Capítulo uno

En la actualidad

– ¿Pesadillas otra vez?

Diana Brisco deslizó sus manos frías en los bolsillos delanteros de su blusón y le miró con el ceño fruncido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por eso. -Él señaló con un gesto de la cabeza el lienzo del caballete colocado ante ella, un lienzo con fondo oscuro y ásperas y brillantes pinceladas de color en primer plano.

Diana se unió a él en la contemplación de la tela y finalmente se encogió de hombros.

– No, no son pesadillas. -Por una vez, al menos-. Es sólo mi estado de ánimo, supongo.

– Un ánimo sombrío.

– Nos dijiste que pintáramos lo que sentíamos -respondió ella, poniéndose a la defensiva-. Eso he hecho.

Él sonrió, y aquella expresión prestó a sus rasgos, ya angelicales, tal belleza, que Diana contuvo involuntariamente el aliento.

– Sí, así es. Y lo has hecho con mucha garra. No me preocupa tu obra, Diana. Es magnífica, como de costumbre. Me preocupas tú.

Ella se sacudió mentalmente el efecto casi hipnótico de su presencia física e ignoró lo que sospechaba que era un cumplido semejante a una palmadita en la cabeza del pupilo.

– Estoy bien -dijo-. No he dormido mucho, pero no por las pesadillas. Es sólo que… -Se encogió de hombros otra vez, reticente a admitir que se había pasado media noche en pie, mirando el valle en sombras por la ventana de su dormitorio. Había pasado muchas noches así desde su llegada a Leisure.

Buscando… algo. Sólo dios sabía qué, porque ella, ciertamente, no lo sabía.

Suavemente, aunque con aire pragmático, él respondió:

– Aunque este taller estuviera pensado para la expresión individual y no para la terapia, te ofrecería el mismo consejo, Diana. Cuando acabemos aquí, sal de El Refugio un rato. Ve a dar un paseo, o a montar a caballo, o a nadar. Siéntate en uno de los jardines con un libro.

– En otras palabras, que deje de pensar tanto en mí misma.

– Que dejes de pensar. Un rato.

– Está bien. Claro. Gracias. -Diana comprendió que había hablado con brusquedad y quiso disculparse por ello. A fin de cuentas, él sólo hacía lo que se suponía que debía hacer, y seguramente ignoraba que ella ya había oído otras veces todo aquello. Pero antes de que Diana pudiera articular palabra, él se limitó a sonreír y se acercó al siguiente «alumno» de los doce, poco más o menos, que formaban la clase, allí, en el espacio luminoso y diáfano del invernadero del hotel.

Diana mantuvo las manos en los bolsillos del blusón manchado de pintura y miró su cuadro arrugando el ceño. Así que magnífico, ¿eh? Sí, claro. A su modo de ver, parecía más bien el dibujo hecho con el dedo de un niño de seis años con muy poco talento.

Pero, naturalmente, la calidad no era la cuestión. El talento no era la cuestión.

La cuestión era averiguar qué sucedía en su mente dislocada.

Apartó la mirada del cuadro y observó a Beau Rafferty deambular entre sus alumnos. Al principio le había parecido extremadamente raro que un artista de su calibre impartiera un taller de aquella índole, pero tras una semana de clase se había dado cuenta de que Rafferty tenía un auténtico don no sólo para la enseñanza, sino también para comunicarse con personas con problemas y ayudarlas.

Con otras personas, al menos. Diana advertía ya cambios en casi todos los alumnos del taller. Las caras crispadas habían empezado a relajarse, y habían aparecido sonrisas en lugar de ceños fruncidos o de una angustia atormentada. Incluso había visto disfrutar a unos cuantos alumnos de algunas de las actividades que ofrecía El Refugio.

Sin embargo, ése no era su caso. Por supuesto que no. Ella todavía tenía pesadillas cuando lograba conciliar el sueño, no recordaba la última vez que se había sentido relajada y ninguna de las instalaciones deportivas o lúdicas del hotel suscitaba en ella el más mínimo interés. Y pese al genio indudable y la habilidad didáctica de Rafferty, tampoco creía que sus rudimentarias destrezas artísticas hubieran mejorado.

De hecho, todo aquello era posiblemente una forma más de malgastar su tiempo y el dinero de su padre.

Volvió a mirar su cuadro y vaciló un momento antes de recoger el pincel y añadir un leve toque de escarlata junto a la esquina inferior izquierda. Con aquello estaba acabado, se dijo, ignoraba qué era aquel cuadro o qué se suponía que representaba para ella, pero estaba acabado.

Empezó a limpiar sus pinceles maquinalmente, intentando concentrarse en aquella tarea y no pensar.

Pero aquel era en parte su problema, desde luego: el escaso alcance de su atención, aquellos pensamientos diseminados y azarosos, aquellas ideas que desfilaban constantemente por su cabeza, por lo general tan aprisa que al menos la mitad del tiempo la dejaban confusa y desorientada. Las palabras y las frases iban y venían casi continuamente, como fragmentos y retazos de conversaciones oídas por casualidad.

Déficit de concentración, eso decían los médicos. Estaban convencidos de que no padecía síndrome de falta de atención, a pesar de que se había medicado para ello al menos dos veces en su vida. No, todos los médicos y todas las pruebas habían determinado que, a pesar de unos niveles de actividad eléctrica «algo elevados», su problema no era físico ni químico. Lo suyo no era algo cerebral, sino psíquico. De momento, ninguno de aquellos médicos había sido capaz de sugerir un modo eficaz de descubrir qué era ese algo. Y se habían probado casi todos los medios concebibles. El tradicional diván del psiquiatra. La hipnosis. La regresión consciente; puesto que nadie había podido hipnotizar a Diana para probar con la variedad inconsciente. La terapia de grupo. El masaje terapéutico. Y algunas otras formas de terapia, tanto tradicionales como de la «nueva era».

Incluida, ahora, la pintura, bajo la tutela de un auténtico genio artístico, en otro intento de comunicarse con su yo más íntimo y preguntarle qué demonios le pasaba.

Uno de sus médicos actuales había sugerido que probara aquella terapia, y Diana no tenía más remedio que preguntarse si aquel doctor no estaría cobrando bajo mano por cada recomendación que le hacía. Su padre no reparaba en gastos cuando se trataba de intentar ayudar a su única y angustiada hija, y temía abiertamente que Diana se entregara al alcohol o ha las drogas, como habían hecho muchos otros, o, peor aún, que se diera por vencida y se suicidara.

Pero a Diana nunca le había tentado el olvido químico que podía encontrarse en las drogas «recreativas». Le desagradaba, de hecho, perder el control, rasgo éste que sólo lograba exacerbar su problema; cuanto más se esforzaba por concentrarse y enfocar su atención, más se disipaban sus pensamientos. Y su fracaso a la hora de dominarlos la deprimía y la perturbaba más aún, claro está, aunque nunca hasta el extremo de que llegara a contemplar el suicidio.

Diana no se daba por vencida fácilmente. Por eso estaba allí, probando una terapia más.

– Nos vemos aquí mañana -dijo Rafferty dirigiéndose a sus alumnos con una sonrisa, sin añadir un «buen trabajo» que los incluyera a todos, puesto que ya lo había ofrecido individualmente.

Diana se quitó el blusón, lo colgó del gancho que había a un lado del caballete y se dispuso a seguir a los demás fuera del invernadero.

– ¿Diana?

Ella aguardó, un poco sorprendida, mientras Rafferty se le cercaba.

– Llévate esto. -Él le ofreció un cuaderno de dibujo y una cajita de lápices de acuarela.

Diana aceptó aquello, aunque con el ceño fruncido.

– ¿Por qué? ¿Es una especie de ejercicio?

– Es una sugerencia. Tenlo cerca y, cuando empieces a sentirte disgustada, ansiosa o inquieta, prueba a dibujar. No lo pienses, no intentes controlar lo que dibujas, sólo dibuja.

– Pero…

– Simplemente, déjate llevar y dibuja.

– Es como las manchas de tinta, ¿no? ¿Vas a mirar mis bocetos y a interpretarlos, a ponerte freudiano y a descubrir qué me pasa?

– Ni siquiera los veré, a no ser que quieras enseñármelos. No, Diana, los dibujos son sólo para ti. Puede que te ayuden… a aclarar las cosas.

Ella se preguntó, no por primera vez, qué sabía realmente Rafferty de ella y de sus demonios, pero no le interrogó al respecto. Se limitó a asentir con la cabeza. Aquello no lo había probado, así que ¿por qué no?

– Está bien, de acuerdo. Nos vemos mañana.

– Hasta mañana, Diana.

Ella abandonó el invernadero y salió a los jardines, no tanto por disfrutar de ellos como por falta de deseos de volver a su cabaña. Los jardines eran muy bonitos. Preciosos, en realidad, desde los diversos jardines especializados, ya en flor a mediados de abril, hasta el deslumbrante invernáculo que contenía una asombrosa variedad de orquídeas.

Diana, sin embargo, atravesó casi por entero, con indiferencia, aquel encantador escenario. Siguió un camino de baldosas porque estaba allí, cruzó el puentecillo con arcada que sorteaba el arroyo ornamental, en el que había numerosas carpas de colores, y acabó en el jardín zen, con su presunta serenidad, sus arbustos y sus árboles recortados, sus piedras colocadas con esmero, su arena y sus estatuas.

Se sentó en un banco de piedra, junto a un sauce llorón, y se dijo que no se quedaría allí mucho tiempo porque la tarde empezaba a declinar y en aquella época del año empezaba a refrescar en cuanto el sol se hundía tras las montañas. Y luego estaba la niebla, que tenía una turbadora tendencia a deslizarse por el valle y aposentarse sobre El Refugio y sus jardines, de modo que orientarse por los senderos era como hacer un viaje a través de un laberinto húmedo y helado.

A Diana, decididamente, no le apetecía aquello. Pero aun así se quedó allí sentada mucho más tiempo del que había planeado; por fin abrió la caja de lápices y eligió uno distraídamente. Ya estaban afilados.

Abrió el cuaderno de dibujo y probó el lápiz con la misma distracción, haciendo otro intento por ignorar los pensamientos que se agolpaban en tropel en su cabeza y por concentrarse solo en uno. ¿Por qué le costaba tanto trabajo dormir allí? Había sufrido insomnio de vez en cuando a lo largo de su vida, poro no recientemente. No, hasta su llegada a El Refugio.

Las pesadillas siempre habían sido un problema para ella, aunque nunca las sufría regularmente. Sin embargo, desde su llegada a El Refugio, habían empeorado. Eran más intensas, mas… aterradoras. Se despertaba en las horas oscuras que prendían al amanecer jadeando de pánico y, pese a todo, incapaz de recordar qué era lo que tanto la había asustado.

Resultaba menos traumático mantenerse despierta. Acurrucarse en el asiento de la ventana de su habitación, con una manta para protegerse del frío del cristal, y mirar el valle y las montañas en sombras que se cernían sobre él.

Buscando… algo. Nada.

Esperando.

Volvió en sí con un leve sobresalto; de pronto se dio cuenta do que le dolían los dedos. Sostenía uno de los lápices, y casi todos los demás yacían a su lado, sobre el banco, fuera de la caja, con las puntas, antes afiladas, romas. Tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo, y no quería mirar el reloj para ver cuanto. Era lo que le faltaba: el regreso de algo que no le ocurría desde hacía meses. Sus «ausencias».

Fijó cansinamente la mirada en el cuaderno de dibujo que sostenía sobre las rodillas. Y vio con asombro la cara que había dibujado.

El cabello, ligeramente largo y desaliñado, de un color entre rubio y castaño, rodeaba un rostro flaco, de pómulos altos y vividos ojos azules. La mandíbula sobresalía con cierto aire de determinación y el buen humor jugueteaba alrededor de la boca ligeramente risueña.

Aquel hombre parecía mirarla fijamente; sus ojos agudos y llenos de curiosidad sugerían… saber. Artísticamente, el retrato mejoraba con mucho lo que Diana se sabía capaz de hacer, lo mal le produjo la escalofriante sensación de que lo había dibujado otra persona. Y para prestar peso a aquella suposición estaba su certeza de no haber visto a aquel hombre en toda su vida.

– Dios mío -murmuró-. Puede que, después de todo, esté de verdad loca.


– Intento decirte que no hay nada nuevo, Quentin. -Nate McDaniel sacudió la cabeza-. A decir verdad, desde aquella vez, hace unos años, cuando tú y… ¿cómo se llamaba? ¿Bishop?… ayudasteis a encontrar a la niña de El Refugio que había desaparecido, no hemos tenido ninguna desaparición sin resolver ni ningún accidente en esta zona, y menos aún asesinatos. Esto ha estado la mar de tranquilo.

– No hables con ese tono de desilusión -le aconsejó Quentin con sorna-. La tranquilidad es buena cosa. -Pero sus largos dedos tamborileaban nerviosas sobre el borde del escritorio, gesto del que McDaniel tomó debida nota. Quentin no era el más paciente de los hombres… cosa que hacía aún más interesante el que siguiera volviendo allí, empeñado severamente en buscar respuestas.

McDaniel suspiró.

– Mira, los dos sabemos que los casos archivados rara vez se reabren sólo porque alguien revuelva otra vez todos los papeles. Y sabe Dios que ya los has revuelto suficientes veces como para estar seguro de ello. La verdad es que, a no ser que salga a la luz algún hecho nuevo o alguna información desconocida, lo más probable es que el caso siga archivado. Y después de veinticinco años, ¿qué va a surgir ahora?

– No lo sé. Pero algo tiene que surgir.

No sin simpatía, McDaniel respondió:

– Puede que sea hora de dejarlo, Quentin.

– No. No, no estoy dispuesto a eso.

– Pero estás dispuesto a pasarte otras vacaciones sentado en la sala de reuniones, en medio de archivos polvorientos y fotografías del lugar del crimen, y bebiendo un café asqueroso hora tras hora.

Quentin arrugó el entrecejo.

– Como tú dices, eso no me ha llevado a ninguna parte, a pesar de que llevo años intentándolo.

– Pues prueba otra cosa -sugirió McDaniel-. Sé que siempre te alojas aquí, en el pueblo. ¿Por qué no coges una habitación o una casita en El Refugio esta vez? -Observó el juego de emociones que cruzaba el expresivo rostro de Quentin y añadió con calma-: Entiendo por qué lo has evitado, pero puede que sea hora de que persigas esos fantasmas donde es más probable que estén.

– Espero que no te refieras a fantasmas literales -masculló Quentin.

McDaniel titubeó; luego dijo:

– De eso sabes tú más que yo.

Quentin le miró con las cejas levantadas.

– Oh, vamos, Quentin. La Unidad de Crímenes Especiales se ha ganado todo un nombre en los círculos policiales, ya lo sabes. No digo que me trague todo lo que he oído, pero está claro que os enfrentáis a cosas que se salen más que un poco de lo corriente. Demonios, siempre me he preguntado cómo encontrasteis Bishop y tú a esa niña, como si fuerais derechos hasta ella. Yo también he seguido un par de corazonadas a lo largo de los años, pero nunca han sido tan precisas como la que tuvisteis vosotros ese día.

– Tuvimos suerte.

– Tuvisteis mucho más que suerte ese día, y no intentes negarlo.

– Puede ser -reconoció Quentin finalmente-. Pero, fuera lo que fuese lo que tuviéramos, o lo que tenemos, no abre una ventana hacia el pasado. Y yo no soy médium.

– Un médium es alguien que habla con los muertos, ¿no?

McDaniel se esforzó por desterrar la incredulidad de su voz, pero, a juzgar por la sonrisa irónica de Quentin, fracasó.

– Sí, un médium se comunica con los muertos. Pero, como te decía, yo no soy médium.

«Entonces, ¿qué eres?» Pero McDaniel se abstuvo de hacer aquella pregunta, consciente, con desagrado, de cómo sonaría. Por fin, dijo:

– Puede que no haya ningún fantasma en El Refugio. Quiero decir que durante años se ha hablado de que ese sitio estaba embrujado, pero ¿qué viejo edificio no está rodeado de ese tipo de historias? En todo caso, lo que ocurrió, ocurrió allí.

– Hace veinticinco años. ¿Cuántas veces ha sido remodelado o redecorado el hotel desde entonces? ¿Cuánta gente ha ido y venido? Dios, no queda más que un puñado de empleados que estuvieran allí en aquel momento, y ya he hablado con todos.

Respondiendo a esta última afirmación, McDaniel dijo pensativamente:

– Es curioso que lo menciones. Se me había olvidado, pero resulta que hay un empleado nuevo que también estuvo en el hotel hace veinticinco años. Volvieron a contratarle hace un par de meses. Cullen Ruppe. Lleva los establos, el mismo trabajo que hacía entonces.

Quentin sintió que su pulso se aceleraba mientras se oía decir:

– No lo recuerdo. Claro que hay muchas cosas de ese verano que no recuerdo.

– No es de extrañar. Tenías… ¿cuántos? ¿Diez años?

– Doce.

– Aun así. Quizá Ruppe pueda ayudarte a rellenar huecos en blanco.

– Quizá. -Quentin se levantó; después se detuvo-. Si quiero volver a sentarme en esa sala de reuniones…

– Estaré encantado de que lo hagas, ya lo sabes. Pero a no ser que encuentres algo nuevo allí…

– Sí, lo sé. Gracias, Nate.

– Buena suerte.

Quentin no se había registrado aún en el motel de Leisure en el que solía hospedarse, y cuando salió de la jefatura de policía apenas vaciló antes de recorrer en su coche de alquiler los cerca de treinta kilómetros de la solitaria carretera asfaltada que llevaba a El Refugio. Era aquélla una ruta que conocía bien y, sin embargo, el viaje nunca dejaba de despertar en él la vaga e inquietante sensación de dejar atrás la civilización, a medida que la sinuosa carretera ascendía por las montañas y descendía luego hacia el valle que albergaba El Refugio y nada más.

Aunque el hotel tenía huéspedes todo el año y en invierno incluso servía como estación de esquí durante al menos un par de meses, la temporada de mayor trasiego se extendía desde principios de abril a fines de octubre.

De modo que Quentin se supo afortunado cuando la recepcionista le encontró una habitación, a pesar de que no tenía reserva. Incluso se preguntó si aquello no sería cosa del destino.

De un destino malévolo.

– Tenemos disponible la habitación Rododendro para dos semanas, señor. Está en el ala norte.

Mientras rellenaba la tarjeta de registro, Quentin se detuvo y miró a la recepcionista por encima del mostrador.

– El ala norte. ¿No se quemó hace años?

– Creo que sí, señor, pero de eso debe de hacer por lo menos veinte o treinta años. -Era nueva en el hotel, o al menos Quentin no había hablado con ella en sus visitas anteriores, y no parecía en absoluto afectada por el hecho de que hubiera habido allí un incendio.

– Entiendo -dijo él. No había contado con hospedarse en el ala norte. De hecho, ni siquiera lo había pensado.

– El Refugio tiene más de cien años, señor, como sin duda sabrá, así que no es tan raro que haya habido un incendio al menos una vez en todos estos años. Me han dicho que el fuego empezó por accidente, pero no porque la instalación eléctrica estuviera defectuosa, ni nada por el estilo. Y el ala se reconstruyó, naturalmente, todavía más bonita que antes.

– No me cabe duda. -Quentin lo sabía. Había estado muchas veces en aquella parte del edificio. Pero nunca se había alojado en ella, ni había pasado allí una noche desde su reconstrucción.

Por primera vez tuvo que preguntarse si creía en fantasmas. Era una pregunta sorprendentemente difícil de contestar.

La recepcionista titubeó un momento mientras estudiaba su cara.

– No creo que tengamos otra habitación disponible para dos semanas enteras, señor, pero si quiere cambiar de habitación cuando lleve unos días aquí, estoy segura de que podré…

– No se preocupe. Creo que prefiero quedarme allí. La habitación Rododendro está muy bien, gracias.

Diez minutos después, Quentin se estaba acomodando en una amplia habitación muy bonita y bellamente decorada, con un pequeño cuarto de estar que se comunicaba con el espacioso dormitorio y el cuarto de baño, cuando encontró una tarjeta que explicaba con desenfado el significado «histórico» de la flor del rododendro, «según diversas fuentes».

Cobró de nuevo conciencia de la intervención de un destino malévolo al ver cuál era el significado.

Precaución.

– Bueno -murmuró en voz alta-. Nadie podrá decir que no estoy avisado.


Nate McDaniel esperó casi hasta el final del día para hacer la llamada, no por reticencia, sino simplemente porque las cosas se le complicaron. De modo que eran más de las cinco cuando hurgó entre el desorden de su mesa en busca del trozo de papel en el que había garabateado el número de un teléfono móvil.

No le sorprendió, sin embargo, que contestaran inmediatamente a su llamada; pocos policías trabajaban de nueve a cinco.

– Hola, capitán.

Nate sabía que aquello se debía al identificador de llamadas y no a ninguna facultad paranormal, pero aun así le pilló ligeramente por sorpresa, y su tono de voz sonó por ello un tanto agresivo.

– Está bien, me pidió usted un favor y he cumplido. Le sugerí a Quentin que se alojara en El Refugio esta vez, y estoy casi seguro de que se fue allí.

– Agradezco su ayuda, capitán.

– Sí, bueno, a mí no me hace mucha gracia, así que no me dé las gracias. Quizá Quentin encuentre algo que no está buscando y, si son problemas, me voy a sentir como una mierda. Además, me cae bien ese tipo, ¿sabe?

– Recuerde simplemente que fue idea mía.

El ceño que Nate había fruncido inconscientemente se hizo más acusado.

– Usted sabe algo. ¿Qué es?

– Lo único que sé es que es hora de que Quentin salde cuentas con su pasado.

Nate no iba a llamar mentiroso a un agente del FBI, así se limitó a decir:

– Y eso lo decide usted, ¿no?

– No. Ojalá fuera así, pero no.

– Bueno, espero que sepa lo que está haciendo.

– Sí -dijo Bishop-. Yo también.


«Diana.»

Diana abrió los ojos con un sobresalto y paseó la mirada con recelo por su habitación. Estaba a oscuras, pero no tanto como para que no viera cada rincón. No había nadie allí, por supuesto. Era sólo su mente descarriada, que no oía voces.

Se negaba a oír voces.

Porque eso la convertiría en una alucinada o en una psicótica, y lo sabía. Así que no oía voces. Eran sólo pensamientos azarosos y fragmentos de ideas, y ¿qué importaba que esos fragmentos incluyeran de cuando en cuando su propio nombre?

Fuera, los pájaros habían empezado a cantar y la oscuridad iba difuminándose en un amanecer ligeramente brumoso y gris que la convenció de que había dormido al menos una hora o dos. Acurrucada en el asiento de la ventana, envuelta en una suave manta de felpilla.

Se desperezó y, apartándose, agarrotada, del asiento de la ventana, se puso en pie y comenzó a desabrigarse. Qué forma tan ridícula de pasar la noche, siendo una mujer adulta, cuando había allí al lado una cama perfectamente confortable. Las camareras seguramente pensarían que estaba loca…

«Diana.»

Y quizá lo estuviera.

Se quedó quieta, esperando. Escuchando.

«Mira.»

Por primera vez, Diana se convenció de que la voz (aquella voz en particular, en todo caso) procedía de fuera de ella. Era como un susurro a su oído. A su izquierda, cerca de la ventana.

Volvió lentamente la cabeza.

El panel central de la ventana parecía empañado o cubierto de escarcha, como si alguien hubiera soplado sobre él con su cálido aliento. Ninguno de los demás paneles aparecía así, sólo el central. Y en el cristal, tan claramente como si la hubiera trasudo un dedo firme, había escrita una palabra.

«AYÚDANOS.»

Diana contuvo el aliento mientras miraba aquella palabra, aquella súplica. Una oleada de frío se apoderó de ella. Se descubrió, sin embargo, estirando la mano muy lentamente, hasta que pudo tocar el cristal. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la palabra había sido escrita desde el exterior de la ventana.

Apartó la mano bruscamente y se acercó con rapidez a la mesilla de noche buscando el interruptor de la lámpara que había junto a su cama. Encendió la luz, parpadeó y volvió a mirar la ventana.

Paneles de cristal grises e indistintos. Ni bruma, ni escarcha.

Ninguna súplica desesperada.

– Naturalmente -murmuró al cabo de un rato-. Porque está claro que he perdido la cabeza.

Consiguió sacudirse, al menos en parte, aquel gélido desasosiego diciéndose que probablemente habían sido imaginaciones suyas. Sólo… un retazo sobrante de lo que hubiera soñado.

Seguramente.

Encendió un par de lámparas más de la cabaña, comprobó las puertas para asegurarse de que estaban bien cerradas y fue a darse una larga ducha caliente.

En realidad, deseaba creer que había alguien al otro lado de su ventana. Porque, si había alguien, sería al menos una cosa de carne y hueso. Una cosa real. Ya fuera un intento de asustarla o una broma estúpida, o una petición de ayuda, habría sido real.

No habría existido únicamente dentro de su cabeza.

Era ya de día y el sol se alzaba por encima de las montañas, espantando rápidamente la niebla con su calor, cuando se vistió; sin embargo, aún era temprano. Tenía la costumbre de hacer café en la diminuta cocina de la cabaña, o de pedirlo al servicio de habitaciones, pero esa mañana no quería pasar más tiempo sola.

Recogió el cuaderno de dibujo y los lápices que le había dado Beau Rafferty y los guardó en un bolso de gran tamaño, en el que también metió su billetera y la tarjeta magnética que abría la casa, confiando en no tener que pedir que volvieran a programársela. Ya había tenido que hacerlo media docena de veces en las dos semanas que llevaba allí, para desconcierto del personal del hotel.

Salió de la cabaña y al encaminarse hacia el edificio principal descubrió con cierto alivio que la niebla había prácticamente desaparecido y que había otras personas levantadas a aquella hora tan temprana. Los encargados de cuidar el césped trabajaban en el jardín, en la piscina exterior climatizada por la que pasó ya nadaban con ahínco un par de bañistas madrugadores, y oía vagamente el trajín de los establos.

Al menos tres de las mesas de la terraza que daba a los jardines estaban ocupadas por huéspedes soñolientos que tomaban café y leían el periódico de la mañana. Diana pensaba buscar mesa allí para desayunar, pero se halló, en cambio, cruzando la terraza y entrando en el edificio principal.

La torre.

Allí era donde se dirigía, aunque sólo fue consciente de ello cuando comenzó a subir las escaleras. Quería, en parte, dar media vuelta y regresar sobre sus pasos, aunque fuera sólo para introducir en su organismo un poco de cafeína, pero no parecía capaz de hacerlo.

Lo cual resultaba no poco inquietante.

– Maldita sea -masculló cuando se aproximaba a lo alto de la escalera-. No necesito ver el paisaje, necesito un café.

– Sírvete.

Diana se agarró a la barandilla de lo alto de la escalera y, al mirar al hombre que había hablado, fue consciente de la impresión (no tan fuerte como debería) que le produjo verle allí. Verle a él.

Estaba de pie, con un hombro apoyado contra el quicio de una de las ventanas sin postigos que rodeaban la habitación, con una taza de café en la mano. A pesar de que era muy temprano, parecía completamente despierto, y vestía de manera informal, con vaqueros y una sudadera oscura.

– El camarero subió dos tazas -prosiguió-, así que puede que supiera algo que yo no sabía. Claro que quizá sólo sea que los del servicio de habitaciones se han liado. En todo caso, estaré encantado de que te unas a mí. Hay café de sobra.

Señaló un velador cercano sobre el que descansaba una bandeja de plata con una cafetera, una jarrita de leche y un azucarero, una segunda taza con su platillo, y un plato con pastas variadas.

– Yo… Está claro que querías estar solo aquí arriba -logró decir ella por fin.

– Lo que yo quisiera no tiene nada que ver -repuso él-. Casi todos los madrugadores se levantan por una razón. Para ir a jugar al golf, a nadar, o al ritual matutino del café y el periódico. Yo sólo he subido porque no podía dormir. Y he venido aquí porque, ya que estaba despierto al alba, prefería contemplar un buen paisaje. ¿Y tú?

Diana vaciló un momento más; luego se acercó al velador y, al servir café en la taza sobrante, le sorprendió vagamente el comprobar que sus manos permanecían firmes.

– Yo tampoco podía dormir. ¿Crees que este sitio estará embrujado?

Pretendía que fuera una broma insulsa, pero cuando él no respondió enseguida, levantó la mirada rápidamente y advirtió una expresión fugaz que instintivamente identificó como de angustia o de dolor.

«Cree que este sitio está embrujado. Y que los fantasmas son suyos.»

– Me parece que una noche de insomnio podría hacerme creer casi cualquier cosa -dijo él con ligereza, sonriendo-. Pero luego sale el sol, el mundo se ve y se siente como debe, y ya no estoy tan dispuesto a creer. Me llamo Quentin Hayes, por cierto.

– Yo soy… Diana Brisco.

– Encantado de conocerte, Diana Brisco.

Dio un paso hacia ella con la mano libre extendida, y Diana vaciló sólo un instante antes de saludar al hombre cuya cara había dibujado el día anterior.

Antes de poner siquiera sus ojos en él.

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