Diana se inclinó hacia delante y dejó cuidadosamente su taza sobre la mesa baja.
– Nunca… nunca me has dicho cómo murió.
– La estrangularon. -Quentin hizo una pausa y luego se obligó a continuar, manteniendo la voz firme-. La encontré en lo que ahora es el jardín zen, irónicamente. El riachuelo que hay allí era natural, y jugábamos bastante por aquella zona.
– ¿Estabas buscándola?
– Sí. Era la hora de la cena y no se reunió con nosotros en la terraza, como siempre, para que comiéramos todos juntos. Era raro en ella no aparecer, y me preocupé. No dejaba de pensar en lo asustada que me había parecido ese día, y los anteriores también, y en cómo había intentado contarme qué le asustaba.
– ¿Qué te había dicho?
– Nada que tuviera sentido para mí. Decía que oía cosas, sobre todo de noche. Y que… que a veces había una cosa dentro de ella.
– ¿Una cosa?
– Eso decía ella, una cosa. A veces había algo dentro de ella, y sonaba como el latido de su propio corazón.
Diana frunció ligeramente el ceño.
– ¿Y ahora tiene sentido para ti?
– ¿Alguna vez has oído en tu cabeza algo que suene como el latido de tu corazón, Diana?
En lugar de contestar directamente, ella dijo:
– ¿Crees que Missy podía tener poderes extrasensoriales? ¿Que era una médium?
– ¿Tú sí?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No. Yo… he oído muchas cosas dentro de mi cabeza, pero nunca nada que sonara como el latido de un corazón. Por lo menos, que yo recuerde.
Fue ahora Quentin quien arrugó el ceño.
– Aun así, eso no significa que no tuviera facultades parapsicológicas. Eso explicaría por qué oía cosas que la asustaban.
Diana vaciló. Después dijo:
– Alguien la mató, Quentin. Alguien de carne y hueso. Es evidente que Missy tenía razones para estar asustada.
– Eso no hace falta que me lo recuerdes.
– Lo que quiero decir es que… si has estado buscando una explicación paranormal todo este tiempo…
– ¿Por eso no he podido resolver el asesinato? -El movió la cabeza de un lado a otro-. Soy policía, Diana. Con facultades extrasensoriales o sin ellas, lo primero que nos enseñan es a buscar una explicación razonable, racional y probable. Porque casi siempre es eso lo que vamos a encontrar.
– ¿Y en este caso no?
– Los policías que investigaron el caso hace veinticinco años nunca encontraron un sospechoso posible. He revisado todos los informes de la investigación y he indagado por mi cuenta durante años, aunque haya sido extraoficialmente. Hasta he entrevistado a docenas de personas que estaban aquí o en la zona en aquel momento. Y no he sacado nada en claro.
Respiró hondo y exhaló lentamente.
– Missy fue estrangulada con un trozo de cordel de una bala de heno, procedente de un campo de labor que había a unos metros de donde fue encontrado el cuerpo. Un campo lleno de heno recién embalado. Lo único que eso me demuestra como policía, lo único que le demostraría a cualquier policía, es que el arma homicida estaba a mano, allí cerca, a disposición del asesino, lo que con toda probabilidad significa que él actuó impulsivamente o aprovechó una oportunidad, en lugar de planear lo que hacía. Algo desencadenó su ira o su necesidad, y usó el primer arma que encontró a mano para matarla.
– ¿Él?
– Lo más probable es que el asesino fuera… sea… un hombre. Las mujeres no matan prácticamente nunca a niños que no sean familiares suyos, y el único familiar de Missy aquí, su madre, estuvo ese día trabajando horas y horas en la cocina; según los informes, delante de un montón de personas que no la perdieron de vista ni un momento. Aparte de eso, nada en el lugar del crimen mostraba indicios de quién pudo matarla y por qué.
Diana arrugó el ceño y, sin saber siquiera de dónde procedía aquella pregunta, dijo:
– ¿Y para qué necesitaba el asesino el cordel? Quiero decir que… Missy era una niña pequeña. ¿No habría sido más lógico que utilizara sus propias manos?
Quentin asintió ligeramente con la cabeza.
– Una conclusión lógica es que probablemente fue estrangulada desde atrás con ese cordel porque el asesino no quería que le viera, o no quería verle la cara al matarla.
– ¿Por qué?
– Quizá porque verla morir habría significado que tendría que admitir ante sí mismo que era un asesino.
– ¿Cómo iba a engañarse pensando lo contrario?
– Muy fácilmente. La gente lo hace todo el tiempo, ya lo sabes. Nos engañamos a nosotros mismos. Casi siempre en cosas sin importancia. Nos engañamos para convencernos de que no seremos nosotros a quienes despidan cuando en nuestra empresa empiecen los recortes de personal; de que nuestro equipo preferido tiene posibilidades de ganar el campeonato; de que podemos permitirnos ese flamante coche nuevo que parece llamarnos desde el aparcamiento del concesionario.
– Todo lo cual está muy lejos de negarse a creer que uno es un asesino cuando está estrangulando a alguien -comentó Diana.
– Sí, hay una gran diferencia. Pero creo que, cuando cogió ese cordel y se lo puso alrededor del cuello a Missy, el asesino había llegado ya a ese punto gradualmente. Puede que le costara años llegar a ese estado, pero había llegado. Posiblemente por primera vez. Entonces, aquel día, podía matar, pero no verse como un asesino.
Hasta ese momento, Quentin se había mostrado aparentemente frío y clínico, pero su distanciamiento se esfumó cuando agregó con voz baja y algo ronca:
– Fuera lo que fuese lo que pasó, fuera cual fuese el desencadenante, ese hombre mató a Missy. La dejó en el riachuelo, entre las piedras y con el cordel todavía atado al cuello.
Hizo una pausa y añadió suavemente:
– Tenía los ojos abiertos. Al principio, cuando la vi, parecía estar mirándome fijamente. Suplicándome. Como si yo pudiera ayudarla. Como si debiera haberla ayudado.
– Quentin…
– Para entonces se había convertido ya en la hermanita que nunca tuve. Alguien sin quien no podía imaginar mi vida. Y me quedé allí, paralizado, mirándola a los ojos, sabiendo que le había fallado. Como hermano. Como amigo. No la había escuchado. No la había protegido. No la había ayudado. No la había salvado. Era… Fue como si me dieran una patada en el estómago. Todo a mi alrededor se desvaneció, se oscureció, hasta que sólo la veía a ella. Sus ojos. Esa cara pálida, pálida. Y el cordel atado alrededor de su cuello, cortándole la piel. Que una cosa tan corriente, tan insignificante, hubiera segado una vida. Que hubiera detenido para siempre una sonrisa y silenciado una risa. Un simple cordel. El cordel de una bala de heno.
Diana no estaba del todo segura de querer oír aquello, pero al mismo tiempo no recordaba haberse sentido nunca tan reconcentrada, tan lúcida. No había ya pensamientos dispersos, ni destellos azarosos de información, ni susurros en su cabeza. Ni siquiera quedaban el miedo y el sobrecogimiento de un rato antes, cuando había comprendido sin asomo de duda que ese día había hablado tranquilamente con un fantasma.
Sólo quedaba aquel hombre y su voz baja y dolorosa pintándole una escena horrenda y trágica que ella podía ver con tanta claridad que era como si hubiera estado allí en persona y hubiera visto muerta a aquella niñita.
Su cabello largo y moreno ondulando en el agua como si estuviera viva aún, sus grandes ojos oscuros mirándola…
– No fue… un crimen sexual -prosiguió Quentin con visible esfuerzo-. Por lo menos, ésa fue la conclusión oficial, y yo no he encontrado ninguna prueba que indique lo contrario. Estaba completamente vestida y no se encontraron fluidos corporales ni en el cuerpo ni cerca de ella, aunque, como estaba sumergida en agua, no podemos estar seguros de que no hubiera algo en su ropa o en su cuerpo que se hubiera llevado la corriente. No tenía hematomas, ni signos de violencia, aparte de lo que le causó la muerte. No había heridas defensivas. Le rasparon debajo de las uñas, tomaron muestras. Pero no había nada, ninguna prueba que ayudara a identificar a su asesino.
»Probablemente murió allí, en el arroyo o muy cerca. No había nada que indicara que pudo suceder en otra parte. Nada que demostrara que se resistió a su atacante, o que intentó defenderse de algún modo. Hasta donde pudieron determinar, la última persona que la vio con vida fui yo.
Aquello sorprendió a Diana.
– ¿Tú?
– Sí. Esa tarde, a última hora. Yo volvía de los establos y me la encontré cerca de lo que ahora es la entrada al jardín zen. Fue entonces cuando intentó una vez más decirme que tenía miedo, que aquí había algo… extraño. Pero yo estaba cansado y tenía calor y sólo quería irme a nuestra cabaña y darme una ducha. Pensé que Missy había tenido una pesadilla, o que quizá se había inventado aquella historia por la razón que fuera.
– ¿Podía haber una razón?
Él se encogió de hombros.
– Pudo ser porque los otros niños y yo pasábamos mucho tiempo montando a caballo, y ella nunca venía porque le daban miedo los caballos. O porque el verano se estaba acabando y estábamos todos un poco aburridos, un poco cansados de la compañía de los demás. Da igual. El caso es que me la quité de en cima. -Hizo una pausa y luego añadió con voz firme-: La hora de la muerte se fijó en menos de dos horas después de aquello.
– ¿Y nadie la vio en todo ese tiempo?
– Nadie reconoció haberla visto. Para ser del todo justos es probable que nadie se fijara en ella. Era… Tenía el don de deslizarse junto a los demás sin que la vieran.
– ¿Cómo un fantasma?
– Como un fantasma.
En la intimidad de su despacho, Stephanie Boyd hizo una mueca mientras sostenía el teléfono junto a su oreja. Se le daba bien guardarse sus ideas y sus sentimientos, pero era un alivio relajarse físicamente, aunque no pudiera hacerlo de palabra. Con aquel hombre, al menos.
Su jefe había reaccionado mal, como era de esperar, ante la noticia de que se habían hallado los restos de un niño en los terrenos de El Refugio. Y su reacción no había hecho más que empeorar cuando había comprendido las probables consecuencias de la investigación policial que había en marcha.
– ¿No podría detenerlos, Stephanie?
– ¿Cómo? -preguntó ella, reprimiendo las ganas de ponerse sarcástica-. La policía está obligada por ley a investigar una cosa así, y yo no tengo autoridad para impedírselo. Y, dicho sea de paso, no creo que ningún juez ni ningún político de por aquí lo intentara tampoco, teniendo en cuenta que se trata de la muerte de un niño.
Respiró hondo.
– Dejando a un lado, naturalmente, el hecho de que, si mostráramos cualquier reticencia a descubrir la verdad sobre esta tragedia, ello sólo podría dañar aún más la reputación de El Refugio, estamos obligados moralmente a hacer todo lo que podamos.
– Desde luego. Desde luego. -Doug Wallace se esforzó por fingir que le importaba el asesinato, cometido hacía mucho tiempo, de un niño pequeño. Y casi lo consiguió. Casi.
Stephanie mantuvo un tono de voz enérgico y profesional.
– Dadas las circunstancias, creo que lo mejor es que cooperemos plenamente con las autoridades. El capitán de policía al mando de la investigación me ha asegurado que hará todo lo que esté en su mano para llevar a cabo las pesquisas con la mayor discreción posible. -Decidió no mencionar al agente del FBI, que, a fin de cuentas, estaba allí extraoficialmente.
Wallace suspiró.
– Sí, eso ya lo he oído otras veces.
– ¿Tengo su permiso para ofrecer nuestra cooperación a la policía, para poner a su disposición nuestros archivos? -insistió ella.
– Santo dios. ¿De veras es necesario?
Stephanie ladeó inconscientemente la cabeza.
– ¿Hay algún problema, señor Wallace?
Él se quedó callado un segundo o dos. Después dijo:
– Stephanie, usted es consciente de que la mayoría, si no todos nuestros clientes, valoran mucho su intimidad.
– Sí, señor. -Stephanie se detuvo allí y aguardó. Sabía por experiencia que el silencio producía a menudo respuestas que las preguntas insistentes no lograban extraer de los demás.
– Hemos tenido algunos clientes muy importantes.
– Sí, señor.
Wallace suspiró de nuevo, impaciente.
– Uno de los servicios que ofrecemos es la discreción, Stephanie. La reputación misma de El Refugio se basa en eso. Es nuestra especialidad, es decir, lo que atrae a la gente a un lugar tan apartado. Así que, sí un cliente muy importante se registra con una acompañante que no es su esposa, nosotros respetamos su intimidad. Si una actriz que se está recuperando de una operación de cirugía estética o de las desafortunadas consecuencias de una aventura insensata desea que su presencia permanezca… en fin… en secreto, nosotros cumplimos. Si un grupo de hombres de negocios necesita un lugar discreto y seguro donde discutir el futuro de su compañía, nosotros se lo ofrecemos.
– Sí, señor.
– Maldita sea, Stephanie, nosotros sólo nos ocupamos de nuestros asuntos. Y nuestros papeles lo reflejan.
Ella dijo con firmeza:
– Señor, dudo mucho que los documentos archivados acerca de las situaciones que describe sean relevantes para la investigación policial y que, por tanto, puedan interesar a la policía.
Wallace masculló un exabrupto en voz alta.
– Stephanie, lo que intento decirle es que en el pasado ha habido ocasiones en las que no se ha guardado ningún archivo. Ni oficial, ni extraoficialmente.
– Señor, nunca se me ha informado de que algo parecido formara parte de mis deberes -contestó ella, crispada.
– No, por supuesto que no. Ahora ya no hacemos esas cosas -se apresuró a decir Wallace-. Para esas situaciones más delicadas tenemos un libro aparte, de cuya existencia me consta que está informada, puesto que yo mismo se lo dije. Pero en otros tiempos hubo ocasiones lamentables en las que los empleados de El Refugio aceptaban… eh… gratificaciones adicionales… a cambio de mantener el nombre o la situación de un huésped enteramente fuera de los libros.
Stephanie se preguntó con cierta acritud en qué se había metido. Le había parecido un trabajo tan encantador…
– Entiendo, señor.
El tono de Wallace era tenso, pero firme.
– No sé si esos policías piensan examinar a conciencia nuestros libros y otros archivos, ni sé qué esperan encontrar, pero cualquiera que estuviera familiarizado con la contabilidad del hotel notaría sin duda ciertas… discrepancias.
Stephanie comprendió lo que quería decir.
– Como comida y bebida cobradas a habitaciones que supuestamente no estaban ocupadas. O como servicios de balneario reservados y sin cobrar.
– Sí, sí, exacto, ese tipo de cosas. -Wallace exhaló un suspiro-. Le aseguro que todos esos pagos eran anotados y contabilizados de acuerdo con la ley. Nosotros nos limitábamos meramente a proteger el anonimato de nuestros clientes.
Y Stephanie creía en el conejito de Pascua. Se preguntaba cuántos secretos guardaba aquel lugar. Y cuáles le estallarían en la cara en cuanto quedaran al descubierto.
– Sí, señor. -No había, en realidad, mucho más que pudiera decir, al menos mientras conservara su empleo.
El señor Wallace carraspeó.
– Lo que quiero decir, desde luego, es que si la policía mira detenidamente nuestros libros es posible que encuentre cosas que desvíen su atención sin ninguna necesidad de la investigación de la trágica muerte de ese muchacho.
– ¿Qué espera que haga, señor? -preguntó ella secamente.
– Usted está ahí -dijo Wallace en tono persuasivo-. Puede… guiar… a la policía. Mantenerles concentrados en los detalles relevantes para la investigación.
– ¿Guiarles, señor?
– No se haga la tonta, Stephanie. Puede asegurarse de que a la policía no se le permite manosear indiscriminadamente nuestras cuentas y archivos. Límites. Hay que marcar límites.
– Ya me han pedido acceso a los archivos de personal y a los documentos históricos almacenados en el sótano.
– No veo de qué modo podría ser eso relevante.
– Me han asegurado que se trata simplemente del procedimiento rutinario. La policía necesita saber quién estaba aquí en el momento del asesinato de ese niño, y dado que han pasado diez años les harán falta todos los papeles que puedan encontrar.
– Debe usted ver esos archivos primero, Stephanie.
– Señor, ¿me está pidiendo que interfiera en la investigación?
– Desde luego que no. -Wallace parecía ofendido, pero también acosado-. No le estoy sugiriendo que oculte nada de valor a la policía, simplemente que eche un vistazo antes que ellos. Que expurgue lo que su sentido común le diga que de ningún modo puede ser relevante para la investigación. Y que me informe si encuentra algo… extraño.
– ¿Extraño, señor?
– Algo que le parezca raro, eso es todo. Nada que tenga que ver con ese asesinato, obviamente.
Stephanie tenía un instinto muy fino, y en ese momento su instinto prácticamente estaba haciendo el pino para llamar su atención. Intentar «guiar» a la policía para que no advirtiera las discrepancias en la contabilidad era una cosa, y rebuscar activamente en los documentos para informar a Wallace, otra bien distinta. Y tremendamente sospechosa.
¿Qué esperaba Wallace que encontrara?
– Stephanie, le estoy pidiendo en términos perfectamente razonables que tenga presente el interés de sus empleados, eso es todo.
Stephanie sintió la tentación de forzar a Wallace a que fuera más explícito, a que le explicara con más detalle a qué se refería, pero al final decidió no hacerlo. Por un lado, Wallace tenía tendencia a salirse por la tangente. Por otro, Stephanie no quería, en realidad, que se preocupara por sus actividades hasta el punto de coger un avión en California para plantarse allí. Al menos, hasta que descubriera de qué iba todo aquello.
Si había algo que los hijos de militares aprendían desde muy pronto era que cuanta más información se tenía más probable era tomar la decisión acertada. Nadie podía sorprenderte si sabías dónde se ocultaba.
En otras palabras, protegerse los flancos. Y el trasero, si la ocasión lo requería. Manteniendo un tono tranquilo, aunque levemente impaciente, dijo:
– Muy bien, señor. Echaré un vistazo abajo y le informaré si veo algo fuera de lo corriente. Y trabajaré tan estrechamente con la policía como sea posible para mantenerme al tanto de la investigación.
– Bien. -Wallace parecía, más que satisfecho, un tanto receloso, como si fuera consciente de que Stephanie no había cantado la canción de guerra de su equipo-. Bien. Espero informes regulares, Stephanie. Pase lo que pase.
– Sí, señor. -Ella cruzó los dedos-. Ahora que se acerca el fin de semana, no creo que se avance gran cosa hasta el lunes, por lo menos. Le llamaré entonces para darle noticias.
– Muy bien.
Stephanie colgó el teléfono, se recostó en la silla y, apoyando los pies sobre la mesa, se quedó pensando en aquello.
Punto primero: había discrepancias en las cuentas de El Refugio y posiblemente también en otros documentos. Punto segundo: a Douglas Wallace, director de la división inmobiliaria del riquísimo grupo de inversores propietario de El Refugio, le preocupaba que la persona equivocada encontrara algo sospechoso si rebuscaba entre aquel papeleo. Punto tercero: lo que preocupaba a Wallace, fuera lo que fuese, podía o no tener que ver con el asesinato de un niño de ocho años acaecido una década antes. Pero, en cualquiera de los dos casos, Wallace estaba algo asustado y lo disimulaba mal.
Lo cual era una mala noticia, se mirara por donde se mirara.
En resumen: Stephanie Boyd estaba en un atolladero.
– Mierda -masculló-. Sabía que este trabajo era demasiado bueno para ser verdad.
– No puedes culparte -dijo Diana.
– Lo sé, racionalmente. -Quentin se encogió de hombros-. Me digo a mí mismo que debo olvidarlo y seguir adelante con mi vida. Bien sabe dios que lo mismo me dicen los demás. Pero ya sea por mis facultades paranormales, por mi mala conciencia o por simple instinto, el caso es que algo dentro de mí ha insistido durante todos estos años en que tenía que encontrar al asesino de Missy. Y dejarla descansar en paz. Es algo que tengo que hacer. Algo que estoy destinado a hacer.
Diana recordó la cara delgada y los ojos tristes que había visto y dibujado, y dijo lentamente:
– Ojalá pudiera decirte que ya descansa en paz. Pero…
– Pero no puedes. La viste, lo que significa que sigue en el limbo, a falta de una palabra mejor. Después de todos estos años, no ha podido seguir adelante.
– ¿Hacia dónde?
Él sonrió ligeramente.
– ¿Quieres que diga que al cielo?
– No lo sé. ¿Sería cierto?
– Ésa es una pregunta a la que yo no puedo responder. Las cosas que sé del futuro no me revelan nada sobre el ámbito de lo espiritual. Ni sobre el más allá. De momento, al menos.
Diana arrugó el entrecejo. Bebió un sorbo de su té, ya frío, Y dijo:
– Mi dibujo de Missy. Lo hice antes de verla.
Quentin sabía qué estaba pensando.
– Es una forma de escritura automática. Tu subconsciente y tus facultades paranormales estaban funcionando más o menos automáticamente.
– ¿Por qué?
– Tenemos unas cuantas teorías. Casi siempre es el estrés lo que desencadena la escritura o el dibujo automático. Sólo conozco un par de personas con facultades paranormales capaces de utilizar a voluntad ese don; en los demás, suele manifestarse porque algo se ha reprimido.
Ella le miraba con fijeza.
– Tus facultades llevan intentando emerger casi toda tu vida. Intentándolo. Entre los fármacos, las terapias y tu resistencia, han sido reprimidas una y otra vez. Rechazadas, aprisionadas. Pero algo tan poderoso siempre, tarde o temprano, encuentra un camino para escapar de lo que lo retiene. Antes has dicho algo sobre pérdidas de conciencia.
Diana frunció el ceño, inquieta.
– ¿Sí?
– Sí. Imagino que las pérdidas de conciencia comenzaron en algún momento durante los primeros años de tu juventud, durante el período de caos físico y emocional de la adolescencia. Y que o se han ido haciendo más fuertes con el paso del tiempo, o suelen ocurrir cuando estás sometida a niveles de estrés infrecuentes.
– Lo último -contestó ella a regañadientes.
Quentin no permitió que advirtiera lo mucho que le alegraba aquella información. Si las pérdidas de conciencia eran erráticas y estaban relacionadas con el estrés, era menos probable que las facultades de Diana estuvieran convirtiéndose en un peligro para ella.
Menos probable. No imposible.
– ¿Lo que significa? -insistió ella.
– Lo que significa, o significa probablemente, que pierdes la conciencia únicamente cuando tus facultades no encuentran otro modo de liberarse.
Diana dejó su taza sobre la mesa baja y se reclinó hacia atrás, cruzando los brazos sobre el pecho.
– Está bien, ahora sí que me estás asustando. Hablas como si esas supuestas facultades mías tuvieran voluntad propia.
– Energía, Diana. Tu cerebro está diseñado de forma natural para captar la energía, y también tiene que ser capaz de liberarla. Piensa en una olla llena de agua hirviendo que empieza a llenarse de vapor. Si la tapa está bien cerrada, la presión puede aumentar hasta alcanzar una fuerza destructiva, hasta que el propio recipiente corre peligro. Hay que dejar escapar parte del vapor.
– De acuerdo, pero…
– La energía que captas debe tener una espita, cosa que tú instintivamente siempre has sabido. Si no puedes ofrecerle esa válvula de escape conscientemente, permitiéndote experimentar visiones como la que has tenido hoy, entonces tu subconsciente encontrará una forma de hacerlo por tu propio bien. Las pérdidas de conciencia.
– No recuerdo qué pasa en esos momentos. -Ella vaciló. Después añadió-: Pero me… me he despertado en sitios extraños. Haciendo, a veces, cosas extrañas.
– No me sorprende. Esos apagones psíquicos son una respuesta extrema, lo que significa que, antes de que ocurran, el nivel de energía ha de ser tremendo.
– ¿Qué ocurre entonces? ¿Cuándo se ha… desencadenado la pérdida de conciencia? -Diana no estaba segura de qué pesaba más en ella, si la curiosidad o el miedo.
Quentin movió la cabeza de un lado a otro.
– No tengo modo de saberlo con certeza. Las facultades parapsicologías son tan únicas como los individuos que las poseen. La liberación inconsciente de energía acumulada podría manifestarse casi de cualquier forma. ¿Qué cosas extrañas te has despertado haciendo?
– Una vez estaba en un lago. Con el agua hasta la cintura. -Se estremeció-. En aquella época no sabía nadar. Ahora, sí.
Él arrugó el ceño.
– ¿Qué más?
– Conducir el Jaguar de mi padre. Muy deprisa. Tenía catorce años.
– Dios mío.
– Sí. Me llevé un susto de muerte.
– Cuándo recuperaste la conciencia, ¿no guardabas ninguna sensación de adonde ibas ni por qué?
– No, sólo… -Fue ahora Diana quien frunció el ceño-. Sólo un… impulso, un tirón.
– ¿Un tirón?
– Sí. Como si algo, o alguien, supongo, me hubiera, estado llamando, arrastrándome hacia sí.
– ¿Adónde te dirigías?
– Tenía tanto miedo que apenas me daba cuenta de dónde estaba.
– Piensa. Intenta recordar.
– ¿Es importante?
– Podría serlo.
Diana se concentró e intentó orillar el terror y la angustia que guardaba en la memoria y recordar algo más que emociones. ¿Qué había hecho? Frenaba el coche, buscaba una señal, tenía las manos frías y sudorosas sobre el volante y el corazón le latía con violencia. En la oscuridad, antes de que amaneciera, todo le parecía ajeno y se sentía tan sola que no había palabras para expresarlo.
– Estaba en una autopista interestatal -dijo cuando una señal de tráfico brilló entre sus recuerdos-. Me dirigía al sur. Tardé más de una hora en encontrar un teléfono y llamar a mi padre. No… no le hizo mucha gracia. Estaba tan asustado como yo, o eso me pareció. -Hizo una pausa y luego añadió-: A la semana siguiente, hubo una clínica nueva. Un nuevo doctor. Un nuevo tratamiento.
– Lo siento, Diana.
Ella le miró.
– En aquel momento estaba más que dispuesta a probar cualquier tratamiento que me propusieran los médicos. Tenía catorce años, Quentin, y me despertaba en una autopista interestatal a las cinco de la mañana, conduciendo el Jaguar de mi padre a casi ciento ochenta kilómetros por hora. Tenía miedo de estar intentando matarme. Creo que mi padre temía lo mismo.
– ¿Y los médicos?
– ¿Si creían que tenía tendencias suicidas? -Ella levantó los hombros y los dejó caer-. Algunos sí, a lo largo de los años, estoy segura. Pero nunca hice las cosas que los pacientes con tendencias suicidas suelen hacer. Nunca intenté cortarme las venas o hacerme daño de ninguna otra manera. Dejando a un lado las pérdidas de conciencia, desde luego. Nunca intenté atiborrarme de fármacos. Nunca hablaba de matarme, nunca hacía dibujos que indicaran que tenía el suicidio en la mente, o bajo ella.
– ¿Qué hay de las pérdidas de conciencia? ¿Son frecuentes?
– No han sido tantas, en realidad. Puede que dos al año y, casi siempre, cuando salgo de ellas, estoy en mi cama o sentada en una silla. Como si me hubiera quedado dormida. Y hubiera soñado cosas que nunca recuerdo.
– El subconsciente suele ser un buen guardián y tiende a protegernos de lo que no podemos o no queremos soportar -dijo Quentin-. Pero me sorprendería que, ahora que sabes que tienes facultades extrasensoriales, no se te abrieran unas cuantas puertas. Puede que empieces a recordar esos sueños. Y esas experiencias.
Aquella posibilidad daba miedo, pensó Diana. Quizás incluso más que no recordar nada.
– Uno de mis médicos -dijo-, se convenció de que las pérdidas de conciencia eran causadas por una reacción adversa a uno o más medicamentos que me habían recetado. Eso fue hace casi un año.
– ¿Te quitó la medicación?
Ella asintió con la cabeza.
– Los primeros dos meses fueron… un infierno. Me retiraron los fármacos bajo supervisión, así que tuvieron que hospitalizarme. Que vigilarme. Muchos de esos medicamentos me los habían recetado para aquietar mi mente y mantenerme en calma.
– Sedantes -dijo Quentin-. Ansiolíticos. Antidepresivos.
– Sí. Cuando me los quitaron todos, aunque fuera poco a poco, fue como si me dieran cuerda. Perdí diez kilos porque no podía estarme quieta. Hablaba tan deprisa que nadie entendía lo que decía. No pegaba ojo y nada retenía mi atención más de un par de minutos seguidos. Mi padre quería que volvieran a medicarme por el estado en que estaba. Pero el doctor se mantuvo firme, afortunadamente. Y después de las primeras semanas mi mente se aclaró por fin lo suficiente como para que yo también pudiera mantenerme firme.
– ¿Cuánto tiempo llevabas medicándote? -preguntó Quentin al cabo de un momento.
Diana no quería decírselo, pero por fin contestó:
– Me prescribieron los primeros fármacos cuando tenía once años. Desde ese momento, siempre había algo, normalmente más de un medicamento cada vez. Pero siempre alguno. Ahora tengo treinta y tres años. Haz la cuenta.
– Más de veinte años. Has pasado dos tercios de tu vida drogada.
– Y más o menos el mismo tiempo sin memoria -contestó ella.