Capítulo ocho

Madison dijo:

– No creo que esto sea buena idea.

– ¿Por qué no? -quiso saber Becca-. Tenemos que hacer algo y no nos queda mucho tiempo. Créeme, no querrás estar aquí cuando eso vuelva.

– ¿Estás segura de que va a volver?

– Claro que estoy segura. Siempre vuelve.

– Puede que esta vez…

Becca movió la cabeza de un lado a otro.

– Seguirá volviendo hasta que lo paren. Y no podrán pararlo hasta que lo sepan. Hasta que lo entiendan.

Madison titubeó. Luego dijo con pesadumbre:

– Pero parecía tan asustada… Cuando él la dejó sola, hace un rato, y ella cerró la puerta con llave. Aunque sea una persona mayor. Parecía muy asustada.

– Lo sé. Pero ella puede cambiar las cosas, o al menos puede intentarlo. Es ella a quien estábamos esperando, estoy segura. Vio a Jeremy y eso es lo que importa, lo que tenemos que recordar. Creo que también ha visto a Missy…

– ¿Quién es Missy?

– Tú todavía no la conoces -respondió Becca-. Lleva aquí aún más tiempo que Jeremy. Pero suele quedarse en el tiempo gris y no sale mucho, ni siquiera cuando alguien abre la puerta.

– ¿Por qué? ¿No se siente sola ahí dentro?

– Supongo que sí. Pero le da más miedo lo que pasa aquí fuera. Supongo que es porque sabía lo que iba a pasarle antes de que le pasara.

– ¿En serio?

– Aja. Ella era especial, como tú. Supongo que esta vez está intentando con todas sus fuerzas encontrar un modo de detenerlo.

– ¿Para poder marcharse de El Refugio?

– Supongo que sí.

– Pues yo supongo que no será fácil, o ya lo habría hecho -dijo Madison, irritada de pronto.

Becca se echó a reír.

– ¿Te pone nerviosa que diga tanto «supongo»? Mi madre lo decía todo el rato. A mí también me sacaba de quicio. Pero ahora me gusta decirlo, supongo que porque me recuerda a ella.

– ¿Tu mamá no está aquí? -preguntó Madison, cuya compasión, siempre pronta, se había despertado repentinamente.

– No, no está aquí, en El Refugio. Está a este lado de la puerta, pero yo no puedo verla, claro. No puedo hablar con ella. Se suponía que íbamos a quedarnos unos días más, ella, mi hermano y yo. Ellos se quedaron mucho tiempo, buscándome. Pero no pudieron encontrarme, claro. Tarde o temprano tenían que irse a casa. Así que se fueron.

– ¿Y te dejaron aquí?

– Bueno, no podían llevarme con ellos. No podían verme. Y aunque hubieran podido, yo no tenía ningún hueso que enseñarles, como Jeremy.

Madison miró a su nueva amiga con inquietud.

– Me alegro de que no tengas ningún hueso, Becca, porque no me gustaría verlo.

– Qué miedica.

– Sí, soy una miedica -dijo Madison con firmeza-. Tampoco me gustan los bichos, ni las serpientes, ni nada que dé asco. -Se agachó y cogió a Angelo, que había empezado a gimotear un poco, y se dijo que, si cogía al perro, era para reconfortarle a él y no a sí misma.

– Bueno -dijo Becca-, yo lo único que te digo es que será mejor que nos ayudes a intentar detenerlo cuando vuelva. Porque si no…

Madison esperó y observó a Becca volverse con el ceño fruncido hacia la cabaña que se alzaba a unos metros de distancia.

– Sí no -prosiguió Becca suavemente-, esta vez no serán sólo huesos lo que encuentren. Lo que vean. Será mucho más.


Quentin se paseaba por la salita de su suite, inquieto y no poco acongojado. Diana se había replegado inmediatamente sobre sí misma después de decirle, con el rostro inexpresivo y los ojos bien cerrados, que había pasado casi toda su vida medicándose, y, después del día que había pasado, él no se había atrevido a urgiría a seguir hablando.

Aún no, al menos.

A decir verdad, se alegraba de tener tiempo para intentar aclarar lo que ella le había contado hasta el momento. Quería ayudarla, necesitaba hacerlo, y no tenía nada en lo que apoyarse para seguir adelante, excepto el instinto, que le apremiaba a indagar cautelosamente, a formular preguntas cuando ella parecía dispuesta a sincerarse y a ofrecerle datos sobre fenómenos paranormales hasta donde parecía capaz de aceptarlos. Era lo único que tenía para guiarse, eso y lo que ella le contaba sobre su vida y sus experiencias.

Si alguna vez había oído una historia de terror, era aquélla.

Dos tercios de su vida medicándose.

Santo cielo.

A Quentin le costaba trabajo no culpar a sus médicos, y más aún a su padre, por no tener suficiente amplitud de miras como para considerar al menos, desde el principio, la posibilidad de que a Diana no le pasara nada malo. Pero no lo habían hecho. Enfrentados a lo inexplicable, a vivencias y comportamientos que no entendían y que les asustaban, habían actuado velozmente, con todo el presunto conocimiento de la medicina moderna, para «resolver» sus «problemas».

Incluso antes de que Diana alcanzara la pubertad, por el amor de dios.

Y la habían dejado sólo viva a medias. Habían hecho de ella un remedo pálido, incoloro, vago y desapasionado de la Diana que estaba destinada a ser.

Dios, no era de extrañar que mirara el mundo con aquellos ojos cargados de recelo y desconfianza. Liberada por fin de los fármacos que embotaban su entendimiento, estaba lúcida por primera vez desde su infancia. Por primera vez era verdaderamente consciente del mundo que la rodeaba. Y no sólo estaba lúcida, sino también dolorosamente alerta, con la sensibilidad descarnada de la mayoría de las personas con facultades paranormales.

Ahora lo sabía. Lo que estuviera dispuesta a admitir en voz alta o incluso conscientemente carecía de importancia: ahora sabía que la habían mantenido viva a medias, menos que eso. Sabía que aquellos en quienes más había confiado habían traicionado esa confianza, aunque hubiera sido en nombre del amor y de la preocupación y con las mejores intenciones. No la habían mantenido a salvo, la habían mantenido drogada y dócil. Habían intentado embotar a fuerza de machacarlas las aristas agudas y únicas que la hacían ser quien era.

Para que pudiera estar sana. Como todo el mundo.

Aquello, aquella conciencia pavorosa de todo lo que había perdido, había resonado en su voz mientras le hablaba.

«Ahora tengo treinta y tres años. Haz la cuenta.»

Quentin pensó que debía de ser como despertarse de un coma o de un sueño nebuloso y descubrir que todo lo sucedido ¿interiormente era irreal. Que el mundo había seguido girando, que el tiempo había pasado… y que ella había perdido años.

Años.

Quentin estuvo paseando un rato más por la habitación, cada vez más inquieto. Por fin se descubrió en el dormitorio en sombras, frente a la ventana, contemplando la noche. Y sólo entonces se dio cuenta de que desde allí veía la cabaña de Diana, de que su suite del tercer piso estaba lo bastante alta como para rebasar los matorrales y los árboles ornamentales que había entre El Refugio y la casita.

«Vigila.»

Se quedó quieto y contuvo el aliento mientras intentaba concentrarse y oír el leve susurro que sonaba en su cabeza.

«Tienes que vigilar esta noche.»

Pasó un rato y Quentin se permitió respirar de nuevo al darse cuenta de que no habría más. Sólo la toma de conciencia, la comprensión. De que tenía que quedarse vigilando esa noche, por el bien de Diana.

Quizá por su seguridad.

Desde allí divisaba tanto la puerta delantera como el pequeño patio privado, claramente visible porque las puertas de todas las cabañas estaban bien iluminadas, lo mismo que los senderos que las conectaban con El Refugio. Tanto por comodidad como por seguridad.

Sin tomar siquiera la decisión consciente de hacerlo, Quentin se concentró, focalizó sus sentidos. Todo se emborronó un instante y a continuación la cabaña se destacó en relieve, claramente, sobre el paisaje que lo rodeaba. La puerta parecía tan cercana que era como si Quentin pudiera estirar el brazo y girar el pomo.

Dado que sólo tenía que afinar su visión, sus otros sentidos permanecían más o menos en estado latente. Sólo oía silencio. No notaba ningún olor. Cuando apoyó un hombro contra el marco de la ventana, no fue consciente del contacto. Su mente permanecía silenciosa e inmóvil.

Bishop le había advertido que no hiciera aquello. Afinar un solo sentido a expensas de los demás exigía un precio doloroso. Quentin lo sabía. Sabía que, si seguía así durante horas, al día siguiente tendría un dolor de cabeza espantoso, que sus sentidos del olfato, el gusto, el tacto y el oído estarían abotargados, quizá durante todo el día. Sabía que, agotados por el esfuerzo, los ojos le dolerían y reaccionarían ante la luz.

Existía también el peligro, creía Bishop, de perder por completo algunas capacidades. Una cosa era concentrar energía extra en los sentidos para afinarlos, y otra bien distinta sofocar completamente uno o más de esos sentidos durante un período largo de tiempo. Equilibrio. Todo consistía en mantener el equilibrio.

Quentin lo sabía. Pero no le importaba.

Necesitaba vigilar a Diana, y eso fue lo que hizo. Apoyado contra el marco de la ventana, perdida incluso la conciencia de la habitación en la que se hallaba, vigilaba.

Y esperaba.


– Si no lo creía ya, no cabe duda de que ahora creerá que estás loca -masculló Diana para sí misma mientras se secaba, tras salir de la ducha-. Menuda ocurrencia, contarle todos esos detalles espeluznantes. Todo el mundo sabe que a uno no le atiborran con drogas durante un par de décadas si no tiene un montón de problemas.

Lo peor era que no estaba completamente segura de cuál había sido la reacción visceral de Quentin. Sí, se había mostrado en apariencia comprensivo y piadoso, había dicho lo que debía decir, había insistido en que el hecho de que hubiera pasado la mayor parte de su vida medicándose no significaba que estuviera enferma. Sólo que los médicos no habían entendido nada.

Oh, sí, eso Diana lo creía. Seguramente tanto como lo creía él. Pero no sabía a ciencia cierta qué pensaba Quentin. No creía que se le diera muy bien interpretar las expresiones de los demás, debido sobre todo a falta de práctica; mientras se deslizaba por la vida en su nube medicamentosa, lo que pensaran o sintieran los otros no le había parecido, a menudo, importante.

Ahora, en cambio, sí le importaba. No sabía por qué, o al menos no quería reconocerlo ante sí misma, pero le importaba lo que Quentin pensara de ella. Y sin duda él pensaba que estaba irreparablemente trastornada. Eso no debería haberle dolido, porque siempre lo había sabido.

Pero ahora también lo sabía él.

Enfadada consigo misma y tan cansada que sus pensamientos se movían en círculos aún más que de costumbre, se puso unos pantalones de pijama de seda y una camisola a juego. Todavía era bastante temprano, pero sentía la necesidad urgente de dormir.

Entró en su dormitorio, iluminado por la lámpara, y deshizo la cama; se sentó luego en el borde de ésta y vaciló sólo un instante antes de abrir el cajón de la mesilla de noche. El frasco rodó un poco con el movimiento del cajón; después se detuvo. Diana lo cogió con reticencia.

Aquella medicación permanecía en el organismo sólo unas horas, lo justo para permitirle dormir. Su médico le había dado su palabra, se lo había jurado, y dado que era él quien le había quitado el resto de la medicación, Diana le creía.

Aun así… el frasco seguía lleno.

Ahora, Diana se resistía incluso a tomar una aspirina. A pesar de que sus pensamientos desperdigados no conocían sosiego y de su incapacidad para concentrarse mucho tiempo en una sola cosa, a pesar de tener las emociones a flor de piel y los sentidos tan afinados que casi le causaban dolor, prefería aquel estado a lo que había vivido con anterioridad.

Se había deslizado insensiblemente a través de más de veinte años de su vida. Y no quería que eso volviera a ocurrir.

Pero necesitaba desesperadamente dormir y temía lo que podía ocurrir si no dormía. De modo que se echó un par de píldoras en la mano y se las tragó, acompañándolas con un sorbo de agua de la botella que había sobre la mesilla de noche.

Se metió en la cama y apagó la lámpara; después se reclinó sobre la almohada. Sintió el impulso de acercarse a la ventana, como había hecho tantas noches antes, pero con esfuerzo logró ignorarlo.

Dormir. Necesitaba dormir. Todo aquello le parecería lógico si lograba dormir.

Su mente siguió persiguiéndose en círculos algún tiempo (se negaba a mirar el reloj de la mesilla de noche para ver cuánto tiempo había pasado), pero al cabo de un rato se aquietó.

Y por fin se quedó dormida.


Abrió los ojos y se sentó en la cama. Curiosamente, no le sorprendió hallarse en el tiempo gris.

Sabía que todavía era de noche, aunque su dormitorio estuviera iluminado por ese crepúsculo extrañamente plano e incoloro que ya conocía. Era siempre igual, en el tiempo gris. Nunca había luz o oscuridad, sólo… grisura.

Pensó que había dormido horas, pero no se molestó en mirar el reloj de la mesilla de noche. No le mostraría nada. Una do las características verdaderamente espeluznantes del tiempo gris era que allí no había tiempo. Aquí. Los relojes, digitales o no, no tenían esfera ni rasgo alguno.

Aquel lugar, estuviera donde estuviera, se hallaba fuera del tiempo; a esa conclusión había llegado Diana. Sentía, sin embargo, que era un lugar de tránsito, un lugar entre el mundo de los vivos que conocía y lo que venía después.

No era exactamente el dominio de lo espiritual del que le había hablado Quentin. Era más bien como la puerta, el corredor que conectaba los dos mundos.

Apartó las mantas y salió de la cama, consciente del frío de la habitación, un frío que traspasaba incluso la mullida moqueta y helaba sus pies. Sabía que debía buscar sus zapatillas o sus zapatos, encontrar una chaqueta o al menos una bata, pero no se molestó. Sabía que no cambiaría nada. Siempre hacía frío en el tiempo gris. Un frío que calaba hasta los huesos.

Salió del dormitorio y se fijó con vago interés, sin llegar a detenerse, en lo insulsa que parecía la casita sin colores ni sombras. Tenía que ir a otro sitio.

Abandonó la cabaña y se detuvo en el sendero que partía de su puerta. Y esperó. Allí fuera, las luces parecían extrañas y amortiguadas, no brillantes, sino de una tonalidad más clara de gris. Las flores y los arbustos plantados en macetas y parterres que rodeaban por completo la casita estaban misteriosamente quietos y tenían aquella misma apariencia unidimensional, tomo la copia en gris de una fotografía que antaño fue de colores vivos.

Ni un soplo de aire agitaba el frío crepúsculo, a pesar de que había un leve olor, ligeramente desagradable. Diana nunca había podido identificar aquel olor, aunque en cierto modo le resultaba familiar. No se oían los ruidos nocturnos, ni el pulso de la vida. Nunca se oían.

– Diana.

Se volvió un poco y miró a la niña que permanecía a unos pasos de ella. Una niña muy bonita, con lo que parecía, en aquella grisura incolora, un cabello muy rubio que rodeaba su cara en forma de corazón.

– Hola. -Diana reparó en el sonido hueco de su propia voz, casi un eco. Era distinta a la voz de la niña, que sonaba perfectamente clara. Eso también era normal en el tiempo gris.

– Tienes que venir conmigo -dijo la niña.

Diana sacudió la cabeza ligeramente, no porque quisiera negarse, sino por impaciencia.

– La última vez que seguí a uno de vosotros, fue a una tumba.

La niña frunció el ceño.

– Pero Jeremy estaba al otro lado. En tu lado. Tú conoces la diferencia. Y conoces las reglas.

Diana las conocía, y las recordaba con toda claridad. En el tiempo gris, su memoria era perfecta, su comprensión absoluta. A pesar de su sobrecogedora extrañeza, el tiempo gris era un lugar en el que se sentía dueña de sí misma. Pero también conocía los peligros que entrañaba.

– Sé que no es seguro para mí estar aquí, entre dos tiempos. Entre dos mundos.

– No puedes quedarte mucho tiempo -contestó la niña-. Mantener la puerta abierta es peligroso, ésa es una de las normas. Y si la cierras mientras todavía estás dentro, te quedarás atrapada aquí. Supongo que no te gustaría.

– No. Supongo que no.

La niña sonrió.

– Entonces será mejor que nos demos prisa.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Diana, porque siempre lo hacía.

– Becca.

Diana asintió con la cabeza.

– Está bien, Becca. ¿Eras tú quien me llamaba?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Hay una cosa que tienes que ver. -Frunció de nuevo las cejas-. Y tenemos que darnos mucha prisa.

– Otras veces he pasado horas aquí -protestó Diana, pero aun así siguió a Becca cuando ésta dio media vuelta y echó a andar hacia los establos lejanos.

– Lo sé. Pero estar de nuestro lado aquí, aquí en El Refugio, es mucho más peligroso para ti. Además, eso llegará pronto y no dejará que te quedes.

– ¿Eso? Becca…

– Por aquí. Date prisa, Diana.

Diana, que sabía por experiencia que era inútil protestar, siguió a su guía. Siempre era así: la llevaban a sitios, insistían en que viera lo que querían mostrarle, en que hicieran lo que le pedían. O simplemente en que les escuchara.

Había escuchado a muchos, a lo largo de los años.

– ¿Por qué es más peligroso para mí estar aquí mientras estoy en El Refugio? -preguntó con la esperanza de obtener al menos una respuesta.

– Porque empezó aquí.

– ¿Qué empezó aquí?

– Todo.

Diana se preguntó si había esperado que la respuesta tuviera sentido. Mala suerte, si así era.

– No lo entiendo, Becca.

– Lo sé. Pero lo entenderás.

Diana apretó el paso, como había hecho la niña, y la siguió hasta el primero de los tres edificios que componían los establos de El Refugio. Recorrieron el largo y silencioso pasillo, pasando junto a las caballerizas, con sus puertas de dos hojas medio abiertas. Diana no tuvo que mirar para saber que todas las cuadras estaban vacías.

Sabía también que allí se guardaba una docena de caballos. Allí, en aquel establo de El Refugio. No allí, en el tiempo gris.

Le había costado algún tiempo acostumbrarse a aquello.

Allí no había animales, no porque carecieran de la energía o de la esencia espiritual que sobrevivía a la muerte, creía Diana, sino porque las criaturas no humanas rara vez permanecían en el tiempo gris, atrapadas entre dos mundos debido a la mala conciencia, a la ira o a asuntos pendientes. Eso sólo lo hacían las personas.

– Ya no falta mucho -dijo Becca mirando hacia atrás.

– Becca, ¿se trata de ti?

– Te he llamado yo, ¿no?

– Las dos sabemos que eso no significa nada. Una vez tuve un guía que me llamó una docena de veces, y nunca se trataba de él.

Becca se detuvo en medio del pasillo y se volvió para mirarla fijamente.

– Esta vez, se trata de ti.

– ¿De mí?

– Sí.

– ¿Qué quieres decir? -Diana cruzó los brazos sobre el pecho y se frotó los antebrazos, intentando entrar en calor. No sirvió de nada. Nunca servía.

– Estabas destinada desde siempre a venir aquí, Diana. A El Refugio. Llevas toda tu vida atada a este sitio.

– ¿Cómo es posible? Nunca había estado aquí.

– Conexiones.

– ¿Se supone que eso tiene sentido? Porque no lo tiene.

Becca sacudió la cabeza ligeramente, pero dijo:

– Las cosas tienen que suceder como suceden. Cuando suceden. ¿Crees que fue un accidente que el médico te quitara las medicinas cuando lo hizo? ¿Que ha pasado el tiempo justo para que tu mente se aclare y para que todos esos fármacos desaparezcan de tu cuerpo?

– ¿El tiempo justo?

– El tiempo justo para que estuvieras lista cuando llegaras aquí.

Diana cobró conciencia de un nuevo frío, más hondo. Allí pasaba algo malo, había algo distinto. Diana llevaba más de veinte años hablando con guías… y las conversaciones nunca se desarrollaban así.

Como Jeremy y sus huesos, la mayoría de ellos la necesitaban para que actuara de su parte. Para que encontrara algo por ellos. Para que pasara alguna información. Para que zanjara sus asuntos pendientes. No se trataba de ella. Nunca se trataba de ella.

Becca asintió con la cabeza como si hubiera oído aquellos pensamientos inarticulados.

– Parece distinto, ¿verdad? Eso es porque estás aquí, aquí de verdad, en carne y hueso. Has podido hacerlo otras veces, cuando perdías la conciencia, pero nunca estando dormida. Cuando estabas dormida, era como… como un sueño. Sólo estabas aquí en parte, en este lado. Las medicinas impedían que el resto de ti cruzara a esta orilla.

– Yo no estoy muerta -dijo Diana lentamente.

– No, claro que no. No se trata de eso. Es hora, Diana. Es hora de que empieces a recordar los lugares a los que vas cuando duermes o pierdes la conciencia. Hora de que te des cuenta de que puedes hacerlo. Lo que llevas haciendo casi toda tu vida. Hora de que vengas aquí y conozcas eso, y empieces a encontrar las respuestas que necesitas. Todo forma parte de tu viaje.

Confusa, Diana dijo:

– Pero no me acordaré. Cuando esté despierta. Nunca me acuerdo.

– Nunca te acordabas antes, por las medicinas. No podían impedir que hicieras lo que tenías que hacer, pero te impedían recordar. Piénsalo. No has perdido la conciencia desde que te quitaron la medicación.

– El dibujo. La pintura.

– Él te lo explicó. Eso fue distinto. Era como soñar despierta.

Diana se quedó callada.

– Si ahora te permites recordar, si te permites comprender y creer, no habrá más pérdidas de conciencia, Diana. No tendrá por qué haberlas. Seguirá siendo más fácil abrir la puerta y venir aquí cuando estés dormida, pero podrás hacerlo cuando estés despierta. Siempre que quieras. Si crees.

– No es tan sencillo.

– ¿No? Ya casi lo has conseguido. Estás recordando tus sueños -dijo Becca.

– Pesadillas -dijo Diana involuntariamente-. Y no las recuerdo, sólo… me asustan.

– Así tiene que ser.

Aquella voz dulce, grave, infantil hizo que Diana se sintiera recorrida por otro de aquellos profundos escalofríos, y resistió el impulso de dar un paso atrás.

– Tú me has llamado -dijo-. Me has traído aquí. ¿Por qué?

– Para enseñarte una cosa. Para que empieces a creer de verdad.

– ¿Para enseñarme qué?

– Un lugar secreto.

– Becca…

– Hay secretos por todas partes, Diana. Recuérdalo. -Señaló hacia un lado, donde la puerta del cuarto de arreos del establo permanecía cerrada-. Uno de ellos está ahí. Dile a él que lo busque. Dile que está escondido ahí.

– ¿Qué hay escondido ahí? Becca…

La niña ladeó la cabeza con expresión solemne.

– En el desván también. Allí arriba hay algo que tienes que ver. Es importante, Diana. Es muy importante.

– ¿Por qué? -La pregunta apenas había salido de sus labios cuando un súbito destello la hizo parpadear. Por un instante, por una fracción de segundo, creyó oler a heno, pensó que la grisura que la rodeaba había cambiado-. ¿Porqué, Becca? -repitió rápidamente.

– Porque es la verdad. Y tienes que saber la verdad. Hasta que no la sepas, no entenderás lo que está pasando aquí.

Otro destello le trajo el olor del heno y los caballos y la visión de los fluorescentes que bordeaban longitudinalmente el pasillo del establo. Sintió de pronto que un calorcillo atenazaba sus antebrazos y se dio cuenta al instante de lo que estaba sucediendo.

Estaban tirando de ella.

– ¿Qué es, Becca? ¿Cuál es la verdad?

Otro destello. Luego otro. Ahora veía a Quentin a la luz brillante de los destellos, de pie ante ella.

– No puedo decírtelo, Diana. Tienes que descubrirlo por ti misma. Tú y él. Le necesitas. Porque…

– … ya viene -dijo Diana al abrir los ojos.

– ¿Quién viene? -preguntó Quentin, cuyas manos apretaban con fuerza los antebrazos desnudos y helados de Diana.

Un caballo resopló allí cerca, sobresaltándola, y el olor fuerte pero agradable del heno y los animales se adensó repentinamente en sus fosas nasales. Los tubos fluorescentes del pasillo brillaban tanto que le hacían daño en los ojos. Se preguntó vagamente si permanecían encendidos toda la noche, y luego llegó a la conclusión de que seguramente los había encendido Quentin al entrar tras ella en el establo unos minutos, o quizás unas horas, antes.

Notaba los pies helados. Se sentía helada.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Diana? Son las cinco de la mañana.

Ella le miró parpadeando, perpleja por un instante, con la mente en blanco. Pero luego se acordó.

Se acordó de todo.

– Estaba siguiendo… -murmuró.

– ¿Siguiendo qué?

– Qué no. A quién.

Quentin arrugó más aún el ceño, pero antes de decir nada más se quitó la sudadera de cremallera que llevaba puesta.

– Toma, ponte esto. Tienes la piel helada.

Diana se miró, bruscamente consciente de su escueto atuendo. La camisola de seda se ceñía a su carne helada como una segunda piel, sin dejar nada a la imaginación. Sintió que sus mejillas se acaloraban, se puso rápidamente la chaqueta y quedó envuelta en el calor y el olor del cuerpo de Quentin.

– Dios mío, tienes los pies casi azules -dijo él-. El encargado de los establos solía tener unas botas de sobra y a veces algunos zapatos en el cuarto de arreos, pero estará cerrado. Tengo que llevarte de vuelta a la cabaña.

Comprendiendo más por intuición que por cualquier ademán de Quentin que éste se disponía a cogerla en brazos para llevarla a la cabaña, Diana dio un paso hacia el cuarto de arreos.

– La puerta no está cerrada con llave -dijo-. No… no podemos irnos aún.

– ¿Por qué no?

Ella no respondió; se acercó a la puerta, sólo confusamente consciente de que tenía los pies entumecidos y de que apenas sentía el empedrado bajo ellos. Giró el pomo y pisó el suelo de madera del cuarto de arreos.

Fue Quentin quien pulsó el interruptor de la luz al entrar tras ella, diciendo:

– Estupendo, siguen guardando cosas de sobra aquí. -Cruzó el espacioso cuarto, al fondo del cual, en una estantería baja, había botas de montar y varios pares de zapatos.

Diana miraba a su alrededor. ¿Un lugar secreto? ¿Había allí un escondite? Lo único que veía era un cuarto de arreos, una habitación de unos cinco metros por seis atestada de sillas de montar colocadas en soportes, de bridas y ronzales, de sogas colgadas de escarpias y de numerosas bandejas que, dispuestas sobre los estantes, contenían cepillos, peines, punzones de herrero y otros utensilios para el cuidado de los caballos.

– Siéntate, Diana. -Quentin la cogió del brazo y la condujo a uno de los dos largos bancos que, colocados de espaldas el uno al otro, había en medio de la habitación. Ella se sentó en el extremo más próximo del banco y cogió las zapatillas que él sostenía antes de que Quentin pudiera sentarse a su lado.

– Yo lo haré. Tú echa un vistazo por aquí.

El la miró con el ceño fruncido.

– ¿Qué es lo que tengo que buscar?

Diana vaciló sólo un instante antes de responder:

– Un secreto. -Se inclinó para ponerse las zapatillas deportivas, casi nuevas pero decididamente grandes que Quentin le había buscado.

– Aquí casi todo está a la vista -dijo él mientras miraba a su alrededor-. Excepto aquel botiquín de allí, no veo nada cerrado. ¿Qué clase de secreto podría haber oculto aquí?

Diana no advirtió en su tono de voz signo alguno de que estuviera siguiéndole la corriente y, al incorporarse y levantar la mirada, sólo vio en su semblante un vivo interés. Pero, aun así, temía hablar más de lo necesario, al menos de momento.

No porque la asustara que él pensase que estaba loca, sino porque temía convencerse ella misma de su locura si empezaba a hablar.

– ¿Diana?

– ¿Qué hacías tú aquí, de todos modos? -preguntó ella bruscamente.

Quentin contestó con naturalidad:

– Anoche miré por mi ventana y me di cuenta de que desde allí veía tu cabaña. Y algo me dijo que vigilara. Esa vocecilla que oigo a veces. Así que eso hice. Te vi salir y dirigirte hacia los establos hace un rato. Me pareció buena idea seguirte. -Hizo una pausa y añadió-: No ha sido una pérdida de conciencia, ¿verdad? Tenías los ojos cerrados. Estabas caminando en sueños.

– Algo así.

– ¿Algo así? Diana…

– Por favor, ¿podrías echar un vistazo por aquí?

Quentin no se movió.

– ¿Tiene esto algo que ver con los asesinatos? ¿Con las desapariciones?

Ella respiró hondo.

– Dímelo tú. Una… guía… me trajo hasta aquí. Una niña de unos doce años. Dijo que se llamaba Becca.

Quentin respondió sin apenas titubear:

– Rebecca Morse desapareció de El Refugio hace nueve años. Nunca se ha encontrado ni rastro de ella.

– Entonces creo que esto tiene algo que ver con… los asesinatos. Porque ella me trajo hasta aquí. En el tiempo gris.

– ¿Y qué te dijo?

– Que este sitio guardaba un secreto. -Diana paseó la mirada por la habitación limpia y silenciosa-. Me dijo que había secretos por todas partes. Que te dijera que buscaras lo que había escondido aquí.

– ¿Yo? ¿Me llamó por mi nombre?

– No. Dijo «él». Pero se refería a ti. -Diana se estremeció y se ciñó aún más la chaqueta. Debería haberse sentido perdida entre tanta tela, pero la chaqueta era cálida y olía agradablemente a Quentin, y ello le producía una sensación de seguridad que le resultaba extraña y desconocida. Deseaba poder deleitarse en ella-. Hay algo oculto aquí, Quentin, y tenemos que encontrarlo.

Todavía inmóvil, él dijo:

– En ese caso, hay que llamar a Nate y hablar luego con la directora de El Refugio. Antes de hacer nada. Esto es propiedad privada, Diana, y estamos aquí a deshora y sin permiso.

– Ya lo creo que sí -dijo una voz agria desde la puerta.

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