Nate McDaniel frunció el ceño mientras observaba cómo dos de sus agentes trabajaban con esmero al calor y el resplandor de los grandes focos de exterior.
– No hace falta ser un experto para saber que este cuerpo lleva enterrado mucho tiempo -dijo-. Años, lo menos.
– Según el jardinero jefe -repuso Quentin-, en esta zona solía haber mucha más tierra. De la roca más grande sólo sobresalía medio metro, más o menos. De eso hará por lo menos diez años. Hace un par de años, cuando el jardín se amplió para incluir esta zona, decidieron utilizar las rocas como parte del paisaje y plantar simplemente unas cuantas flores resistentes.
– Lo cual, supongo, explica al menos en parte por qué nadie sabía que aquí había una tumba.
Quentin se encogió de hombros.
– Sinceramente, no recuerdo haber pasado por aquí durante estos años. Está demasiado lejos del edificio principal y de los establos como para que me interesara cuando era pequeño. Y hace cinco años, cuando Bishop y yo ayudamos en la búsqueda de esa niña, tu gente y el personal del hotel ya habían inspeccionado los jardines.
– Sí. Dios, me preguntó qué más nos habremos pasado por alto.
Quentin movió la cabeza de un lado a otro.
– ¿Cuántas hectáreas de jardín hay aquí? ¿Diez? ¿Quince? Además del resto del valle y de todas las sendas de montaña. Es peor que buscar una aguja en un pajar. Tal vez, si el perro de rastreo hubiera servido, habría encontrado la tumba.
– Tal vez.
– En todo caso, por lo menos está de este lado de la valla protegida de los depredadores y de los carroñeros del monte. Así que puede que los huesos revelen muchas cosas a un forense experto.
– Aparte de los dos hechos de los que estamos seguros, que era un niño y que la causa de la muerte fue probablemente la decapitación, quieres decir. Tampoco hace falta ser un experto para ver eso.
– Habrá que hacer análisis de ADN para identificar a la víctima -dijo Quentin-. Los registros dentales no suelen ser fiables, tratándose de un niño. Cuando se determine la antigüedad de los restos, tendremos que conseguir una muestra de un miembro de la familia de todos los niños cuya desaparición se denunció en esta zona durante el periodo de tiempo oportuno.
– Mierda. -Nate acompañó aquel exabrupto cansino añadiendo-: ¿Y cómo dice que lo encontró?
Quentin miró a un lado, hacia donde, sentada en un banco hecho con planchas de granito, Diana veía cómo se desarrollaban los trabajos, a unos pocos pasos de distancia de ella. No había querido regresar a su cabaña, salvo un momento para coger una chaqueta, cuando él insistió, y seguía visiblemente alterada, aunque apenas había abierto la boca.
– Ya la oíste -le dijo Quentin al policía-. Estaba paseando por aquí, se apoyó contra la roca… y miró por casualidad. Puede que la tormenta de esta mañana o las de la semana pasada arrastraran la tierra y la gravilla y dejaran al descubierto lo que estaba enterrado. La parte superior del cráneo era distinta al resto de las piedras y le llamó la atención. A mí también me la habría llamado, desde luego.
– Y entonces fue a buscarte.
– Sabía que soy agente del FBI.
Nate sacudió la cabeza, pero aquel gesto indicaba más cansancio que negación.
– Qué cosas. Sé que siempre has sospechado que al menos algunos de los niños desaparecidos de esa lista tuya habían sido asesinados, pero ésta es la primera vez que encontramos algo que apoye esa suposición.
– Según mi lista, ha habido tres desapariciones de niños sin resolver en esta zona en los últimos veinte años. Cuatro, si se cuenta una supuesta fuga.
– Está bien, entonces puede que tengas razón al creer que aquí estaba pasando algo.
– ¿Puede?
– Quentin, tuvimos un asesinato indudable hace veinticinco años, y nunca cogimos al culpable. Eso es incuestionable. Y tenemos este esqueleto, que tal vez sea identificado como uno de los niños desaparecidos o tal vez no. Pero…
– Hay otros niños desaparecidos. Y adultos también.
– Eso dices tú. Y no digo que no te crea… Es sólo que, en la mayoría de los casos antiguos que has desenterrado, nunca se presentó denuncia. O, si la hubo, había razones de sobra para creer que las desapariciones tenían una explicación normal. Padres resentidos que se llevaban a sus hijos. Fugas. Y luego están las montañas. Tú sabes tan bien como yo que es condenadamente fácil perderse ahí arriba… y prácticamente imposible encontrar a quien se haya perdido.
– Sí, lo sé. Sé que ha habido fugitivos buscados por la justicia, fugitivos federales, que desaparecieron en esas montañas durante años, a pesar de que se hicieron esfuerzos exhaustivos para encontrarlos. Y a algunos de ellos nunca se les volvió a ver, ni se volvió a oír hablar de ellos. Pero hay algo más. Aquí, en El Refugio, está pasando algo más.
Nate sacudió la cabeza de nuevo, pero dijo:
– Bueno, después de esto puede que tengas mejores argumentos para persuadir a la gerencia del hotel de que te deje echar un vistazo a sus archivos. Pero no creo que un juez vaya a obligarles si se niegan, sobre todo sí no podemos relacionar a este niño con El Refugio.
– El niño, o la niña, fue enterrado aquí. A mí me basta con esa relación.
– Sí. Tenía la impresión de que ibas a decir eso. -Nate suspiró mientras miraba trabajar a su gente. Se subió la cremallera de la cazadora y añadió mascullando-: ¿Desde cuándo hace tanto frío?
Quentin podría haber contestado: «Desde hace veinticinco años». Pero no lo hizo, naturalmente.
Se limitó a esperar en silencio mientras los hombres de Nate se esforzaban por sacar a la luz aquellos huesos enterrados hacía años.
Madison sabía que no debía estar en el jardín. En ninguno de los jardines, ahora que la policía estaba allí. A su madre no le gustaría, ella lo sabía. Pero sentía demasiada curiosidad para marcharse.
Y era tan pequeña que pudo deslizarse sin que la vieran por los jardines, hasta que logró ver lo que ocurría.
– Han encontrado a Jeremy -dijo Becca.
Madison abrazó con fuerza a Angelo para asegurarse de que no empezaba a gimotear y dijo a su amiga:
– Están desenterrando huesos.
– Aja. Es Jeremy.
Madison la miró con el ceño fruncido.
– Si sólo son huesos, ¿cómo es que lo conoces?
– No son sólo huesos. Pero es lo único que ven ellos. Todos, menos ella. -Becca señaló con la cabeza a una señora muy guapa que estaba sentada en un banco de piedra, a un lado.
– ¿Ella vio a Jeremy cuando no era sólo huesos?
– Aja. Él quería que lo encontraran, así que le enseñó dónde estaba. -Becca asintió como para sí misma, y añadió pensativamente-: Espero que estuviera listo para marcharse.
– ¿Para marcharse de El Refugio?
– Llevaba aquí mucho tiempo.
Madison preguntó:
– ¿Tú llevas mucho tiempo aquí, Becca?
– Sí, supongo. -Becca miró hacia los agentes de policía que trabajaban a la luz brillante de los focos y añadió con aire melancólico-: Antes estaba bien, de verdad. Y ahora también, a veces. Pero ahora casi siempre sólo da miedo.
– ¿Por lo… por lo que me dijiste? ¿Por lo que está a punto de llegar?
Becca asintió con la cabeza.
– Ha estado aquí otras veces. Y siempre vuelve.
– ¿Por qué?
– Porque ellos no saben cómo pararlo. No pueden parar algo que no ven. Algo en lo que no creen.
– Pero tú sí lo crees.
– No me queda más remedio, ¿no?
Madison se quedó pensando un rato mientras abrazaba distraídamente a su perrito y observaba trabajar a los mayores. Luego, lentamente, dijo:
– La señora que ha visto a Jeremy seguramente podría ver esa cosa. Seguramente ella sí lo creería. ¿No crees?
– Puede ser. Puede que sí. -Becca volvió la cabeza y miró a Madison-. Quizá por eso esté aquí. Pero tendrá que darse prisa.
– Seguir el rastro de un chiquillo después de años… ¿No nos haría falta mucha suerte para descubrir qué condujo a su muerte? -Nate soltó un exabrupto en voz baja-. Y empezamos desde cero, sin una maldita pista.
– Así es. -Quentin no pudo evitar mirar a Diana mientras hablaba.
Nate le estaba prestando atención.
– ¿O quizá hay algo más? ¿Qué es lo que pasa, Quentin? ¿De veras se tropezó Diana con el cráneo por casualidad?
– Sobre eso no me ha dicho más de lo que te dijo a ti.
– ¿Sobre eso? ¿Qué mas te dijo?-Nate bajó la voz-. ¿Ella también tiene un don? ¿Tiene facultades extrasensoriales?
A Quentin le sorprendió un poco que el policía hiciera abiertamente aquella pregunta, pero apenas vaciló antes de contestar.
– En su caso, es más una maldición que un don. Y ni le gusta, ni sabe cómo utilizarlo eficazmente. Tal vez pueda ayudarnos, pero también es probable que se una al puñado de huéspedes que ya están haciendo las maletas para marcharse.
Momentáneamente distraído, Nate dijo:
– Oí a uno decirle a la directora del hotel que él no se podía permitir esa clase de publicidad, y parecía hecho un manojo de nervios. Supongo que los demás van a marcharse por la misma razón, porque temen encontrarse en medio de una tormenta mediática. Sobre todo, si tienen secretos o… indiscreciones que esconder.
– Probablemente. La reputación de discreción de El Refugio es un aliciente importante para mucha gente que quiere pasar unas vacaciones íntimas y sin estrés. Y esto, sobre todo si averiguamos algo más, es una de esas cosas que lo echan todo a perder. Cuando se corra la voz de que dos niños fueron asesinados aquí, aunque fuera con años de diferencia, la prensa no hará oídos sordos. Claro que este sitio está tan apartado y los vecinos de por aquí están tan acostumbrados a ocuparse sólo de sus asuntos, que no estoy seguro de que llegue a correrse la voz. Por lo menos, enseguida. Además…
– Además, El Refugio es una de las empresas que más trabajo dan en esta zona -concluyó Nate-. La gente de por aquí tiene mucho interés en ocuparse sólo de sus asuntos. Es lo que siempre has creído, ¿no? -Hablaba en tono pragmático, más que ofendido, en gran medida porque compartía aquella opinión y porque, habiendo crecido en Leisure, comprendía la mentalidad del pueblo.
– Es evidente. Ni siquiera cuando encontré en la hemeroteca de Leisure algunas menciones breves a diversos accidentes y desapariciones sucedidos a lo largo de los años pude seguirles la pista. Nadie parecía saber nada. Nadie parecía recordar o querer hablar de ello. Fuera cual fuese la excusa, la intención rotaba clara. Lo que pasara en El Refugio o cerca de aquí no era asunto mío. Y nunca he tenido autoridad legal para forzar las cosas.
– Eh, capitán…
Nate y Quentin se acercaron a los dos agentes que componían la Unidad Forense del Departamento de Policía de Leisure.
– Hemos encontrado algo -les dijo Sally Chávez.
– ¿Aparte de huesos? -preguntó Nate.
– Sí. Véalo usted mismo. -La agente, que estaba de rodillas, se echó hacia atrás para dejar que echaran un vistazo.
El esqueleto, desenterrado a medias y con el cráneo colocado en su sitio, yacía tendido de espaldas, con las piernas estiradas y los brazos a los lados.
Como si hubiera sido colocado con todo cuidado para su enterramiento. Quentin hizo una anotación mental al respecto, Intrigado por ello aunque no fuese particularmente raro. Algunos asesinos se tomaban grandes molestias a la hora de deshacerse de los cadáveres de sus víctimas, y otros no.
Ambos repararon inmediatamente en lo que Chávez les invitaba a ver.
– ¿Un reloj? -Quentin se inclinó un poco más.
– Sí -dijo Chávez-. En la muñeca derecha, así que puede que el chico fuera zurdo.
– ¿Era un chico? -preguntó Nate.
– Seguramente. Sobre todo por el reloj, que me parece de chico. Por el tamaño del esqueleto, era un niño pequeño, y el género es mucho más difícil de determinar a partir de restos óseos si la muerte ocurrió antes de la pubertad. No veo ningún indicio evidente que revele su sexo. Lo que puedo decirles es que el reloj tenía sin duda una correa hecha de algún material que se pudrió. Está claro que no era de metal. Y probablemente tampoco de plástico. El plástico dura una eternidad.
– Pero, por el tamaño, no es un reloj de niño -dijo Quentin-. Parece más bien un reloj de adulto que todavía le quedaba grande. Quizá se lo regalaron para premiarle por algo.
– A mí me regalaron uno cuando me condecoraron en los boy scouts -rezongó Nate.
– ¿Podemos verlo más de cerca? -preguntó Quentin a Chávez.
– Un segundo. Ryan, ¿puedes hacer un par de fotos del reloj, por favor?
Su compañero, un joven taciturno, dejó de desempolvar con una brocha el pie del esqueleto el tiempo justo para coger una cámara que tenía a su lado y tomar varias fotografías.
Chávez extrajo cuidadosamente, con las manos enguantadas, el reloj semienterrado, lo miró un momento, lo metió luego en una bolsa de plástico transparente y se lo dio a su capitán.
– Parece que hemos tenido suerte -dijo.
Quentin y Nate se incorporaron y éste último dijo:
– Eso parece. La parte de atrás está grabada. Le nombraron mejor jugador de su equipo en la liguilla infantil. Hace diez años.
– Jeremy Grant.
Sorprendidos, Quentin y Nate se volvieron a un tiempo al oír a Diana. Estaba de pie, a unos pasos de distancia, no lo bastante cerca como para haber visto el reloj. Tenía el rostro crispado y la voz un tanto temblorosa.
– Eso es lo que pone, ¿no? ¿Lo que pone en la parte de atrás del reloj? Se llama… se llamaba Jeremy Grant.
Quentin se acercó a ella.
– Diana…
– Dímelo.
– ¿Cómo diablos lo sabe? -preguntó Nate.
La mirada de Diana permanecía fija en Quentin.
– Dímelo.
Quentin había recibido el consejo de mantenerla amarrada, con los píes en la tierra, y en ese instante tuvo la clara impresión de que debía tomarse aquel consejo al pie de la letra; de que, si no le procuraba a Diana un anclaje físico, ella se perdería.
Quizás en más de un sentido.
Acortó el espacio que los separaba y cogió sus manos frías.
– Es el nombre que pone en el reloj. -Mantuvo la voz baja para que nadie pudiera oírles, pero habló con naturalidad-. ¿Le viste?
Un leve gemido que no era ni una risa, ni un suspiro, escapó de ella.
– ¿Verle? Santo dios, hablé con él.
Stephanie Boyd, gerente de El Refugio, no daba abasto. No sólo una docena de huéspedes se había marchado sin pensárselo dos veces en cuanto corrió la noticia de que se había descubierto un esqueleto en uno de los jardines del hotel, sino que los que quedaban habían expresado abiertamente su descontento respecto a la situación. Querían que les aseguraran que se trataba de una tragedia aislada, que la policía se marcharía pronto y que la noticia no llegaría a oídos de la prensa.
De momento, no había aparecido por allí ningún periodista, que ella supiera. Cruzaba los dedos para que las cosas siguieran así. Pero ¿quién sabía?
Y ahora tenía una nueva preocupación.
– No hablará en serio, capitán -le dijo a Nate McDaniel, intentando con todas sus fuerzas que no se le notara el desánimo en la voz.
– Lo lamento, señorita Boyd, pero hablo en serio. -Nate parecía revestido de seriedad. Y también molesto-. Puede que este caso sea un callejón sin salida, pero tengo que tratarlo como si se tratara de una investigación por asesinato en toda regla. Esperamos que los registros dentales y las pruebas de ADN nos permitan identificar con toda seguridad los restos como los de Jeremy Grant, que tenía ocho años en el momento de su desaparición aquí, en El Refugio, hace una década. Su padre trabajaba en el hotel como jardinero en aquel momento, pero murió de cáncer hace un par de años. La madre se fue a vivir a otra parte. Estamos intentando localizarla.
– No tiene usted la certeza de que ese chico fuera asesinado en los terrenos de El Refugio -se oyó objetar ella-. Ni de que el asesino fuera alguien relacionado con este lugar.
– Estaba enterrado en el jardín inglés, señorita Boyd.
– Esa zona no formaba parte de los jardines en aquel entonces, capitán.
– No, pero estaba dentro del perímetro de la valla. En los terrenos de El Refugio.
Stephanie se recostó en su silla y le miró fijamente por encima de la mesa. La voluminosa presencia del oficial de policía hacía parecer su despacho más pequeño que de costumbre.
– Corríjame si me equivoco, pero, aparte del lugar donde han aparecido los restos, no tiene usted pruebas de que esto esté relacionado con el hotel en modo alguno.
– Señorita Boyd…
– Llámame Stephanie. -Luego añadió secamente-: Según parece, vamos a tener que vernos muy a menudo, al menos por ahora.
– Me temo que sí… Stephanie. Me gustaría poder ofrecerle a la madre de Jeremy Grant algún dato más, aparte de que su hijo fue asesinado. -Nate se detuvo un momento y después agregó-: Y yo soy Nate.
Ella asintió con la cabeza distraídamente.
– ¿Cómo piensas dirigir la investigación de un crimen que ocurrió hace diez años? Hay algunos empleados que llevan mucho tiempo aquí y que seguramente se acordarán de cuando desapareció el chico, pero ¿pruebas? ¿Cómo vas encontrar pruebas después de tanto tiempo?
Nate no quería admitir que los dos ases en la manga con los que contaban era un agente del FBI obsesionado con resolver un asesinato aún más antiguo y una huésped de salud delicada y con posibles facultades extrasensoriales que, si Nate no se equivocaba, estaba a un paso de sufrir un colapso nervioso.
De modo que se limitó a decir:
– Tenemos que intentarlo, señorita… Stephanie. Ahora, obviamente, sería preferible que pudiéramos llevar a cabo la investigación y los interrogatorios con la mayor discreción posible. Lo que significa que esto no salga de aquí, si puede ser. No queremos tener que andar trasladando a los empleados de aquí a la jefatura de policía una y otra vez, ¿verdad?
– Eso suena desagradablemente a amenaza, Nate.
Él levantó ambas cejas.
– En absoluto. Pero, naturalmente, sin más evidencias de las que tengo de que aquí se cometió un crimen, no tengo autoridad legal para obligarte a cedernos una habitación o una cabaña, o cualquier otro local adecuado para llevar a cabo los interrogatorios aquí mismo, en El Refugio.
– No, desde luego. Y, después de diez años, dudo que un juez vaya a concederte el derecho a hacerlo.
Nate mantuvo un tono amable.
– Pero dudo que cualquier juez del condado me prohíba investigar este crimen, sobre todo teniendo en cuenta que la víctima es un niño. Así que una de dos, Stephanie. O me llevo a tus empleados a la jefatura en coches patrulla para entrevistarlos el tiempo que haga falta y los vuelvo a traer, o nos reservas una sala para que hagamos lo que tenemos que hacer con toda discreción aquí, en las instalaciones de El Refugio.
A Stephanie no le agradaba ninguna de las dos alternativas, pero sabía que no le quedaba más remedio que aceptar una.
Quitándose por un momento la máscara de gerente del hotel, dijo:
– ¿De veras crees que ese chico fue asesinado aquí?
Nate vaciló. Luego dijo:
– La cosa es aún peor. Otra niña fue asesinada aquí hace veinticinco años, y podría haber más.
– ¿Qué? Santo cielo.
– Supongo que no te lo dijeron cuando te contrataron. -No era una pregunta.
– La verdad es que no hablamos de la historia del hotel. De esa historia, por lo menos. ¿Hace veinticinco años? ¿Y crees que está relacionado con esto? ¿Dos asesinatos ocurridos con quince años de diferencia?
Nate suspiró.
– Admito que es mucho suponer. Pero no sería la primera vez que se oyera hablar de un asesino en serie que actúa en intervalos tan largos.
Aún más sobresaltada y desanimada que antes, ella repitió:
– Santo cielo. ¿Un asesino en serie?
– Es sólo una posibilidad. Pero sin duda verás la necesidad de investigarlo.
– Yo lo único que veo es un hotel en primera plana de los periódicos y vacío de huéspedes -repuso ella. Luego hizo una mueca-. Perdona. Sé que suena insensible, sobre todo habiendo muerto niños. Pero… si ese chico murió hace diez años y no ha vuelto a pasar nada parecido desde entonces…
Nate odiaba hacerle aquello, pero la interrumpió para decir:
– En los últimos veinticinco años, hemos tenido aquí, en El Refugio o en los alrededores, tres niños muertos por enfermedad, uno fugado, dos muertos presuntamente por accidente, dos asesinatos de los que no cabe duda (contando el hallazgo de hoy) y dos desapariciones de niños sin resolver. También tenemos al menos dos adultos que desaparecieron sin dejar rastro mientras se alojaban aquí.
Pasó un minuto antes de que Stephanie pudiera decir:
– ¿Cuántas de esas cosas sucedieron después de la muerte de ese niño?
Nate repasó los hechos de cabeza (los hechos de los que le había informado Quentin) y dijo lentamente:
– Un chico desapareció hace nueve años; dos de los que murieron por enfermedad, murieron hace seis y ocho años; y de la fuga hace siete años. Así que, desde que Jeremy Grant desapareció, tenemos cuatro niños muertos o desaparecidos.
– Has dicho que algunos murieron por enfermedad. ¿No podemos descartarlos? Quiero decir que… Ya sabes lo que quiero decir.
– Sí, lo sé. Y no, no podemos descartarlos. Según me han informado, en los tres casos el médico que les atendió atribuyó la muerte a una especie de fiebre, razón por la cual la policía no intervino en su momento.
– ¿Y eso no cae dentro de la definición de muerte natural?
– No necesariamente. También me han dicho que ciertos venenos pueden actuar de ese modo. -Confiaba en que ella no le preguntara quién le había dicho todo aquello.
Stephanie apoyó los codos en el cartapacio de la mesa, se frotó la cara con ambas manos y masculló:
– Mierda.
Nate sintió algo más que una punzada de simpatía por ella, a lo cual contribuyó el hecho de que fuera una mujer muy atractiva. Siempre había sentido debilidad por las rubias de ojos castaños, sobre todo si tenían formas marcadamente femeninas y no eran, empujadas a menudo por la moda, absurdamente flacas. Además, Stephanie no llevaba alianza, ni anillo de compromiso. En cuanto se le ocurrieron aquellas ideas, Nate se recordó que su primer matrimonio había acabado mal y que le gustaba vivir solo y sin ataduras.
Sí, le gustaba.
Estaba casi seguro de ello.
Pero, cuando ella se destapó la cara, no pudo evitar fijarse en que sus ojos marrones tenían al mismo tiempo una expresión inteligente y socarrona, incluso en ese momento.
– Entonces, Nate, ¿crees en serio que podría haber una asesino en serie de niños que ha estado actuando aquí, en El Refugio, o por lo menos en esta zona, estos últimos veinticinco años?
Él volvió a concentrarse en su trabajo, titubeó y dijo:
– Creo que es posible. Y para complicarte la vida aún más, tienes un cliente que también lo cree, y que tiene experiencia en estas cosas.
Ella arrugó el entrecejo.
– ¿El agente del FBI?
– ¿Sabías que se alojaba aquí?
– Bueno, sí. Lleva un arma y, cuando se registró, tuvo a bien informarnos de ello y darnos el número de su placa para que pudiéramos comprobar su identidad.
– ¿Y lo hicisteis?
– Es el procedimiento habitual. Si alguien entra aquí llevando un arma, me aseguro de que tenga los papeles en regla. Así que, sí, llamé personalmente para verificar la identidad del agente Hayes. -Frunció de nuevo el ceño-. ¿Por eso ha venido? ¿Esperaba encontrar restos óseos en uno de nuestros jardines? Porque me dijeron que estaba de vacaciones, nada más.
– Considéralo unas vacaciones muy bien empleadas. -Nate suspiró-. Quentin era un niño cuando se alojó aquí hace veinticinco años, cuando asesinaron a la primera niña. Nunca lo olvidó. Y nunca ha podido aceptar que el caso quedara sin resolver. En los últimos diez o doce años, ha vuelto a Leisure regularmente en busca de cualquier información que pudiera encontrar sobre ese crimen o sobre las otras muertes y desapariciones que quizás estén relacionadas con El Refugio.
Encogiéndose de hombros, añadió:
– Así que el experto en todo esto es él. Se sabe de memoria todos los datos y los pormenores del caso.
– Parece un hombre obsesionado.
– Podrías considerarlo así. Yo lo he hecho.
Stephanie asintió ligeramente con la cabeza.
– ¿Va a ayudarte a investigar la muerte de ese niño? ¿Todas las muertes y las desapariciones?
– Oficiosamente. Aunque va a pedir ayuda al FBI para ayudarnos con los análisis de ADN y esas cosas. El Departamento de Policía de Leisure no está equipado para ocuparse de las pruebas forenses que se precisan para investigar crímenes tan antiguos.
– Ya veo. Bueno, ahora entiendo por qué antes decías que había que llevar esta investigación con el mayor secreto posible. No hace falta que te diga que estoy de acuerdo. Así que prepararé una sala para los interrogatorios y daré tiempo libre a los empleados que ya trabajaban aquí durante el periodo de tiempo que estáis investigando. Supongo que me darás una lista con los datos relevantes.
– Naturalmente -respondió Nate, pensando en el trabajo que le esperaba esa noche.
– Lo único que te pido a cambio -prosiguió Stephanie-, es que actúes con la mayor discreción posible y que no molestes a mis huéspedes más de lo absolutamente necesario.
– De acuerdo.
– Supongo que piensas empezar a primera hora de la mañana.
Nate asintió con la cabeza.
– Jeremy Grant ha pasado diez años en el jardín, así que una noche más no va a cambiar nada. Los restos van de camino al instituto forense del estado. Así que, sí, empezaremos con las entrevistas mañana a primera hora. De paisano, nada de uniformes. Haremos todo lo posible por no interferir más de lo necesario en la rutina del hotel.
– Te lo agradezco. ¿Y el agente Hayes?
– El agente Hayes va a venir a verte para pedirte permiso para revisar los archivos antiguos de personal y otros papeles que tenéis almacenados aquí, en El Refugio. Te pido que le des autorización.
Ella suspiró.
– Hablaré con los propietarios, pero, dadas las circunstancias, estoy segura de que les parecerá bien.
– Gracias. -Nate se puso en pie y estaba a punto de salir del pequeño despacho cuando se descubrió titubeando-. Stephanie, sé que no te esperabas esto cuando aceptaste el trabajo, y lamento que haya pasado estando tú al frente del hotel.
Ella sonrió levemente.
– No te preocupes por mí, Nate. Soy hija de militar. Y los hijos de militares aprendemos desde muy jóvenes a afrontar lo inesperado.
Nate sintió tentaciones de preguntarle si lo inesperado incluía lo paranormal, pero al final decidió no hacerlo.
Muy pronto descubriría la respuesta a esa pregunta. Los dos la descubrirían.
– Tú no lo entiendes. -La voz de Diana se mantenía firme como una roca, como sólo les sucede a quienes se aferran a su autocontrol con uñas y dientes-. Hablé con él. Le cogí de la mano y… y era sólida y caliente. De carne y hueso. No estaba frío, ni era etéreo, ni todas esas cosas que supuestamente son los fantasmas.
Quentin echó otra cucharada de azúcar al té, lo removió y puso la taza en manos de Diana.
– Bébete esto.
Ella miró la taza un momento; luego paseó la mirada a su alrededor, ceñuda. El cuarto de estar, sorprendentemente grande y confortable, ocupaba parte de un espacio diáfano que incluía también la cocinita y una mesita de comedor.
Tanto el voluminoso sofá como la enorme butaca en la que estaba sentada eran cómodos y mullidos, y estaban agrupados, junto con una mesa baja, cuadrada y grande, alrededor de una chimenea de gas sobre cuya repisa había colocado un televisor de plasma.
– Estamos en mi cabaña.
– Sí. Era lo que estaba más cerca. Bébete el té, Diana.
– ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Ay, dios, no habré perdido la conciencia, ¿verdad?
Lo cual, pensó Quentin, respondía al menos a una de las preguntas de Bishop.
– No, que yo sepa -contestó él con naturalidad-. Pero estás en estado de conmoción y no es de extrañar. Me han dicho que un médium tarda en aclimatarse.
– Yo no soy médium. -Pero por primera vez su protesta sonaba más retadora que convencida.
Quentin adoptó de nuevo un tono prosaico, aunque lo que dijo no lo era, desde luego.
– Te encontraste con Jeremy Grant y hablaste con él -dijo-, y lleva muerto diez años. O eres una médium o te lo has imaginado todo. Sé perfectamente que no te lo has inventado, al menos, en parte, porque es imposible que supieras de quién era la tumba que habías encontrado.
– Una alucinación…
– Seguramente tampoco así habrías sabido su nombre, ¿no crees? Por lo menos, el nombre correcto.
Ella le miraba fijamente.
– Bébete el té, Diana.
Pasado un momento, ella bebió un sorbo del líquido humeante e hizo una mueca, ya fuera porque estaba muy caliente o muy dulce.
– Yo… no recuerdo haber llegado aquí -dijo por fin.
– Como te decía, estás en estado de conmoción. Después de que me dijeras que habías hablado con Jeremy, no dijiste nada más. Me pareció que lo mejor sería traerte aquí y darte un poco de tiempo para que asimilaras todo esto.
– Estoy segura de que ese policía tenía preguntas que hacerme.
– Oh, sí, muchas.
– ¿Entonces…?
– Hablará contigo mañana. Su gente y él hablarán con todo el mundo mañana. O, al menos, con todos los que estaban aquí o podrían saber algo sobre lo que le ocurrió a Jeremy Grant hace diez años.
– Yo no sé nada de eso.
– Jeremy no te diría por casualidad cómo murió, ¿eh?
Ella le miró con estupor.
– No.
– Sí, nunca lo hacen. MI jefe dice que es el universo, que nos recuerda que nada es nunca tan fácil. -Quentin bebió un sorbo del café que había pedido para él y añadió-: Pero, francamente, a mí me parece una mala pasada. Quiero decir que tiene uno esa habilidad tan maravillosa y tan espeluznante de comunicarse con los muertos, y rara vez le dicen nada que no pueda averiguar por sus propios medios.
Diana se aclaró la garganta.
– Parece… injusto -contestó.
– Sí. Es como casi todas las facultades parapsicológicas. Tienen sus limitaciones, lo mismo que los otros cinco sentidos. Las mías, por ejemplo, nunca funcionan cuando las necesito. No puedo mirar hacia el futuro y ver quién va a ganar la liga de béisbol este año, o si va a llover mañana, o si podré resolver el caso en que esté trabajando en un momento dado. Qué demonios, ni siquiera puedo predecir con acierto qué carta va a salir. De hecho, según pruebas desarrolladas hace años para calibrar las facultades parapsicológicas, doy un resultado inferior a la media.
– Y, sin embargo, tienes facultades parapsicológicas -dijo ella con intensidad.
– Sí, las tengo -contestó él-. A veces sé cosas, sencillamente. No aparecen en mi cabeza con luces de neón, ni tengo visiones. A veces oigo un susurro bajo, como si alguien me dijera algo. Otras… simplemente lo sé.
– ¿Y lo crees de verdad?
Quentin le sonrió.
– Claro que sí. He visto y vivido muchas cosas en los últimos veinticinco años como para no creerlo.
– Veinticinco años. ¿Desde que murió Missy?
Él asintió con la cabeza.
– ¿Antes no tenías esas facultades?
– No, no nací con ellas activadas. -Se encogió de hombros, hablando con la mayor naturalidad de que era capaz-. Según una teoría, casi todos los humanos, si no todos, tienen facultades extrasensoriales latentes, sentidos adormecidos, restos quizá de tiempos más primitivos, cuando necesitábamos esas cualidades para sobrevivir. Puede que las estemos perdiendo en el transcurso de la evolución, dado que nuestra supervivencia como especie no parece depender de ellas.
– ¿Es eso lo que crees?
– No, qué va. Creo que es más probable que estemos evolucionando hacia la posibilidad de utilizar con mayor eficacia nuestro cerebro. Puede que sea por los niveles cada vez más altos de energía electromagnética del mundo moderno. Es una teoría viable.
Diana asintió con la cabeza lentamente.
– Eso parece.
– Claro, es lógico. De todos modos, los sentidos latentes permanecen dormidos, inactivos, en la mayoría de la gente. Pero en algunos casos hay un desencadenante, normalmente en una época temprana de la vida. Algún acontecimiento que produce en nuestro cerebro la chispa electromagnética necesaria para activar lo que permanece dormido.
– ¿Qué clase de acontecimiento? -preguntó ella.
– Uno traumático, por lo general. Físicamente, una herida grave o un golpe en la cabeza. Una descarga eléctrica. O una fuerte conmoción emocional o psicológica.
– ¿Qué fue en tu caso?
– Lo último.
– ¿El asesinato de Missy?
– Sólo en parte. -Quentin respiró hondo. Todavía le costaba trabajo hablar de lo sucedido, después de tantos años-. La conmoción más fuerte fue encontrar su cuerpo.