Capítulo IX

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Aunque no tenía contra los extranjeros ninguno de los arraigados prejuicios de Hoskins, al inspector Bland le desagradó inmediatamente Étienne De Sousa. La refinada elegancia del joven, el perfecto corte de su traje, el penetrante perfume de su cabello untado de brillantina, todo se unía para irritar al inspector.

De Sousa se mostraba muy seguro de sí mismo, muy tranquilo. También, aunque decorosamente velado, mostraba cierto regocijo despectivo.

—Tiene uno que reconocer —dijo— que la vida está llena de sorpresas. Llego en viaje de placer, admiro la belleza del paisaje, vengo a pasar la tarde con una primita a quien hace años que no veo, y ¿qué es lo que ocurre? Primero me veo envuelto en una especie de carnaval, con cocos que pasan silbando junto a mi cabeza, e inmediatamente después, pasando de la comedia a la tragedia, estoy metido en un asesinato.

Encendió un cigarrillo, aspiró profundamente el humo y comentó:

—Claro que este asesinato no me concierne en absoluto. La verdad es que no me explico por qué quiere usted entrevistarse conmigo.

—Usted es un extranjero que llega...

De Sousa le interrumpió.

—Y los extranjeros son sospechosos por necesidad. ¿No es eso?

—No, no; nada de eso, señor. No, no me ha comprendido usted. Según creo, su yate está anclado en Helmmouth, ¿no es verdad?

—Así es.

—¿Y subió usted el río esta tarde en una lancha motora?

—También es cierto.

—Cuando remontaba usted el río, ¿vio a su derecha una pequeña caseta para botes, proyectada sobre el agua, con techo de paja y un pequeño muelle debajo?

De Sousa echó hacia atrás su hermosa cabeza morena y frunció el ceño, reflexionando.

—Espere un momento..., había una caleta y una casa pequeña con tejado gris.

—Más arriba, señor De Sousa. Rodeada de árboles.

—Ah, sí; ya recuerdo. Un sitio muy pintoresco. No sabía que fuera el embarcadero de esta casa. De haberlo sabido hubiera amarrado mi bote y desembarcado allí. Cuando pregunté la dirección, me dijeron que subiera hasta el barco y desembocara en el muelle que hay allí.

—Exacto. ¿Y eso es lo que usted hizo?

—Eso es lo que hice.

—¿No bajó usted a tierra en la caseta de los botes o cerca de ella?

De Sousa negó con la cabeza.

—¿Vio usted a alguien en la caseta, al pasar?

—¿Si vi a alguien? No. ¿Tenía que haber visto a alguien?

—Era únicamente una posibilidad. Mire, señor De Sousa, la chica asesinada estaba en la caseta esta tarde. Allí la asesinaron y el hecho debió cometerse aproximadamente a la hora en que usted pasó por allí.

De nuevo alzó De Sousa las cejas.

—¿Cree usted entonces que pude haber presenciado el asesinato?

—El asesinato se cometió dentro de la caseta, pero podía haber visto usted a la chica, que podía haberse asomado a la ventana o salido al balcón. Si la hubiera visto, por lo menos hubiéramos podido saber con mayor exactitud la hora de su muerte. Si cuando usted pasó por allí estaba todavía viva...

—¡Ah, ya comprendo! Sí, comprendo. Pero ¿por qué preguntarme precisamente a mí? Hay muchos botes que suben y bajan por el río de Helmmouth a aquí. Barcos de recreo. Están pasando continuamente. ¿Por qué no les pregunta a ellos?

—Ya les preguntaremos a ellos —dijo el inspector—. Descuide, que ya les preguntaremos. Entonces ¿debo entender que no ha visto usted nada fuera de lo normal en la caseta de los botes?

—Nada en absoluto. No había nada que indicara que había alguien dentro. Naturalmente, no miré a la caseta con gran atención, y tampoco pasé muy cerca. Puede que hubiera alguien mirando por la ventana, como usted sugiere, pero, si fue así, yo no he visto a esa persona. —y añadió cortésmente—: Siento mucho no poder ayudarle.

—Bueno —dijo el inspector en tono amistoso—; no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Hay unas cuantas cosas que quisiera saber, señor De Sousa.

—Diga.

—¿Ha venido usted solo en este crucero o está con algunos amigos?

—Han estado conmigo amigos hasta hace muy poco, pero desde hace tres días estoy solo... con la tripulación, por supuesto.

—¿Y cómo se llama su yate, señor De Sousa?

Espérance.

—Según tengo entendido, lady Stubbs es prima suya.

De Sousa se encogió de hombros.

—Prima lejana, No muy próxima. Tenga usted en cuenta que en las islas hay muchos matrimonios entre parientes. Todos somos primos unos de otros. Hattie es prima segunda o tercera. No la veo desde que era una completa chiquilla, de catorce a quince años.

—¿Y pensó usted hacerle hoy su visita sorpresa?

—Visita sorpresa no, inspector. Le había escrito diciéndoselo.

—Ya sé que ha recibido una carta de usted esta mañana, pero fue para ella una sorpresa el saber que se encontraba en el país.

—No, inspector; se equivoca usted. Le escribí a mi prima... espere un momento, hace tres semanas. Le escribí desde Francia, poco antes de salir para aquí.

El inspector se sorprendió.

—¿Le escribió usted desde Francia, diciéndole que tenía intención de visitarla?

—Sí. Le dije que estaba de viaje en mi yate y que probablemente llegaría a Torquay o Helmmouth alrededor de esta fecha y que le haría saber más tarde la fecha exacta de mi llegada.

El inspector Bland le miró fijamente. Esta declaración estaba en completo desacuerdo con lo que le habían dicho sobre la llegada de la carta de Étienne De Sousa a la hora de desayunar. Más de un testigo había declarado que lady Stubbs al enterarse del contenido de la carta, se había disgustado y alarmado, mostrando claramente su miedo. De Sousa le devolvió la mirada sin perder la calma. Sonriendo ligeramente, se quitó de la rodilla una mota de polvo.

—¿Contestó lady Stubbs a su primera carta? —preguntó el inspector.

De Sousa dudó unos segundos antes de contestar. Luego respondió:

—Es tan difícil de recordar... No, creo que no. Pero no era necesario. Yo estaba viajando, sin dirección fija. Y además, no creo que a mi prima Hattie le guste mucho escribir. No es muy inteligente, aunque creo que se ha convertido en una mujer muy guapa.

—¿No la ha visto usted todavía? —Bland lo dijo en forma de pregunta, y De Sousa mostró los dientes en una agradable sonrisa.

—Creo que ha desaparecido del modo más inexplicable —dijo—. No hay duda de que esta espèce de gala la aburre.

Escogiendo con cuidado su palabras, dijo Bland:

—¿Tiene usted algún motivo para creer, señor De Sousa, que su prima podía querer evitarle a usted por alguna razón?

—¿Qué motivo iba a tener para ello?

—Eso es lo que me pregunto yo, señor De Sousa.

—¿Cree usted que Hattie se ha ausentado de la fiesta para no encontrarse conmigo? ¡Qué idea más absurda!

—¿No tenía, que usted sepa, ningún motivo para... digamos, tener miedo de usted?

—¿Miedo... de mí? —De Sousa se mostraba incrédulo y divertido—. ¡Permítame que le diga, inspector, que ésa es una idea fantástica!

—¿Ha estado usted siempre en buenas relaciones con ella?

—Ya se lo he dicho a usted. No he tenido relaciones con ella. No la veo desde que era una joven chiquilla de catorce años.

—Sin embargo, viene usted a verla, cuando viene a Inglaterra.

—Ah, vi una nota sobre ella en una de sus revistas de sociedad. Mencionaba su nombre de soltera y que estaba casada con un acaudalado inglés y pensé: «Tengo que ver qué tal está la pequeña Hattie; a ver si ahora le rige la cabeza mejor que antes». —Se encogió nuevamente de hombros—. Fue una mera cortesía entre primos. Curiosidad... nada más que eso.

De nuevo el inspector se quedó mirando a De Sousa. ¿Qué habría tras la máscara burlona y serena? Adoptó un tono más confidencial.

—¿No podría usted decirme algo más sobre su prima? ¿Su carácter, sus reacciones?

De Sousa mostró una sorpresa cortés.

—La verdad..., ¿tiene eso algo que ver con el asesinato de la chica en la caseta de los botes, que, según creo, es el asunto que le ocupa?

—Puede tener relación —dijo el inspector Bland.

De Sousa observó al inspector en silencio durante unos pocos segundos. Luego dijo encogiéndose de hombros:

—Nunca conocí bien a mi prima. Era uno de tantos parientes en una larga familia y no de los más interesantes para mí. Pero, en respuesta a su pregunta, le diré que, aunque mentalmente deficiente, nunca, que yo sepa, tuvo mi prima tendencias homicidas.

—Por favor, señor De Sousa, yo no he insinuado semejante cosa.

—¿No? No estoy seguro. No veo qué otra razón puede usted tener para hacer esa pregunta. No; a menos que Hattie haya cambiado mucho, no es homicida —Se levantó—. Estoy seguro, inspector, de que no puede usted desear preguntarme nada más. Lo único que me queda es desearle mucho éxito y que encuentre usted al asesino.

—Supongo, señor De Sousa, que no pensará usted marcharse de Helmmouth hasta dentro de un par de días.

—Habla usted con mucha cortesía. ¿Es una orden?

—Solamente un ruego, señor.

—Gracias. Tengo intención de quedarme en Helmmouth dos días. Sir George ha tenido la amabilidad de pedirme que me quede en su casa, pero prefiero quedarme en el Espérance. Si desea usted preguntarme algo más será allí donde me encuentre.

Hizo una inclinación cortés.

Hoskins le abrió la puerta y De Sousa salió de la habitación.

—¡Qué tipo más pelotillero!—murmuró el inspector.

—Sí —dijo Hoskins de completo acuerdo.

—Supongamos que lady Stubbs tiene manía homicida —continuó el inspector para sí—. ¿Por qué iba a atacar a una chica tan vulgar? No tiene sentido.

—Con las personas chifladas, nunca se sabe —dijo el policía Hoskins.

—La cuestión es saber el grado de su chifladura.

Hoskins movió la cabeza con suficiencia.

—Apuesto algo a que tiene un coeficiente de inteligencia mínimo.

El inspector le miró irritado.

—No repita como un loro esos términos modernistas. Me importa poco si su coeficiente de inteligencia es alto o bajo. Lo único que me importa es saber si es una de esas mujeres que encontrarían divertido, o apetecible o necesario poner una cuerda alrededor del cuello de una niña y estrangularla. Y, en cualquier caso, ¿dónde diablos está la mujer? Salga y entérese de si Frank ha hecho ya algún progreso en su búsqueda.

Hoskins obedeció y salió de la habitación para volver momentos después con el sargento Cottrell, un joven activo, con muy buena opinión de sí mismo, que siempre se las arreglaba para irritar a su superior. El inspector Bland prefería con mucho la sabiduría campesina de Hoskins a los aires de sabelotodo de Frank Cottrell.

—Seguimos registrando la finca, señor —dijo Cottrell—. La señora no ha salido por la puerta del jardín; estamos completamente seguros. Es el segundo jardinero el que está allí dando las entradas y recogiendo el dinero. Jura que no ha salido.

—Supongo que habrá otros sitios por donde salir, además de la puerta principal, ¿no es así?

—Sí, señor. Hay el sendero que baja hasta el bote, pero el viejo que está allí, Merdell se llama, está también completamente seguro de que no ha salido por allí. Debe tener cerca de cien años, pero me parece de fiar. Describió con claridad la llegada en la lancha del señor extranjero y cómo preguntó el camino de Nasse House. El viejo le dijo que tenía que subir por la carretera hasta la puerta principal y pagar la entrada. Pero dijo que el señor parecía no saber nada de la verbena y que había dicho que era un pariente de la familia. Conque el viejo le indico el camino que atraviesa los bosques. Parece ser que Merdell anduvo rondando por el embarcadero toda la tarde, conque es bastante seguro que habría visto a lady Stubbs, si hubiera salido por aquel lado. Luego hay una salida arriba, que lleva a Hoodown Park, atravesando los campos, pero ha sido cerrada con tela metálica, por causa de los intrusos, conque, no pudo salir por allí. Parece probable que siga por aquí, ¿verdad?

—Parece ser —dijo el inspector—; pero no hay nada que le impida pasar por debajo de una valla y marcharse a través de los campos, ¿verdad? Creo que sir George sigue quejándose de los que se meten en su finca, desde el Albergue. Si ellos pueden entrar también podrán salirse del mismo modo, supongo.

—Sí, señor; sin duda alguna, señor. Pero he hablado con su doncella, señor. Lleva puesto —Cottrell consultó un papel que llevaba en la mano— un vestido de crepé georgette de color ciclamen (aunque no sé qué es eso), un gran sombrero negro, zapatos negros de corte salón con tacones de unos diez centímetros... No son las cosas que se pone uno para una carrera a campo través.

—¿No se mudó la ropa?

—No. Le pregunté a la doncella. No falta nada, nada en absoluto. No se llevó una maleta ni nada por el estilo. Ni siquiera se cambió los zapatos. Todos sus zapatos están allí.

El inspector Bland frunció el ceño. Se le estaban ocurriendo posibilidades desagradables. Dijo en tono cortante:

—Tráigame otra vez a la secretaria... Bruce, o como se llame...

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