Capítulo III

Era la señora Folliat la que abría la marcha y Poirot la siguió. La casa era graciosa, de bellas proporciones. La señora Folliat, cruzando una puerta a la izquierda, entró en un pequeño salón amueblado con gusto, pasando de éste al gran salón, lleno de personas que, en aquel momento, parecían hablar todas a un tiempo.

—George —dijo la señora Folliat—, este señor es monsieur Poirot, que ha tenido la amabilidad de venir a ayudarnos. Sir George Stubbs.

Sir George, que estaba hablando en voz muy alta, giró en redondo. Era un hombre alto, de rostro encendido y una barba que resultaba un poco inesperada. Producía el efecto desconcertante del actor que no acaba de decidirse por el papel que más le place y se queda entre el señor campesino y el «diamante en bruto» de los Dominios. Desde luego, no recordaba a la armada, a pesar de las observaciones de Michael Weyman. Sus modales y su voz eran joviales, pero sus ojos eran pequeños y agudos, de un azul muy penetrante. Saludó cordialmente a Poirot.

—Nos alegramos muchísimo de que su amiga la señora Oliver haya conseguido convencerle de que venga —dijo—. Ha sido una idea genial. Será usted causa de una enorme atracción de gente.

Miró a su alrededor, con expresión un poco vaga.

—¡Hattie! —repitió luego el nombre en tono un poco más alto—. ¡Hattie!

Lady Stubbs estaba recostada en un gran sillón, a cierta distancia de los demás. Parecía no prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Miraba sonriendo su mano, extendida en el brazo del sillón. Movía la mano de derecha a izquierda para que la luz se reflejara en las profundidades verdes de una gran esmeralda que lucía en el dedo corazón.

Levantó la vista con cierto sobresalto infantil y dijo:

—¿Cómo está?

Poirot se inclinó sobre su mano.

Sir George continuó haciendo las presentaciones.

—La señora Masterton.

La señora Masterton era una mujer monumental, que a Poirot le recordó vagamente a un sabueso, de mandíbula hundida y ojos grandes, tristes y ligeramente inyectados en sangre. Se inclinó hacia Poirot y reanudó su discurso, con una voz que de nuevo le hizo pensar en el ladrido de un sabueso.

—Esta estúpida discusión sobre la tienda del té tiene que terminarse, Jim —dijo en tono autoritario—. Tienen que avenirse a razones. No podemos hacer fracasar la fiesta por las pendencias locales de esas tontas.

—No, claro —dijo el hombre a quien se dirigía.

—El capitán Warburton —dijo sir George.

El capitán Warburton, que llevaba una chaqueta sport a cuadros y tenía cierto parecido con un caballo, mostró una hilera de blancos dientes en una sonrisa de lobo, continuando luego su conversación.

—No se moleste; yo lo arreglaré —dijo—. Les hablaré paternalmente. ¿Y qué hay de la tienda de la fortuna? ¿En aquel espacio, junto a la magnolia? ¿O al final del césped, junto a los rododendros?

Sir George continuó con las presentaciones.

—El señor y la señora Legge.

Un joven alto, con la cara muy pelada del sol, sonrió de un modo agradable. Su esposa, una atractiva pelirroja de cara pecosa, hizo con la cabeza un saludo amistoso, enfrascándose de nuevo en una controversia con la señora Masterton.

—...junto a la magnolia no... el cuello de botella...

—...tenemos que desparramar cosas... pero si hay una pista...

—...mucho más fresco. Quiero decir que, dando el sol de lleno en la casa...

—...y el «tiro al coco»[2] no puede estar demasiado cerca de la casa... los chicos son tan locos tirando...

—Y ésta es la señorita Brewis —dijo sir George— que nos gobierna a todos.

La señorita Brewis estaba sentada detrás de la gran bandeja de plata con el servicio de té. Era una mujer delgada, de aspecto eficiente, de unos cuarenta y tantos años y ademanes vivos y agradables.

—¿Cómo está usted, monsieur Poirot? —dijo—. Espero que el tren no haya venido demasiado abarrotado. Los trenes a veces van llenísimos en esta época del año. Le daré una taza de té. ¿Leche? ¿Azúcar?

—Muy poca leche, mademoiselle, y cuatro terrones de azúcar.

Y añadió, mientras la señorita Brewis se encargaba de atender su demanda:

—Ya veo que reina la mayor actividad.

—Sí. Siempre hay tantas cosas que atender en el último minuto... Y la gente de ahora le falla a uno de un modo extraordinario. Las tiendas, las sillas, las cosas de comer... Tiene uno que estarles encima. Me he pasado en el teléfono media mañana.

—¿Qué hay de esas estacas, Amanda? —dijo sir George—. ¿Y los palos extra para el golf de reloj?[3]

—Todo eso está ya bien claro, sir George. El señor Benson, del club de Golf, fue de lo más notable.

La señorita Brewis le pasó a Poirot su taza.

—¿Un sandwich, monsieur Poirot? Éstos son de tomate y éstos de foie gras. Pero quizá —dijo la señorita Brewis, pensando en los cuatro terrones de azúcar— prefiera usted un pastel de crema, ¿verdad?

Poirot prefería un pastel de crema y se sirvió uno muy dulce y blanducho.

Luego con cuidado, para mantenerlo en equilibrio, fue a sentarse junto a su anfitriona. Continuaba haciendo jugar la luz sobre la joya y levantó la vista hacia él, con una sonrisa infantil y complacida.

—Mire —dijo—; es bonita, ¿verdad?

Él la había estado observando con atención. Llevaba un gran sombrero chino de paja color magenta. El sombrero daba una tonalidad rosada a su piel pálida. Iba muy maquillada, de un modo exótico, muy poco inglés. El cutis muy pálido, los labios de un vivo color ciclamen y en los ojos una generosa cantidad de rimmel. Por debajo del sombrero asomaba su cabello, negro y liso, pegado a la cabeza como un casquete de terciopelo. El rostro tenía una belleza lánguida, muy poco inglesa. Era un producto del sol del trópico, sorprendido, por decirlo así, por casualidad, en un salón inglés. Pero fueron sus ojos los que impresionaron a Poirot. Tenían una mirada fija, infantil, casi estúpida. Había hecho la pregunta de un modo infantil y confidencial y Poirot le contestó como se contesta a una niña de corta edad.

—Es una sortija preciosa —dijo.

Ella pareció complacida.

—George me la dio ayer —dijo bajando la voz, como si estuviera compartiendo un secreto con él—. Me da muchas cosas. Es muy bueno.

Poirot volvió a mirar la sortija y la mano extendida sobre un brazo de la butaca. Llevaba las uñas muy largas y barnizadas de un color amoratado.

A su mente acudió una cita bíblica: «...no se fatigan ni hilan...»[4].

Desde luego, le resultaba imposible imaginar a lady Stubbs fatigándose ni hilando. Y, sin embargo, tampoco la describiría como un lirio de los campos. Era un producto mucho más artificial.

—Es muy bonita esta habitación, señora —dijo él, mirando a su alrededor apreciativamente.

—Supongo que sí —dijo lady Stubbs con expresión vaga. Su atención seguía fija en la sortija; con la cabeza un poco inclinada y moviendo la mano, miraba el fuego verde de la piedra.

Dijo en un susurro confidencial:

—¿Lo ve usted? Me está haciendo guiños.

Soltó una carcajada que sobresaltó a Poirot. Era una risa fuerte y sin freno.

Desde el otro extremo de la habitación, sir George dijo:

—Hattie.

Aunque el tono de su voz era agradable, encerraba una especie de advertencia.

Lady Stubbs dejó de reírse.

Poirot dijo en tono convencional:

—Devonshire es una provincia encantadora. ¿No le parece a usted?

—Es bonito de día —dijo lady Stubbs—, cuando no llueve —añadió en tono quejumbroso—; pero no hay clubs nocturnos.

—Comprendo. ¿Le gustan los clubs nocturnos?

—Ah, sí —dijo lady Stubbs con fervor.

—¿Y por qué le gustan tanto los clubs nocturno?

—Hay música y se baila. Y yo me pongo mis vestidos más bonitos y pulseras y sortijas, y todas las demás mujeres tienen vestidos bonitos y joyas, pero no tan bonitos como los míos.

Sonrió con enorme satisfacción. Poirot sintió como una punzada dolorosa.

—¿Y todo eso le divierte mucho?

—Sí. Me gusta el casino también. ¿Por qué no hay casinos en Inglaterra?

—Muchas veces me he preguntado yo eso mismo —dijo Poirot suspirando—; no creo que encajaran con el carácter inglés.

Ella lo miró como si no comprendiera. Luego se inclinó ligeramente hacia él.

—Una vez gané sesenta mil francos en Montecarlo. Los puse al número 27 y salió.

—Debe haber sido muy emocionante, señora.

—Sí que lo fue. George me da dinero para jugar, pero generalmente lo pierdo.

Parecía desconsolada.

—Es una pena.

—Bueno, no importa en realidad. George es muy rico. Es muy agradable ser rico, ¿no lo cree así?

—Muy agradable —dijo Poirot suavemente.

—A lo mejor, si no fuera rica me parecería a Amanda.

Dirigió la mirada a la mesa de té, y la estudió desapasionadamente.

—Es muy fea, ¿verdad?

La señorita Brewis levantó la vista en aquel momento y la dirigió hacia el lugar donde ellos estaban sentados. Lady Stubbs no había hablado alto, pero Poirot se preguntó si Amanda Brewis habría oído.

Al retirar la vista, los ojos de Poirot encontraron la mirada del capitán Warburton, irónica y divertida.

Poirot se esforzó en cambiar de tema.

—¿Ha estado usted muy atareada con los preparativos de la fiesta?

Hattie Stubbs hizo un ligerísimo movimiento de cabeza negativo.

—No, yo creo que todo esto es muy aburrido... muy estúpido. Tenemos criados y jardineros. ¿Por qué no han de hacer ellos los preparativos?

—Hija mía —era la señora Folliat la que hablaba. Había venido a sentarse en un sofá cercano—. Ésas son las ideas que te fueron inculcadas en tus posesiones de las islas. Pero la vida en Inglaterra es muy distinta, en estos tiempos. Me gustaría que no hubiese variado —suspiró—. Ahora tiene que hacérselo una por sí misma casi todo.

Lady Stubbs se encogió de hombros.

—Lo encuentro estúpido. ¿De qué sirve ser rico si tiene uno que hacerlo todo por sí mismo?

—A algunas personas les divierte —dijo la señora Folliat, sonriéndole—. A mí me divierte. No hacerlo todo, pero algunas cosas, sí. Me gusta arreglar el jardín por mí misma y me gusta hacer preparativos para una festividad como la que tendremos aquí mañana.

—¿Será como una fiesta de sociedad? —preguntó lady Stubbs, esperanzada.

—Exactamente, con mucha, mucha gente...

—¿Será como en Ascot? ¿Habrá muchos sombreros y todo el mundo irá elegante?

—Bueno, no precisamente como en Ascot. —dijo la señora Folliat. Y añadió con dulzura—: Pero debes tratar de disfrutar con las cosas del campo, Hattie. Debías habernos ayudado esta mañana, en lugar de levantarte a la hora del té.

—Me dolía la cabeza. —dijo Hattie enfurruñada. Luego cambió su estado de ánimo y sonrió a la señora Folliat con afecto—: Pero mañana seré buena. Haré todo lo que me diga.

—Así me gusta, querida.

—Voy a estrenar un vestido. Llegó esta mañana. Venga arriba conmigo a verlo.

La señora Folliat titubeó. Lady Stubbs se puso en pie e insistió:

—Tiene usted que venir. ¡Por favor! Es un vestido precioso. ¡Vamos!

—Bueno, muy bien.

La señora Folliat esbozó una sonrisa y se levantó.

Al salir de la habitación siguiendo a Hattie, con cuya alta estatura contrastaba la suya tan pequeña, Poirot vio su cara y le impresionó la expresión de cansancio que había sustituido a su sonriente compostura. Era como si, desprevenida por un momento, hubiera cedido la tensión y no se molestara en mantener la máscara social. Y, sin embargo... parecía como si hubiera algo más. Puede ser que sufriera una enfermedad de la que, como muchas mujeres hacen, no hablara nunca. No era persona, pensó, que se molestara en inspirar a los demás piedad o simpatía.

El capitán Warburton se dejó caer en la butaca que Hattie acababa de dejar. También él miró hacia la puerta por la que acababan de salir las dos mujeres, pero no fue de la mayor de ellas de quién habló, sino que, sonriendo, dijo arrastrando las palabras:

—Hermosa criatura, ¿verdad?

Observó con el rabillo del ojo a sir George, que salía por una puerta ventana, seguido de la señora Masterton y de la señora Oliver.

—Se ha metido en el bolsillo al bueno de George Stubbs. ¡Nada es demasiado para ella! Joyas, pieles y todo eso. No he podido averiguar si se da cuenta o no de que su mujer está un poco tocada del seso. Es probable que piense que no importa. Después de todo, estos financieros no piden compañía intelectual.

—¿De qué nacionalidad es ella? —preguntó Poirot, interesado.

—Parece sudamericana, siempre me lo ha parecido. Pero creo que es de las Indias Occidentales. Una de esas islas con azúcar, ron y todo eso. De una antigua familia de allí... una criolla, no quiero decir que sea una mestiza. Creo que en estas islas se casan entre sí parientes muy próximos. Eso explica la deficiencia mental.

La joven señora Legge se unió a ellos.

—Escucha, Jim —dijo—, tienes que estar de mi parte. Esa tienda tiene que estar donde todos habíamos decidido... al fondo del césped, de espalda a los rododendros. Es el único sitio posible.

—Mamá Masterton no lo cree así.

—Bueno, pues tendrás que hablarle claro.

Él sonrió con astucia.

—La señora Masterton es mi jefe.

—Tu jefe es Wilfrid Masterton. Él es el diputado.

—Supongo que sí, pero debía serlo ella. Es ella la que lleva los pantalones... Me consta.

Sir George volvió a entrar en la habitación por la puerta ventana.

—¡Ah, está usted ahí, Sally! —dijo—. La necesitamos. Parece mentira que la gente se ponga tan excitada con cosas tan tontas como quién ha de enmantecar los bollos, quién ha de rifar el cake y por qué el puesto de los productos de la huerta está donde se había prometido que estaría el de prendas de punto. ¿Dónde está Amy Folliat? Ella se las entiende muy bien con esa gente... se las entiende como nadie; sabe convencer.

La señora Legge afirmó:

—Subió con Hattie.

—¡Ah! ¿Subió...?

Sir George dirigió a su alrededor una mirada desvalida y la señorita Brewis, que estaba escribiendo unos billetes de entrada, se puso en pie de un salto y dijo:

—Voy a buscarla, sir George.

—Gracias, Amanda.

La señorita Brewis salió de la habitación.

—Tenemos que conseguir un poco más de valla de alambre —murmuró sir George.

—¿Para la fiesta?

—No, no. Para ponerla en el límite con Hoodown Park, en el bosque. La vieja está toda desvencijada y por allí es por donde se cuelan.

—¿Quién se cuela?

—¡Gente, que se mete en terreno ajeno! —exclamó sir George.

Sally Legge dijo, divertida:

—Parece usted Betsy Trotwood, en plena campaña contra los burros.

—¿Betsy Trotwood? ¿Quién es? —preguntó sir George.

—Un personaje de Dickens.

—¡Ah, Dickens! He leído «Los papeles de Pickwick». No está mal. No. No está mal... me sorprendió. Pero hablando en serio, esas personas que se meten en terreno privado son una plaga desde que empezó esa payasada del Albergue Juvenil. Aparecen por todas partes, llevando camisas de lo más extraño... esta mañana vi a un chico con una de dibujos de tortugas y cosas raras... Creí que estaba borracho y veía doble. Y la mayoría no saben inglés y no hacen más que farfullar... —se puso a remedar—: «Oh, pog favog... si tiene usted... dígame... ¿es camino para el ferroy?» Yo digo que no, que no es, les lanzo un berrido, los mando a donde vienen, pero la mayoría de las veces se quedan parpadeando y mirándole a uno sin comprender. Y las chicas se ríen como bobas. Los hay de todas las nacionalidades: italianos, yugoslavos, holandeses, finlandeses..., ¡no me extrañaría que hubiera esquimales entre ellos! Y es seguro que la mitad de ellos son comunistas —terminó con expresión sombría.

—Vamos, George, no empiece usted con los comunistas —dijo la señora Legge—. Iré con usted a enfrentarme con esas levantiscas mujeres.

Le condujo a través de la puerta ventana, llamando por encima del hombro:

—Vamos, Jim. Ven a que te hagas pedazos por una buena causa.

—Muy bien, pero quiero enterar a monsieur Poirot de los detalles de la Persecución del Asesino, puesto que es él quien ha de entregar los premios.

—Puedes hacerlo luego.

—Le esperaré aquí —dijo Poirot en tono amable.

En el silencio que siguió a su marcha. Alec Legge se estiró en su butaca y suspiró.

—¡Mujeres! —dijo—. Son como un enjambre de abejas.

Volvió la cabeza para mirar a través de la ventana.

—¿Y a qué viene todo esto? Una estúpida fiesta campestre, que no le interesa a nadie.

—Es evidente —hizo notar Poirot— que hay personas a quienes les interesa.

—¿Por qué ha de tener la gente tan poco sentido? ¿Por qué no pueden pensar? Piense en el lío en que se ha metido el mundo entero, ¿no se dan cuenta de que los habitantes de la tierra se están suicidando?

Poirot creyó acertadamente que esa pregunta no esperaba contestación. Se limitó a mover la cabeza con expresión ambigua.

—A menos que podamos hacer algo antes de que sea demasiado tarde... —Alec Legge se calló bruscamente. Su rostro se ensombreció—. Ya —dijo—; ya sé lo que está pensando. Que estoy nervioso, que soy un neurótico... y todo eso. Como esos malditos médicos. Recomendando descanso, cambio de ambiente y aire de mar. Muy bien, Sally y yo vinimos aquí, cogimos Mill Cottage por tres meses y yo seguí su receta. He pescado, me he bañado al aire libre, he dado largos paseos y he tomado baños de sol...

—Sí, ya me di cuenta de que había tomado baños de sol —dijo Poirot cortésmente.

—¡Ah!, ¿lo dice por esto? —Alec se llevó la mano a la cara despellejada—. Esto es el resultado de haber podido disfrutar en Inglaterra, por una vez en la vida, de un buen verano. ¿Pero qué se gana con todo eso? No puede uno dejar de enfrentarse con la verdad, simplemente por huir de ella.

—No, nunca sirve de nada huir.

—Y el estar en una atmósfera rural como ésta lo que hace es que uno vea las cosas con más agudeza... Y la increíble apatía de la gente de este país. Incluso Sally, que es muy inteligente, es lo mismo. ¿Por qué preocuparse? Eso es lo que dice. ¡Me pone muy nervioso! ¿Por qué preocuparse?

—Simplemente a título de curiosidad: ¿Por qué se preocupa usted?

—¡Dios mío! ¿Usted también?

—No, no es un consejo. Es, sencillamente, que quisiera saber su respuesta.

—¿No ve usted que alguien tiene que hacer algo?

—¿Y ese alguien es usted?

—No, no; no yo personalmente. No se puede ser personal en estos tiempos.

—No veo por qué. Incluso en «estos tiempos», como usted dice, uno sigue siendo una persona.

—¡Pero no debe uno serlo! En tiempos difíciles, cuando es cuestión de vida o muerte, no puede uno pensar en sus propios e insignificantes males o preocupaciones.

—Le aseguro que se equivoca por completo. En la última guerra, durante un bombardeo muy duro, a mí me preocupaba mucho menos la idea de la muerte que el dolor de un callo que tenía en el dedo pequeño de un pie. Me sorprendió por entonces el que fuera así. «Piensa —me decía a mí mismo— que en cualquier momento puede venir la muerte». Pero seguía pensando en mi callo. En realidad, me sentía ofendido por tener que sufrir aquello, además del miedo a la muerte. Precisamente por el hecho de que podía morir, todos los pequeños detalles de mi vida adquirían mayor importancia. He visto una vez una mujer que acababa de sufrir un accidente de tráfico, con una pierna rota, y se echó a llorar porque vio que se le había escapado un punto a una media.

—¡Lo que demuestra con toda claridad lo tontas que son las mujeres!

—Lo que demuestra cómo son las personas. Puede que sea la preocupación por nuestra vida propia la que haya llevado a la raza humana a sobrevivir.

Alec Legge se rió con desprecio.

—Algunas veces —dijo— pienso que es una pena que haya sobrevivido.

—Es, ¿sabe? —insistió Poirot—, una forma de humildad. Y la humildad tiene mucho valor. Recuerdo que durante la guerra había un slogan escrito en el metro de Londres: «Todo depende de ti», decía. Creo que lo había escrito un teólogo eminente, pero, en mi opinión, era una doctrina peligrosa e indeseable. Porque no es cierto. Todo no depende, por ejemplo, de la señora Blank, de la Villa Blank, junto al pantano. Y si se le induce a creerlo así, se le hará un daño. Mientras ella piensa en el papel que puede representar en los asuntos mundiales, el niño derrama el cacharro del agua hirviendo.

—Sus puntos de vista son muy anticuados. Vamos a ver: ¿qué slogan escogería usted?

—No es necesario que redacte yo uno propio. En este país hay uno más antiguo que me satisface plenamente.

—¿Y es...?

—Pon tu confianza en Dios y cuida de que tu pólvora esté seca.

—Vaya, vaya... —Alec Legge parecía divertido—. De lo más inesperado, viniendo de usted. ¿Sabe usted lo que me gustaría hacer en este país?

—Sin duda alguna, algo violento y desagradable —dijo Poirot sonriendo.

Alec Legge no se rió.

—Me gustaría que todas las personas mentalmente débiles fueran aniquiladas... ¡Todas! No dejarlas crecer. Si durante una generación sólo se permitiera vivir a las personas inteligentes, imagínese cuál sería el resultado.

—Acaso fuera un considerable aumento en el número de los pacientes de los manicomios —dijo Poirot fríamente—. En una planta, señor Legge, las raíces son tan necesarias como las flores. Por grandes y hermosas que sean las flores, no podrían existir si se destruyen las raíces. —y continuó en tono confidencial—: ¿Considera usted a lady Stubbs como posible candidata a su cámara mortuoria?

—Sí, desde luego. ¿Para qué sirve una mujer como ésa? ¿En qué medida ha contribuido ella al bien de la sociedad? ¿Le ha pasado alguna vez por la cabeza una idea que no esté relacionada con vestidos o pieles o joyas? Como le digo, ¿para qué sirve?

—Usted y yo —dijo Poirot suavemente— somos, desde luego, mucho más inteligente que lady Stubbs. Pero —movió tristemente la cabeza— me temo que somos mucho menos decorativos.

—Decorativos...

Alec estaba empezando un bufido de indignación, pero fue interrumpido por la llegada de la señora Oliver y del capitán Warburton, que entraban por la puerta ventana.

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