando todos los hechos, había en todo eso algo significativo. Mata a la gente.

El día en que Étienne de Sousa había llegado a Nasse House, una persona había sido asesinada con toda seguridad, posiblemente dos personas. La señora Folliat había dicho que no había que hacer caso de las frases melodramáticas de Hattie. Lo había dicho con mucha insistencia. La señora Folliat...

Hércules Poirot frunció el ceño; luego dio un golpe con la mano en el brazo del sillón.

—Siempre, siempre vuelvo a la señora Folliat. Es la clave de todo este asunto. Si yo supiera lo que ella sabe... No puedo seguir más tiempo sentado en un sillón, limitándome a pensar. No, tengo que coger un tren y volver a Devon para hacer una visita a la señora Folliat.

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