Leisure, Tennessee
Veinticinco años atrás
La niña se acurrucó temblando en un rincón del fondo del armario. No le gustaba la oscuridad y cerró los ojos con fuerza para no verla. Se tapó los oídos con las manos y apretó con fuerza para silenciar aquel sonido.
Ta-tan.
Ta-tan.
Pero no podía acallarlo por más que lo intentaba, y tenía la terrorífica impresión de que estaba dentro de ella. A veces, si se ponía la mano sobre el pecho, sentía latir su corazón y le parecía que sonaba así.
Ta-tan.
Aquel ruido, sin embargo, estaba dentro de su cabeza; latía y tamborileaba como unas pequeñas alas al moverse, como si algo intentara desesperadamente escapar de ella.
– Vete -susurró.
Ta-tan.
«Mira.»
Ta-tan.
«Escucha.»
No leía muy bien, siempre le había costado trabajo, pero veían aquellas palabras como si estuvieran grabadas en su mente con letra brillante y fluida. Siempre era así: las letras diminutas y extrañas, formando palabras que ella entendía.
«Date prisa. Mira.»
No podía evitar mirar. Nunca había podido ignorar o resistirse a aquellas órdenes.
Mantuvo los oídos tapados con las manos y, aun así, abrió de mala gana los ojos. El armario estaba a oscuras, como temía, pero la luz se colaba por debajo de la puerta. Y mientras se concentraba en aquella rendija de claridad, sintió en el suelo, bajo ella, unas vibraciones lentas y pesadas.
«Escóndete.»
– Estoy escondida -murmuró, temblando. Tenía la mirada fija en aquella rendija de luz, y el temor que albergaba dentro de sí se iba haciendo cada vez más grande, enorme, hasta llenarla por completo.
«Ya viene.»
Contuvo el aliento en un sollozo mudo al tiempo que un retazo de oscuridad cruzaba la rendija de luz y la vibración del suelo cesaba.
Entonces aquella sombra engulló la luz y ella oyó temblar la puerta del armario.
¡Ta-tan!
¡Ta-tan!
¡Ta-tan!
Oh. No.
«Ya está aquí.»
Cinco años atrás
– Eres hombre difícil de encontrar.
Sin apartar los ojos de los papeles dispersos ante él, sobre la mesa, Quentin Hayes respondió:
– Pero no imposible, obviamente. ¿Quién me busca?
– Noah Bishop.
Quentin levantó la mirada entonces, alzando las cejas.
– ¿De la Unidad de Crímenes Espeluznantes?
Bishop sonrió vagamente.
– He oído ese mote.
– ¿Telepáticamente? Porque supuestamente ése es tu don, ¿no?
– Lo es. Pero no me hizo falta la telepatía para enterarme de las burlas. -Bishop se encogió de hombros-. Seguramente estaremos siempre oyendo variaciones del mismo asunto. Pero el respeto vendrá con el éxito. Con el tiempo.
Quentin estudió a su interlocutor, fijándose en sus ojos grises, curiosamente claros, y en su rostro, hermoso aunque cubierto de cicatrices, que denotaba fortaleza y peligro, y que sin duda disuadía a cualquiera, salvo a los más valientes, de mofarse abiertamente de él. Ello, además de su tasa de éxitos, extraordinariamente alta, como experto en perfiles psicológicos, había granjeado a Noah Bishop un gran respeto dentro del FBI, aunque su nueva unidad fuera también objeto de numerosas chanzas.
Quentin, por su parte, se había ganado una notable reputación como investigador solvente, que prefería trabajar solo, y no estaba en absoluto ansioso por unirse a un equipo… ni por hacer públicas unas facultades que le había costado numerosos esfuerzos ocultar.
– ¿Y por qué me lo cuentas a mí? -preguntó.
– Pensé que podría interesarte.
– ¿Ah, sí? No sé por qué.
– Claro que lo sabes. -Bishop entró en la habitación y, provisto aún de aquella leve sonrisa irónica, fue a sentarse al otro lado de la mesa-. Me viste venir. ¿Hace meses? ¿Hace años?
Quentin se negó a responder a aquellas preguntas cargadas de sorna.
– No estoy de servicio, por si no te lo han dicho.
– Lo que me han dicho es que has venido por lo menos dos veces aquí, a Tennessee, de vacaciones. A este mismo pueblo. Seguramente has venido a sentarte en esta misma sala de reuniones, que rara vez se usa, en una jefatura de policía que en los últimos veinte años no ha tenido que enfrentarse a gran cosa, aparte de multas de tráfico, riñas domésticas y, de vez en cuando, alguna operación de contrabando o algún laboratorio clandestino de fabricación de drogas. Te sientas aquí y repasas los mismos expedientes viejos y polvorientos, mientras los policías del pueblo se encogen de hombros y hacen apuestas.
– Tengo entendido que las apuestas están a mi favor -dijo Quentin.
– Esos hombres admiran la pura tenacidad.
– Como casi todos los policías.
Bishop asintió con la cabeza.
– Y a casi todos los policías les desagradan los misterios y los casos sin resolver. Así que, ¿es por eso por lo que estás aquí?
– ¿Quieres decir que no lo sabes?
Aquella burla no pareció turbar lo más mínimo a Bishop. Dijo tranquilamente:
– Yo no soy clarividente. Ni tampoco un vidente, como tú. Además, soy un telépata por contacto, no un telépata puro. Y, de todos modos, tocarte no me ayudaría necesariamente a leerte el pensamiento; prácticamente, todas las personas con facultades parapsicológicas que he conocido han desarrollado un escudo para protegerse.
– Entonces sólo das por supuesto que soy una de esas personas, ¿no? -tuvo que preguntar Quentin, a pesar de que el hecho de que Bishop se hubiera referido expresamente a un «vidente» significaba que hablaba con conocimiento de causa.
– No. Sé que tienes facultades parapsicológicas. Del mismo modo que tú sabes que las tengo yo, porque tendemos a reconocernos los unos a los otros. No en todos los casos, pero sí casi siempre.
– Entonces, ¿cuándo nos damos el apretón de manos secreto?
– Justo antes de que te entregue tu anillo decodificador de claves secretas.
Aquello hizo reír a Quentin inesperadamente; no tenía a Bishop por un hombre con sentido del humor.
– Perdona. Pero tendrás que admitir que una unidad del FBI compuesta por personas con facultades paranormales es algo bastante raro. Casi de cómic.
– No lo será algún día.
– Lo crees realmente, ¿verdad?
– La ciencia comprende cada vez mejor el cerebro humano. Tarde o temprano, las capacidades parapsicológicas serán clasificadas correctamente como una serie más de sentidos, lo mismo que la vista y el oído, tan normales y humanos como los otros.
– ¿Y tú dejarás de ser el jefe de la Unidad de Crímenes Espeluznantes?
– Digamos simplemente que es sólo cuestión de tiempo que las dudas y la incredulidad se demuestren falsas. Sólo nos hace falta tener éxito.
– Ah, vaya, ¿eso es todo? -Quentin sacudió la cabeza-. El porcentaje de casos archivados en el FBI es de… ¿cuánto?… ¿de cerca del cuarenta por ciento, ahora mismo?
– La Unidad de Crímenes Especiales lo hará mucho mejor.
Quentin no sabía con certeza qué habría contestado al optimismo de su interlocutor, pero en ese momento un miembro del Departamento de Policía de Leisure apareció en la puerta de la sala, interrumpiéndoles.
– Quentin, sé que se supone que estás de vacaciones -dijo el teniente Nathan McDaniel, dirigiendo una sola mirada a Bishop-, pero he creído que esto te interesaría… y el jefe me da permiso para que te lo diga.
– ¿Qué ocurre, Nate?
– Acabamos de recibir una llamada. Una niña pequeña ha desaparecido.
Quentin se puso en pie de inmediato.
– ¿En El Refugio?
– En El Refugio.
En la fecha de su construcción, en los albores del siglo XX, el extenso hotel fue bautizado con algún nombre altisonante, olvidado hacía mucho tiempo. Durante más años de los que nadie era capaz de recordar, se le había llamado simplemente «el refugio», y en algún punto del camino los propietarios se habían dado por vencidos y habían aceptado aquel nombre.
Durante buena parte de su historia, el hotel había sido lugar predilecto de vacaciones de ricos y amantes de la soledad, tanto por su grandiosidad como por su aislamiento. Alejado de grandes ciudades, se llegaba a él únicamente por una tortuosa carretera de dos carriles que ascendía por espacio de varios kilómetros desde el pueblecito de Leisure, y estaba tan apartado de la civilización como se pudiera imaginar, sobre todo en estos tiempos de comunicaciones instantáneas, o casi.
Tenía, a pesar de su aislamiento, buena cantidad de atractivos que atraían a los huéspedes y los animaban a hacer el largo viaje hasta sus puertas. Su enorme edificio principal y sus numerosas cabañas ofrecían el panorama espectacular de las montañas de los alrededores, y entre sus otros atractivos se hallaban kilómetros y kilómetros de sinuosos caminos para hacer senderismo o montar a caballo, sus bellos jardines, un enorme polideportivo con piscina olímpica y canchas de tenis cubiertas, y un hermoso campo de golf de dieciocho hoyos.
Si a todo ello se le añadía un servicio discreto y sumamente eficaz, listo para satisfacer todos los caprichos de los huéspedes, preciosas habitaciones y cabañas privadas con lechos lujosos y ropa de cama que, según se sabía, algunos huéspedes habían comprado tras su estancia, e instalaciones de balneario de primera categoría, el resultado era un hotel que había puesto a Leisure, Tennessee, en el mapa. O, al menos, en el mapa de los lugares de vacaciones de lujo.
– El único problema -le dijo Quentin a Bishop al salir de su coche de alquiler, en la rotonda que había frente al edificio principal del hotel-, es que este sitio tiene la mala costumbre de extraviar gente… y casi siempre son niños.
– Imagino que eso no lo incluyen en los folletos -dijo Bishop.
– No. -Quentin sacudió la cabeza-. Para ser justo, no hay en realidad una pauta fija, a no ser que uno tenga una mente tan suspicaz como la mía. Y por lo que he podido recomponer a lo largo de los años, los muertos y los desaparecidos, aunque suelen estar relacionados de algún modo con el hotel, casi nunca son huéspedes. En su mayoría eran hijos de gente que trabajaba aquí, o en esta zona. Gente de por aquí. Y la gente de esta parte del país no se sincera con los forasteros, ni quiere que nadie se meta en sus asuntos.
– ¿Ni siquiera cuando se trata de desapariciones de niños?
– Son de los que sólo se fían de sí mismos, créeme. Cogen sus perros y sus escopetas y se ponen a buscar por su cuenta. En los viejos tiempos, nadie se molestaba siquiera en informar a la policía cuando había algún problema y, por lo que he podido averiguar, lo mismo puede decirse de estos últimos años.
– ¿De qué margen de tiempo estás hablando?
– Me he remontado al menos veinte años atrás. Y he descubierto media docena de accidentes o enfermedades sospechosas, así como un asesinato incuestionable. Estadísticamente no es muy significativo, tratándose de un hotel por el que pasa tanta gente como por El Refugio, según los libros. Pero yo no me lo trago. Y…
Bishop aguardó un momento. Después preguntó:
– ¿Y?
– Y ha habido al menos cinco desapariciones sin resolver relacionadas con este lugar, casi todas de niños, aunque no todas.
No hacían falta facultades paranormales para saber que Quentin había cambiado de idea respecto a lo que iba a decir en el último momento, pero Bishop no insistió. Se limitó a decir:
– Creo que, si yo fuera padre, dudaría en traer a mis hijos aquí.
– Sí. Yo también. -Quentin frunció el ceño al mirar a Nate McDaniel y a otro policía local, que estaban hablando con un hombre muy alterado cerca de la escalinata del hotel.
– ¿Y sigues viniendo aquí para descubrir por qué este sitio parece… maldito?
Quentin no puso reparos a la terminología.
– Como tú has dicho, a la mayoría de los policías no nos gustan los misterios.
– Sobre todo, si te atañen personalmente.
El ceño fruncido de Quentin se convirtió en una mirada torva, pero no contestó a aquello, ya que McDaniel se volvió y echó a andar hacia ellos, indicándoles con un gesto de la cabeza que se reunieran con él.
– Según el padre -les dijo-, la niña no es de las que se van por ahí. La madre estaba pasando el día en el balneario, así que él se había quedado con la niña. Esta mañana fueron a montar a caballo y luego fueron de comida campestre a la rosaleda. Pero la cesta que les dio el hotel no tenía la bebida favorita de la niña, así que el padre fue a buscarla. Dice que no se ausentó ni cinco minutos, aunque seguramente fueron casi diez. Cuando volvió, la manta seguía en la hierba, pero ella había desaparecido.
McDaniel suspiró.
– La mitad del personal del hotel la está buscando, pero tardaron al menos una hora en llamarnos.
– Entonces, ¿han buscado ya en los terrenos más cercanos al edificio? -preguntó Bishop.
– Eso dicen. -McDaniel le miró-. Sé porqué viene por aquí Quentin de vez en cuando, pero ¿qué me dice de usted, Bishop? El jefe dice que ha venido a hablar con Quentin, pero que tal vez esté dispuesto a ayudarnos a salir de ésta.
– Siempre estoy dispuesto a ayudar a buscar a un niño -respondió Bishop-. ¿Vio alguien a la niña después de que el padre la dejara en el jardín?
– Nadie con quien hayamos hablado, de momento. Y había más gente de excursión comiendo en otras partes del jardín. Es tradición en El Refugio, sobre todo en verano, como ahora. Pero todos los demás eran parejas, y supongo que estaban demasiado entretenidos para prestar atención a una niña que pasara por allí.
– ¿Y si la hubieran llevado a rastras o cogida en brazos? -preguntó Quentin.
Bishop le miró.
– La gente se fija en lo que se sale de lo normal. Si la niña se hubiera resistido o hubiera protestado, alguien se habría dado cuenta. Suponiendo que alguien la viera, claro.
McDaniel dijo:
– Y no hay rastro de lucha de ningún tipo, Quentin. No vamos a encontrar pisadas en un jardín que es casi todo hierba y senderos de baldosas, aunque estamos buscando en los parterres. La única cosa que se dejó la niña es el jersey que llevaba. He avisado a uno de los equipos de perros de rastreo y rescate. Estarán aquí dentro de media hora.
– ¿Cómo se llama, Nate?
– Belinda. Su padre dice que nunca ha respondido a ningún apodo. Tiene ocho años.
Quentin se volvió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la rosaleda, la cual se encontraba tras el edificio principal.
– Ahí va un hombre dominado por los demonios -dijo McDaniel casi distraídamente.
– ¿Qué clase de demonios, teniente?
– Eso tendría que preguntárselo a él. Lo único que sé es lo que he observado las últimas veces que ha estado aquí. Y lo que deduzco es que le atormenta un crimen que nadie ha sido capaz de resolver en veinte años. La diferencia es que Quentin no puede dejarlo correr.
Bishop asintió ligeramente, pero se limitó a decir:
– Todos tenemos un caso así, ¿no? Un caso que nos atormenta. El caso con el que soñamos por las noches.
– Sí. Pero Quentin también es distinto por otra cosa. El caso que le obsesiona está directamente sacado de sus pesadillas. Y de su infancia.
– Lo sé -respondió Bishop.
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era horrendo que una niña hubiera desaparecido en medio de una luminosa rosaleda, una soleada tarde de verano; pero lo que era aún más espeluznante era que el perro de búsqueda y rescate, tras olfatear el pequeño jersey rosa de Belinda, se limitara a sentarse y a proferir un aullido lastimero.
– ¿Había hecho eso alguna vez? -preguntó Bishop al entrenador, que negó con la cabeza tajantemente.
– Nunca. Cosmo conoce su trabajo y es el mejor rastreador que he tenido. No lo entiendo. -Se inclinó hacia su perro y comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras al tembloroso animal.
McDaniel también sacudió la cabeza, perplejo, y ordenó a sus hombres, que andaban por allí, que siguieran buscando sin ayuda del perro. A Bishop le dijo:
– Si tiene usted algún talento especial que ofrecernos, éste sería el momento.
– Sí -agregó Quentin, mirando a Bishop con aire desafiante-. Este sería el momento.
– No conozco el terreno tan bien como vosotros -dijo Bishop-, pero haré lo que pueda. Quentin, tal vez puedas enseñarme el plano de los jardines.
– Yo voy a hablar con el padre otra vez -dijo McDaniel con un suspiro.
Quentin vio al policía regresar hacia el edificio principal y luego dijo en voz baja, dirigiéndose a Bishop:
– Está bien, así que no vas a montar ningún numerito de feria para esta gente. Lo entiendo. Pero las habilidades que yo pueda tener no me están sirviendo de gran cosa, y confío en que las tuyas sean de más ayuda para encontrar a esa niña.
– La telepatía no servirá de nada -dijo Bishop en voz baja-. Pero tengo otro pequeño don que tal vez sirva.
– ¿Cuál?
Sin contestar concretamente, Bishop repuso:
– Necesito un lugar elevado, algún sitio desde donde pueda ver los alrededores hasta donde sea posible.
– En el edificio principal hay una torre con mirador. ¿Te servirá?
– Enséñame el camino.
La «torre» era poco más que una cúpula que sobresalía del tejado a un lado del edificio Victoriano y que albergaba una habitación circular, de unos ocho metros, cuyos postigos se dejaban abiertos de par en par durante el verano. Dado que El Refugio estaba situado en un extenso valle, desde aquel punto privilegiado alcanzaba a verse el paisaje de kilómetros a la redonda.
Bishop guardó silencio hasta que llegaron a lo alto de las escaleras y a la torre; entonces dijo:
– Siempre he creído que los animales son sensibles a cosas que la mayoría de la gente no percibe, cosas que sobrepasan sus sentidos, por muy finos que sean.
– Por desgracia, no pueden decirnos qué les inquieta. ¿O es que tus habilidades telepáticas sirven lo mismo para animales que para personas?
– Sólo para personas, me temo. Y únicamente para la mitad de la gente, no mucho más. Tú sabes que esos sentidos especiales son tan limitados como los cinco sentidos corrientes.
– No sé mucho sobre el tema, si quieres que te diga la verdad -respondió Quentin mientras se dirigía al flanco de la torre que daba al jardín-. No hay mucha literatura científica al respecto, al menos que yo sepa, y no me interesan las teorías descabelladas que se enmascaran como científicas.
– Entra en la Unidad de Crímenes Especiales y te garantizo que aprenderás todo lo que la ciencia y la experiencia pueden enseñarnos acerca de las facultades parapsicologías. Las tuyas y las de los demás.
– Yo no soy lo que se dice un jugador de equipo.
– Eso puedo aceptarlo -dijo Bishop, que se reunió con él y miró hacia los jardines-. Necesito un vidente, Quentin, y los videntes escasean.
– Yo no veo nada. Simplemente, algunas veces sé cosas -reconoció por fin Quentin-. Casi siempre son tonterías, cosas inservibles. Que el teléfono está a punto de sonar. Que va a llover. Que encontraré en algún sitio insospechado las llaves que perdí.
– Pero a veces -dijo Bishop-, sabes dónde puede encontrarse una prueba importante. O qué preguntas hay que hacer exactamente a ciertos sospechosos. O qué línea de investigación conducirá a un callejón sin salida.
– Has estado leyendo mi historial -dijo Quentin al cabo de un momento.
– Por supuesto. Eres una de las pocas personas con facultades paranormales que he podido encontrar en las fuerzas de seguridad… y la única que he encontrado en el FBI.
Quentin le miró y luego se encogió de hombros.
– Nunca he podido utilizar mi don como herramienta de investigación. Nunca lo he controlado en ningún sentido.
– Nosotros te enseñaremos a dominarlo hasta donde sea posible. Te enseñaremos a focalizar y encauzar tus capacidades. A usarlas para ayudar en una investigación.
– ¿De veras? ¿Podéis hacer eso?
Bishop sonrió levemente ante aquel desafío directo, pero en lugar de responder fijó la mirada en el valle y se concentró por completo en abrir y fortalecer sus cinco sentidos «normales». Fue como si una fotografía borrosa se perfilara de pronto nítidamente, mientras de fondo leves sonidos se destacaban y se hacían más claros, y Bishop pudo oler las rosas de allá abajo.
Después del comentario burlón de Quentin acerca de los cómics, no iba a admitir ante él que lo que estaba haciendo era, según el término acuñado, servirse de su «sentido de arácnido».
– Bishop…
– Espera. -Aguzó aún más sus sentidos y oyó fragmentos de las conversaciones de los policías y los empleados del hotel que buscaban a la niña, palabras y frases desarticuladas y sin importancia. Por debajo del olor de las rosas y otras flores y del aroma de la hierba recién cortada, percibió los sabrosos olores a comida procedentes de la cocina del hotel, el penetrante perfume o la loción de afeitar de alguna persona, y los olores cálidos y polvorientos de los caballos, el heno y el cuero. La nitidez de lo que veía, afilada como una cuchilla, se emborronó como si la lente de un zoom buscara objetos distantes y luchara por enfocarlos.
Bishop se esforzó un poco más y llegó aún más lejos.
Los colores se diluyeron los unos en los otros, los olores se mezclaron desagradablemente en un miasma denso que le revolvió el estómago, y los sonidos y las voces que oyó formaron una cacofonía que retumbaba en el interior de su cabeza…
«…o podríamos mirar junto al arroyo…»
«…claro que no estaba coqueteando con él…»
«…el huésped de la habitación Orquídea necesita…»
«…establos vacíos podría tener…»
«…sólo cuestión de tiempo que tengamos que dragar los riachuelos y el lago…»
«¿Papá? ¿Dónde estás? Tengo miedo…»
«Ya viene.»
– ¡Bishop!
Bishop bajó la mirada hacia la mano de Quentin, que descansaba sobre su brazo, y miró luego su cara; su visión siguió borrosa unos instantes antes de aclararse. Ya sólo oía los sonidos distantes que podían percibirse normalmente desde aquella altura. Olía únicamente los olores lejanos y placenteros de la tarde de verano.
No le hizo falta interrogar a Quentin para saber que, durante un tiempo excesivo, se había quedado muy quieto y silencioso, y tuvo que sacudirse mentalmente el frío que aún sentía. Se preguntaba si había podido sintonizar con el entorno con una intensidad tan fuera de lo corriente porque aquel lugar tenía, como creía Quentin, algo que lo distinguía. El frío que había sentido era al menos un indicio de que Quentin podía tener razón.
Pero había poco tiempo para sopesar esa posibilidad.
– ¿Sabes montar a caballo? -preguntó, sin que le sorprendiera el timbre levemente ronco de su voz.
Quentin arrugó el ceño.
– Sí -dijo-. ¿Qué demonios acabas de hacer?
– He… sintonizado con este sitio. Vámonos.
Quentin lo siguió, todavía con el ceño fruncido, y diez minutos después se hallaban a lomos de sendos caballos del hotel, recorriendo uno de los caminos que se adentraban serpenteando en las montañas. Bishop abría la marcha; no decía gran cosa, pero parecía reconcentrado y lleno de determinación, como si escuchara una voz interior que le guiaba.
En realidad, a Quentin no le sorprendió ver que su compañero montaba bien a caballo; tenía la fuerte impresión de que Bishop era de los que dominaban magistralmente todo lo que emprendían, por más esfuerzo o tiempo que le costara.
Lo cual, Quentin lo sabía, sin duda incluía sus facultades psíquicas.
Pero ¿qué había hecho Bishop en la torre? Fuera lo que fuese, había requerido verdadero esfuerzo físico; sus ojos se habían dilatado tanto que, por un instante, al mirarlos, Quentin había pensado en un estanque negro y profundo, bordeado de hielo. Era inquietante, como mínimo. ¿Y qué había dicho Bishop? ¿Que había sintonizado con aquel lugar? ¿Qué diablos se suponía que significaba eso?
Azuzó a su caballo para que se pusiera junto al de Bishop, a pesar de la estrechez de la senda, y dijo:
– ¿Sabes dónde está o sólo vamos a dar un agradable paseo vespertino?
– Sé dónde está -contestó Bishop con calma.
– ¿Cómo lo sabes?
– La he oído.
Quentin tardó un momento en digerir aquello.
– ¿Desde la torre? ¿La has oído desde allí?
– Sí.
Quentin miró la considerable distancia que ya habían recorrido y luego dijo casi involuntariamente:
– Tonterías.
– La mente -repuso Bishop-, es una herramienta notable. Y también los sentidos. Los cinco corrientes, más esos sentidos especiales que nosotros tenemos la suerte de poseer.
– Bishop, tú has perdido el juicio… y todos tus sentidos.
– Ya veremos.
Quentin se quedó rezagado, pero siguió avanzando tras Bishop mientras intentaba convencerse de que sólo estaba siguiéndole la corriente a aquel lunático. Pero la vocecilla de su cabeza, que tan a menudo le había dicho dónde mirar o qué preguntar o qué ocurriría a continuación, le decía que encontrarían a la pequeña Belinda y que ello se debería a que Bishop, de algún modo, la había oído.
– ¿Belinda?
– Vete -masculló la pequeña, parpadeando bajo la luminosidad de la linterna de Quentin. Estaba acurrucada en un rincón, junto a la desvencijada chimenea de piedra, y parecía esforzarse por retroceder aún más, por hacerse aún más pequeña-. No me hagas daño. -Su voz era fina y temblorosa; su súplica terminó en un sollozo entrecortado.
– No pasa nada, Belinda, ya estás a salvo. Vamos a llevarte con tus papas. -Quentin intentó que su voz sonara tranquilizadora, pero el terror de la niña era palpable y no se atrevió a tenderle los brazos.
– Déjame intentarlo -dijo Bishop.
Quentin se apartó de buen grado; había muy poco espacio dentro de aquel destartalado edificio, que en otro tiempo podía haber sido una casa, y pensó que Bishop y él se cernían amenazadoramente sobre la chiquilla llorosa. Saltaba a la vista que la niña estaba aturdida y confusa, si bien parecía ilesa, de no ser por un pequeño corte en la frente.
Lo que Quentin no entendía era cómo había logrado llegar hasta allí, mucho más lejos de El Refugio de lo que una niña de su edad habría podido llegar en aquel lapso de tiempo. Por sus propios medios, al menos.
– No pasa nada, Belinda -dijo Bishop, repitiendo suavemente las palabras tranquilizadoras de Quentin. Pero él no vaciló en tender los brazos y coger a la niña.
Para sorpresa de Quentin, la pequeña no sólo no se resistió ni protestó, sino que se relajó visiblemente y dejó de llorar. Incluso parecía un poco soñolienta, como si el cansancio se hubiera apoderado de pronto de ella.
– Saquémosla de aquí -dijo Bishop.
Quentin informó por radio a los otros equipos de búsqueda de que Belinda había sido encontrada sana y salva, y Bishop manejó con facilidad su cuerpecillo ligero, llevándola delante de sí, sobre su caballo, mientras descendían por la montaña.
Por más que se alegrara de que la niña hubiera aparecido sana y salva, y por más que le hubiera impresionado cómo había logrado encontrarla Bishop, lo que más intrigaba a Quentin era la reacción de Belinda ante su compañero. Con aquellos ojos pálidos y la fea cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, la cara de Bishop no parecía de las que inspirarían confianza a una niña aterrorizada y, sin embargo, desde el instante en que la había tocado, Belinda había parecido perfectamente confiada y contenta en sus brazos.
– Se te dan bien los niños -comentó Quentin mientras recorrían el último kilómetro de regreso a El Refugio-. ¿Tienes hijos?
Bishop bajó la mirada hacia la niña de cabello moreno acurrucada contra él, y Quentin distinguió en sus ojos un destello de dolor que desapareció rápidamente.
– No -contestó Bishop-, no tengo hijos.
– Supongo que algunas personas tienen ese don. Yo nunca lo he tenido. Me gustan bastante los niños y todo eso, pero no me hacen mucho caso.
– Belinda ha pasado por muchas cosas -dijo Bishop.
Quentin no se molestó en añadir que ello no habría cambiado su forma de reaccionar ante él. Miró el rostro soñoliento de la niña y bajó la voz para decir:
– La oíste desde allá arriba; supongo que puedes oírla ahora. ¿Qué le ha pasado?
– No se acuerda. -Bishop también hablaba en voz baja.
– ¿Cómo? ¿De nada?
– De nada, desde que se levantó esta mañana. No recuerda haber ido a montar a caballo con su padre, ni el principio de la excursión por el campo. -Bishop hizo una pausa; luego añadió-: No es extraño, después de haber sufrido una herida en la cabeza.
– No, pero… ¿cómo se hizo esa herida? ¿Y cómo demonios recorrió varios kilómetros por el valle y las montañas en poco más de un par de horas?
– No lo sé.
– No había huellas de cascos de caballo alrededor de ese viejo cobertizo, excepto las de los nuestros. Ni huellas de neumáticos. Qué demonios, no había ninguna huella que yo viera. Ni siquiera las suyas.
– Sí, ya lo noté.
Casi habían llegado a El Refugio y Quentin dejó pasar el asunto de momento. Pero, después de que Belinda fuera entregada sana y salva a sus alborozados padres y de hacer frente a todas las preguntas, exclamaciones y agradecimientos -para lo cual Bishop hizo gala de una discreción y una imaginación para las evasivas dignas de asombro-, volvió a sacar a relucir la cuestión.
Estaban sentados a una mesa casi aislada, en una sección en sombras de una de las terrazas, con un par de cervezas bien frías, gentileza de la casa.
– Te fijaste en que allá arriba no había huellas. Me parece que los dos creemos que la niña no pudo recorrer por su propio pie todo ese camino. Así que, ¿qué crees que le ocurrió a Belinda?
– No lo sé. Sin pruebas de ninguna clase, no hay modo de saberlo.
– No te estoy preguntando lo que sabes. Te estoy preguntando lo que crees. Lo que intuyes. Vi tu cara cuando llegamos a ese viejo cobertizo, y no hacía falta ser un telépata para darse cuenta de que sentías algo que no te gustaba nada.
Pasado un momento, Bishop respondió:
– Era un edificio viejo y como la mayoría de los edificios viejos, tenía un montón de… ecos. Por desgracia, no conozco ningún modo de separar capas de tiempo, de distinguir el eco psíquico de algo que ocurrió hace un siglo del eco de algo que sucedió ayer. O quizás hoy mismo. O hace veinte años.
Hubo otra pausa mientras Quentin lo miraba; después, dijo con calma:
– No sucedió allá arriba. Lo que pasó hace veinte años.
– Lo sé.
– Sabes muchas cosas, ¿no? -No era, en realidad, una pregunta.
Bishop sonrió.
– ¿Crees que intentaría reclutar a un nuevo miembro para mi equipo sin saber antes todo lo que pueda de él? No habrá muchos secretos en la unidad, Quentin, eso no hace falta decirlo. Somos un grupo de gente con facultades extrasensoriales. Al final acabaremos sabiendo todo lo que haya que saber los unos de los otros, desde los telépatas que pueden leer el pensamiento hasta los que tienen facultades empáticas y son capaces de percibir el dolor ajeno.
– Si ése es el discurso con el que reclutas a la gente; seguramente asusta a más gente de los que realmente llegas a convencer -masculló Quentin.
– ¿A ti te asusta?
– Primero contéstame a una cosa -dijo Quentin-. ¿Qué sentiste o intuiste en ese cobertizo?
– Lo mismo que sentí, por una fracción de segundo, en la torre del hotel. Algo antiguo, frío y siniestro. Algo diabólico.
– ¿Qué es?
– No lo sé. Nunca antes había sentido nada parecido. Pero lo que puedo decirte es que lleva aquí muchos años. Que hoy frustramos sus planes al encontrar a Belinda a tiempo. Y que fue eso lo que alteró tu vida hace dos décadas.
– ¿Cómo sabes eso? -preguntó Quentin con aspereza.
– Me agarraste del brazo en la torre, ¿recuerdas? Lo sentí entonces. Sentí que, sea lo que sea lo que está pasando aquí, estás relacionado con aquello. Que por eso sigues volviendo, porque estás atado, unido a este lugar, y no sólo por tus recuerdos. También por otra cosa. Y que volverás una y otra vez hasta que descubras las respuestas que buscas.
– ¿No puedes dármelas tú?
Bishop sacudió la cabeza de un lado a otro.
– No. Y tampoco las encontrarás en este viaje, de eso estoy seguro. Todavía no ha llegado el momento.
– Dijiste que no eras vidente.
– No lo soy. Pero he aprendido que la mayoría de las cosas tienen un ritmo. El universo tiene un ritmo. Una secuencia de acontecimientos, una tónica, un orden necesario. A veces lo siento. Y lo que estoy sintiendo aquí es que no ha llegado el momento, que la oscuridad de este sitio permanecerá oculta todavía algún tiempo.
Quentin dijo con un destello de humor:
– Eso sólo lo dices para que me vaya de aquí y me una a tu equipo.
– No. Si pudiera ayudarte a saldar cuentas con tu pasado aquí y ahora, lo haría, créeme. -La boca de Bishop se torció ligeramente-. Sé lo que es pasar mucho tiempo mirando hacia atrás, en vez de hacia delante. Pero eso no me ha convertido en un inválido, ni te convertirá en un inválido a ti.
– Pareces muy seguro.
– Lo estoy. Igual que estoy seguro de lo que te dije hace unas horas. Me viste llegar, ¿verdad, Quentin? Sabías que te pediría que te unieras al equipo.
Quentin se rió con desgana.
– Demonios, te vi llegar hace años.
– Por eso entraste en el FBI.
– Sí. Tenía una licenciatura en Derecho con la que no sabía qué hacer y estaba pensando en entrar en la Policía. Y luego, un día… supe que se crearía la Unidad de Crímenes Especiales. Supe que formaría parte de ella.
Bishop dijo irónicamente:
– Y aun así me has hecho venir a buscarte.
– Bueno, a uno le gusta que le valoren.
– Me parece -repuso Bishop-, que sin duda te has ganado tu reputación de independencia temeraria.
– Creo que tienes razón. Y también creo que nos hemos alejado un poco del tema. No estoy dispuesto a tirar la toalla aquí, Bishop.
– Ni yo te lo pediría. Sólo te pido que mires hacia delante, en vez de hacia atrás. Durante un tiempo. Tu pasado siempre estará ahí, créeme.
– Aquella niña murió -se oyó decir Quentin.
– Lo sé. Y la chica… la mujer de mi pasado está tan lejos de mi alcance que es casi como si estuviera muerta. Al menos, hasta que el universo quiera retomar ese hilo.
– ¿Y tejerlo de nuevo en la trama? -Quentin sacudió la cabeza-. ¿Y si es un cabo suelto?
– No lo es. Ella no lo es. Y tampoco lo es tu Missy, Quentin.
Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que alguien pronunciaba aquel nombre delante de él, y Quentin sintió que se sobresaltaba.
– Missy está muerta. Lo único que ahora puedo hacer por ella es averiguar por qué murió.
– Te ayudaré en todo lo que pueda. Te doy mi palabra.
– Pero ¿no hasta que llegue el momento?
– Algunas cosas tienen que suceder como suceden.
Quentin lo miró con curiosidad.
– ¿Ésa es tu divisa?
– Algo así. Creerlo me mantiene cuerdo.
– Entonces quizá puedas convencerme. Entre tanto… ¡qué demonios! Parece que los dos sabíamos que esto era inevitable. -Le tendió la mano-. Ya tienes vidente, Bishop.
Y mientras se estrechaban las manos, estuvo a punto de hablarle de la vocecilla que murmuraba en su cabeza:
«Encontréis a Miranda. Pero todavía no. Todavía no».
Vio entonces un destello en los ojos pálidos de Bishop y comprendió que el telépata había oído también aquella vocecilla. No le hacía falta, sin embargo, que un vidente le dijera algo de lo que estaba ya completamente convencido. Encontraría a Miranda. Tarde o temprano.
Quentin se preguntó si él tendría tanta suerte con el desenlace de su atormentado empeño.