Capítulo XX

Hércules Poirot se detuvo un instante ante las grandes puertas de hierro forjado. Contempló la calzada en curva que se extendía ante su vista. Las últimas hojas doradas habían caído de los árboles. Los ciclámenes habían muerto.

Poirot suspiró. Se volvió hacia la casa de las columnas blancas y golpeó suavemente la puerta.

Tras una corta espera, oyó pasos en el interior, aquellos pasos lentos y vacilantes. La señora Folliat abrió la puerta. Ya no le sorprendió verla tan vieja y tan frágil.

—¿Otra vez usted, monsieur Poirot? —dijo ella.

—¿Puedo pasar?

—Naturalmente

Él la siguió.

La señora Folliat le ofreció té, que él rechazó. Luego le preguntó en voz baja:

—¿Por qué ha venido?

—Creo que puede usted adivinarlo, señora.

Su respuesta fue indirecta.

—Estoy muy cansada —dijo.

—Lo sé. —dijo Poirot, añadiendo—: Ha habido ya tres muertes: Hattie Stubbs, Marlene Tucker y el viejo Merdell.

Ella dijo vivamente:

—¿Merdell? Eso fue un accidente. Se cayó del embarcadero. Era muy viejo, medio ciego y había estado bebiendo en la taberna.

—No fue un accidente. Merdell sabía demasiado.

—¿Qué era lo que sabía?

—Podía reconocer un rostro, un modo de andar, una voz... algo por el estilo. Hablé con él el día de mi llegada aquí. Me dijo entonces muchas cosas sobre la familia Folliat, sobre su suegro y su marido y sus hijos, muertos en la guerra. Sólo que... no murieron los dos, ¿verdad? Su hijo Henry se hundió en su barco, pero su hijo segundo, James, no murió. Desertó. Puede que al principio se le diera por «desaparecido» y, más tarde, dijo usted a todo el mundo que había muerto. Y a nadie le interesaba desmentir esta afirmación. ¿Por qué iba a interesarle a nadie? No tenía nada de particular.

Poirot hizo una pausa, continuando luego:

—No crea usted, señora, que no cuenta ahora con mi simpatía. Ya sé que la vida ha sido dura para usted. Usted no podía hacerse ilusiones sobre su hijo menor, pero era su hijo y lo quería. Hizo usted todo lo que pudo por proporcionarle una nueva vida. Tenía usted a su cargo una chica joven, una chica de inteligencia por debajo de lo normal, pero muy rica. ¡Ya lo creo que era rica! Propaló usted la noticia de que sus padres habían perdido toda su fortuna, que ella era pobre y que usted le había aconsejado se casara con un hombre rico, mucho mayor que ella. Tampoco le importaba eso a nadie. Sus padres y parientes próximos habían muerto en una catástrofe. Una firma francesa de procuradores actuó según las instrucciones de los procuradores de San Miguel. Al casarse, ella entró en posesión de su fortuna personal. Era, como usted me dijo, dócil, afectuosa, sugestionable. Firmaba todo lo que su marido le decía que firmara. Probablemente, los valores fueron cambiados y revendidos varias veces, pero finalmente se alcanzó el objetivo económico que se perseguía: sir George Stubbs, la nueva personalidad adoptada por su hijo, se había convertido en un hombre rico y su esposa en una pobre. No es delito el llamarse a sí mismo «sir», a menos que sea con el fin de obtener dinero con engaños. Un título inspira confianza; evoca, si no la nobleza de cuna, por lo menos opulencia económica. Y así, el acaudalado sir George Stubbs, más viejo, muy cambiado en su aspecto y con barba, compró Nasse House y vino a vivir al lugar de donde provenía, aunque hubiera faltado a él desde que era un chiquillo. Después de las ruinas de la guerra, no era fácil que quedara nadie que pudiera reconocerle. Pero el viejo Merdell le reconoció. No se lo comunicó a nadie, pero cuando me dijo a mí, con malicia, que «siempre habría algunos Folliat en Nasse House», estaba riéndose para sí.

»Todo había resultado bien, o así se lo parecía a usted. Estoy firmemente convencido de que su plan no iba más lejos. Su hijo era rico, dueño del hogar de sus antepasados y, aunque su esposa no era inteligente, era una chica hermosa y dócil, y usted esperaba que él se portara bien con ella y la hiciera feliz.

La señora Folliat dijo en voz baja:

—Eso creía yo que ocurriría. Yo miraría por Hattie y la cuidaría. No podía suponer...

—No podía suponer... y su hijo tuvo bien cuidado de no decírselo a usted, que cuando se casó con Hattie estaba ya casado. Ah, sí...; hemos buscado en los registros lo que sabíamos teníamos que encontrar. Su hijo se había casado con una chica en Trieste, una chica de los bajos fondos del crimen, con la que se ocultó después de su deserción. Ella no tenía intención de separarse de él, como tampoco la tenía él de separarse de ella. Consintió en casarse con Hattie para conseguir su fortuna, pero desde el primer momento sabía lo que quería.

—¡No, no, no lo creo! No puedo creerlo... Fue esa mujer, esa malvada...

Poirot continuó, inflexible:

—Quería asesinarla. Hattie no tenía parientes y muy pocos amigos. Al regresar a Inglaterra, la condujo aquí en seguida. Los criados apenas pudieron verla aquella noche, y la mujer que vieron a la mañana siguiente no era Hattie, sino su esposa italiana, arreglada como Hattie y comportándose en general como Hattie se hubiera comportado. Y ahí pudo haber terminado la cosa. La falsa Hattie hubiera vivido como si fuera la verdadera Hattie, aunque, sin duda, su inteligencia hubiera mejorado inesperadamente, gracias a lo que llamarían vagamente «un nuevo tratamiento». La secretaria, señorita Brewis, se había dado cuenta de que el desarrollo mental de lady Stubbs no tenía nada de anormal.

»Pero entonces ocurrió algo completamente imprevisto. Un primo de Hattie escribió que venía a Inglaterra en un yate y, aunque hacía muchos años que no la veía, no era probable que se dejara engañar por una impostora.

»Es extraño —dijo Poirot, interrumpiendo su relato— que aunque me pasó por la imaginación la idea de que De Sousa no fuera De Sousa, no se me ocurrió que la verdad pudiera ser todo lo contrario, es decir, que Hattie no fuera Hattie.

Continuó:

—Había varios modos de afrontar la situación. Lady Stubbs podía haber evitado el encontrarse con él, pretextando hallarse enferma, pero si De Sousa continuaba durante algún tiempo en Inglaterra, le hubiera sido muy difícil evitarlo. Y había otra complicación. El viejo Merdell, que con los años se había vuelto muy charlatán, tenía la costumbre de hablar con su nieta. Lo probable es que su nieta fuera la única persona que se molestaba en escucharle, e incluso ella rechazaba la mayor parte de lo que decía, porque le creía «tocado». Sin embargo, algunas de las cosas que dijo acerca de «haber visto un cadáver de mujer en el bosque» y de que «sir George era en realidad el señorito James» le hicieron suficiente impresión como para insinuárselo a sir George, a modo de tanteo. Al hacerlo así, naturalmente firmó su propia sentencia de muerte. Sir George y su mujer no podían arriesgarse a que circularan noticias como ésas. Supongo que él le daría a Marlene pequeñas cantidades de dinero para hacerla callar, y procedió a preparar sus planes.

»Lo planearon todo con el mayor cuidado. Sabían la fecha en que De Sousa pensaba llegar a Helmmouth. Coincidía con el día fijado para la fiesta. Prepararon su plan de modo que Marlene fuera asesinada y lady Stubbs «desapareciera» en condiciones que arrojaran vagas sospechas sobre De Sousa. De ahí el referirse a él como si fuera «un hombre malo» y la acusación de que «mataba a la gente». Lady Stubbs desaparecería para siempre (posiblemente sir George identificaría como suyo algún cadáver lo bastante irreconocible que apareciera en alguna ocasión), siendo sustituida por una nueva personalidad. En realidad, Hattie sólo tenía que adoptar de nuevo su propia personalidad de italiana. Lo único que tenía que hacer era interpretar los dos papeles durante poco más de veinticuatro horas. Con la complicidad de sir George, esto fue fácil. El día que llegué yo aquí, a lady Stubbs se la suponía en su habitación hasta la hora del té. Nadie la vio allí, a excepción de sir George. En realidad, lo que hizo fue escabullirse de su habitación, coger un autobús o un tren en Exeter y hacer el viaje de vuelta en compañía de una estudiante extranjera (en aquella época del año hay muchas por estas regiones), a la cual le contó la historia de una amiga que había comido pastel de ternera y jamón en malas condiciones. Llega al albergue, alquila un cuartito y sale «a explorar el terreno». A la hora del té, lady Stubbs está en el salón. Después de cenar, lady Stubbs se va a la cama, pero la señorita Brewis la vio poco después salir sigilosamente de la casa. Pasa la noche en el albergue, pero sale temprano de allí y está de vuelta a Nasse, como lady Stubbs, a la hora del desayuno. Vuelve a pasar la mañana en su habitación, «porque le duele la cabeza», y durante ese tiempo se las compone para presentarse como una «intrusa» y recibir una reprimenda de sir George, quien, desde la ventana del cuarto de su esposa, se vuelve, pretendiendo hablar con ella. Los cambios de indumentaria no eran difíciles: unos pantalones cortos y una blusa abierta por debajo de uno de los complicados vestidos que le gustaban a lady Stubbs. Como lady Stubbs, se ponía un maquillaje muy blanco y un gran sombrero chino, que le protegía el rostro; como la chica italiana, un maquillaje tostado y un pañuelo alegre de campesina sobre sus rizos bronceados. Nadie hubiera sospechado que las dos eran la misma persona.

»Y así llegamos a la representación del último acto del drama. Un poquito antes de las cuatro, lady Stubbs le dijo a la señorita Brewis que le bajara a Marlene una bandeja con el té. Se lo dijo porque tenía miedo de que a la señorita Brewis se le ocurriera hacerlo y seria fatal que se presentara en la caseta inoportunamente. Puede ser que también sintiera cierto placer malsano en prepararlo todo para que la señorita Brewis estuviera en la escena del crimen aproximadamente a la hora en que fue cometido. Luego, escogiendo el momento en que estaba vacía, se deslizó en la tienda donde se leía el porvenir, salió por la parte de atrás y llegó al cenador, oculto en los matorrales, donde, guardaba la mochila de excursionista, con la otra ropa. Se deslizó por el bosque, le dijo a Marlene que la dejara entrar y estranguló a la confiada chica sin pérdida de tiempo. Tiró al río el gran sombrero chino, luego se cambió de traje y de maquillaje, metió en la mochila su vestido de georgette color ciclamen y sus zapatos de tacón alto... y poco después una estudiante italiana del Albergue Juvenil se reunía con otra chica holandesa en los puestos de la verbena, marchándose con ella en el autobús, según habían acordado. Dónde está ahora, no lo sé. Sospecho que en Soho, en cuyos bajos fondos debe tener relaciones de su misma nacionalidad, que podrán proporcionarle los documentos necesarios. En cualquier caso, la policía no anda buscando a una chica italiana, sino a Hattie Stubbs, considerada por todos como una persona simple, deficiente mental, exótica.

»Pero la pobre Hattie Stubbs está muerta, como usted sabe muy bien, señora. Demostró saberlo cuando hablé con usted en el salón, el día de la fiesta. La muerte de Marlene había sido un golpe muy fuerte para usted... no tenía usted la menor idea de lo que se tramaba; pero usted reveló con claridad, aunque por entonces fui lo bastante estúpido para no verlo, que, al hablar de «Hattie», se refería usted a dos personas distintas; una, una mujer, a quien usted odiaba, que estaría «mejor muerta» y contra la cual me advirtió «no creyera ni una palabra de lo que dijera», y la otra una chica de quien usted hablaba en pretérito y a quien defendía usted con calor y afecto. Tengo la impresión, señora, de que quería usted mucho a la pobre Hattie Stubbs...

A las palabras de Poirot siguió una larga pausa.

La señora Folliat estaba sentada en su butaca, inmóvil. Por último se puso en pie y dijo con voz fría como el hielo:

—Toda esa historia es completamente fantástica, monsieur Poirot. Creo que debe estar usted loco... Todo son ideas suyas, no tiene usted la menor prueba.

Poirot se dirigió a una de las ventanas y la abrió.

—Escuche, señora, ¿oye usted?

—Estoy un poco sorda... ¿Qué es lo que hay que oír?

Los golpes de una piqueta... Están deshaciendo la base de hormigón del templete... ¡Qué buen sitio para esconder un cadáver, el sitio donde un árbol había sido arrancado de cuajo por el temporal y la tierra estaba ya removida! Un poco más tarde, para que la seguridad fuera completa, poner hormigón encima y sobre el hormigón levantar un templete... —y añadió suavemente—: El templete de sir George... La locura del dueño de Nasse House[8].

La señora Folliat se estremeció, dejando escapar un suspiro.

—Un lugar tan hermoso —dijo Poirot—. Sólo tenía un defecto: el dueño.

—Sí —dijo la señora Folliat con su voz ronca—. Siempre lo he sabido... Incluso de niño me asustaba... Era cruel... No tenía piedad... Ni conciencia... Pero era mi hijo y lo quería... Hubiera hablado, a la muerte de Hattie... Pero era mi hijo. ¿Cómo iba a ser yo quien lo entregara? Y así, por haberme callado, aquella pobre chica fue asesinada... Y tras ella el viejo y querido Merdell... ¿Cuándo se hubiera detenido?

—Un asesino nunca se detiene —dijo Poirot.

Ella inclinó la cabeza. Durante algún tiempo permaneció así, cubriéndose los ojos con las manos.

Luego, la señora Folliat de Nasse House, descendiente de una larga estirpe de hombres valientes, se enderezó. Miró de frente a Poirot, con voz ceremoniosa y distante.

—Gracias, monsieur Poirot —dijo—, por venir a decirme todo esto. ¿Quiere usted dejarme ahora? Hay ciertas cosas que tiene una que afrontar sola...

Загрузка...