Quentin no esperaba encontrarla en el invernadero, pero miró allí primero, sólo por asegurarse. Diana no estaba, allí había únicamente una docena de caballetes con cuadernos de dibujo y lienzos. Quentin se quedó en la puerta y contempló los jardines iluminados por las luces de emergencia, intentando aquietar su mente y concentrar sus sentidos, intentando llegar hasta Diana. Ver más allá de lo que podía ver. Oír más de lo que podía oír. Tocar lo que estaba más allá de su alcance.
Lo único que sentía era su corazón palpitante.
«¿Hay algo entre nosotros? ¿Entre tú y yo?»
Debería haberle contestado. Debería haberle dicho la verdad, toda la verdad. Tenía la dolorosa sensación de que ello habría cambiado las cosas.
– Quentin, ¿qué demonios está pasando?
Era Nate, con Stephanie a su lado; ambos iban armados y parecían preocupados, y Quentin cobró conciencia con un vago sobresalto de que se habían acercado sin que se diera cuenta.
¿Dónde estaba su sentido de arácnido? ¿Por qué no sentía a Diana?
– Diana ha desaparecido -dijo, ofreciéndoles una versión abreviada y razonable de lo sucedido.
– Mierda -dijo Nate, y retrocedió para salir mientras echaba mano de su radio.
– ¿Habrá salido? -preguntó Stephanie-. ¿Tan tarde?
Otra pregunta que Quentin no se entretuvo en responder con la verdad. Asaltado por un recuerdo, dijo rápidamente:
– Stephanie, ¿hay alguna puerta verde en El Refugio?
– ¿Una puerta verde? No… Espera. -Arrugó el entrecejo-. Sí, hay una. Recuerdo una anotación sobre ella en mi archivo, algo acerca de que esa puerta se había dejado con su color original porque era prácticamente la única estructura de madera que había sobrevivido al incendio.
– ¿El incendio del ala norte?
– Sí. Al parecer, uno de los dueños era supersticioso al respecto.
El la miró fijamente.
– Mi habitación está en esa ala. No recuerdo haber visto nunca una puerta verde.
– Bueno, no tienes por qué haberla visto. Está al final de un pasillo que hace una esquina un poco rara, y ahora son todo zonas de servicio. Lo son desde que se reconstruyó el ala. Almacenes de ropa blanca, un cuarto de herramientas, un armario de suministros… No hay ventana al final de ese pasillo, y está al otro lado de las escaleras, así que no hay nada que le atraiga a uno en esa dirección.
– ¿Y es la única puerta verde del edificio?
– Que yo sepa, sí. -Ella lo miraba con el ceño fruncido.
Quentin no se sorprendió. Pensó que probablemente parecía un poco desquiciado. O muy desquiciado.
– ¿Dónde está? -preguntó-. ¿Cómo llego hasta allí?
– Está… en el ala norte, en la tercera planta. Gira a la izquierda al llegar a lo alto de la escalera central y luego sigue recto hasta el final.
Dios, estaba más cerca de la puerta cuando se había dado cuenta de que Diana había desaparecido. No esperó a ver si los demás le acompañaban. Echó a correr. Le pareció oír que Nate le gritaba algo, algo acerca de que uno de sus hombres había informado de que Cullen Ruppe había sido agredido, pero todas sus energías estaban concentradas en encontrar a Diana.
Y fue cuando estaba en medio de las escaleras tenuemente iluminadas que la primera visión auténtica que había tenido en su vida casi le hizo caer de rodillas.
Por primera vez, vio el futuro.
Diana pensó que aquello iba a requerir más fuerzas de las que tenía, pero de algún modo logró seguir las indicaciones de Missy. Girar. Tomar las escaleras. Subir otra planta. Girar otra vez.
Tenía cada vez más frío, tanto que se preguntaba por qué su hálito no nublaba el aire delante de ella. Pero eso era otra cosa que nunca sucedía en el tiempo gris.
Ta-tan.
Ta-tan.
Intento moverse más deprisa, pero le dolían las piernas y le costaba poner un pie delante del otro. Y luego estaba aquel cosquilleo extraño y hueco que parecía haber dentro de ella. No estaba segura de si era su propio corazón, palpitando, o aquel otro sonido más primitivo.
«Escúchame, Diana. La puerta verde está justo delante. Al otro lado de esa esquina. Quiero que la abras. Pero no la cruces.»
– ¿Qué?
«Quentin viene hacia aquí. Él será tu salvavidas.»
– Yo nunca he necesitado un salvavidas.
«Esta vez lo necesitarás. Y puedes confiar en él. No te dejará ir, lo sabes, ¿verdad, Diana?»
– Porque tú le importabas mucho -dijo Diana.
«No. Yo soy su pasado. Tú eres su futuro. Por eso no te dejará ir.»
Diana no sabía si creer aquello, pero no lo puso en duda porque por fin había alcanzado el final del largo corredor y veía el extraño recodo del fondo. El corto pasillo que acababa en una puerta verde.
Ta-tan.
Ta-tan.
Recorrió más aprisa los últimos metros y asió el pomo anticuado de la puerta.
– Si abro esto…
«Abres dos puertas. En ambos mundos. No sueltes el pomo, Diana. No lo sueltes hasta que haya acabado.»
– Pero…
«Tiéndele la mano a Quentin. Y abre la puerta.»
Diana giró el pomo y al mismo tiempo alargó hacia atrás la mano libre. Y extendió el brazo con algo más que su carne, con algo más que su voluntad.
Casi inmediatamente hubo un destello brillante y por un instante el tiempo gris se desvaneció. La puerta fue de un verde más vivo y el papel con estampados en relieve de las paredes del corto pasillo mostró sus ricos colores Victorianos.
Luego hubo otro destello y esta vez Diana sintió el calor y la fuerza de la mano de Quentin agarrando la suya. Otro destello y ella volvió la cabeza, vio a Quentin allí.
Y…
Había vuelto. Con una mano sujetaba el pomo de una puerta verde entreabierta. Con la otra sujetaba la mano de Quentin.
– Diana…
¡Ta-tan!
¡Ta-tan!
Ella sintió una ráfaga de aquel hedor enervantemente familiar y, antes de que pudiera advertir a Quentin, ambos oyeron los pesados pasos de unos pies sorprendentemente veloces que se precipitaban hacia ellos.
«No toques el recipiente, Diana.»
Ella le susurró a Quentin:
– No…
– Lo sé -murmuró él, a su vez. Le apretó los dedos y, al igual que Diana, pegó la espalda a la pared, dejando el pasillo lo más despejado posible mientras ambos miraban la esquina.
Ella ya había empezado a hablar cuando la dobló.
– Ahí estás. Te he buscado por todas partes. A estas horas deberías estar en la cama. Ahí es donde esperaba encontrarte.
No era necesaria la rara luz de sus ojos ni su sonrisa extrañamente afable para comprender que aquella criatura con la apariencia de la señora Kincaid no estaba en su sano juicio.
Bastaba con ver el cuchillo de carnicero ensangrentado que llevaba en la mano.
– Se lo dije a Cullen -prosiguió, parada en el corto pasillo, junto a ellos-. Le dije que no permitiría que me detuviera. Que no dejaría que nadie me detuviera. Él lo intentó, claro, como intentó advertir a Ellie. No debió hacerlo. Me puso furioso.
– Tú mataste a Ellie -dijo Quentin.
– Oh, eso fue sólo por hacerle un favor a la señora Kincaid. -Se echó a reír-. Estaba enfadada porque creía que la chica había permitido que un cliente la dejara preñada. Y eso no se puede consentir, ¿no es verdad? Iba a causar problemas. Así que me encargué de ello.
– ¿Cómo has intentado encargarte de Cullen? -preguntó Diana.
– Le dije que debería haberse mantenido al margen. Que no tenía por qué volver aquí. Tiene suerte de que no me ocupara de él hace años, cuando descubrió lo que estaba pasando. Pero ¿quién iba a creerle? ¿La policía? Claro que no. Eso hizo que sospecharan de él. Así que se largó.
– ¿Por qué volvió? -preguntó Quentin.
– Dice que se lo dijo una vocecilla en su cabeza. Que le dijo que habría alguien aquí que podía detenerme. Y que él podía echar una mano. Tiene gracia, ¿eh? Os está ayudando desangrándose.
Quentin dijo:
– Eres… La señora Kincaid es una médium. Por eso has podido servirte de ella más de una vez.
Sujetando todavía el cuchillo con una lasitud que no era tal, ella (o ello) miró a Quentin y sonrió.
– Pues sí. Siempre lo ha sido. Pero sin adiestrar, y no muy poderosa. Sin embargo, era fácil meterse dentro de ella. Era fácil usarla. Nunca podía quedarme mucho tiempo, claro. Pero sí el suficiente. Siempre el suficiente. Y tú nunca te diste cuenta, ¿verdad? En todas tus visitas, todo estos años. Ni siquiera entonces, cuando eras un mocoso. No querías ver el futuro, así que la mayoría del tiempo ni siquiera veías lo que tenías delante de las narices. En cierto modo estabas ciego.
– Ahora soy mejor -dijo Quentin.
– ¿Sí? Por ella, supongo. -Usó el cuchillo para señalar a Diana-. Sabía que alguien estaba abriendo puertas, pero no estaba seguro de quién era. No lo estuve hasta que empezó a frecuentar el tiempo gris.
– Antes fuiste un asesino -dijo Diana-. Hace mucho, mucho tiempo. Mataste a mucha gente.
– Sí, así es. Y sigo haciéndolo, por supuesto. Gracias a los cerdos que me mataron. Nunca, hasta entonces, había sentido cólera. Nunca había estado tan seguro de que quería seguir viviendo. Así que eso hice.
– En cierto modo -dijo Quentin-. Existías, te apoderabas de mentes débiles y de cuerpos vulnerables. Por eso murieron tantos niños por tu culpa.
– Tú no lo entiendes. Lo divertido no era matar a los niños. Era apoderarse de sus padres y obligarles a matarlos.
– Entonces Missy…
– La que se hacía llamar Laura Turner mató a Missy. Con un poco de ayuda mía. -El rostro humano detrás del cual acechaba un monstruo se contrajo en una mueca-. Se volvió loca. Les ocurre a veces, a los débiles de mente. Tuve que salir de ella inmediatamente. Después de eso, no podía controlarla.
– Tú… La señora Kincaid le procuró una coartada a Laura.
– Por supuesto. No quería que se sospechara de nadie de El Refugio. Éste es mi… campamento base, por decirlo así. Además, quería volver a utilizar a Laura. Pero luego llamó al padre de la cría y le contó lo que había hecho y que había que castigarla. Pero yo no esperé a que él llegara. Me encargué yo mismo del asunto.
– Ella no se marchó, ¿verdad?
– No, pero yo hice ver que se había marchado. -La cosa que se alojaba en el cuerpo de la gobernanta se encogió de hombros.
Diana dijo:
– Y cuando él… cuando el padre de la niña llegó, quiso que todo… se olvidara.
– Supongo que sí. Porque eso fue lo que ocurrió. Y a mí me convenía.
Diana sintió que los dedos de Quentin apretaban los suyos y comprendió que él era consciente de hasta qué punto estaba concentrada en la puerta que sujetaba entreabierta. Sujetarla le estaba costando todas sus fuerzas y también parte de las de él; sentía el tirón del otro lado, la fuerza natural de algo que estaba destinado a permanecer cerrado, excepto durante breves intervalos.
Cuanto más tiempo mantenía la puerta entornada, más energía se consumía en el esfuerzo por cerrarla.
Diana sabía que se necesitaba toda esa fuerza. El único modo de destruir la maldad a la que se enfrentaban era arrastrar su energía de nuevo a través del tiempo gris, a través del limbo entre dos mundos, y hacia lo que se extendía más allá. Llevarla mucho más allá del mundo físico, de modo que ninguna puerta pudiera volver a franquearle la entrada.
Ella temía no ser capaz de sostener la puerta abierta el tiempo suficiente, ni siquiera con la ayuda de Quentin, pero entonces vio que Missy aparecía detrás de la criatura y que aquella niña de aspecto frágil empujaba violentamente aquel cascarón físico desde atrás, hacia la puerta.
Sirviéndose de toda la fuerza que Quentin y ella pudieron reunir, Diana abrió del todo la puerta verde.
Sólo el tiempo justo.
En un momento intemporal, Diana vio pasar fugazmente a todos los espectros de El Refugio, ayudando a llevar a la criatura y a su cascarón a través de la puerta. La mujer del vestido Victoriano, la enfermera, el hombre con toscas ropas de obrero, los niños pequeños… y vio luego un borrón de energía, de docenas de espíritus que se confundían, se mezclaban y fluían a través de la puerta, de todas las puertas, un poder descarnado con una intención absoluta que extendía los brazos, que asía, que extraía la negra esencia que era cuanto quedaba de Samuel Barton del envoltorio humano que la contenía…
Durante ese instante eterno, pareció que la energía que manaba a través de la puerta arrastraría también a Diana, pero Quentin no la soltó. Hasta que, por fin, un último retazo pasó vertiginosamente ante ellos y de un tirón arrancó la puerta de su mano y la cerró de golpe.
– No pasa nada. Ahora es sólo una puerta.
Diana se apoyó débilmente contra Quentin mientras ambos miraban a Missy.
Una Missy distinta. Más que espiritual, aparentemente de carne y hueso. Todavía delgada y frágil, pero sonriente, ya no espectral.
«Menuda ocurrencia.» Diana casi tuvo ganas de reír.
Sin soltar su mano, Quentin dijo tentativamente:
– ¿Por qué puedo verte?
– Porque Diana puede. Entre vosotros se estableció una conexión la primera vez que os tocasteis. -Su sonrisa se hizo más amplia-. Creo que algunas personas llaman a eso destino. -Levantó una mano, de la que pendía un pequeño colgante-. Tal vez por eso la cosa que había dentro de la señora Kincaid le quitó esto al cadáver de Ellie después de matarla. Para que yo pudiera recuperarlo.
Casi demasiado cansada incluso para pensar, Diana comenzó a decir:
– Missy…
– Ella está en paz, Diana. Mamá. Cruzó hace mucho, mucho tiempo, después de encontrarme.
– ¿Ése fue el motivo?
– Después de mi secuestro, pensó que podría usar sus facultades para encontrarme. Pero eran demasiado fuertes para ella. La puerta que creó era… sólo de ida.
Quentin dijo suavemente:
– Y un cuerpo separado de su espíritu no vive mucho tiempo.
Missy hizo un gesto de asentimiento.
Diana tenía un sinfín de preguntas, pero era consciente de que les quedaba poco tiempo. Así que preguntó la única cosa que les importaba a Quentin y a ella.
– ¿Estás bien ahora? -dijo, dirigiéndose a su hermana.
– Sí, ahora estoy bien. Ha funcionado. La energía de todos los que estaban dispuestos a cruzar ha bastado para sacar a ese demonio del recipiente que lo contenía y para que atravesara el tiempo gris, hasta el otro lado. Ya nunca podrá hacerle daño a nadie.
Quentin miró a Diana.
– Una ley fundamental de la física. La energía no se destruye, sólo se transforma.
– Sí, todo es cuestión de física -dijo Missy solemnemente.
Diana sintió de nuevo ganas de reír. Pero dijo:
– ¿Os dais cuenta de que, cuando salga el sol, voy a creer que todo esto lo he soñado?
Missy miró sus manos unidas y sonrió de nuevo.
– No creo. Me parece que, a partir de ahora, no te costará ningún esfuerzo distinguir lo real de lo que no lo es. -Pasó junto a ellos y abrió la puerta verde. Hubo un instante extrañamente borroso y luego pudieron ver allí dentro lo que parecía ser un dormitorio bonito y anticuado.
– Missy…
Ella miró a Quentin.
– Gracias. Por preocuparte y seguir volviendo todos estos años. Eso me dio fuerzas para hacer lo que tenía que hacer. Y no fue culpa tuya, ¿sabes? Nunca fue culpa tuya. Algo tan antiguo… tan malvado… Tú no podías saberlo, y no podrías haberlo impedido. Y algunas cosas están destinadas a suceder como suceden.
Diana le habría dicho adiós, quería hacerlo, pero Missy le quitó la ocasión al sonreírles dulcemente y entrar en la linda habitación. Y cerrar la puerta a su espalda.
Quentin y Diana se miraron y apenas tuvieron un instante para recobrarse antes de que Nate doblara corriendo la esquina, pistola en mano.
– Dios mío -exclamó el policía-, ¿estáis bien? Cullen dice que esa tal Kincaid se volvió loca e intentó matarle. Está sangrando como un cerdo. ¿Dónde está ella?
Diana vaciló; luego alargó la mano y abrió lentamente la puerta. Dentro, vieron las estanterías ordenadas de un armario ropero, llenas hasta los topes de sábanas y toallas. Y en medio del cuartito, junto a un carro de ropa vacío, yacía el cuerpo extendido de Virginia Kincaid, con el cuchillo ensangrentado aún en la mano.
Nate entró con cautela y apartó el cuchillo de un puntapié antes de inclinarse para tomarle el pulso.
– Todavía está viva -dijo.
– Respira, en todo caso -murmuró Quentin.
– Los médicos dicen que sufrió una hemorragia cerebral -les dijo Nate mucho después, esa mañana-. Está en coma y no saben si saldrá de él.
– Tengo la sensación de que no -dijo Diana. También tenía la sensación de que el espíritu de Virginia Kincaid había ido erosionándose con los años, y de que la liberación final había sido justamente eso: la liberación de la maldad y de un infierno implacable.
Nate permanecía ajeno a aquellas insinuaciones soterradas, o simulaba estarlo.
– Cullen Ruppe está fuera de peligro gracias a que consiguieron detener la hemorragia -añadió-. Asegura no saber por qué Kincaid fue de pronto tras él. Si queréis saber mi opinión, esa mujer se volvió loca, simplemente. Creo que el aire de este sitio tiene algo nocivo.
– Ya no -repuso Quentin.
El policía los miró, sentados uno junto al otro en el sofá, delante de su silla.
– Estáis muy frescos, teniendo en cuenta que la noche ha sido muy larga y que no habéis pegado ojo.
– Hemos tomado mucho café -contestó Diana.
Nate se puso a mascullar.
– Yo he tomado montones de café y aun así estoy hecho polvo. Parece mentira que sea sábado, con todo lo que tengo que hacer. Dado que esa tal Kincaid os confesó que mató a Ellie… Los registros de su teléfono móvil demuestran, por cierto, que Ellie llamó a un número de fuera del estado perteneciente a un huésped que se alojó aquí hace un par de meses, y el forense ha confirmado que estaba embarazada… ¿Qué estaba diciendo?
– Dado que la señora Kincaid confesó -dijo Quentin.
– Ah, sí. Dado que confesó, eso resuelve el asesinato. El equipo de espeleólogos del que me hablaste va a venir a inspeccionar las cuevas, pero seguramente no llegará hasta la semana que viene. Mientras tanto, el equipo de antropología forense llegará mañana a primera hora, y durante una temporada voy a dejar a alguien de guardia en el cuarto de arreos veinticuatro horas al día, siete días a la semana. El equipo le echará también un vistazo al esqueleto que encontramos en el jardín, aunque el análisis del ADN ha confirmado que son los restos de Jeremy Grant. Gracias por acelerar las cosas, por cierto.
– No hay de qué -dijo Quentin-. Alguien me debía un favor.
– Pues debía de ser un favor muy gordo. En los laboratorios del estado, pueden tardarse meses en conseguir los resultados de un análisis de ADN.
Sin responder a aquello, Quentin se limitó a decir:
– ¿La madre del chico ya ha sido informada?
– Sí. Por fin ha podido ponerle un final a esta historia.
– A veces -dijo Quentin-, eso es lo que necesitamos para ser capaces de dejar algo atrás. Y de mirar hacia delante en vez de hacia el pasado.
– ¿El fin de una obsesión? -preguntó Nate con curiosidad.
– Podría decirse así.
Stephanie entró en la habitación en ese instante.
– Todavía no puedo creer que mi gobernanta fuera una asesina -dijo-. Aunque en parte sí puedo creerlo, lo cual da miedo. -Ella también tenía los ojos brillantes, a pesar de haber pasado la noche en vela.
– Considérala enferma -sugirió Diana-. Muy, muy enferma.
– Enferma con furor asesino, sí. -Stephanie se estremeció-. Quiero contratar otra gobernanta. Enseguida.
Quentin la miró.
– ¿Una que no anote los secretos de los huéspedes?
– Exacto. Porque estoy segura de que lo hacía. Pero por su cuenta, no porque le pagaran por ello.
– Esa lista que nos enseñaste de los directores a los que pagaban por anotar todos los secretos que conocían del hotel… ¿acababa con el director que estuvo aquí hará unos cinco años?
Ella asintió con un gesto.
– Ninguno de los dos directores que me precedieron estaba en la lista. Ni yo tampoco, obviamente. Ni siquiera conocía su existencia hasta que la encontré. Y no la habría tomado por algo sospechoso si no hubiera estado buscando eso precisamente. A primera vista, era sólo una lista de bonificaciones pagadas a los gerentes. Nada raro, en apariencia. Sólo cuando indagué en distintos archivos de nóminas comprendí que esas bonificaciones estaban fuera de lugar. Además, busqué el primer libro de cuentas para cotejarlo, y de momento al menos un par de esas supuestas bonificaciones se pagaron en metálico y sin que quedaran registradas en los libros.
– Yo llamaría a eso sospechoso -dijo Nate.
– Y yo me pregunto por qué acabó hace cinco años -dijo Quentin-. Stephanie, ¿alguna idea de quién llevaba la lista?
Ella asintió enseguida.
– Si tuviera que aventurar una hipótesis… y eso hago… yo diría que fue probablemente Douglas Wallace. Creo que fue él quien sugirió la presunta organización de los archivos del sótano hará unos cinco años, probablemente porque es un obseso del orden. Luego encontró ciertas cosas que no quería encontrar y empezó a compilar esa lista. He comprobado algunas fechas y por la época en que Doug estaba revisando los archivos viejos del sótano, el último descendiente de uno de los propietarios originales del hotel acababa de morir.
– ¿Insinúas que esa costumbre de anotar los secretos murió con él? -preguntó Nate.
– Bueno, al menos oficialmente. Y es lógico. Lo que posiblemente empezó siendo una forma bastante despiadada de ejercer presión cuando era necesario, en tiempos de los grandes magnates de la industria, se convirtió poco a poco en una práctica que nadie cuestionaba y, finalmente, como muchas tradiciones antiguas, se volvió innecesaria.
– No hemos encontrado ninguna fecha reciente -comentó Diana-. Aunque, como tú, yo apostaría a que encontraremos un diario entre las pertenencias de la señora Kincaid. Apuesto a que en los últimos años fue ella la guardiana de los secretos.
– Quizá no quería que la vieja tradición muriera -dijo Stephanie-. Ella era así, en gran medida.
Diana no dijo nada, puesto que no tenía modo de saber si el espíritu de la gobernanta había sido capaz de eso o si había sido la influencia dominadora de Samuel Barton.
Stephanie sacudió la cabeza.
– Me pregunto si este sitio podrá ser normal alguna vez.
– Puede que sí -dijo Diana-. Ahora.
– Ya veremos. Mirad, no sé vosotros, pero la verdad es que yo estoy muerta de hambre, y el cocinero hace unos almuerzos maravillosos. ¿Qué os parece un poco de comida como es debido para compensar tanto café?
Nate se puso en pie de inmediato.
– A mí no tendrás que preguntármelo dos veces.
Mientras Diana y Quentin se levantaban, Stephanie les dijo:
– Por si a alguien le interesa, creo que podremos atribuir unos cuantos pecados a El Refugio y a las personas que fueron sus propietarias y que lo dirigieron durante años. ¿Sabéis? encontré en un archivo un recorte de periódico que hablaba de un hombre y su familia que murieron en un accidente de tráfico entre el hotel y Leisure, hará unos diez años. El artículo insinuaba claramente que el hombre estaba deprimido y que se había suicidado. Y en el mismo archivo había una anotación de, supongo, el director del hotel en ese momento acerca de que un camarero había sido despedido poco después por inventar historias para la prensa. El director añadía también otra nota acerca de que había que informar a los miembros de la familia que habían sobrevivido de que lo publicado por el periódico era falso. Pero nunca se hizo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Quentin.
– No hay copia de la carta en el archivo. Y ese director en particular parecía extremadamente meticuloso a la hora de sacar copia de todo.
– Tú -le dijo Nate-, tienes demasiado tiempo libre. -La cogió de la mano y la condujo, riendo, fuera de la habitación.
Quentin se disponía a seguirles cuando la niña a la que habían visto varias veces entró en el salón, desde la biblioteca contigua, llevando a su perro en brazos.
– Hay que decirle eso a Bobby -dijo en tono grave.
– ¿Qué es lo que hay que decirle? -preguntó Diana.
– Que papá no pretendía matarnos. -Abrazaba a su perro y frotaba distraídamente la barbilla contra el pelo sedoso del animal-. Veréis, mi hermano pequeño, Bobby, no estaba con nosotros. Estaba enfermo, así que se quedó con la abuela cuando vinimos aquí. Y cuando nos marchamos, en fin, estaba lloviendo. Y había niebla. Y papá no estaba acostumbrado a las carreteras de montaña. Por eso fue.
Quentin era consciente de que estaba perplejo, pero saltaba a la vista que, en cambio, aquello era algo normal para Diana, que se limitó a asentir con un gesto y a decir:
– Nos aseguraremos de que Bobby sepa la verdad. ¿Cómo te llamabas?
– Madison. Y éste es Angelo. Estaba con nosotros esa noche. Va a todas partes conmigo. A todas partes.
– Ahora ya podéis iros los dos -dijo Diana suavemente-. Y quedaos con tus padres.
Madison suspiró.
– Yo creía que estaban aquí, ¿sabes? Pero… siempre tuve mucha imaginación. Supongo que me los imaginé aquí. Pero los echo de menos. Ahora Angelo y yo estamos listos para irnos. Gracias.
– De nada, Madison.
Mientras la observaban, la pequeña llevó a su perro hacia la puerta y se desvaneció en la nada antes de alcanzar el pasillo que había más allá.
– Santo cielo -dijo Quentin.
Diana alzó los ojos hacia él, sonriendo un poco.
– Con todo lo que pasó anoche, ¿te impresionan una chiquilla y su perro?
– Bueno… la he visto. Tan claramente como la luz del día. -De pronto frunció el ceño-. Desde la mañana que nos conocimos.
– Supongo que Missy tenía razón. Conectamos.
Pasado un momento, Quentin cogió su mano y la sostuvo con firmeza.
– Supongo que sí. ¿Qué sientes al respecto?
– Esperanza.
– ¿Volverás a Virginia conmigo?
– Bueno, tengo que conocer a Bishop.
– Diana…
Su sonrisa se hizo más amplia.
– Te propongo un trato. Tú me ayudas a convencer a mi padre de que, a pesar de los secretos que guardaba por mi bien, estoy cuerda y soy una persona racional, y… empezaremos a partir de ahí. ¿Trato hecho?
– Trato hecho -contestó él, y la besó.