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Mientras el inspector Bland hacía su experimento en el río Helm, Hércules Poirot hacía otro experimento con una tienda en el césped de Nasse House. En realidad, era la misma tienda donde Madame Zuleika había estado leyendo las rayas de la mano. Cuando los demás puestos y tiendas habían sido desarmados. Poirot había solicitado que dejaran aquélla.

Entró en la tienda, cerró las solapas y se dirigió al fondo. Con manos hábiles, desató las solapas del fondo, salió de la tienda y volvió a atarlas, hundiéndose en el seto de rododendros colocado inmediatamente detrás. Deslizándose por entre dos arbustos, no tardó en llegar a un pequeño cenador rústico. Era una especie de quiosco, con una puerta cerrada; Poirot abrió la puerta y entró. En el interior estaba muy oscuro, porque entraba muy poca luz a través de los rododendros que habían crecido a su alrededor, desde que habían sido colocados allí, hacía ya muchos años. Había una caja con bolas de criquet y algunos aros oxidados, uno o dos palos rotos de hockey, gran cantidad de arañas y de ciempiés y una marca más o menos redonda en el polvo del suelo. Poirot la contempló durante, un momento. Se arrodilló y, sacando de su bolsillo una cinta de medir, tomó las medidas con todo cuidado. Luego movió la cabeza satisfecho.

Salió sin hacer ruido, cerrando la puerta. Luego siguió en dirección oblicua, a través de los rododendros. Se abrió camino cuesta arriba, y poco después salió al sendero que conducía al templete desde allí a la caseta de los botes.

No entró en el templete en aquella ocasión, sino que continuó por el zigzagueante camino hasta la caseta. Llevaba la llave, abrió la puerta y entró.

Salvo por la retirada del cadáver y de la bandeja con el vaso y el plato, estaba exactamente tal como lo recordaba. La policía había anotado y fotografiado todo lo que contenía. Se acercó a la mesa, donde yacían los «tebeos». Les dio la vuelta y al ver las palabras que Marlene había escrito antes de morir, la expresión de Poirot era bastante parecida a la del inspector Bland. «Jackie Blackie anda con Susan Brown». «George Porgie besa a las exploradoras en el bosque». «Peter pellizca a las chicas en el cine». «A Biddi Fox le gustan los chicos». «Albert anda con Doreen».

Las anotaciones le parecieron patéticas en su juvenil crudeza. Recordó el rostro vulgar de Marlene. Pensó que probablemente los chicos no habrían pellizcado a Marlene en el cine. Defraudada, Marlene había encontrado un sustituto emocionante en fisgar y espiar a sus jóvenes contemporáneos. Había espiado, había husmeado y había visto cosas. Cosas que no tenía por qué haber visto, cosas, generalmente, de poca importancia, pero puede que en cierta ocasión hubiera visto algo de mayor importancia. Algo de cuya importancia en relación con ciertas cosas, ella misma no tenía idea.

Todo esto eran simples conjeturas y Poirot movió la cabeza con expresión incierta. Su pasión por el orden era cada vez mayor y colocó ordenadamente el montón de «tebeos» sobre la mesa. Mientras lo hacía, le asaltó de pronto la sensación de que algo faltaba. Algo... ¿Qué sería? Algo que debía haber estado allí... Algo... Meneó la cabeza, al desaparecer la impresión pasajera.

Salió lentamente de la caseta de los botes, descontento y disgustado consigo mismo. Él, Hércules Poirot, había sido llamado para evitar un asesinato... y no lo había evitado. Había ocurrido en realidad. Era ignominioso. Y al día siguiente debía regresar a Londres, derrotado. Se sentía ridículamente apabullado... Sus mismos bigotes colgaban de un modo muy triste.

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