Capítulo II

Se produjo un momento de silencio, mientras Poirot la miraba fijamente.

—¿Que algo anda mal? —preguntó al fin vivamente—. ¿Cómo es eso?

—No sé... Por eso le necesito a usted para que lo descubra. Pero he tenido la sensación... cada vez más fuerte... de que me estaban... bueno, manejando, dirigiendo... Llámeme tonta, si quiere, pero lo único que le digo es que, si mañana hubiera aquí un asesinato de verdad, en vez de uno imaginario, no me sorprendería nada.

Poirot se la quedó mirando y, ella le devolvió la mirada, desafiadora.

—Muy interesante —dijo Poirot.

—Y sé muy bien lo que siempre dice, o piensa, de la intuición.

—Uno le da nombres distintos a las mismas cosas —dijo Poirot—. Estoy convencido de que ha notado usted algo o ha oído algo que ha despertado su ansiedad. Creo posible que ni usted misma sepa qué es lo que ha visto, observado u oído. Usted sólo conoce el resultado. Si me permite que me exprese así, no sabe usted lo que sabe. Puede usted llamarle a eso intuición, si lo desea.

—Eso de no poder ser concreta —dijo la señora Oliver en tono lastimero— le hace a una sentirse tan ridícula...

—Ya llegaremos al fondo de la cuestión —dijo Poirot animándola—. Dice usted que ha tenido la sensación de..., ¿cómo lo expresó usted...? ¿de que la estaban dirigiendo? ¿Puede explicar un poco más claramente lo que quiere usted decir con eso?

—Bueno, es bastante difícil..., ¿sabe usted?; éste es mi asesinato, por decirlo así. Lo he pensado yo y lo he planeado yo y todo encaja, todo está ensamblado... Bien, si conoce usted, aunque sea un poco, a los escritores, sabrá que no soportan las sugestiones. La gente dice: «¡Estupendo!, pero, ¿no sería mejor que Fulanito o Menganito hiciera esto o lo otro?»... «¿No sería maravilloso que la víctima fuera X, en lugar de Z? ¿O que el asesino resultara ser H, en lugar de J?» Total, que tiene uno ganas de decir: «¡Muy bien, escriba usted la novela, si quiere que sea así!»

Poirot asintió.

—¿Y eso es lo que ha estado ocurriendo aquí?

—No precisamente eso... Se propuso una cosa muy tonta y yo entonces me indigné, y ellos cedieron, pero luego insinuaron algo no tan tonto, y como yo había estado tan firme con el otro asunto, acepté esta pequeña modificación sin darme cuenta.

—Ya —dijo Poirot—. Sí... es un sistema... Se propone algo muy tosco y ridículo, pero no es lo que se pretende realmente. El objeto buscado es la pequeña alteración que viene después. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Eso es exactamente lo que quiero decir —dijo la señora Oliver—. Y claro que puede que todo sean figuraciones mías, pero no lo creo. Y, en cualquier caso, ninguna de las modificaciones parece tener la menor importancia. Pero me preocupa... eso y una especie de... bueno, atmosphère.

—¿Quién ha propuesto esas modificaciones?

—Diferentes personas —dijo la señora Oliver—. Si hubiera sido sólo una persona, estaría más segura del terreno que piso. Pero no es una sola persona..., aunque creo que en realidad lo es. Es decir, es una persona que emplea para sus fines a otras que no sospechan nada.

—¿Tiene usted alguna idea de quién pueda ser esa persona?

La señora Ariadne Oliver hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Es una persona muy hábil y muy cuidadosa —dijo—. Podría ser cualquiera.

—¿Quiénes están aquí? —preguntó Poirot—. El número de personajes del drama debe ser bastante reducido, ¿no?

—Bien —empezó la señora Oliver—. Está sir George Stubbs, el dueño de la casa. Rico, vulgar y, en mi opinión, terriblemente tonto para lo que no sean los negocios, aunque acaso sea un lince para ellos. Luego lady Stubbs, o sea Hattie, unos veinte años más joven que él, muy guapa, pero tonta de remate..., creo que es una auténtica deficiente mental. Se casó con él por el dinero, naturalmente, y sólo piensa en trajes y joyas. Luego está Michael Weyman, un arquitecto joven y guapo, con una belleza áspera, de artista. Está haciendo los planes de un pabellón de tenis para sir George y reparando el Templete[1].

—¿El Templete?

—Sí, una especie de templete blanco con columnas. Los habrá visto usted en Kew. Luego tenemos a la señorita Brewis, una especie de secretaria ama de llaves que dirige la casa y escribe cartas..., muy ceñuda y eficiente. Y luego la gente de los alrededores, que viene a ayudar. Un matrimonio joven, que ha alquilado una casita junto al río, Alec Legge y su esposa Sally. Y el capitán Warburton, que es el agente de Masterton. Y, naturalmente, los Masterton, y la anciana señora Folliat, que vive en lo que era antes la casa del guarda. Nasse perteneció a la familia de su marido. Pero todos han ido muriendo o los mataron en diferentes guerras, y hubo que pagar muchos derechos reales; de modo que al final el último heredero vendió la propiedad.

Poirot consideró esta lista de personajes, pero, por el momento, sólo eran nombres para él. Volvió al punto principal.

—¿De quién fue la idea de esa Persecución del Asesino?

—De la señora Masterson, creo. Es la esposa del diputado; muy buena organizadora, fue ella la que convenció a sir George de que la fiesta se celebrara aquí. La finca ha permanecido desocupada durante tanto tiempo que cree que la gente tendrá deseos de verla y pagará con gusto por ello.

—Todo parece muy normal —dijo Poirot.

Parece normal —dijo la señora Oliver con obstinación—, pero no lo es. Le digo, monsieur Poirot, que algo anda mal.

Poirot miró a la señora Oliver y la señora Oliver le devolvió la mirada.

—¿Cómo ha explicado usted mi presencia aquí, y que me haya hecho usted venir? —preguntó Poirot, extrañado.

—Eso fue fácil —dijo la señora Oliver—. Será usted quien entregue los premios en la Persecución del Asesino. Todo el mundo está emocionadísimo. Dije que yo le conocía, que probablemente podría convencerle de que viniera y que estaba segura de que su nombre sería una atracción enorme... y, como es natural, lo será —añadió la señora Oliver diplomática.

—¿Y su idea fue aceptada sin objeciones?

—Ya le digo que todo el mundo se entusiasmó con la idea.

La señora Oliver consideró innecesario mencionar que uno o dos miembros de la joven generación habían preguntado : «¿Quién es Hércules Poirot?»

¿Todo el mundo? ¿Nadie se opuso a la idea?

La señora Oliver negó con la cabeza.

—Es una lástima —dijo Hércules Poirot.

—¿Quiere usted decir que eso pudo habernos orientado algo?

—No es probable que un presunto criminal acogiera con agrado mi presencia.

—Supongo que creerá usted que todo son figuraciones mías —dijo la señora Oliver en tono lastimero—. Tengo que admitir que hasta que empecé a hablar con usted no me di cuenta de lo poco que tengo en qué fundarme.

—Tranquilícese —dijo Poirot amablemente—. Estoy inquieto e interesado. ¿Por dónde empezamos?

La señora Oliver echó una ojeada a su reloj.

—Es la hora del té. Vamos a la casa y allí los conocerá usted a todos.

Tomó un camino distinto del que había seguido Poirot. Éste parecía llevar dirección contraria.

—Por este camino pasamos por la caseta de los botes —explicó la señora Oliver.

Mientras hablaba surgió ante su vista la caseta de los botes. Era una pintoresca casita con techo de paja, proyectada sobre el río.

—Ahí es donde estará el cadáver —dijo la señora Oliver—. El cadáver de la Persecución del Asesino, quiero decir.

—¿Y quién va a ser el asesinado?

—Ah, una excursionista, que en realidad es la primera mujer de un investigador atómico; una yugoslava —dijo la señora Oliver con ligereza—. Naturalmente, parece que el que la mató fue el investigador atómico, pero, claro, no es tan sencillo como eso...

—Claro que no... Estando usted por medio...

La señora Oliver aceptó el cumplido con un movimiento ondulante de la mano.

—En realidad —dijo—, quien la mata es el hacendado, y el motivo es bastante ingenioso, la verdad... No creo que lo adivine mucha gente... aunque en la quinta pista se indica muy claramente.

Poirot abandonó las sutilezas de la trama de la señora Oliver y, aprovechó para hacer una pregunta práctica:

—Pero ¿cómo se las arregla usted para conseguir un cadáver satisfactorio?

—Una exploradora —dijo la señora Oliver—. Iba a ser Sally Legge, pero ahora quieren que se ponga un turbante y lea el porvenir. Conque será una exploradora, llamada Marlene Tucker. Es una mocosa bastante tonta —añadió a modo de explicación—. Es muy fácil, todo se reduce a unos pañuelos de campesina y una mochila... y todo lo que tiene que hacer, cuando oiga que viene alguien, es echarse en el suelo y colocarse la cuerda alrededor del cuello. Bastante aburrido para la pobre chica, allí metida en la caseta, hasta que la encuentren, pero me he ocupado de que tenga un buen montón de «tebeos»... Por cierto, hay una pista para encontrar al asesino, escrito en uno de ellos... Conque todo encaja.

—¡Su inventiva me deja mudo de asombro! ¡Qué de cosas se le ocurren!

—Pensar cosas no es nada difícil —dijo la señora Oliver—. Lo malo es que piensa una demasiadas, y entonces todo se vuelve complicadísimo, y tiene una que desprenderse de algunas ideas, y eso sí que es horroroso. Ahora subiremos por aquí.

Empezaron a subir un sendero empinado y zigzagueante a lo largo del río, pero a un nivel más alto. El sendero, que discurría en medio de los árboles, dio una vuelta brusca y se encontraron en un claro, dominado por un pequeño templete blanco, con columnas. Un joven, vestido con unos viejos pantalones de franela y una camisa de un verde virulento, contemplaba el templete a cierta distancia, con el ceño fruncido. Giró en redondo, volviéndose hacia ellos.

—El señor Michael Weyman; monsieur Hércules Poirot —dijo la señora Oliver.

El joven aceptó la presentación haciendo con la cabeza una inclinación indiferente.

—Es extraordinario —dijo con voz amarga— ¡en qué sitios pone la gente las cosas! Esto, por ejemplo. La construyeron hace un año nada más... una cosa bastante bonita en su estilo y a tono con la época de la casa. Pero ¿por qué ponerlo aquí? El objeto de estas cosas es que sean visibles, «situado en una eminencia», así es como suelen expresarse, «a la que se llega por un verde campo en el que florecen los narcisos, etc.». Pero aquí tienen a este pobre diablo, perdido en medio de los árboles, invisible desde, todas partes... Tendría usted que echar abajo unos veinte árboles para poderlo ver desde el río.

—Puede que no hubiera otro sitio —dijo la señora Oliver.

Michael Weyman lanzó un bufido.

—En lo alto de aquel montículo cubierto de hierba, junto a la casa... Era el emplazamiento indicado. Pero no, estos ricachones son todos iguales: no tienen sentido artístico. Se le antoja un templete y lo encarga. Mira a su alrededor, para ver dónde lo pone. Luego, creo que un vendaval arrancó un roble muy grande y dejó una calva muy fea. «Ah, pues muy bien... dice el muy bruto... lo adecentaremos poniendo allí un templete.» ¡Es en lo único en que piensan estos ricachones; en «adecentarlo» todo! ¡Me extraña que no haya puesto macizos de geranios rojos y de calceolarias, todo alrededor de la casa! A un hombre así no se le debía consentir tener una propiedad como ésta.

Parecía muy acalorado.

«A ese joven —se dijo Poirot— es evidente que no le gusta sir George Stubbs.»

—Está asentado sobre hormigón —dijo Weyman— y debajo la tierra no es firme; claro, se ha hundido. Está todo agrietado por aquí... pronto constituirá un peligro... Sería mejor echarlo todo abajo y levantarlo de nuevo en lo alto del montículo que está cerca de la casa. Ése es mi consejo, pero el muy testarudo no quiere ni oír hablar ni lo más mínimo de ello.

—¿Y qué hay del pabellón de tenis? —preguntó la señora Oliver.

La expresión del joven se hizo aún más sombría.

—Quiere una especie de pagoda china —dijo, lanzando un gruñido—. ¡Dragones, hágame el favor! Todo porque a lady Stubbs le gusta verse con sombreros chinos. ¿Quién va a querer ser arquitecto? ¡El que quiere que le construyan algo decente no tiene dinero, y los que lo tienen quieren estas barbaridades!

—Le compadezco muy de veras —dijo Poirot gravemente.

—¡George Stubbs! —dijo el arquitecto con desprecio—. ¿Quién se cree que es? Se pasó la guerra emboscado en un cómodo puesto del Almirantazgo, en las tranquilas profundidades de Gales, y se deja crecer la barba para hacer creer que estuvo en servicio activo, en un convoy... al menos, eso es lo que dicen. Está podrido de dinero... ¡lo que se dice podrido!

—Bueno, ustedes los arquitectos necesitan de la gente que tiene dinero para gastar o nunca conseguirían un trabajo —señaló la señora Oliver muy razonablemente. Se puso en marcha hacia la casa y Poirot y el desalentado arquitecto se dispusieron a seguirla.

—Estos ricachones —dijo el último con amargura— no comprenden los principios elementales.

Le dio una patada final al desequilibrado templete.

—Si los cimientos están podridos, todo está podrido.

—Muy profundo es lo que usted dice —dijo Poirot—. Sí, muy profundo.

El sendero salió de la espesura y ante ellos surgió la casa, blanca y hermosa, resaltando contra el fondo de árboles oscuros que sobresalían detrás de ella.

—Sí, es realmente hermosa —murmuró Poirot.

—Quiere construir un salón de billar —dijo el señor Weyman con malignidad.

En un montículo delante de ellos, una señora de edad se afanaba podando un grupo de arbustos. Se enderezó para recibirlos, jadeando ligeramente.

—Todo ha estado tan descuidado durante años... —dijo—. ¡Y es tan difícil hoy en día conseguir un hombre que entienda de arbustos! Esta ladera debía ser una delicia de color, en marzo y abril, pero este año no está nada lucida... Todas estas ramas secas debían haberse podado el otoño pasado...

—Monsieur Hércules Poirot; la señora Folliat —dijo la señora Oliver.

La anciana sonrió.

—¡Conque éste es el gran monsieur Poirot! Es usted muy amable al venir a ayudarnos mañana. Esta señora, que es muy inteligente, ha imaginado una trama de lo más desconcertante... Será una verdadera novedad.

Poirot se sorprendió ante los graciosos modales de la señora. Parecía, pensó, como si fuera ella la anfitriona.

—La señora Oliver es una antigua amiga mía —dijo Poirot cortésmente—. Ha sido para mí un verdadero placer el acceder a su petición. Éste es un lugar verdaderamente precioso, ¡y qué noble y qué magnífica es la casa!

La señora Folliat dijo llanamente:

—Sí. La construyó el bisabuelo de mi marido, en 1790. La casa primitiva, isabelina, fue desmoronándose poco a poco y en 1700 la destruyó el fuego. Nuestra familia ha vivido aquí desde el año 1598.

Habló con voz tranquila y práctica. Poirot la miró con mayor atención. Era una mujer muy pequeña, maciza y vestida con ropa de paño ya muy gastada. El rasgo más notable de su persona eran los ojos, de un color azul claro de porcelana. Llevaba el cabello gris muy recogido con una redecilla. Aunque era evidente que no se preocupaba de su aspecto, tenía ese aire indefinible, tan difícil de explicar, por el que se ve que una persona es alguien.

Mientras, se encaminaban todos juntos hacia la casa, Poirot dijo tímidamente:

—Debe ser duro para usted tener extraños viviendo aquí.

Se produjo una breve pausa antes de que la señora Folliat respondiera. Cuando habló, lo hizo con voz clara y precisa sin mostrar la menor emoción.

—Hay tantas cosas duras, monsieur Poirot —dijo.

Загрузка...