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Hércules Poirot se detuvo un instante ante las grandes puertas de hierro forjado de Nasse House. Miró la calzada en curva que se extendía ante él. El verano había terminado. Las hojas doradas caían de los árboles, revoloteando suavemente. Los pequeños ciclámenes ponían una nota de color en las lomas de hierba situadas en primer término. Poirot lanzó un suspiro. La belleza de Nasse House le atraía, aun a su pesar. No sentía gran admiración por la belleza salvaje; le gustaban las recortadas y en orden; pero no podía dejar de apreciar la belleza, a un tiempo suave y salvaje, de aquellos árboles y arbustos.

A la izquierda estaba la casita blanca de la señora Folliat. Hacía buena tarde. Probablemente la señora Folliat no estaría en casa. Andaría por los alrededores, con su cesta de jardinera, o si no, visitando a algunos vecinos. Tenía muchos amigos. Éste era su hogar y había sido su hogar durante muchos años. ¿Qué era lo que le había dicho el viejo del embarcadero? «Siempre seguramente habrá algún Folliat en Nasse House.»

Poirot golpeó suavemente con los nudillos la puerta de la casa. Después de unos segundos de espera, oyó pasos dentro. Le parecieron unos pasos lentos y algo vacilantes. Luego se abrió la puerta y la señora Folliat apareció en el umbral. Poirot se sobresaltó al verla tan vieja y tan frágil. Ella le miró durante unos segundos, como si no creyera lo que veía, y luego dijo:

—¡Monsieur Poirot! ¡Usted!

Por un momento, le pareció que había visto el miedo asomar a sus ojos, pero acaso ello fuera pura imaginación por su parte. Dijo cortésmente:

—¿Puedo pasar, señora?

—Naturalmente.

Había recobrado todo su equilibrio, le hizo seña de que entrara y le condujo a su pequeña salita. En ella había un par de butacas cubiertas con exquisitos tapices de punto de aguja, sobre una mesita, un servicio de té de porcelana de Derby y en la repisa de la chimenea varias figuras de delicada porcelana procedentes de Chelsea. La señora Folliat dijo:

—Iré a buscar otra taza.

Poirot alzó la mano en débil protesta, pero ella no admitió la protesta.

—Tiene que tomar una tacita.

La señora Folliat salió de la habitación. Poirot echó una nueva ojeada a su alrededor. Una labor de punto de aguja con la aguja clavada descansaba sobre la mesa. Contra la pared había una estantería con libros. En la pared había un racimo de miniaturas y una fotografía borrosa, en un marco de plata, de un hombre con uniforme, con bigotes tiesos y barbilla débil.

La señora Folliat volvió a la habitación llevando una taza con su plato.

—¿Es su marido, señora? —dijo Poirot.

—Si.

Observando que la mirada de Poirot resbalaba por la repisa de la estantería, como si buscara más fotografías, la señora Folliat dijo bruscamente:

—No soy aficionada a las fotografías. Le hacen a una vivir el pasado. Hay que aprender a olvidar. Hay que cortar las ramas secas.

Poirot recordó que la primera vez que había visto a la señora Folliat estaba recortando un arbusto con unas tijeras. Recordaba que había dicho algo entonces sobre las ramas secas. La miró pensativo tratando de llegar al fondo de su carácter. Era una mujer enigmática, pensó, y, a pesar de su dulzura y su fragilidad, tenía una faceta que podía ser cruel. Una mujer que podía cortar ramas secas, no solamente de la plantas, sino también de su propia vida...

La señora Folliat se sentó y sirvió una taza de té, preguntando:

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Tres terrones de azúcar, si me hace usted el favor, señora.

Ella le tendió su taza y dijo en tono de desconfianza:

—Me sorprendió el verle. No sé por qué, no creí que volviera usted a pasar por esta parte del mundo.

—No estoy pasando, exactamente —dijo Poirot.

—¿No?

Hizo la pregunta levantando ligeramente las cejas.

—Mi visita a esta región es intencionada.

Ella siguió mirándole interrogante.

—He venido en parte para verla a usted, señora.

—¿Sí?

—Para empezar... ¿No habrá habido noticias de la joven lady Stubbs?

La señora Folliat negó con un suave movimiento de cabeza.

—El otro día, en Cornualles, la marea arrojó un cadáver a tierra —dijo—. George fue allí para ver si podía identificarlo. Pero no era ella. —añadió—: Me da mucha pena George. La tensión ha sido muy grande para él.

—¿Sigue creyendo que su mujer puede estar viva?

La señora Folliat negó con un movimiento lento de cabeza.

—Creo —dijo— que está perdiendo las esperanzas. Después de todo, si Hattie estuviera viva, no le sería posible ocultarse, con toda la Prensa y la policía detrás de ella. Incluso si le hubiera ocurrido algo como la pérdida de la memoria..., bueno, la policía la habría encontrado a estas horas, ¿no es cierto?

—Sí, es de suponer que sí —dijo Poirot—. ¿Sigue buscándola la policía?

—Me figuro que sí. No lo sé en realidad.

—Pero sir George ha perdido las esperanzas.

—Él no lo dice —dijo la señora Folliat—. Claro que no lo he visto recientemente. Se ha pasado en Londres la mayor parte del tiempo.

—¿Y la chica asesinada? ¿No ha habido ningún progreso en este asunto?

—Que yo sepa, no. Parece un asesinato sin sentido, sin el menor objeto... Pobre chica.

—Veo, señora, que todavía le disgusta pensar en ella.

La señora Folliat no contestó en seguida. Pasados unos segundos dijo:

—Creo que cuando se es viejo, la muerte de una persona joven le disgusta a uno de un modo exagerado. Nosotros los viejos tenemos que morir, pero aquella chica tenía toda la vida por delante.

—Oh, quizá no hubiera sido una vida muy interesante.

—Puede que no, desde nuestro punto de vista, pero quizás a ella le pareciera interesante.

—Y aunque, como usted dice, los viejos tenemos que morir —dijo Poirot— no lo deseamos en realidad. Por lo menos yo no quiero morir. Todavía encuentro interesante la vida.

—Yo creo que no.

Habló más para sí misma que para él, con los hombros aún más hundidos.

—Estoy muy cansada, monsieur Poirot. Cuando llegue mi hora, no sólo estaré dispuesta, sino que la recibiré con alegría.

Él le dirigió una mirada fugaz. Como en otra ocasión, se preguntó si estaría hablando con una mujer enferma, una mujer que presentía o que tenía la certeza de la proximidad de la muerte. De otro modo no encontraba justificación a su intenso cansancio y la lasitud de su porte. Le parecía que aquella lasitud no era característica de la señora Folliat. Amy Folliat debía ser una mujer de carácter, enérgica y decidida. Había sobrellevado muchos disgustos, la pérdida de su hogar y de su fortuna, la muerte de sus hijos. Había sobrevivido a todo esto. Había cortado «las ramas secas», según su expresión. Pero entonces había en su vida algo que no podía cortar, que nadie podía cortarle. Si no se trataba de una enfermedad física no veía qué podía ser. Ella sonrió, como si leyera sus pensamientos.

—En realidad, monsieur Poirot, no tengo mucho por qué vivir. Tengo muchos amigos, pero ningún pariente cercano, ni familia.

—Tiene usted su hogar —dijo Poirot en un arranque.

—¿Quiere usted decir Nasse? Sí....

—Es su hogar, aunque legalmente pertenezca a sir George Stubbs. Ahora que sir George se ha ido a Londres, gobierna usted en su hogar.

De nuevo sorprendió en sus ojos aquella expresión de miedo. Cuándo habló, lo hizo con voz fría.

—No comprendo qué es lo que quiere usted decir, monsieur Poirot. Le agradezco a sir George que me alquile esta casa, pero me la alquila. Le pago al año por la casa, con derecho a pasear por toda la finca.

Poirot extendió las manos.

—Le ruego me disculpe, señora. No era mi intención el ofenderla.

—Seguramente le he interpretado mal —dijo la señora Folliat, fríamente.

—Es un lugar muy hermoso —dijo Poirot—. La casa es hermosa y la tierra que la rodea es hermosa. Se respira una paz, una serenidad muy grandes.

—Sí —el rostro de ella se iluminó—. Siempre hemos experimentado esa sensación. Lo sentí la primera vez que vine aquí siendo una chiquilla.

—¿Pero se respira ahora la misma paz, la misma serenidad?

—¿Por qué no?

—Porque un crimen sigue impune —asestó Poirot—; se ha derramado sangre inocente. Hasta que se aclare el misterio, no habrá paz aquí. Y creo, señora, que usted lo sabe tan bien como yo.

La señora Folliat no contestó. Ni se movió ni dijo una palabra. Permaneció completamente inmóvil y Poirot no tenía idea de lo que estaba pensando. Se inclinó un poco y dijo:

—Señora, usted sabe muchas cosas, puede que sepa todo lo que hay que saber sobre este asesinato. Sabe usted quién mató a la chica y sabe usted por qué. Sabe usted quién mató a Hattie Stubbs; puede que sepa dónde se encuentra su cadáver en estos momentos.

Entonces la señora Folliat habló. Con voz alta, casi dura.

—No sé nada —dijo—. Nada.

—Puede que no me haya expresado bien. No sabe usted la verdad, pero la adivina. Estoy completamente seguro de ello.

—¡Es usted..., y perdone, absurdo!

—No es absurdo; es algo muy distinto, es peligroso.

—¿Peligroso? ¿Para quién?

—Para usted, señora. Mientras guarde usted para sí lo que sabe, está usted en peligro. Conozco a los asesinos mejor que usted, señora.

—Ya se lo he dicho a usted, no sé nada.

—Sospecha, entonces...

—No sospecho nada.

—Eso, perdóneme, señora, no es cierto.

—Hablar por simples sospechas no estaría bien, sería una mala acción.

Poirot se inclinó hacia ella.

—¿Tan mala como la que se cometió hace un mes?

Ella se encogió en su asiento, haciéndose un montón.

—No me hable de eso —dijo en un susurro. Y luego añadió estremeciéndose—. De todos modos, ya ha pasado. Todo ha terminado.

—¿Cómo lo sabe usted, señora? Se lo digo por experiencia: los asesinos nunca terminan de matar.

Ella hizo un movimiento negativo de cabeza.

—No. No. Ya se ha acabado. Y además no puedo hacer nada. Nada.

Poirot se puso en pie y se quedó mirándola.

—Si hasta la policía se ha dado por vencida... —dijo la señora Folliat, angustiada.

Poirot negó con la cabeza.

—Ah, no, señora; está usted equivocada. La policía no se ha dado por vencida. Y yo —añadió— tampoco me doy por vencido. Recuerde, señora. Yo, Hércules Poirot, no me doy por vencido.

Fue un mutis muy típico de Poirot.

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