Capítulo once

Cuando llegaron al fondo del pozo vertical, descubrieron que había, en efecto, un túnel toscamente excavado que descendía en ligera pendiente por espacio de varios metros y que se nivelaba luego para discurrir más o menos en línea recta hacia el oeste. Apenas había espacio para que Quentin, el más alto de los tres, se mantuviera erguido; el túnel era angosto y debían avanzar en fila india. Las linternas iluminaban bastante bien el interior, pero proyectaban extraños destellos y sombras al caer sobre las superficies irregulares del pasadizo.

El suelo de piedra resbalaba en algunas partes y estaba casi seco en otras, de modo que tenían que caminar con cuidado. El aire era húmedo y lo bastante frío como para resultar desagradable. Arrastraba además el inquietante olor de la tierra vieja y el agua rancia, y de la humedad mohosa de un lugar que llevaba demasiado tiempo cerrado y en la oscuridad.

– Pero el aire es razonablemente fresco, sobre todo teniendo en cuenta lo abajo que estamos -comentó Quentin, bajando la voz debido a que muy pronto habían descubierto que el sonido rebotaba en las duras superficies del pasadizo.

– Lo que significa que en alguna parte hay otra salida -dijo Nate.

– Tiene que haberla -convino Quentin. Sus dedos apretaron los de Diana. La había cogido de la mano en cuanto ella había llegado al final de la escalera, y aunque no había dicho nada, le preocupaba que tuviera la mano tan fría.

Le preocupaba ella.

– Estoy bien -murmuró Diana en ese momento.

Iba medio paso por detrás de él, pero, al mirar rápidamente por encima del hombro, Quentin pudo verle la cara. A la estela de luz de las linternas, su rostro aparecía casi fantasmalmente pálido.

Y él sintió, más que verla, aquella atención vuelta hacia dentro, la callada espera de lo que estaba por llegar. De manera consciente o no, Diana estaba sintonizando con sus facultades. Probablemente, pensó Quentin, era así como había percibido la preocupación que sentía por ella.

Probablemente.

– ¿Estás segura? -preguntó él.

– Estoy bien -repitió Diana, y a continuación añadió-: Escucha.

Quentin tardó un momento en oírlo, pero por fin lo oyó: el goteo, el leve rebullir y el chapoteo del agua allí delante.

– Creo que esto se ensancha… -comenzó a decir Nate, y se interrumpió cuando el pasadizo, en efecto, se ensanchó bruscamente. Se abría, de hecho, formando una especie de caverna.

De inmediato tuvieron la sensación de que un vasto espacio se abría en torno a ellos, y, cuando Nate describió un arco con su linterna, vieron que se hallaban en la boca de una caverna que debía de tener dieciocho o veinte metros de anchura y unos seis metros de alto. Vieron las estrechas entradas de lo que parecían ser al menos tres nuevos pasadizos que partían de aquella cámara central.

Vieron también el agua que antes sólo habían oído, un riachuelo que corría con bastante rapidez por un estrecho canal que surgía a su derecha y corría serpenteando entre varias formaciones rocosas para desaparecer luego en alguna parte, al otro lado.

La caverna tenía aspecto de ser completamente natural, no excavada por la mano del hombre, sino formada hacía quizá muchos siglos, cuando aquel estrecho arroyuelo era un caudaloso río subterráneo.

Nate fue el primero en hablar.

– ¿A qué distancia crees que estamos del establo? -le preguntó a Quentin.

– A unos cincuenta metros, más o menos.

– En el arranque de las montañas. Santo cielo, yo sabía que en Kentucky está el Parque Nacional de Mammoth Cave, con un montón de cavernas naturales y de pasadizos subterráneos, pero no tenía ni idea de que tuviéramos algo así aquí, en Leisure.

– Sí que le prestaste atención a ese profesor -dijo Quentin distraídamente mientras recorría más despacio con su linterna la vasta caverna.

– Supongo que sí. Pero, Quentin, esto es natural, no una mina, ¿para qué mantenerlo en secreto? Los turistas pagan por visitar sitios como éste.

– Puede que no, si el único acceso es un pozo vertical como ése por el que hemos bajado. Una cosa es invitar a los turistas a entrar en una bonita cueva y otra bien distinta pedirles que, para llegar a esa bonita cueva, bajen por una escalerilla de diez metros de largo y caminen una distancia equivalente a la mitad de un campo de fútbol por un túnel estrechísimo. Ninguno de nosotros tiene claustrofobia, pero apuesto a que a la mayoría de la gente el pasadizo que acabamos de recorrer le provocaría ataques de ansiedad.

– Tienes razón -reconoció Nate-. Pero aun así cualquiera pensaría que por lo menos la gente de los alrededores conocería este sitio, y te juro que nunca he oído una palabra sobre él.

– No querían que te enteraras -murmuró Diana.

Los dos la miraron, y Quentin apuntó cuidadosamente con la linterna para iluminar su cara al menos un poco, sin deslumbrarla. A la luz fantasmagórica e indirecta de la linterna, el rostro de Diana parecía ensombrecido; sus planos y ángulos se veían nítidos y, sin embargo, curiosamente extraños y desconocidos.

Por un instante, Quentin pensó que estaba mirando a otra persona.

– ¿Diana?

– Tenían que mantenerlo en secreto -dijo ella con voz baja y casi soñadora, muy distinta a su voz de siempre-. Ya habían construido El Refugio, habían invertido en él mucho tiempo y mucho dinero. No podían permitir que fuera todo para nada. Cuando ocurrieron los primeros asesinatos, cuando se dieron cuenta de lo que vivía aquí, de lo que se alimentaba aquí, tuvieron que… proteger su inversión. Y en aquellos tiempos los hombres se tomaban la justicia por su mano.

– ¿Qué hicieron? -preguntó Quentin con calma.

– Le dieron caza. Y, cuando lo cogieron, lo trajeron aquí. Lo encerraron bajo tierra. Le dejaron morir aquí. Solo.

– ¿Le? -La voz de Nate sonaba tan recelosa que temblaba un poco-. Diana, ¿de quién estás hablando?

Ella ladeó la cabeza ligeramente, como si escuchara una voz suave y distante.

– Era malvado. Caminaba como un hombre y hablaba como un hombre, pero era otra cosa. Algo que se alimentaba del terror. Algo sin alma.

Quentin le apretó la mano con más fuerza, temiendo que, si la soltaba, la perdería para siempre, porque tenía el mal presentimiento de que una parte de ella estaba ya en otra parte, de que sólo el contacto directo de sus manos unidas la ataba al presente.

Quería detener aquello, hacer regresar a Diana de allá donde se encontrara aquella parte de ella que estaba ausente, pero su instinto le decía que no lo hiciera. Aún no. Aquello, fuera lo que fuese, era importante. Era algo que ella tenía que decirles. Algo que él debía escuchar.

«Ya viene.»

No había escuchado a Missy.

Pensaba escuchar a Diana.

– Ellos creían que era un animal, así que lo encerraron aquí, en una trampa, como si lo fuera -murmuró ella-. No tenían ni idea… de lo que era capaz. Ni idea de que la ira podía darle fuerzas para seguir adelante. Ignoraban que la muerte no le detendría. Destruyeron la carne, pero eso sólo liberó la maldad.

Quentin mantuvo la voz baja al preguntar:

– ¿Quiénes son ellos, Diana?

Ella lo miró, pareció verlo por primera vez, a pesar de que sus ojos tenían un peculiar brillo sofocado.

– Ellos crearon El Refugio. Un puñado de hombres, de hombres ricos. No pretendían que fuera un lugar lleno de secretos, pero en eso se convirtió. Después de esa noche, después de que enterraran vivo a un asesino y juraran no contárselo a nadie.

»Pero la gente de por aquí… Algunos lo sabían. Había historias. Siempre las hay. Un rumor aquí, una pregunta allá. Luego pasaron los años, las décadas, y se convirtieron en simples leyendas. Supersticiones. Y casi todo el mundo se olvidó de lo que había merodeado por estas montañas… y había sido enterrado vivo dentro de ellas.

Diana se internó bruscamente en la caverna, moviéndose con el aplomo de quien sabe adonde va.

– ¿Qué demonios…? -masculló Nate.

– Vamos a averiguarlo -le dijo Quentin y, sin soltar la mano de Diana, iluminó su camino con la linterna.

Todavía mascullando, Nate dijo:

– No me importa decirte que se me ha puesto de punta el pelo de la nuca. -Tenía la mano libre apoyada sobre su pistola.

Quentin sabía cómo se sentía. Había algo casi insoportablemente horrendo en el hecho de estar en aquel lugar subterráneo, oscuro y hediondo y escuchar la voz suave y serena de Diana hablando de un suceso del pasado, espantoso y escalofriante. No era tanto lo que decía como su forma de decirlo, aquello voz casi dulce, casi… infantil.

Quentin sintió un escalofrío más intenso cuando se dio cuenta de aquello, cuando de pronto comprendió que no era Diana a quien estaban escuchando.

Cuando la voz que salía de ella pulsó en su interior una cuerda familiar tan profunda que fue como una astilla de hielo en su corazón.

Antes de que pudiera reaccionar, antes de que pudiera siquiera intentar romper el trance en que se hallaba ella, Diana les condujo al interior de uno de los pasadizos del otro lado de la caverna. Pero aquel pasadizo era corto, medía apenas unos pasos, y daba a otra caverna más pequeña.

Antes incluso de que las linternas les mostraran lo que había allí, Quentin pudo olerlo. El hedor antiguo de la putrefacción, de la sangre derramada, de la carne podrida y los huesos enmohecidos.

De la muerte.

– Santo cielo -murmuró Nate.

– Aquí es donde trae a algunos -dijo Diana con aquella voz dulce e infantil que era ahora triste y contemplativa-. Mueren donde él murió.

Diana se desplomó bruscamente; Quentin soltó la linterna para cogerla en brazos y, cuando la linterna rodó por el suelo de piedra y fue a dar contra una roca, su haz iluminó intensamente una risueña calavera humana que yacía de lado junto a un desordenado montón de huesos.


Desde su puesto no lejos del cenador, Madison vio con preocupación cómo aquel hombre alto y rubio sacaba a Diana del establo y subía con ella por el sendero, hacia El Refugio.

– ¿Se encuentra bien?

Becca sacudió la cabeza lentamente.

– No lo sé. Yo creía que estaba lista, pero… puede que no.

– ¿La… la ha cogido?

– No. No. La necesita. Igual que la necesitamos nosotros. Pero eso todavía no sabe lo que es. Tenemos que hacerla entender, para que pueda ayudarnos. Antes de que eso descubra lo que estamos haciendo e intente detenernos. Por eso Missy pensó que éste era el mejor modo.

– ¿Cuál era el mejor modo?

– Hablar a través de Diana.

Madison frunció el ceño.

– ¿Cómo podría hacerlo?

– Diana puede vernos, eso ya lo sabes. Nos abre las puertas para venir a este lado. También puede visitar el tiempo gris. Puede ser la voz de uno de nosotros si tenemos que hablar con alguien de este lado. Pero lo que la hace realmente especial es que puede cruzar del todo.

– ¿Quieres decir…?

– Quiero decir que puede caminar con los muertos.

– ¿Aunque esté viva?

Becca asintió con la cabeza.

– Es muy, muy peligroso para ella. Sobre todo ahora, porque no entiende lo que es capaz de hacer. Podría perder el camino, quedar atrapada en nuestro mundo o en el tiempo gris, entre los dos.

– ¿Qué pasaría entonces?

– Que sería uno de nosotros. También estaría muerta. O como si lo estuviera. Madison se estremeció otra vez; habría deseado llevar una chaqueta, pero sabía que no serviría de nada.

– Entonces no debería hacerlo, Becca. No debería cruzar. Alguien debería advertirle que no lo intentara siquiera.

– Sí. Supongo que tienes razón. El caso es que… cuando descubra lo de Missy, cuando entienda esa parte, seguramente lo intentará de todos modos. Y puede que así tenga que ser.

– ¿Puede?

– Bueno, no lo sé con seguridad. -Becca frunció el ceño-. Puede que sea eso lo que haga falta. Para que pueda luchar. Enfrentarse a ello como nadie más ha podido hacerlo. Para que pueda ser destruido de una vez por todas.

– ¿Ahí es donde está? ¿Al otro lado? No me dijiste que estaba muerto, Becca.

– Parte de él murió. Pero otra parte sigue viva. Y ésa es la parte que no ven, la parte contra la que tenemos que luchar. Hemos esperado mucho tiempo, hasta ser lo bastante fuertes. Y hasta tener lo que más nos hacía falta. Alguien que nos ayudara a luchar. Alguien lo bastante poderoso como para abrir la puerta adecuada.

– ¿Diana?

– Diana. Si puede. Y si él puede ayudarla.


– He mandado traer un equipo de antropología forense -le dijo Nate a Stephanie en un tono tan fatigado como el aspecto que presentaba-. Sabe dios cuánto tiempo llevarán ahí abajo algunos de esos huesos, pero tenemos que averiguar todo lo que podamos sobre ellos.

Ella empujó una taza de café sobre la mesa, hacia él, y se sirvió otra, sorprendida por que no le temblasen las manos.

– ¿Y no tenéis ni idea de lo grandes que pueden ser las cuevas y los túneles?

– Ni idea. Cuando Diana se desmayó, lo primero era sacarla de allí, así que no seguimos explorando. Alumbré con la linterna un par de aberturas, y parecía que llevaban a túneles más largos, pero no hay modo de saberlo con certeza sin volver a bajar. -Meneó la cabeza-. Y, francamente, preferiría no hacerlo.

– No me extraña -murmuró Stephanie.

Con un suspiro, él dijo:

– De todos modos, no sé si ése es sitio para la policía. Hace unos minutos, cuando llamé a Quentin al móvil, me dijo que había una unidad del FBI especializada en explorar y cartografiar pasajes subterráneos. Dijo que se pondría en contacto con ellos. -Hizo una pausa y añadió con deje irónico-: Preferí no preguntarle por qué existía semejante unidad.

Stephanie se quedó pensando en ello y por fin dijo:

– Parece raro, ¿verdad?

– Sí.

– Hum. ¿Cómo está Diana?

– Dormida, me ha dicho Quentin. Más bien inconsciente, supongo. Pero al parecer es normal después de una experiencia así. Normal. Santo dios.

– ¿Qué le pasó ahí abajo?

– No tengo ni puñetera idea. Lo único que puedo decirte es que tuve la escalofriante sensación de que otra persona estaba usando a Diana para hablar con nosotros.

– ¿Otra persona? ¿Quién?

– No lo sé. Pero parecía un niño.

Stephanie cogió su taza de café y bebió un sorbo rápidamente.

– Está bien, ahora sí que me estás asustando.

– No me sorprende. -Él suspiró-. Quentin estaba muy impresionado, eso te lo aseguro. Y sé de buena tinta que no hay muchas cosas que le afecten de ese modo. Creo que ha visto cosas que a ti y a mí nos provocarían pesadillas durante años.

Siguieron tomando el café en silencio durante varios minutos, ambos pensativos, y luego Stephanie habló lentamente.

– En parte, mi trabajo consiste en preocuparme por la reputación de El Refugio. Pero, con toda franqueza, creo que lo que haya en esas cuevas debe ver la luz del día… pase lo que pase después.

Nate se sintió al mismo tiempo aliviado y un tanto impresionado.

– Podrías perder tu empleo -dijo-. Quiero decir que a tus jefes no va a gustarles encontrar a policías y federales pululando por todas esas cuevas, sobre todo cuando empiecen a sacar los huesos que encontramos allá abajo. No hay ni una sola esperanza de que podamos mantener esto en secreto.

Stephanie hizo una mueca.

– No me importa mucho, ¿sabes? Después de lo que he descubierto sobre este sitio estos últimos días, empiezo a pensar que, de todos modos, preferiría trabajar en otra parte.

– No te vayas muy lejos -se oyó decir Nate. Y sintió que le ardían las orejas cuando ella le sonrió.

– Ya veremos -dijo ella, y añadió enérgicamente-: Entre tanto, ya que estás, podrías aprovecharte de mi autoridad mientras todavía la tengo. Daré permiso por escrito para que el equipo forense y los espeleólogos del FBI de los que te ha hablado Quentin hagan lo que crean necesario en esas cuevas. También daré autorización escrita, como directora de El Refugio, para que se inspeccionen minuciosamente los documentos históricos y los archivos almacenados en el hotel.

– Gracias. -Él intentaba no preguntar si su interés por ella, a duras penas velado, era correspondido-. Ya tengo a algunos de mis hombres en jefatura revisando los documentos históricos públicos que sea posible encontrar sobre El Refugio y esta zona en general. Además, van a reunir toda la documentación, por insignificante que sea, que tenemos sobre las desapariciones sin resolver y las muertes dudosas que ha habido por aquí. Nos enviarán copia de todo a Quentin y a mí.

– ¿De veras crees que todo esto está relacionado? ¿Que hay… algo misterioso actuando aquí?

– Dios, no sé qué pensar. Sabemos que en el hotel se cometieron al menos dos asesinatos. Tenemos lo que podría ser una red de pasadizos y cuevas, una de las cuales contiene restos óseos humanos. No sé si Quentin tenía razón al obsesionarse todos estos años. Y tampoco sé si tiene poderes extrasensoriales, o si los tiene Diana.

Nate torció el gesto.

– Que yo sepa, los responsables de que haya un montón de huesos en esa cueva podrían ser un oso o una manada de lobos, y el asesino de esos dos críos se largó hace mucho tiempo.

– Pero en realidad no lo crees.

Él se encontró con su mirada fija y suspiró.

– No. No, en realidad, no lo creo. Nunca he sido muy fantasioso, pero te aseguro que lo que sentí ahí abajo era algo sobrenatural. Hasta el olor era al mismo tiempo extraño y curiosamente familiar, como una cosa de la que sólo hubiera sido consciente en sueños. En pesadillas. Como si mi mente no pudiera identificarlo a nivel consciente, pero una parte mucho más honda de mí sí pudiera.

– Tu instinto, quizá.

– Quizá. Tuve la sensación de que sabía lo que había ahí abajo, pero no quería saberlo… si es que eso tiene sentido.

– No sé si algo de esto tiene sentido, pero sí, creo que sé lo que quieres decir. -Stephanie suspiró-. Hasta ahora, todo lo que hemos descubierto o creemos haber descubierto sugiere que hubo un asesino de la clase que fuera operando aquí.

– Sí.

– Entonces, ¿hay motivos para que advierta a mis clientes? ¿Alguna razón para creer que hay algún peligro?

Nate vaciló.

– Francamente, no lo sé. Mi entrenamiento y mi experiencia me dicen que no.

– ¿Pero?

– Pero… parecen estar saliendo a la luz un montón de crímenes antiguos, y mi experiencia también me dice que eso significa que algo ha cambiado. Puede que sólo sea que Quentin está aquí otra vez, buscando respuestas, justo cuando Diana aparece con la habilidad de descubrir, de algún modo, lo que llevaba enterrado todos estos años. Puede que sólo sea… una coincidencia perfecta.

– ¿Pero? -repitió Stephanie.

Nate recordó el frío que había sentido calarle los huesos en la cueva y movió la cabeza de un lado a otro.

– No es nada que pueda señalar con el dedo. Desde luego, nada lo bastante concreto como para hacerme avisar a tus clientes, o incluso para sugerir que les adviertas.

Stephanie se mordió el labio inferior y arrugó un poco el entrecejo.

– Y yo no quiero desatar el pánico… ni provocar un éxodo. Pero creo que aumentaré las medidas de seguridad en nuestros terrenos. Mal no puede hacer.

– No -repuso Nate-. Mal no puede hacer.


De pie en la puerta del dormitorio de Diana, Quentin la miró un momento para asegurarse de que seguía profundamente dormida. Le había quitado únicamente los zapatos y la había cubierto con un manta ligera, y ella yacía sobre su cama, igual que la había dejado más de dos horas antes.

Quentin se recordó que no era extraño que, tras el uso extremo o prolongado de cualquier facultad paranormal (y el sentido común le decía que canalizar el espíritu de una niña pequeña asesinada veinticinco años atrás era, ciertamente, un buen ejemplo de ello) una persona necesitara dormir mucho.

Aun así, le costaba apartarse de la puerta. No quería dejar a Diana, ni siquiera para entrar en la habitación contigua. Ella estaba recibiendo, estaba claro, un bautismo de fuego en lo tocante a sus facultades, y él quería facilitarle las cosas. Saber que no podía hacerlo le resultaba frustrante y curiosamente doloroso.

Por fin regresó a la sala de estar de la cabaña de Diana, donde había dejado su ordenador portátil. El Refugio ofrecía, entre sus servicios de primera clase, acceso a Internet de banda ancha… y un personal muy servicial, más que dispuesto a ir a buscar el ordenador a su suite para entregárselo allí.

Nate había tenido también la amabilidad de concederle la autorización que necesitaba para consultar varios archivos y, por primera vez, Quentin iba a poder remontarse mucho más atrás de aquellos veinticinco años.

«Ellos crearon El Refugio.»

Lo que Diana había dicho en la cueva le ofrecía un punto de arranque que nunca antes había tenido, y Quentin pensaba sacar el mayor partido a aquel dato. Tenía que encontrar toda la información disponible sobre los hombres que construyeron El Refugio, y sobre el asesino al que habían aplicado su particular versión de una justicia implacable.

Tenía que averiguar la verdad, tanto por Diana como por sí mismo.

Tenía que comprender.


– Entonces, ¿de verdad había un asesino? -Diana arrugó el ceño y dejó su taza sobre la mesa baja. Tras una ducha caliente, un plato de comida y una buena dosis de café, empezaba por fin a sentirse de nuevo ella misma.

O, mejor dicho, se sentía más fuerte y extrañamente concentrada, lo cual no era propio de ella, pero sí ciertamente mejor.

Quentin señaló el cuaderno que había llenado de notas y dijo:

– Por la información que me ha dado la gente de Nate y por lo que he podido encontrar en hemerotecas y otros archivos históricos, las desapariciones empezaron en esta zona a fines de la década de 1880. Hubo tal vez tres o cuatro al año, de media. Teniendo en cuenta lo accidentado que era, y que es, el terreno, y la dificultad de viajar en aquellos tiempos, no se consideró nada fuera de lo corriente. La gente se perdía en estas montañas. Había personas que resultaban heridas y morían antes de que alguien pudiera encontrarlas. Esas cosas pasaban.

Diana asintió con la cabeza.

– El pueblo de Leisure casi no existía, y no tenía cuerpo de policía del que mereciera la pena hablar -prosiguió Quentin-. No creían necesitarlo; la gente que se establecía en esta región solía ser dura y auto suficiente, y por lo general se ocupaba de sus problemas sin involucrar a los demás. Es una mentalidad que no se presta a llamar a la policía, sino más bien a coger la escopeta de la familia y…

– Ocuparse del problema por su cuenta -concluyó Diana-. Que es lo que hicieron los hombres que construyeron El Refugio.

Quentin hizo un gesto de asentimiento.

– Por lo poco que he podido encontrar, no está del todo claro pero deduzco que durante la construcción del hotel desaparecieron un par de personas más. Esta vez, sin embargo, se encontraron los cuerpos. Obviamente, esas personas habían sido asesinadas. La creencia general era que el móvil había sido el robo, sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época era prácticamente desconocido lo que más tarde se llamó asesinato indiscriminado y posteriormente asesinato en serie. Luego desapareció un niño.

– ¿Y quién iba a robar a un niño? -dijo lentamente Diana.

– Exacto. Había tanto miedo y tanta rabia que los hombres que habían invertido grandes cantidades de dinero en estas tierras y en la construcción de El Refugio decidieron contratar a un detective privado para intentar llegar al fondo del asunto antes de que sus trabajadores empezaran a desertar de sus puestos.

– No sabía que los detectives privados se dedicaran a buscar asesinos.

– Esas cosas solían quedar fuera de su radio de acción, pero al parecer el hombre asignado al caso era lo que entonces se llamaba un buen rastreador. En los archivos públicos prácticamente no hay información sobre todo esto, pero en la base de datos históricos del estado he encontrado un par de cartas escritas por personas que estaban aquí en aquel momento. Uno de los albañiles, especialmente, escribió con detalle acerca de la caza de ese asesino en una carta a su hermana. Y salta a la vista que tenía mala conciencia.

– ¿Porque no hubo juicio? -preguntó Diana.

– Ni juicio, ni arresto, ni nada oficial. El detective encontró pruebas suficientes para seguir el rastro del asesino, o eso creía, hasta un cobertizo de las montañas. -Quentin hizo una pausa y arrugó el ceño-. Está todavía allí, creo, un edificio de piedra muy viejo. Lo vi hace cinco años.

Diana no le preguntó sobre ese punto.

– Entonces, el detective privado encontró allí al asesino. Y…

– Y él, junto con un pequeño grupo de trabajadores de confianza que incluía al jefe de obra, subieron allí y cogieron al tipo. Cuyo nombre, por cierto, era Samuel Barton. Ya habían decidido que, si le colgaban, llamarían demasiado la atención, y estaban todos de acuerdo en que matarlo de un tiro era demasiado piadoso para él.

– Entonces, ¿lo arrojaron a ese pozo?

– Algo así. El pozo había sido descubierto cuando se estaban excavando los cimientos para los establos, y la escalerilla se colocó porque a alguien se le ocurrió la idea de que quizá pudieran usarse las cuevas como almacén. Pero el túnel era tan largo y estrecho que era demasiado complicado transportar nada hasta allí. Era, en cambio, una prisión estupenda.

Diana arrugó el ceño.

– ¿Pretendían que muriera allá abajo?

– No sé qué pretendían, pero tenían que saber que moriría. Estaban tan furiosos que al cogerle le dieron una paliza brutal. Le arrojaron al pozo y cerraron la trampilla. Él tenía que saber que nadie que le oyera iría a ayudarle. Puede que siguiera el túnel con la esperanza de que hubiera otra salida.

– Pero no la había.

– Eso carece de importancia. Según el hombre que escribió esa carta, Barton no llegó más allá de esa caverna grande que encontramos. El hombre se sentía tan culpable que bajó en persona una semana más tarde, en secreto, de noche. Encontró el cuerpo en la caverna. Y lo dejó allí.

Diana respiró hondo y concluyó la historia como parecía probable.

– El detective privado y el jefe de obra aseguraron a los demás que el… problema… había quedado resuelto. Las muertes cesaron. Y El Refugio se completó.

Quentin asintió con la cabeza.

– Eso es. Pero las muertes no cesaron en realidad, salvo por un tiempo. Al menos eso creo. Porque siguió desapareciendo gente en estas montañas. No mucha, un par de personas al año. Viajeros, gente que pasaba por aquí. Trabajadores itinerantes. Gente a la que no se echaba de menos, generalmente. La diferencia estaba en que no volvieron a encontrarse más cuerpos.

– Hasta Missy.

Él asintió de nuevo.

– Quentin… no estarás insinuando que todos estos años ha sido el mismo asesino. ¿Verdad?

– Tú lo dijiste -le recordó él-. Allá abajo, en las cuevas.

Diana se acordaba. Por escalofriante que fuera, se acordaba de todo. Pero…

– Sea lo que sea lo que sabe Missy, yo sólo sé lo que dije. Quiero decir que no entiendo cómo podría ser el mismo asesino. ¿Cómo podría seguir asesinando un muerto más de cien años después de su propia muerte? Y no entiendo por qué, si todo eso es cierto, cambió de conducta con Missy. Nadie que llevara tanto tiempo cazando y matando con éxito cambiaría de táctica. ¿No?

– No es probable. -Quentin era lo bastante hábil trazando perfiles psicológicos como para haber pensado en eso, y ofreció una posible respuesta-. A menos que algo externo le obligara a cambiar.

– ¿Algo como qué?

– La energía espiritual tiene su propio plano existencial, Diana. Sólo puede darse temporalmente en nuestro mundo, y sólo si se le ofrece una puerta, o si la energía misma es lo bastante fuerte como para abrirse paso.

– Entonces, ¿estás diciendo que el espíritu de ese asesino era tan fuerte que pudo cruzar esa puerta? ¿Tan fuerte que podía matar? -La sorprendió vagamente no parecer más incrédula.

– Creo que mataba… poseyendo a una persona… a falta de un término mejor. Probablemente a alguien que fuera vulnerable a esa clase de ataque. Mental o emocionalmente inestable, o físicamente débil en algún sentido. El asesino se apoderaba de ellos y… utilizaba sus cuerpos durante un tiempo. Disfrutaba de su terror y de su confusión. Quizás incluso les obligaba a matar a otros.

– Quentin…

– Eso ayudaría a explicar el tiempo transcurrido entre las desapariciones y las muertes. Tendría que haber un período de descanso tras gastar tanta energía, pero los intervalos no serían regulares, porque la cantidad de energía necesaria dependería de si se trataba meramente de poseer a alguien o de utilizar a esa persona para matar físicamente.

– ¿Meramente? -Fue cuanto logró decir ella.

– Es posible, Diana. Es posible que la energía espiritual que quedó cuando Samuel Barton fue prácticamente enterrado vivo contuviera cólera suficiente, maldad suficiente, para seguir matando y ocultando sus crímenes todos estos años. Al menos, hasta que asesinó a Missy. Hasta que mató a alguien capaz de impedir de algún modo que escondiera su cuerpo como había escondido o enterrado los de los demás.

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