Capítulo quince

– Sí, pero… -Quentin pasó las páginas, arrugando más aún el ceño-. Que yo sepa, ninguno de estos nombres está relacionado con las personas muertas o desaparecidas.

Diana se reclinó en el sofá con un suspiro.

– Maldita sea, yo esperaba que estuviéramos llegando a alguna parte. De alguna manera. Pero esto es sólo una pieza más del rompecabezas, ¿no? Un diario lleno de secretos, escrito por Dios sabe cuántas personas distintas a lo largo de un periodo de más de cuarenta años.

– Si es un indicador, es todo un enigma -contestó Quentin.

– ¿Y por qué estaba en el desván? -se preguntó Diana-. La anotación más reciente es de 1998 y, si fue escrita cuando está datada, el diario debió de acabar en el desván hace sólo unos años.

– A no ser que se haya guardado en el desván desde el principio -sugirió Quentin-. Estaba en uno de esos baúles viejos que deben de tener más de cien años, así que habría sido fácil encontrarlo allá arriba. Fácil seguirle la pista. Por lo que dijo Stephanie, el desván se airea y se desempolva una o dos veces al año, quizá, pero el resto del tiempo permanece intacto, así que quienquiera que lo guardara allí podía estar razonablemente seguro de que permanecería escondido.

– Es una posibilidad -dijo Diana con un suspiro de asentimiento-. Pero sigo sin entender cómo y por qué hacían anotaciones tantas personas.

– Porque -dijo Stephanie desde la puerta en tono más bien agrio-, les pagaban por ello. Un montón de dinero.


Alison Macón habría sido la primera en admitir de buena gana que no era la mejor camarera del mundo. Ni siquiera la mejor de El Refugio. No era muy amiga del trabajo, y el de camarera era un trabajo duro… sobre todo, cuando había que cumplir las estrictas exigencias de la señora Kincaid.

Como era una chica medianamente inteligente, había ideado cierta cantidad de atajos para hacer su trabajo un poco más cómodo y algo más agradable. Aquellos atajos eran inofensivos en su mayoría y no privaban a nadie de una habitación limpia o confortable. Así que, ¿qué más daba si no cambiaba las toallas sin usar por otras nuevas, como exigía la señora Kincaid? A fin de cuentas, seguían estando limpias.

Y no había necesidad de tirar las flores en perfecto estado cuando para refrescarlas sólo había que cambiar el agua del jarrón. ¿Y qué sentido tenía restregar una bañera que a todas luces no se había usado desde la última vez que la había limpiado?

El resultado de aquellos pequeños atajos era que a veces, de tarde en tarde, Alison tenía un poco de tiempo libre para dedicarse a sí misma. Tiempo para escabullirse y disfrutar de uno de los raros cigarrillos que se permitía fumar. Tiempo para dormir media hora más por las mañanas, y quizás incluso para echar de vez en cuando una cabezadita por la tarde.

Y, lo más importante de todo, tiempo para escabullirse y encontrarse con su novio, Eric Beck, cada vez que él podía escapar media hora de la vigilancia de su jefe en los establos.

Al igual que su amiga Ellie, Alison llevaba escondido su teléfono móvil, lo cual le hacía más fácil concertar sus citas con Eric.

Aquel viernes por la tarde, a última hora, acabó su trabajo en tiempo récord, gracias a que casi todas las habitaciones de su planta estaban vacías y a que sólo unas cuantas estarían ocupadas ese fin de semana. De modo que, cuando la vibración silenciosa de su teléfono móvil anunció una llamada, pudo concertar tranquilamente un encuentro con Eric.

Se sobresaltó, sin embargo, al encontrarse a Eric al otro lado de la puerta lateral que siempre usaba.

– ¿Qué haces tú aquí arriba? Si te ve la señora Kincaid…

– No me verá. Mira, no tengo mucho tiempo; una de mis clases se ha retrasado por culpa de la dichosa tormenta de antes. -Eric servía a menudo de guía en las excursiones a caballo por las montañas, pero también impartía de cuando en cuando las clases de montar para principiantes que ofertaba el hotel.

– ¿Hay gente que quiere montar a estas horas? -preguntó ella, y dejó que Eric la llevara más allá de la esquina, por un estrecho sendero que atravesaba los matorrales, hacia uno de sus sitios favoritos de encuentro.

– Puede que sean tres -gruñó él-. Le dije a Cullen que no merecía la pena ensillar los caballos, pero me soltó esa vieja cantinela de la empresa acerca de que siempre hay que entretener a los huéspedes.

– Bueno, por eso es famoso El Refugio, a fin de cuentas -dijo Alison. Repentinamente inquieta, añadió-: Quizá sea mejor que lo dejemos, Eric.

– Llevo el trabajo adelantado y estoy en mi tiempo de descanso.

Alison no le había dicho que sus «descansos» eran un tanto oficiosos, y no quería confesárselo en ese momento. Eric era el soltero de menos de treinta años más guapo que trabajaba en El Refugio, y todavía no se creía que le hubiera cazado.

Bueno, más o menos. Lo suyo tampoco era precisamente oficial.

– Nadie va a echarnos la bronca por tomarnos nuestro tiempo de descanso -añadió él mientras seguía tirando de Alison.

Su ansia encendió la de ella, a lo cual contribuyó el regocijo que solía producirle el burlar a la señora Kincaid. Nada de confianzas entre empleados… Sí, ya.

– Está bien, pero será mejor que nos demos prisa -le dijo.

Eric le sonrió por encima del hombro.

– ¿Y cuándo no nos damos prisa?

Alison iba a contestar a aquello con una réplica ingeniosa cuando de pronto Eric tropezó y cayó hacia delante, arrastrándola con él. Acabaron amontonados en el suelo, y la risa jadeante de Alison se cortó brutalmente cuando vio con qué habían tropezado.

Cuando empezó a gritar, ya no pudo parar.


El cuerpo de Ellie Weeks yacía algo más allá de la frondosa glorieta; una de sus manos extendidas descansaba entre unas flores de colores brillantes que, plantadas seguramente hacía mucho tiempo, habían quedado olvidadas años atrás.

Su uniforme de camarera estaba limpio y su pelo recogido aún en la coleta alta y juvenil que solía llevar. Pero una tira de cuero trenzado se hundía profundamente en la carne de su cuello, y por encima de ella su rostro estaba amoratado, sus ojos abiertos de par en par y su lengua asomaba entre los labios entreabiertos.

Los grandes y potentes focos que iluminaban el lugar para que la policía pudiera trabajar mientras caía la noche prestaban a los alrededores un resplandor deslumbrante, casi escénico. La joven podría haber estado posando, como si representara el papel de una víctima de asesinato y fuera a levantarse, indemne, cuando cayera el telón.

Pero no se levantaría.

– Está aquí -dijo Diana suavemente.

Quentin la cogió de la mano.

– Esta vez lo detendremos -dijo.

– Eso no lo sabes.

– Pero lo creo.

– Ojalá lo creyera yo.

Nate los miró con curiosidad.

– Por lo visto -dijo-, este sitio era muy popular como punto de encuentro de parejas jóvenes. No está lejos del edificio principal, pero sí más o menos aislado, por lo menos de las zonas que suelen usar los huéspedes. Formaba parte del jardín original, pero han dejado que los setos crezcan salvajes y oculten los dos cobertizos.

– Eso no es un cobertizo. -Diana estaba mirando un pequeño edificio cercano que parecía claramente ideado para desempeñar una función distinta a la de un prosaico almacén. Poseía una triste belleza, incluso con la pintura descascarillada y las pocas flores de plástico descoloridas que habían sobrevivido y que colgaban de los maceteros de casita de campo de las ventanas.

Al mirarlo, Diana sintió frío, más incluso que al ver el cadáver de la joven camarera. Sus sentidos y su instinto le decían que en aquel lugar había algo perverso, algo siniestro.

Fue Stephanie, todavía pálida y visiblemente impresionada por el asesinato, quien dijo:

– Según me han dicho, fue en otro tiempo una casita de juegos. Para los hijos de los huéspedes, No sé por qué cayó en desuso.

– Yo sí -murmuró Diana.

– Yo también -dijo Quentin.

Ella alzó los ojos, un poco sorprendida.

– ¿Te acuerdas?

– Ahora sí. -Quentin miró a Nate, que esperaba con las cejas levantadas-. El verano que Missy fue asesinada, semanas antes de que muriera, cogimos la costumbre de usar la casa de juegos como una especie de club, de lugar de encuentro. En aquel entonces no había tanta vegetación en esta zona, pero aun así los adultos no solían venir por aquí y a nosotros nos gustaba imaginar que era un lugar secreto.

Nate asintió con un gesto.

– Está bien. ¿Y?

– Y… una mañana nos dirigíamos todos aquí, en grupo, pero cada uno a su aire. Missy iba corriendo delante y fue la primera en cruzar la puerta. La oímos gritar y entramos a toda prisa. -Sacudió la cabeza ligeramente-. El interior de la casita estaba revuelto y cubierto de sangre. Alguien había despedazado un par de conejos y un zorro, y había esparcido los trozos por todas partes.

– No recuerdo haber visto ningún informe al respecto -dijo Nate.

– Yo no recuerdo haber visto ningún policía por aquí. -Quentin se encogió de hombros-. Supongo que la dirección del hotel decidió no avisar a la policía, e imagino que nuestros padres estuvieron de acuerdo. Seguramente lo atribuyeron a una gamberrada o a una broma de mal gusto. Limpiaron la casita de juegos, incluso la pintaron de nuevo. Pero ninguno de nosotros quiso volver a acercarse a ella. Puede que los niños que vinieron después sintieran lo mismo por este sitio.

Nate, que seguía con el ceño fruncido, dijo dirigiéndose a Diana:

– Quentin estaba aquí. ¿Cómo sabes tú lo que ocurrió?

Ella contestó enseguida.

– Soñé con ello. Cuando llegué aquí, antes de conocer a Quentin, tenía pesadillas casi todas las noches. No me acordaba mucho de ellas cuando despertaba. Pero en cuanto vi la casa de juegos, hace unos minutos, me acordé de una. Era como si yo fuera… Missy. Estaba contenta, corría hacia la casita, abría la puerta. Y entonces lo veía. Toda la sangre y… los pedazos. Intentaba gritar y al principio no podía.

Quentin le apretó los dedos.

– Diana…

– Dentro había una mesita y sillas -continuó ella con firmeza, mirando hacia la casita-. Quienquiera que lo hiciera… había puesto las cabezas cortadas de los conejos y el zorro en medio de la mesa. Cuidadosamente colocadas. Como un centro de mesa.

– Dios -dijo Nate-. Quentin, ¿eso es…?

– Sí. Así era exactamente. Casi como un ritual. Probablemente fue eso lo que asustó más a nuestros padres y lo que hizo que todo el mundo guardara silencio y se resistiera a investigar. He visto esas cosas antes. -Mirando a Diana, añadió-: Missy se lo tomó muy mal. No volvió a ser la misma desde esa mañana.

Nate pareció buscar palabras con esfuerzo; luego dijo:

– Entonces, Diana, ¿estás diciendo que soñaste con esto porque Missy, que tal vez fuera tu hermana, lo vivió?

– Supongo que sí -contestó ella-. Puede que muchas de las pesadillas que he tenido aquí fueran en realidad de Missy. Si ese verano estaba tan asustada como recuerda Quentin.

– No es tan infrecuente, Nate -dijo Quentin-. Las facultades de este tipo son a menudo hereditarias, y el parentesco sanguíneo entre Missy y Diana pudo contribuir a formar un vínculo psíquico que sobrevivió a la separación.

– ¿Y también a la muerte de una de ellas?

– Cosas más raras han ocurrido, créeme. -No estaba dispuesto a confesar que Diana y él creían que allí estaba pasando algo mucho más extraño; a fin de cuentas, sólo disponían de la historia centenaria de un asesino que había sido atrapado y castigado.

Nate meneó la cabeza, pero dijo:

– Mirad, chicos, sé que todos hemos visto un montón de cosas raras aquí estos últimos días, y sé que creéis que casi todo está relacionado de algún modo. Pero esto… -Señaló el cuerpo extendido a unos pocos metros de allí-… es un asesinato. No el recuerdo de una pesadilla. Ni unos huesos enterrados hace diez años, ni despojos que quizás haya dejado algún animal en una cueva, sino una víctima de un asesino de carne y hueso, una víctima que todavía respiraba hace un par de horas. Alguien estranguló a esa chica hasta matarla, y mi trabajo consiste en averiguar quién fue y en coger a ese maldito cabrón de mierda. Con el debido respeto, eso es lo único que me importa en este momento.

«Y lo único en lo que quiero pensar», parecía añadir su tono de voz.

Nadie puso objeciones. Nadie podía hacerlo.

Recurriendo a su experiencia más prosaica como investigador, Quentin dijo:

– ¿La pareja que encontró el cuerpo te ha contado algo útil?

– Ella estaba histérica y él en estado de fuerte conmoción. Se tropezaron literalmente con el cadáver. No creo que sepan nada. Dicen que no vieron a nadie por aquí ni oyeron nada.

– Imagino que su declaración es probablemente bastante fiable. Si iban a encontrarse en secreto, irían atentos a lo que les rodeaba.

Stephanie dijo:

– A los empleados no se les permite confraternizar entre sí. Es una de las normas de la señora Kincaid. -Miró a Nate, como si tratara de no mirar de nuevo el cadáver de Ellie Weeks-. Por si te sirve de algo, la señora Kincaid estaba vigilando a Ellie. Creía que la chica se traía algo entre manos.

– ¿El qué?

– No tengo ni idea y, si ella lo sabía, no quiso decirlo claramente.

– Hablaré con ella. -Nate hizo una anotación y miró luego el cuerpo, contemplándolo un momento mientras sus dos técnicos forenses seguían trabajando-. Tengo a varios hombres tomando declaración al resto del personal y a los pocos clientes que quedan en el hotel. De momento, lo único que tal vez resulte de utilidad es que una de las camareras está segura de haber visto a Ellie hablando con un hombre dentro de El Refugio. Fue hace un par de horas, por lo menos, así que la hora coincide. Y, por la descripción, era Cullen Ruppe.

– Es interesante que su nombre vuelva a aparecer -dijo Quentin.

– Sí, ya lo he notado. Creo que va siendo hora de hablar con él.

Quentin asintió con la cabeza y arrugó ligeramente el entrecejo.

– Le vieron con ella durante la tormenta. Pero ella tiene la ropa seca, ¿verdad?

– Sí, excepto en las partes en que la tela está en contacto con el suelo.

– Entonces, la trajeron aquí hace no más de una hora, después de que dejara de llover.

– ¿Crees que la mataron en otra parte? -preguntó Nate.

– Yo diría que sí. La tierra está casi completamente intacta, y es probable que ella se defendiera. -La voz de Quentin sonaba desapasionada, pero un músculo se tensaba en su mandíbula-. En esta zona la hierba es tan densa que es imposible que tu equipo forense encuentre alguna huella. Así que, a no ser que el asesino sea realmente estúpido o descuidado y haya dejado caer algo que ayude a identificarle…

– ¿La estrangularon en el edificio principal y la trajeron hasta aquí y nadie vio nada? -Stephanie meneó la cabeza-. ¿Es eso posible?

– Te sorprendería lo que es posible -repuso Quentin.

– Estoy buscando un móvil -le dijo Nate-. ¿Qué razón podría tener alguien para matar a esta chica? Quizá la señora Kincaid pueda orientarme en la dirección adecuada.

– Puede que sí. Parece saber todo lo que pasa aquí. Lo cual me lleva a ese otro asunto. -Stephanie miró a Quentin y esperó a que él asintiera con la cabeza antes de decirle a Nate-: Al parecer, a casi todos los directores anteriores de El Refugio se les pagaba para que llevaran un registro de todas las… ejem… indiscreciones que tenían lugar en el hotel y se escondían aquí. Los huéspedes creían que sus secretos se mantenían discretamente a salvo (y pagaban un riñón para asegurarse, supuestamente, de que así era), pero en realidad todo quedaba anotado.

Nate arrugó el ceño. Ignoraba si aquello tenía algo que ver con la investigación del asesinato, pero estaba interesado pese a sí mismo.

– ¿Y esa información se usaba para algo?

– Eso -le dijo Quentin-, es lo que todos nos preguntamos. No tiene sentido llevar un registro a no ser que uno piense usarlo. Así que la pregunta es ¿cuál era el plan?

– ¿Chantaje?

– Pudiera ser. O una especie de seguro, por si acaso se necesitaba algún parcheo por el camino. A veces, la información vale más que el oro.


Cullen Ruppe no era, ni en las mejores circunstancias, un hombre jovial. Trabajaba con caballos por una razón: porque no le gustaba tratar con sus semejantes. Desgraciadamente, aún no había podido encontrar un empleo que eliminara a la gente de la ecuación.

Especialmente cuando había problemas.

– Ya le he dicho -le dijo al policía-, que hoy no me he acercado al edificio principal. Al menos, hasta que usted me llamó. -Estaban es el salón de la primera planta que servía como cuarto de interrogatorios y que, como tal, resultaba absurdamente confortable.

Era difícil sentirse amenazado o incluso ponerse a la defensiva cuando se estaba sentado en un elegante sofá y se tenía una cafetera de plata llena de café sobre la mesa, delante de uno.

McDaniel consultó ostensiblemente sus notas y dijo con suavidad:

– Es curioso. Tengo una declaración de una testigo que le vio aquí. De hecho, está segura de que le vio hablando con Ellie Weeks. Y eso habría sido tan sólo unos minutos antes de que Ellie fuera estrangulada. Con una cuerda de cuero trenzado procedente de uno de los establos.

Cullen mantuvo un semblante inexpresivo y la mirada fija en el policía. Ni siquiera echó una ojeada a los otros dos, que permanecían sentados a un lado, a pesar de que sentía vivamente su presencia. Los había tenido muy presentes, de hecho, mucho antes de que invadieran su cuarto de arreos al amanecer para descubrir un viejo secreto.

– Su testigo cometió un error -contestó con calma-. Yo no estaba aquí.

– Ella está segura de que era usted.

– Se equivoca. Esas cosas pasan.

– No he podido situarle en los establos cuando dice que estaba allí, Cullen.

– Los caballos no son testigos muy habladores. Lo lamento.

– Lo que significa que no tiene coartada.

Cullen se encogió de hombros.

– Si encuentra una razón para que matara a esa chica y cree que habría cometido la estupidez de usar una de mis propias cuerdas de cuero para hacerlo, deténgame.

McDaniel hizo caso omiso y cambió de táctica.

– Hay otra cosa curiosa. Esa trampilla de su cuarto de arreos.

– El cuarto de arreos no es mío, pertenece a El Refugio. Y los dos sabemos que esa puerta se hizo mucho tiempo antes de que usted o yo naciéramos.

– ¿Y nunca ha bajado por esa escalerilla? ¿Nunca ha estado en las cuevas?

Cullen vaciló, maldiciendo para sus adentros. Hoy en día, todo el mundo había oído hablar de los métodos de rastreo de pruebas, de los análisis de ADN y de esas cosas. El cuerpo humano tenía la desagradable costumbre de ir perdiendo a cada paso cabellos y células epidérmicas y sólo dios sabía qué más cosas.

Dios no era, en cambio, el único que sabía que más de una vez había bajado al interior de la tierra.

Deseó atreverse a mirar a los otros dos sentados a un lado, deseó atreverse a preguntarles si sabían lo que estaba pasando, si lo entendían. Porque aquel polizonte no lo entendía, eso estaba claro. No lo entendía, y el hecho de no entenderlo podía hacer que muriera mucha gente, y que pasaran cosas aún peores.

Mucho peores.

– ¿Cullen? ¿Ha estado usted en esas cuevas?

No podía arriesgar una rotunda mentira que más tarde pudiera convertirse en una trampa, de modo que respondió despreocupadamente:

– Puede que sí, hace mucho tiempo. Trabajé aquí antes, ¿sabe?

– Sí, lo sé. Trabajó aquí hace veinticinco anos. Estaba trabajando aquí cuando Missy Turner fue asesinada.

Cullen estaba preparado para aquello.

– Sí. Y toda esa tarde y parte de la noche estuve en el corral, entrenando a un potro. Con un ayudante y dos de los huéspedes. La policía lo descubrió enseguida. Ni siquiera me enteré de que la pequeña había sido asesinada hasta que oí las sirenas.

McDaniel consultó sus notas con los labios fruncidos.

Cullen quiso decirle que cortara el rollo, pero de nuevo no se atrevió. En realidad, no tenía modo de saber si tenía razón, no podía estar seguro hasta el punto de jurarlo sobre la Biblia, y, en fin, si resultaba que se equivocaba, quería tener un modo de salir de aquel embrollo. Enemistarse con un policía (con cualquiera de aquellos dos policías, especialmente con el federal) podía resultar un error. Un grave error.

Se estaba haciendo tarde. Tarde en el día y… simplemente tarde. Cullen podía oír el tictac de su reloj, y hacía años que no llevaba un reloj que hiciera tictac.

– Se fue de El Refugio no mucho después, según creo.

– Meses después.

– Después del incendio.

Cullen se concentró de nuevo en mantener una respiración regular. Normal.

– Sí. Después del incendio.

– Nunca llegamos a saber qué causó el fuego -dijo McDaniel como si reflexionara en voz alta-. ¿Alguna idea?

– No. Eso mismo le dije a la policía en su momento. Era evidente que sospechaban que el incendio había sido provocado, pero yo no tenía motivos para quemar el hotel.

– Supongo que no. ¿Y se fue porque…?

– Porque me apetecía cambiar de aires. -Se detuvo allí y miró a McDaniel a los ojos con aire desafiante.

El policía no pestañeó.

– Entiendo. Bueno, permítame hacerle otra pregunta, Cullen. ¿Hasta qué punto conocía a Laura Turner?

Él se encogió de hombros.

– Ella pertenecía al personal de limpieza y yo al de los establos. Ahora no nos relacionamos mucho, y entonces no nos relacionábamos en absoluto.

– Llevaban ambos varios años aquí. ¿Intenta decirme que no la conocía?

– No he dicho eso. He dicho que en aquellos tiempos no nos mezclábamos. La conocía de oídas, cruzaba alguna palabra con ella, la saludaba. Sabía que tenía una hija. Nada más.

– ¿Fue al entierro de su hija?

Aquello cogió desprevenido a Cullen, que tuvo que recobrarse antes de contestar con voz firme:

– Fue todo el personal del hotel.

– Sólo para presentar sus respetos, supongo.

– Sí. Sí, así fue.

McDaniel asintió con un gesto de la cabeza y, como si aquello fuera una señal, el federal se apartó de la pelirroja, que guardaba silencio, y fue a sentarse en la otra silla, frente a Cullen.

– ¿Sigue yendo a presentar sus respetos? -inquirió con despreocupación.

– No sé de qué me habla.

– Claro que lo sabe, Cullen. Tuve una corazonada y le pedí al capitán McDaniel que hiciera una comprobación antes de que le hiciéramos venir aquí. Resulta que el encargado del cementerio se ha fijado en sus visitas. Una a la semana, desde que volvió a trabajar en El Refugio. Visita usted la tumba de Missy y deja allí una sola flor.

«Una corazonada. Una maldita corazonada», pensó Cullen.

Se encontró mirando unos ojos azules extremadamente penetrantes y se debatió en silencio antes de decidir de nuevo que debía conservar la calma. No podía permitirse cometer un error, no podía correr el riesgo de que le encerraran antes de que aquello acabase.

Porque tenía que acabar. Esta vez tenía que acabar.

Aun así, debía decir algo, tenía que parecer al menos que cooperaba o le encerrarían de todos modos. Una verdad a medias, se dijo, era mejor que nada.

– Está bien, sí, voy a presentar mis respetos. Sí, conocía a Laura Turner y a su hija un poco mejor de lo que he dicho.

Vio que había sorprendido al federal y aprovechó su ventaja para conducir la conversación por los derroteros que quería que tomara.

– Yo sabía que éste no era sitio para esa niña. Nunca debió estar aquí. Y desde luego no debió morir aquí. Nadie de por aquí visita nunca la tumba. Me lo dijo el encargado del cementerio. Así que la visito yo. Y le pongo algo bonito en la lápida.

El federal dijo lentamente:

– ¿Qué quiere decir con que nunca debió estar aquí?

Cullen vaciló visiblemente, esforzándose porque pareciera que se resistía.

– Oí algo por casualidad, ¿de acuerdo? Algo que me hizo pensar que la hija de Laura había muerto… y que Laura les había robado a Missy a sus verdaderos padres.

La pelirroja, todavía callada, se movió de repente, dejó la silla y se acercó al sofá donde estaba Cullen. Su cara estaba pálida, sus ojos verdes tenían una expresión ansiosa y, al volver la cabeza para mirarla, Cullen se sintió asaltado por una certeza instantánea y sorprendente.

«Así que es eso. Por eso está aquí.» Sintió que el latido de su corazón se aceleraba y tuvo que luchar de nuevo por conservar la calma.

– ¿Está seguro de eso? -preguntó ella, temblorosa-. ¿Está seguro de que se la quitaron a sus verdaderos padres?

– Sí, seguro.

El federal dijo:

– Missy nunca dijo una palabra que sugiriera que Laura no era su verdadera madre.

Cullen logró encogerse de hombros.

– No tenía más que dos años cuando Laura se la llevó. Supongo que, cuando usted estuvo aquí ese verano, ella ya había olvidado que su sitio estaba en otra parte.

El federal entornó los ojos.

– ¿Se acuerda de mí?

– Claro que me acuerdo. Podía montar todos los caballos que teníamos, hasta los más ariscos, y no le importaba quedarse a cepillarlos después. No era tan arrogante como la mayoría de esos mierdas. Y me parece que ese verano los demás le seguían. Su pandilla pasaba más tiempo en los establos que en cualquier otra parte. -Cullen se encogió de hombros otra vez-. Y casi siempre dejaban que Missy jugara sola.

Esperaba a medias que el federal se indignara al oír aquello, pero estaba claro que el más joven de los dos llevaba suficiente tiempo en el oficio como para permitir que algo así le afectara. O quizá sabía simplemente que Cullen lo había dicho a propósito.

– Sí, a ella no le gustaban los caballos. Lo cual hace que me pregunte cómo es que usted pasaba tiempo con ella.

– Yo me pregunto otra cosa -dijo de repente McDaniel, en el tono, un tanto demasiado alto, de quien se ha visto obligado a guardar silencio contra su voluntad-. Me pregunto por qué demonios después del asesinato no dijo ni una palabra acerca de que Missy había sido secuestrada. ¿No se le ocurrió que podía ser una información relevante?

Cullen le miró y dijo con frialdad:

– Lo cierto es que sí dije algo. Al jefe de policía. Y firmé mi declaración como es debido. Así que ellos lo sabían. Sabían que Missy era una niña robada.


Era casi medianoche cuando Nate colgó el teléfono del salón y se volvió para mirar a Quentin.

– En fin, el jefe no está muy contento conmigo. Le he despertado.

– ¿Cómo puede estar durmiendo con todo lo que está pasando? -preguntó Stephanie. Había entrado en la habitación cuando Cullen se marchaba, y los demás la habían puesto al corriente de lo sucedido.

– Muy fácilmente. Le faltan seis meses para jubilarse.

Yendo al grano, Quentin preguntó:

– ¿Qué hay de la declaración de Ruppe?

– El jefe niega que existiera. -Nate suspiró profundamente-. Pero o me habéis contagiado vuestras teorías conspirativas y son imaginaciones mías, o mi pregunta le puso muy nervioso.

– ¿Qué crees tú? Lo que te digan las tripas.

– Estaba nervioso. Si me gustara el juego, apostaría a que Cullen Ruppe hizo exactamente la declaración que dice haber hecho… y que por alguna razón esa declaración y cualquier información que pudiera confirmarla desaparecieron del expediente.

– ¿Por qué diablos iban a hacer eso? -preguntó Stephanie.

– Secretos -dijo Diana. Seguía sentada en el sofá donde poco antes había ido a reunirse con Cullen-. Alguien quería que el secreto del secuestro de Missy se mantuviera oculto.

Stephanie frunció el ceño.

– Supongo que alguien relacionado con El Refugio pudo querer que fuera así -dijo-. Me refiero a que, si Laura Turner estaba tan desequilibrada como para secuestrar a una niña, el hecho de que viviera aquí todos esos años no ofrecía precisamente una buena imagen de quienes la habían contratado. Pero hacer desaparecer una declaración policial… Aunque no tuviera nada que ver con el asesinato de Missy, la información que contenía era importante para la investigación. Tuvo que hacer falta un garrote muy grande o una zanahoria inmensa para persuadir al jefe de que la ocultara.

– Mi padre podría haberlo hecho.

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