Capítulo IV

—Tiene usted que venir a ver las pistas y las demás cosas de la Persecución del Asesino, monsieur Poirot —dijo la señora Oliver sin aliento. Poirot se levantó y la siguió, obediente. Los tres cruzaron el vestíbulo y entraron en una pequeña habitación, amueblada sencillamente, como una oficina de negocios.

—Las armas mortales a su izquierda —observó el capitán Warburton, señalando con la mano una pequeña mesa de juego, cubierta con paño verde. En ella yacían una pequeña pistola, un trozo de cañería de plomo, con una mancha siniestra de óxido, una botella azul con una etiqueta que decía «veneno», un trozo de cuerda de tender la ropa y una jeringa hipodérmica.

—Éstas son las armas —explicó la señora Oliver—, y éstos son los sospechosos.

Le tendió una tarjeta impresa, que él leyó con interés.

SOSPECHOSOS

Estella Glynne....hermosa y misteriosa joven invitada del

Coronel Blunt.....hacendado, cuya hija

Joan..............está casada con

Peter Gaye........joven investigador atómico.

Señorita Willing..ama de llaves.

Quiet.............mayordomo.

Maya Stavisky.....una excursionista.

Esteban Loyola....un huésped al que no se ha invitado.

Poirot parpadeó y miró hacia la señora Oliver, sin comprender una palabra.

—Un reparto magnifico —dijo cortésmente—. Pero permítame que le pregunte, señora, ¿qué es lo que hace el concursante?

—Déle la vuelta a la tarjeta —dijo sonriendo el capitán Warburton.

Poirot así lo hizo.

En el otro lado estaba impreso lo siguiente:

Nombre y dirección: .............................

Solución: .......................................

Nombre del asesino: .............................

Arma: ...........................................

Motivo: .........................................

Lugar y hora: ...................................

Razones para llegar a su conclusión: ............

.................................................

—A todo el que entra en el concurso se le da una de estas tarjetas —explicó el capitán Warburton rápidamente—; y un cuadernito y un lápiz para apuntar las pistas. Habrá seis pistas. Se va de una a otra, como en la Búsqueda del Tesoro y las armas están escondidas en sitios sospechosos. Aquí está la primera pista: una foto. Todo el mundo empieza con una de éstas. Poirot cogió la pequeña foto y la estudió, frunciendo el ceño. Luego la puso al revés. Seguía desconcertado, al parecer Warburton se rió.

—Ingenioso truco fotográfico, ¿verdad? —dijo complacido—. Muy sencillo, una vez que se sabe qué es.

Poirot, que no sabía lo que era, sentía una irritación creciente.

—¿Una especie de ventana atrancada? —sugirió.

—Sí, reconozco que parece un poco de eso. No, es un trozo de red de tenis.

—¡Ah! —Poirot contempló de nuevo la fotografía—. Es lo que usted dice. ¡Está clarísimo, cuando le han dicho a uno qué es!

—Depende mucho de cómo se la mira —rió Warburton.

—Ésa es una verdad muy profunda.

—La segunda pista se encuentra en una caja, en el centro de la red de tenis. En la caja están esta botella de veneno vacía, y este tapón de corcho suelto.

—Sólo que —se apresuró a decir la señora Oliver— la botella tiene tapón de rosca; conque el corcho es la verdadera pista.

—Ya sé, señora, que es usted muy inteligente, pero no acabo de comprender...

La señora Oliver le interrumpió.

—Ah, claro, es que hay una historia. Como en las revistas... una sinopsis.

Se volvió hacia el capitán Warburton.

—¿Tiene usted los prospectos? —dijo.

—Todavía no han venido de la imprenta.

—¡Si los prometieron!

—Ya lo sé. Ya lo sé. Todo el mundo promete. Estarán esta tarde a las seis. Voy a ir a buscarlos en el coche.

—Ah, muy bien.

La señora Oliver suspiró profundamente y se volvió a Poirot.

—Bueno, tendré que contárselo entonces. Sólo que no sé contar muy bien las cosas. Es decir, cuando escribo, todo está muy claro, pero hablando, todo resulta complicadísimo; y por eso nunca discuto el asunto de mis libros con nadie. La experiencia me ha enseñado a no hacerlo, porque si lo hago, se me quedan mirando sin comprender y dicen: «Ah... sí, pero no sé qué ocurrió... y ¿cómo va a sacarse un libro de todo eso?» Así me animan. Y además no es cierto, ¡porque cuando me pongo a escribir sale el libro!

La señora Oliver hizo una pausa para tomar aliento y luego continuó:

—Bueno, la cosa es como sigue. Hay un joven, Peter Gaye, que es investigador atómico, y se sospecha que está a sueldo de los comunistas, y está casado con esta chica, Joan Blunt, y su primera mujer se ha muerto, pero resulta que no está muerta, y, aparece, porque es una agente secreto, o a lo mejor no lo es, es decir, puede que en realidad sea una exploradora... y la mujer tiene un asunto con otro, y este hombre, Loyola, aparece, o bien para reunirse con Maya o para espiarla, y hay una carta de escándalo que puede ser del ama de llaves, o también puede ser del mayordomo, y el revólver desaparece, y como no se sabe para quién era la carta, y la jeringuilla desapareció a la hora de cenar y luego...

La señora Oliver llegó a un punto y aparte, juzgando acertadamente cuál sería la reacción de Poirot.

—Ya lo sé —dijo comprensiva—. Parece muy complicado, pero en realidad no lo es... en mi cabeza no lo es, y cuando vea usted el folleto resumen, lo encontrará muy claro.

»Y en cualquier caso —concluyó— la trama no importa, en realidad, ¿verdad? Quiero decir, no le importa a usted. Lo único que tiene usted que hacer es entregar los premios, unos premios muy bonitos, el primero es una pitillera de plata en forma de revólver, y decirle al triunfador que ha sido inteligentísimo.

Poirot pensó que era indudable que el que resolviera el caso tendría que ser muy inteligente. La verdad es que dudaba mucho que nadie llegara a resolverlo. Toda la trama y la acción de la Persecución del Asesino le parecían envueltas en una niebla impenetrable.

—Bien —dijo el capitán Warburton alegremente, echando una ojeada a su reloj—. Será mejor que me vaya a la imprenta, a recoger eso.

La señora Oliver lanzó un gruñido.

—Si no están listos...

—Sí, seguro que están. He telefoneado. Hasta luego.

Salió de la habitación.

La señora Oliver agarró inmediatamente a Poirot por el brazo y preguntó en un murmullo ronco:

—¿Y bien?

—¿Y bien... qué?

—¿Ha descubierto usted algo? ¿Ha encontrado algún sospechoso?

Poirot replicó en tono ligeramente reprobatorio.

—Todo y todos me parecen completamente normales.

—¿Normales?

—Bueno, puede que ésa no sea la palabra justa, Lady Stubbs, como usted dice, es, sin ningún género de dudas, mentalmente deficiente, y el señor Legge parece un anormal.

—No, el señor Legge no tiene nada —dijo la señora Oliver con impaciencia—. Ha tenido un ataque de nervios.

Poirot no rechazó la discutible frase de la señora Oliver, sino que la aceptó literalmente.

—Todo el mundo parece encontrarse en un estado de agitación, excitación, fatiga general y gran irritabilidad, todo muy característico de esta clase de acontecimientos. Si pudiera usted indicarme...

—¡Sssssh! —la señora Oliver le cogió nuevamente por un brazo—. Alguien viene.

A Poirot todo aquello le parecía un melodrama vulgar y su irritación iba en aumento.

En la puerta apareció el rostro agradable de la señorita Brewis.

—Ah, ¿está usted aquí, monsieur Poirot? Le he estado buscando para mostrarle su cuarto.

Le condujo al piso de arriba y luego a lo largo de un pasillo, hasta una habitación grande y ventilada, con vistas sobre el río.

—Hay un cuarto de baño enfrente. Sir George habla de poner más cuartos de baño, pero el hacerlo supondría quitarle espacio a las habitaciones. Espero que se encuentre cómodo.

—Sí, naturalmente.

Poirot pasó su mirada estimativa sobre el pequeño estante de libros, la lamparita de la mesa de noche y la caja de galletas colocada junto a su cama.

—En esta casa, todo parece estar perfectamente organizado. ¿Debo felicitarla a usted o a mi encantadora anfitriona?

—Lady Stubbs emplea todo su tiempo en conservarse encantadora —dijo la señorita Brewis, con cierta acritud.

—Una joven muy decorativa —murmuró Poirot.

—Así es.

—Pero, en otros aspectos, ¿no es un poco...? —se detuvo bruscamente—. Pardon. Estoy siendo indiscreto, haciendo comentarios que, posiblemente, no debería hacer en este caso.

La señorita Brewis le miró con fijeza.

—Lady Stubbs —dijo secamente— sabe perfectamente lo que hace. Además de ser, como usted dice, una joven muy decorativa, es muy sagaz.

Dio media vuelta y salió de la habitación antes de que Poirot volviera de su sorpresa. ¿Conque ésa era la opinión de la eficiente señorita Brewis? ¿O lo habría dicho por alguna razón particular? ¿Y por qué le había hecho semejante declaración a él, un recién llegado? ¿Quizá precisamente por ser un recién llegado? Y también por ser extranjero. Según Hércules Poirot sabía por experiencia, había muchos ingleses que consideraban que no tenía importancia lo que se dijera a los extranjeros. Frunció el ceño, perplejo, y se quedó mirando con expresión distraída a la puerta por donde había salido la señorita Brewis. Luego se dirigió a la ventana y miró a través de ella. Lady Stubbs salía de casa con la señora Folliat y se quedaron durante unos segundos hablando junto a la gran magnolia. Luego la señora Folliat hizo con la cabeza un movimiento de despedida, cogió su cesta y sus guantes de jardinería y bajó la avenida a paso ligero. Lady Stubbs se quedó observándola un momento; luego, distraída, arrancó una magnolia, la olió y empezó, a bajar lentamente el camino que, a través de los árboles, conducía al río. Antes de desaparecer de la vista de Poirot, miró por encima del hombro. Por detrás de la magnolia, Michael Weyman surgió lentamente ante la vista de Poirot, hizo una pausa, vacilando, y luego siguió a la silueta alta y esbelta a través de los árboles de aquel acogedor y pintoresco paraje.

Era un joven apuesto y dinámico, pensó Poirot. Y, sin lugar a dudas, con una personalidad mucho más atractiva que la de sir George Stubbs...

Y aunque así fuera, ¿qué? En la vida, esos casos habían ocurrido siempre. Un marido poco atractivo, de mediana edad, rico, una esposa joven y hermosa, inteligente o tonta, un joven atractivo e impresionable... ¿Qué había en todo aquello para obligar a la señora Oliver a llamarle por teléfono tan perentoriamente? Cierto, la señora Oliver tenía mucha imaginación, pero... «Pero al fin y al cabo —se dijo Poirot —yo no soy un consejero para casos de adulterio, o de adulterio incipiente.»

¿Había algo de cierto en la extraordinaria idea de la señora Oliver de que algo andaba mal? La señora Oliver era una mujer de mente extraordinariamente confusa y Poirot no se explicaba cómo se las arreglaba para escribir libros coherentes. Y sin embargo, a pesar de su confusión mental, a veces le sorprendía su repentina percepción de la verdad.

—Queda poco tiempo... muy poco —murmuró para sí—. ¿Andará algo mal aquí, según cree la señora Oliver? Me inclino a creer que sí. Pero, ¿qué? ¿Quién podría ilustrarme? Necesito saber más, mucho más, sobre la gente de la casa. ¿Quién podría informarme?

Tras reflexionar un momento, Poirot cogió el sombrero (nunca se arriesgaba a salir al aire de la noche con la cabeza descubierta) y se apresuró a salir de su habitación y bajar la escalera. Oyó a lo lejos el aullido autoritario de la señora Masterton. Más cerca, la voz de sir George se alzó cariñosa:

—Es de lo más favorecedor ese velo. Me gustaría tenerte en mi harén, Sally. Me voy a pasar mucho rato mañana, haciéndote que me leas el porvenir con todo detalle. ¿Qué me vas a decir, eh?

Hubo una pequeña refriega y Sally Legge dijo en voz entrecortada:

—George, no debe usted hacer eso.

Poirot alzó las cejas y se escabulló por una puerta lateral, que le resultó muy oportuna. Se marchó a toda velocidad por un sendero lateral que, según le indicaba su sentido de orientación, iba a desembocar en la calzada principal.

Su maniobra tuvo el éxito esperado y le permitió, jadeando ligeramente, salir al paso a la señora Folliat y descargarla galantemente de su cesta de jardinería.

—¿Me permite, señora?

—¡Ah, gracias, monsieur Poirot; es usted muy amable! Pero no pesa.

—Permítame que se la lleve hasta su casa. ¿Vive usted cerca?

—En realidad, vivo en la casita del guarda, junto a la puerta principal de la finca. Sir George ha tenido la amabilidad de alquilármela.

La casa del guarda de su antiguo hogar... Poirot se preguntó cuáles serían los sentimientos de la señora Folliat sobre el particular. Su compostura era tan perfecta que Poirot no supo qué pensar. Cambió de tema, observando:

—Lady Stubbs es mucho más joven que su marido, ¿verdad que sí?

—Veintitrés años.

—Es muy atractiva físicamente.

La señora Folliat dijo en voz baja:

—Hattie es una buena chica.

No era la respuesta que esperaba Poirot. La señora Folliat continuó:

—La conozco muy bien, ¿sabe? Durante cierto tiempo ha estado bajo mi cuidado.

—No lo sabía.

—¿Cómo iba a saberlo? Es una historia triste, en cierto sentido. Su familia tenía plantaciones, plantaciones de azúcar en las Indias Occidentales. A consecuencia de un temblor de tierra la casa fue destruida por el fuego, y sus padres y hermanos murieron todos. Hattie estaba en un convento de París y de este modo se quedó de pronto sin ningún pariente cercano. Los albaceas testamentarios consideraron conveniente que con ella estuviera una señora que le autorizara y la presentara en sociedad, después de pasado cierto tiempo en el extranjero. Yo acepté el hacerme cargo de ella.

La señora Folliat añadió con sonrisa satírica:

—Cuando se presenta la ocasión sé ponerme elegante y, como es natural, tenía buenas relaciones. Por cierto, el difunto gobernador había sido íntimo amigo nuestro...

—Naturalmente, señora, lo comprendo.

—Me vino muy bien... Estaba pasando una mala temporada. Mi esposo había muerto muy poco antes de estallar la guerra. Mi hijo mayor, que estaba en la armada, se hundió con su barco; mi hijo menor, que había estado en Kenia, volvió, se metió en los comandos y lo mataron en Italia. Esto supuso el tener que pagar tres veces los derechos reales y esta casa tuvo que ser puesta en venta. Yo estaba muy mal de dinero y me alegré, además, de tener una chica joven a quien cuidar y con quien viajar. Le cogí mucho cariño a Hattie. Puede que la quisiera aún más porque, según pronto tuve ocasión de notar, no era... ¿cómo diría?, no era capaz de valerse por sí misma. Compréndame, monsieur Poirot. Hattie no es una deficiente mental, pero es lo que la gente del campo llama «simple». Se la embauca con mucha facilidad, es excesivamente dócil y cualquiera podría influir sobre ella. En mi opinión, ha sido una gran suerte el que apenas tuviera dinero. Con una gran fortuna, puede que su posición hubiera sido mucho más difícil. Los hombres la encontraban atractiva y, con una naturaleza afectuosa como la suya, era muy fácil captar su voluntad e influir sobre ella... Decididamente, había de tener alguien que la cuidara. Cuando después de la liquidación final de las propiedades de sus padres se descubrió que la plantación había sido destruida y que había más deudas que capital, me pareció magnífico que un hombre como sir George Stubbs se enamorara y quisiera casarse con ella.

—Posiblemente... sí... era una solución.

—Sir George —dijo la señora Folliat—, aunque de origen humilde y, digámoslo sin rodeos, completamente vulgar, es un hombre bueno y decente y extraordinariamente rico, además. No creo que haya pensado nunca en buscar una esposa que fuera su compañera intelectual, lo cual no deja de ser una ventaja. Hattie es exactamente lo que él quiere. Sabe lucir perfectamente vestidos y joyas, es afectuosa y complaciente y completamente feliz con él. Confieso que estoy contenta de que sea así, porque he de admitir que he influido sobre ella deliberadamente para que lo aceptara. Si hubiera resultado mal —su voz tembló— hubiera sido culpa mía, porque yo la insté a que se casara con un hombre mucho mayor que ella. Como le he dicho, Hattie es una muchacha dúctil. Cualquiera que esté a su lado puede dominarla a su antojo.

—Me parece —aprobó Poirot— que el arreglo que usted ha hecho ha sido muy prudente. Yo no soy romántico, como los ingleses. Para hacer un buen matrimonio, hay que tener en cuenta otras cosas, además del amor.

Y añadió:

—En cuanto a este lugar, Nasse House, es maravilloso. Según la conocida expresión, no parece en realidad cosa de este mundo.

—Puesto que Nasse tenía que ser vendido —dijo la señora Folliat temblándole ligeramente la voz— me alegro de que lo haya comprado sir George. Durante la guerra estuvo requisada por el ejército, y después, al venderla, pudo haberse convertido en una casa de huéspedes o una escuela, divididos los cuartos y privados de sus bellas proporciones. Nuestros vecinos, los Fletcher, de Hoodown, tuvieron que vender su casa y ahora es un Albergue Juvenil. Claro, uno se alegra de que la gente joven disfrute, y, después de todo, Hoodown no es muy antiguo, es del último período victoriano, no tiene gran mérito arquitectónico, afortunadamente, y no importa que se hagan alteraciones. Lo malo es que algunos de esos jóvenes se introducen clandestinamente en nuestra finca. Eso le enfada mucho a sir George. Bien es cierto que en algunas ocasiones han estropeado arbustos raros, dándoles patadas... Entran aquí tratando de encontrar un atajo hasta el lanchón que cruza el río.

Se encontraban entonces junto a la entrada principal de la finca. La casa del guarda, un pequeño edificio blanco de un solo piso, se hallaba un poco separada de la avenida y estaba rodeada por un pequeño jardín, protegido por una valla.

La señora Folliat volvió a coger la cesta, con unas palabras de gracias.

—Siempre le he tenido mucho cariño a esta casita —dijo mirándola con afecto—; y Merdell, que fue, durante treinta años, nuestro jardinero mayor, vivía aquí. Me gusta mucho más que la casa de arriba, aunque ésta ha sido ampliada y modernizada por sir George. Hubo que hacerlo; tenemos ahora de jardinero mayor a un muchacho joven, con una esposa joven... y estos jóvenes han de tener sus planchas eléctricas y ollas modernas y televisión... todas estas cosas. Hay que ir con los tiempos... —suspiró—. Casi no queda nadie antiguo en la finca; todos son caras nuevas.

—Me alegro, señora —dijo Poirot—, de que, por lo menos, haya encontrado un refugio.

—¿Conoce usted los versos de Spenser? «El sueño tras la faena, el puerto tras la tormenta, la paz después de la guerra y tras la vida la muerte, satisfacen plenamente... ».[5]

Hizo una pausa y dijo sin cambiar de entonación:

—Éste es un mundo muy malo, monsieur Poirot. Y hay gente muy mala en el mundo. Probablemente lo sabe usted tan bien como yo. Yo no digo estas cosas en presencia de la gente joven; podrían desalentarse; pero es cierto... Sí, éste es un mundo muy malo.

Le hizo con la cabeza una señal de despedida, luego se volvió y entró en la casa. Poirot se quedó inmóvil, con la vista fija en la puerta cerrada.

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