Capítulo XIII

Cuando la señora Masterton se hubo marchado, Poirot salió y se paseó por los bosques. No tenía los nervios tan templados como de costumbre. Sentía un deseo irresistible de mirar detrás de cada arbusto y examinar cada macizo de rododendros, como posibles escondrijos de un cadáver. Por último llegó al templete y entró en él, sentándose en un banco de piedra, para descansar los pies que, según su costumbre, iban encerrados en zapatos de charol, ceñidos y puntiagudos.

Por entre los árboles vislumbraba el río, que relucía débilmente, y la orilla opuesta, cubierta de árboles. Coincidió con el joven arquitecto en que aquél no era lugar apropiado para colocar una fantasía arquitectónica de aquella clase. Claro que podían talarse algunos árboles, pero incluso así no se obtendría una buena vista. Mientras que, como Michael Weyman había dicho, en el montículo, junto a la casa, podía haberse construido un templete con una vista muy pintoresca río abajo, hasta Elmmouth. Los pensamientos de Poirot cambiaron bruscamente de rumbo. Helmmouth, el yate Espérance y Étienne de Sousa. Todo tenía que ensamblarse, formando una especie de tejido, pero no podía imaginar el aspecto de ese tejido. Aquí y allá aparecían hilos tentadores, pero eso era todo.

Algo reluciente atrajo su mirada y se agachó a recogerlo. Estaba en una pequeña grieta de la base de hormigón del templete. Lo colocó en la palma de la mano, pareciéndole como si lo reconociera. Era un pequeño dije de oro, en forma de aeroplano. Mientras lo contemplaba, con el ceño fruncido, una escena se presentó a su imaginación. Un brazalete, un brazalete de oro con dijes tintineantes. Se vio de nuevo sentado en la tienda y la voz de madame Zuleika, alias Sally Legge, hablaba de mujeres morenas, viajes por mar y una carta con buenas noticias. Sí, llevaba un brazalete, del que colgaba una multitud de pequeños objetos de oro. Esas pulseras habían estado de moda cuando Poirot era joven y volvían a estarlo entonces. Probablemente por ese motivo le habían llamado la atención. Era de suponer que la señora Legge había estado sentada en el templete y se le había caído de su brazalete uno de los dijes. Puede que ni siquiera se hubiera dado cuenta. Puede que hubiera ocurrido hacía días, quizá semanas. O podía haber ocurrido la tarde anterior...

Poirot consideró la última posibilidad. Luego oyó pasos fuera y levantó vivamente la vista. Una figura dio la vuelta al templete y se detuvo a la puerta, sobresaltada, al ver a Poirot. Poirot miró con atención al joven delgado y rubio, que llevaba una camisa con distintas variedades de tortugas de mar y de tierra. La camisa era inconfundible. La había visto de cerca el día anterior, cuando su dueño estaba lanzando cocos.

Observó la extraordinaria confusión del joven, que dijo, con acento extranjero:

—Perdone... no sabía...

Poirot sonrió amablemente, pero con expresión reprobatoria.

—Me temo —dijo— que se ha metido usted en terreno privado.

—Sí, lo siento.

—¿Está usted en el Albergue?

—Sí, sí. Creí que a lo mejor se podía cruzar por los bosques hasta el embarcadero.

—Me parece —dijo Poirot amablemente— que tendrá usted que volver por donde ha venido. No hay derecho de paso.

El joven dijo de nuevo, mostrando toda su dentadura en una sonrisa que pretendía ser amable:

—Lo siento. Lo siento mucho.

Hizo una inclinación y se marchó.

Poirot salió del templete y volvió al sendero, mirando cómo el chico se alejaba. Cuando llegó al final del sendero, el chico miró por encima del hombro. Al ver que Poirot le observaba, apresuró el paso y desapareció tras una vuelta del sendero.

«Eh bien! —se dijo Poirot—; ¿habré visto a un asesino o no? Vamos...»

El joven, desde luego, había estado en la verbena el día anterior y había puesto mal gesto al tropezar con Poirot; por lo tanto, debía saber muy bien que no estaba permitido el paso a través de los bosques hasta el embarcadero. Si, realmente, estuviera buscando un camino para llegar al barco, no hubiera cogido el del templete, sino que hubiera continuado más abajo, al nivel del río. Además, había llegado al templete con el aire del que llega a un lugar de una cita, y se sorprende al encontrar a quien no espera.

«Conque eso es lo que hay —se dijo Poirot—. Vino aquí a reunirse con alguien. ¿Con quién vendría a reunirse? —y añadió—: ¿Y para qué?»

Bajó despacio hasta la vuelta del camino y miró a lo lejos, donde éste se perdía entre los árboles. Ya no se veía al joven de la camisa de tortugas. Probablemente había considerado prudente retirarse lo más aprisa posible. Poirot volvió sobre sus pasos, moviendo la cabeza con ademán de duda. Hundido en sus pensamientos, dio la vuelta al templete y se detuvo en el umbral, sobresaltándose a su vez. Sally Legge estaba allí, de rodillas, con la cabeza inclinada sobre las grietas del suelo. Se puso en pie de un salto, asustada.

—¡Ah, monsieur Poirot, qué susto me ha dado! ¡No le vi venir!

—¿Buscaba usted algo?

—Yo... no, no precisamente.

—Puede que haya perdido usted algo —dijo Poirot—; que se le haya caído algo. O puede que... —adoptó una actitud picaresca y galante—, o puede que tuviera usted una cita. ¿Por desgracia no seré yo la persona con quien venía a reunirse?

Sally Legge había recobrado ya su aplomo.

—¿Pero se tienen citas a media mañana? —preguntó.

—Algunas veces —dijo Poirot— uno tiene que citarse a la única hora que puede. Algunos maridos —añadió, en tono sentencioso— son celosos.

—No creo que mi marido lo sea —dijo Sally Legge con un tanto de ironía.

Había hablado en tono ligero, pero Poirot adivinó tras sus palabras una nota de amargura.

—Está tan monopolizado por sus propios asuntos...

—Todas las mujeres se quejan de sus maridos por lo mismo —dijo Poirot—, especialmente si son ingleses.

—Ustedes los extranjeros son más galantes.

—Sabemos —dijo Poirot—, que es necesario decirle a una mujer, por lo menos una vez a la semana, y mejor tres o cuatro veces, que la queremos; y también que es conveniente llevarle unas flores, hacerle un cumplido, decirle que está guapa con su vestido o su sombrero nuevo...

—¿Hace usted eso?

—Yo, señora, no soy marido —dijo Hércules Poirot—; ¡por desgracia!

—Estoy segura de que no lo considera usted una desgracia. Estoy segura de que está usted encantado de ser un soltero sin quebraderos de cabeza.

—No, no, señora; es horrible, la infinidad de cosas que me he perdido en la vida.

—Yo creo que casarse es una tontería —dijo Sally Legge.

—¿Echa usted de menos los tiempos en que pintaba en su estudio de Chelsea?

—Parece usted muy enterado de mis cosas, monsieur Poirot.

—Soy un chismoso —confesó Hércules Poirot—; me gusta saberlo todo. —y continuó—: ¿Los echa usted de menos de verdad, señora?

—Ah, no sé.

Se sentó con impaciencia. Poirot se sentó a su lado.

Y una vez más fue testigo de un fenómeno al que estaba acostumbrándose. Aquella atractiva pelirroja estaba a punto de decirle cosas que con toda seguridad no hubiera dicho a un inglés.

—Tenía la esperanza —dijo Sally Legge— de que cuando viniéramos aquí de vacaciones, lejos de todo, las cosas volverían a estar como antes... Pero no ha sido así.

—¿No?

—No. Alec sigue de tan mal humor y... ¡ah, no sé!, encerrado en sí mismo. No sé lo que le pasa. Siempre está nervioso y como de punta. Recibe llamadas telefónicas y dejan recados extraños y no me cuenta nada. Eso es lo que me indigna. ¡Que no me cuenta nada! Al principio creí que sería una mujer, pero después de pensarlo, no lo creo. No...

Pero en su voz había una falta de seguridad que Poirot observó en seguida.

—¿Le gustó ayer su té, señora? —preguntó.

—¿Que si me gustó mi té?

Sally le miró con el ceño fruncido, como si sus pensamientos volvieran de muy lejos. Luego dijo con cierto apresuramiento:

—Ah, sí. No tiene usted idea de lo cansada que estaba, sentada en aquella tienda y envuelta en todos aquellos velos. Era asfixiante.

—La atmósfera de la tienda donde se servía el té también debía ser asfixiante, ¿no?

—Ah, sí, también. Pero no hay nada como una tacita de té, ¿verdad?

—Buscaba usted algo hace un momento, ¿verdad, señora? ¿No sería esto por casualidad?

Extendió la mano mostrándole en su palma el pequeño dije de oro.

—Yo... ah, sí. Ah, muchas gracias, monsieur Poirot. ¿Dónde lo encontró?

—Estaba aquí, en el suelo, en aquella grieta.

—Debe habérseme caído en alguna ocasión.

—¿Ayer?

—No, ayer no. Hace más tiempo.

—Pero, señora, estoy seguro de que tenía usted en la muñeca este dije, precisamente cuando estaba leyéndome las rayas de la mano.

Nadie sería capaz de mentir descaradamente mejor que Hércules Poirot. Habló con una seguridad absoluta y, ante aquella completa y rotunda seguridad, Sally Legge bajó los párpados.

—No; recuerdo bien —dijo—. Hasta esta mañana no lo eché en falta.

—Me alegro, entonces —dijo Poirot, galante—, de poder devolvérselo.

Ella, nerviosa, le daba vueltas al dije entre los dedos. Luego se levantó.

—Bueno, monsieur, gracias, muchas gracias —remachó.

Respiraba con irregularidad y su mirada expresaba su nerviosismo.

Salió apresuradamente del templete. Poirot se recostó en su asiento y movió la cabeza.

«No —se dijo—. No. Tú no fuiste ayer tarde a la tienda donde se servía el té. Si tenías tanto interés en saber si eran las cuatro, no era porque quisieras tomar un té. Fue aquí a donde viniste ayer tarde. A mitad del camino de la caseta de los botes. Viniste aquí a encontrarte con alguien.»

Oyó de nuevo pasos que se aproximaban. Pasos rápidos, impacientes. «Y puede que aquí venga —dijo Poirot sonriendo ante la idea— la persona con quien la señora Legge vino a reunirse aquí.»

Pero entonces por la esquina del templete apareció Alec Legge y Poirot exclamó:

—Me he equivocado otra vez.

—¿Eh? ¿Qué dice?

Alec Legge pareció sobresaltarse.

—Decía —explicó Poirot— que me he equivocado de nuevo. No me equivoco con frecuencia —explicó— y me desespero cuando esto ocurre. No era a usted a quien esperaba ver ahora.

—¿A quién esperaba usted ver? —preguntó Alec Legge.

Poirot se apresuró a replicar:

—A un joven... casi un chiquillo, con una de esas camisas de dibujos muy alegres, llena de tortugas.

Le satisfizo el efecto de sus palabras. Alec Legge avanzó un paso hacia él, hablando de un modo incoherente:

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo..., qué quiere usted decir?

—Soy adivino —dijo Hércules Poirot cerrando los ojos.

Alec Legge avanzó otro par de pasos. Poirot comprendió que tenía frente a él a un hombre ciego de ira.

—¿Qué diablos quiso usted decir? —preguntó, un tanto preocupado.

—Creo que su amigo ha vuelto al Albergue Juvenil —dijo Poirot—. Si quiere usted verle, tendrá que ir allá.

—¡Conque esas tenemos! —murmuró Alec Legge.

Se dejó caer en el otro extremo del banco de piedra.

—¿Conque es por eso por lo que está usted aquí? No era para «entregar los premios». Debí haberlo comprendido —volvió hacia Poirot un rostro ansioso y triste—. Ya sé lo que debe parecer todo esto. Ya sé lo que parece. Pero no es lo que usted cree. Soy una víctima de todos ellos. Le digo a usted que una vez que se deja coger uno por las garras de esta gente, no es fácil librarse. Y yo quiero librarme. Ése es el quid de la cuestión. Yo quiero librarme. Se desespera uno. Le entran a uno deseos de tomar medidas desesperadas. Está uno como un ratón en una ratonera y con la sensación de no poder hacer nada. ¡Ah, bueno, de nada sirve hablar! Supongo que ya sabe usted lo que quería saber. Ya tiene usted pruebas.

Se levantó, se tambaleó un poco, como si apenas pudiera ver el camino, luego salió precipitadamente, sin volver la vista.

Hércules Poirot se quedó atrás, con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas.

—Todo esto es muy curioso —dijo—. Curioso e interesante. Tengo las pruebas que necesitaba. ¿Pruebas de qué? ¿De un asesinato?

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