– No sé qué está pasando -le dijo la señora Kincaid a Stephanie-, pero le aseguro que esa chica se trae algo entre manos, señorita Boyd.
Stephanie bebió otro sorbo de su café solo y fuerte y deseó que le hubieran dejado dormir una hora más esa mañana. Odiaba las mañanas por norma, y aquélla estaba resultando aun peor que de costumbre.
– ¿Qué espera usted que haga, señora Kincaid? -preguntó, manteniendo un tono de voz enérgico, pero afable-. Ellie Weeks no ha hecho nada malo. De momento, al menos. Desde luego, no ha hecho nada que merezca una advertencia por mi parte.
– Me hago cargo de ello, señorita Boyd -respondió la gobernanta con voz crispada-. Y, como encargada del personal de limpieza, es desde luego mi deber hacer tales advertencias. Simplemente he creído que era preferible tenerla informada.
«¿Informada de qué?», quiso preguntar Stephanie. Pero no lo hizo. Por el contrario, añadió:
– Se lo agradezco, señora Kincaid. Y confío en que seguirá haciéndolo.
– Desde luego.
Stephanie asintió con una inclinación de cabeza.
– Estupendo. Yo quería informarle de que la policía ha pedido revisar los papeles viejos y los documentos históricos almacenados en el sótano, e inspeccionar lo que haya en el desván, así que no se alarme si se encuentra a algún policía o al agente Hayes en zonas del hotel normalmente vedadas a los huéspedes.
La gobernanta arrugó el ceño.
– ¿El desván?
– ¿Hay algún problema?
– No sé qué esperan encontrar en el desván.
– Yo tampoco, pero dado que están investigando la muerte de un niño aquí, en El Refugio, no quiero declarar ninguna zona fuera de los límites de sus pesquisas, como es lógico.
– No, por supuesto que no. -Pero la gobernanta siguió con el ceño fruncido-. Espero que les recuerde, señorita Boyd, que tanto el desván como el sótano son simples almacenes y que, como tales, no se limpian ni se airean regularmente.
Era asombroso, pensó Stephanie, lo celosas que algunas personas se volvían de sus dominios. Primero Cullen Ruppe, en los establos, se resistía a que registraran su cuarto de arreos, y ahora la señora Kincaid se preocupaba por su reputación debido a que había polvo en el desván y el sótano.
Intentando no parecer condescendiente en lugar de tranquilizadora, Stephanie dijo:
– Estoy segura de que lo entenderán, señora Kincaid.
– Eso espero, señorita Boyd. -Poniéndose en pie, la gobernanta se volvió hacia la puerta; luego se detuvo y miró a Stephanie, sentada detrás de su amplia mesa. En una rara muestra de locuacidad, agregó-: Yo llevo aquí mucho tiempo, ¿sabe usted? Más que nadie del personal. Y mi madre trabajó aquí antes que yo, como gobernanta.
– No lo sabía -dijo Stephanie, sorprendida.
La señora Kincaid asintió con la cabeza.
– Ese agente Hayes… estuvo aquí de niño, con sus padres. Hace veinticinco años. Me acuerdo de él.
Dado que la gobernanta rara vez tenía contacto directo con los huéspedes, Stephanie se sorprendió aún más.
– ¿Después de tantos años?
Con otro asentimiento, la señora Kincaid dijo:
– Ése fue un mal verano, y es poco probable que llegue a olvidarlo alguna vez. Una de nuestras camareras tenía una niña pequeña que fue asesinada. La policía nunca descubrió quién la mató. -Hizo una pausa y luego añadió-: Era amigo suyo. El agente Hayes. Decían que fue la última persona en ver con vida a la pobrecilla Missy. Aparte del asesino, claro está.
Stephanie no supo qué decir.
Volviendo al asunto que la había llevado a su despacho, la gobernanta agregó:
– Vigilaré a Ellie, señorita Boyd. No tiene que preocuparse por eso.
– Bien. -Stephanie no quiso recordarle que vigilar a la chica era idea de la propia señora Kincaid.
Aparentemente satisfecha, la gobernanta salió del despacho cerrando la puerta suavemente a su espalda.
Stephanie suspiró, apuró su café y se levantó, decidida a regresar a los establos para ver si el registro del cuarto de arreos había dado algún fruto.
Tenía el presentimiento de que sí.
Un mal presentimiento.
Nate se negó en redondo a permitir que alguien bajara por aquella escalerilla hasta que llegaran los refuerzos que había pedido.
– Ni en sueños vas a bajar ahí sin mí -le dijo a Quentin-. Lo que significa que ninguno de nosotros bajará hasta que tenga alguien aquí que nos cubra las espaldas.
Diana estaba convencida de que a Quentin no le agradaba aquel retraso, aunque hubiera accedido a él de inmediato. Ella, por su parte, estaba segura de lo que sentía al respecto.
No quería bajar allí.
Ninguno de los dos policías había dicho o dado a entender que fuera a bajar, pero ella lo sabía. Sabía que estaba destinada a ver lo que hubiera allá abajo, lo mismo que Quentin. Que tenía que bajar por aquella escalerilla y adentrarse en la oscuridad.
Temblando, hundió las manos aún más en los bolsillos de su chaqueta. ¿Por qué seguía teniendo frío?
Nate echó una ojeada a su reloj y luego dijo:
– Mirad, pasará media hora larga antes de que lleguen mis hombres y se organicen. Marchaos a desayunar. Yo esperaré aquí.
– Tú tampoco has desayunado -dijo Quentin.
– Sí, bueno. Mandadme a alguien con medio litro de café y un sándwich de huevo, y estaré perfectamente.
Desde la puerta del cuarto de arreos, Stephanie dijo:
– De eso puedo encargarme yo. -Tenía la mirada fija en la trampilla abierta, y añadió con incredulidad-: ¿Habéis encontrado algo?
Quentin agarró a Diana del brazo y la hizo pasar junto a Stephanie cuando ésta entró en la habitación.
– Sí, hemos encontrado algo. Nate, si se te ocurre siquiera bajar por esa escalerilla sin mí…
– No bajaré, no bajaré. Id a desayunar.
– ¿Hay una escalerilla? -Stephanie estaba aún más perpleja.
Diana no pudo por menos de sonreír con sorna mientras Quentin y ella salían del cuarto de arreos y se alejaban.
– ¿Por qué tengo la sensación de que ella también va a querer bajar por esa escalera?
Quentin pareció percibir algo en su voz, porque su pregunta fue inmediata.
– ¿Tú no quieres bajar?
– La verdad es que no.
– ¿Por qué? ¿Has sentido algo?
Diana respiró hondo y exhaló despacio, removiéndose un poco mientras caminaban para desasir el brazo que Quentin le sujetaba ligeramente.
– Es un agujero negro en el suelo, Quentin. No parece muy acogedor. Me lo dicen mis cinco sentidos corrientes.
Quentin no se molestó en recordarle que ella era la responsable de que supieran de la existencia de aquel agujero negro.
– No hace falta que me digas -dijo-, que hubieras sido mucho más feliz si no hubiéramos encontrado nada ahí dentro.
Aquello sorprendió a Diana, que le lanzó una mirada rápida.
– Para así poder convencerte de nuevo de que sólo eran imaginaciones tuyas -explicó él.
A Diana no se le ocurrió qué decir para defender su reticencia, así que cambió de tema.
– ¿Qué puede tener que ver un agujero hecho hace mucho tiempo en el suelo con los niños asesinados?
– No tengo ni idea -reconoció él.
– Si llevas años investigando este lugar, ¿cómo es que has pasado por alto ese agujero?
– No he estado investigando este lugar… por desgracia -respondió Quentin-. Al menos, in situ, y sin remontarme más allá de los últimos veinticinco años. Tengo la sensación de que lo que hemos encontrado es mucho más antiguo.
– ¿La trampilla? ¿O el agujero?
– Las dos cosas, diría yo. Ese establo lleva ahí cien años, o casi. Era una de las edificaciones originales del hotel. Lo sé por las postales que venden en la tienda de regalos, las que muestran este sitio alrededor de 1902, justo después de su construcción.
– ¿Crees que ese pozo fue… excavado… antes de que se construyera el establo?
– Probablemente. Habría sido de locos cavar ese hoyo desde dentro del cuarto de arreos. Tú has visto el terreno. A menos que fuera una abertura natural, alguien tuvo que perforar o dinamitar el granito macizo, al menos en parte de la bajada. Quizás en otro tiempo fuera un pozo. Podría ser, por el tamaño. Puede que se secara o que el agua fuera mala y ya no se usara.
– ¿Y la escalerilla?
– Nunca he visto una en un pozo, aunque fuera viejo. Me parece que ese agujero tiene que haberse usado para otras cosas.
– Lo que significa que en el fondo encontraremos algo más que agua.
– Es más que posible.
Diana sacudió la cabeza de un lado a otro.
– Las bisagras no han chirriado. ¿Te has fijado?
– Sí. Bisagras de hierro viejas sin herrumbre y que no chirrían. Lo que significa que alguien se ocupa de esa trampilla.
– Estaba escondida.
– Pero de tal modo que los percheros de las sillas de montar pudieran retirarse con muy poco esfuerzo.
– ¿Por qué? -preguntó Diana, y notó que la crispación de su voz aumentaba.
– Eso ni quisiera podemos aventurarlo hasta que veamos qué hay abajo.
– ¿Y vosotros, cuando erais pequeños, no encontrasteis la trampilla? -Le miró a tiempo de ver que fruncía rápidamente el ceño.
– No, que yo recuerde -respondió él.
Diana se quedó callada un rato mientras seguían caminando por el sendero que conectaba los establos con el edificio principal de El Refugio. Era aún muy temprano, pero quienes solían levantarse al alba estaban ya en pie y en marcha: jardineros y trabajadores de mantenimiento, una persona que chapoteaba en la piscina, otra que practicaba su servicio en las canchas de tenis… Un corredor madrugador les saludó distraídamente con la cabeza al pasar a su lado, los ojos ya fijos en las altas montañas cuyas sendas sinuosas desafiaban a corredores y excursionistas.
Para la mayoría de los clientes del hotel, aquélla era una mañana más, marcada, como siempre, por la costumbre y el ritual.
Diana se preguntó cómo sería aquella normalidad.
Cuando llegaron a la terraza encontraron mesas de sobra para elegir. Sólo dos estaban ocupadas, una por una pareja joven y otra por la niña a la que Diana reconoció por haberla visto… ¿Era sólo del día anterior por la mañana? Parecía que habían pasado semanas desde que había estado con Quentin en la torre y había visto a la niña y a su perro en la pradera, allá abajo.
Ahora, el perro yacía sobre el regazo de la niña, que dedicó a Diana una sonrisa tímida y fugaz antes de seguir acariciando suavemente a su mascota dormida.
– Se levanta temprano -murmuró Diana.
– Otra vez -repuso Quentin. Señaló una mesa cerca de la que habían ocupado la víspera y al sentarse añadió-: De momento, sólo la he visto a ella y a otro crío, un niño pequeño. Hay un par de adolescentes que van y vienen. Ya te dije que este sitio no es muy familiar.
Una camarera se les acercó con un alegre «buenos días» y una cafetera, poniendo así fin, de momento, a la conversación. Aceptaron el café y pidieron el desayuno sin que ninguno de los dos necesitara ver la carta.
Diana envolvió la taza caliente con las dos manos, sintiendo de nuevo un escalofrío que le costaba comprender. El sol caldeaba la terraza y su mesa. El aire era cálido y olía agradablemente a flores, cuyos efluvios se mezclaban con el aroma más intenso del beicon a la plancha.
Hacía más de dos horas que había salido del tiempo gris. Así que, ¿por qué seguía teniendo frío?
– ¿Diana?
Ella le miró a los ojos con reticencia.
– ¿Qué es lo que te preocupa?
Diana oyó que se le escapaba una risilla.
Quentin sonrió.
– De acuerdo, ha sido una pregunta tonta.
Antes de que pudiera formularla de manera más razonable, Diana cambió de tema.
– Has dicho que no recordabas si alguno de vosotros encontró la trampilla ese verano.
– Exacto.
– Supongo… Daba por sentado que tus recuerdos de ese verano eran muy vividos. Que te acordarías de todo por lo traumático que fue el asesinato de Missy.
Quentin miró su café; aquel leve ceño había vuelto.
– Una suposición comprensible. Y no sé por qué no es así. Algunas cosas sobresalen, claro, tan claramente como instantáneas grabadas en mi memoria. Otras… -Sacudió la cabeza-. Hay lagunas que no puedo explicar. Cierta confusión de recuerdos.
– Quizá por la fuerte conmoción que sufriste al encontrar Missy -sugirió Diana.
– Quizá.
– Eras terriblemente joven, Quentin. Y han pasado veinticinco años.
– Sí. Pero aun así. Debería recordar más, y lo que recuerdo debería estar más claro. -Se encogió de hombros-. Quizá, si pudieran hipnotizarme, podría recuperar los recuerdos. Pero como eso no es posible…
– ¿No se te puede hipnotizar?
– No. Ni a ti tampoco. -Bebió un sorbo de café y añadió-: las personas con facultades paranormales están siempre en ese porcentaje de gente a la que no se puede hipnotizar. Nadie sabe por qué.
Diana dijo con cierta vehemencia:
– Por una vez, me gustaría poder decirte que te equivocas en algo así. Sobre mí.
– Lo siento.
– No, no lo sientes.
– Está bien, no lo siento. Diana, sé que esto es difícil para ti. Lo entiendo, de veras. Pero tienes que reconocer que seguir negando lo paranormal cuando lo experimentas cotidianamente es ser un poquito terca.
– ¿Eso crees?
– Sólo un poquitín.
– Bueno, perdóname por necesitar más de veinticuatro horas para hacerme a la idea.
Quentin se echó a reír.
– Entendido. A veces puedo tener paciencia.
– No, ¿en serio?
– Perdona. Intentaré hacerlo mejor. Y procuraré recordar que todo esto es muy nuevo para ti.
– ¿He de suponer que para ti fue fácil aceptarlo?
Él vaciló; luego hizo una mueca.
– Para mí fue bastante sencillo aceptar la existencia de mis facultades. Pero el descubrir que era distinto no me hizo la vida más fácil. Sobre todo teniendo en cuenta que mi padre, que era ingeniero, no tenía mucha tolerancia para las cosas que no podían sopesarse, calibrarse y analizarse científicamente. Y sigue sin tenerla, en realidad.
– ¿Qué opina del trabajo que haces ahora?
– No le hizo mucha gracia que decidiera usar mi título de Derecho para trabajar en la policía, pero todavía nos hablamos. Algo es algo, supongo.
– ¿Y tu madre?
– Mi madre cree que camino sobre el agua. -Sonrió-. Soy su único hijo, así que no puedo hacer nada malo. Pero… creo que antes se asustaba cuando le decía que iba a sonar el teléfono, o que a mi padre iban a darle un incentivo que no esperaba, cosas así. Ahora no hablamos de esas cosas.
– Debes de sentirte muy solo.
Él se quedó pensando.
– En cierto modo sí, supongo. O al menos antes sí. Pero encontrar un sitio en la Unidad de Crímenes Especiales, donde lo paranormal es la norma más que la excepción, lo cambió todo. Para la mayoría del equipo, es la única etapa de nuestras vidas en que no nos hemos sentido aislados y solos.
A Diana no le costaba creerlo.
– ¿Saben tus padres que trabajas en la Unidad de Crímenes Especiales?
– Sí. Pero no saben por qué es especial la unidad.
– Entonces… en realidad nunca han asumido una parte muy importante de tu vida.
– No. Y puede que tu padre tampoco la asuma, si es eso lo que estás pensando.
Diana quiso de nuevo expresar su irritación por que él advirtiera sus inseguridades con tanta facilidad, pero le pareció un esfuerzo inútil. Se contentó con un suspiro que a Quentin no le costaría interpretar y apartó la mirada de él, dejando que sus ojos vagaran por la terraza.
Para su sorpresa, varias de las mesas estaban ahora ocupadas.
¿O… no lo estaban?
La mujer del vestido Victoriano a la que había visto el día anterior estaba sentada a solas en una mesa, y volvió a levantar ligeramente su taza cuando sus ojos se toparon con los de Diana. Allí cerca había un hombre sentado a otra mesa; su tosca ropa de faena y su cara barbuda le diferenciaban visiblemente de los clientes típicos y del personal del hotel; él también observaba a Diana, e inclinó la cabeza con cierta brusquedad cuando ella le miró.
Diana apartó la mirada de él sólo para ver a dos chiquillos sentados a otra mesa. Eran ambos varones y llevaban ropas de un estilo que reconoció vagamente como perteneciente a otra época. Ambos le devolvieron solemnemente la mirada.
Consciente apenas de que Quentin estaba hablando con la camarera, Diana miró hacia la mesa más cercana a la suya y vio que una mujer alta, ataviada con un uniforme de enfermera muy anticuado, se ponía en pie y daba un paso hacia ella.
– Ayúdanos -dijo.
– Ayúdanos -repitieron los niños.
– Es la hora -gruñó el trabajador.
– ¿Diana?
Ella se sobresaltó y miró a Quentin.
– ¿Qué?
Él arrugó las cejas y señaló la mesa que había entre ellos, ahora repleta con el desayuno.
– Ah. Ya. -Diana lanzó a hurtadillas una mirada a las mesas próximas que habían estado ocupadas por personas del otro mundo y las encontró vacías-. Ya. -Quería, en parte, decirle á Quentin lo que había visto, pero otra parte de ella ya empezaba a dudar, a poner objeciones.
¿De veras los había visto? ¿De veras eran fantasmas? Y, si los había visto, si estaban allí, ¿qué querían de ella? ¿Cómo iba a ayudarles? ¿Qué esperaban de ella?
– Diana, ¿te encuentras bien?
Ella bebió un sorbo de café, intentando pensar. Decidir.
– Sólo tengo… frío. Sólo tengo frío, eso es todo.
– Puede que comer algo caliente te siente bien.
– Sí. Sí, puede. -Tendría que decírselo, lo sabía. Tarde o temprano. Y quizás él pudiera explicarlo todo racionalmente, tal vez le ofreciera una razón lógica por la que, tras dos semanas de calma relativa en El Refugio, de pronto había empezado a ver fantasmas.
Nate temía hasta tal punto despertar el interés de los medios de comunicación que sólo pidió el refuerzo de dos de sus inspectores, y explicó a Stephanie que, en cualquier caso, eran los dos que estaba previsto que le ayudaran a entrevistar al personal del hotel más tarde. Así pues, Zeke Pruitt y Kerri Shehan llegaron discretamente en un coche policial sin distintivos y se encaminaron sin armar revuelo a los establos, como se les había ordenado.
Los dos, sin embargo, se llevaron una considerable sorpresa cuando vieron la trampilla y lo que había debajo.
– Qué cosas -comentó Pruitt casi con admiración, seguramente debido al esfuerzo que sin duda se había invertido en la construcción del pozo.
Shehan, yendo más al grano, le dijo a Nate:
– ¿Debemos suponer que esto puede ayudar a aclarar algunos de los misterios de la lista del agente Hayes?
– ¿La has estado revisando? -preguntó Nate, apenas sorprendido. Kerri Shehan era la inspectora más despierta e incisiva que tenía, y más de una vez Nate se había dicho, sintiéndose entre culpable y avergonzado, que estaba desperdiciando su talento en aquel pueblucho por lo general pacífico.
Ahora se alegraba de no haberla animado a mudarse a otro lugar donde hubiera cosas más grandes y mejores. Tenía la sensación de que iba a necesitar toda la inteligencia que pudiera recabar.
Zeke Pruitt, el cual rondaba la mediana edad y era perfectamente feliz con el trabajo prosaico y rutinario al que solían enfrentarse los escasos inspectores de policía de Leisure, gruñó antes de que su compañera pudiera responder a la pregunta del capitán.
– Cuando salió el sol ya estaba levantada y en su mesa, estudiando la base de datos históricos y enlazando con hemerotecas de todo el estado. Buscaba cosas sobre El Refugio y su historia, hasta leyendas locales. Ni siquiera dejó que me acabara el café antes de empezar a leerme en voz alta.
Miró la trampilla y añadió:
– Pero tengo que reconocer que esto hace un poco más interesantes esas viejas leyendas sobre gente que desaparece por estos contornos.
– Aún no sabemos si hay alguna relación -les dijo Nate.
– ¿Cómo la habéis encontrado? -preguntó Shehan mientras observaba el evidente desplazamiento de los percheros de las sillas de montar.
– Cuestión de suerte -contestó Nate con firmeza al tiempo que Quentin y Diana entraban en el cuarto de arreos.
Ninguno de ellos le llevó la contraría. Tampoco lo hizo Stephanie, que entró tras ellos a tiempo de oír aquella afirmación.
Le dijo a Nate:
– De acuerdo, Cullen está informado de que este cuarto de arreos queda clausurado hasta que se le diga lo contrario. No le ha hecho mucha gracia, pero es una orden. Si se necesita algún caballo de este establo, habrá que llevarlo a uno de los otros para que lo cepillen y lo ensillen. -Miró la trampilla con el ceño fruncido-. Suponiendo, naturalmente, que eso no sea sólo un pozo abandonado o algo igual de inofensivo.
– Vamos a ver. No hace falta apartar todos estos cachivaches, o mejor dicho, arreos, si no es imprescindible. -Nate cogió una de las potentes linternas policiales que habían llevado sus inspectores y fue a iluminar la trampilla.
Como había tan poco espacio, nadie se acercó a mirar por encima de su hombro, pero, como cabía esperar, todos contuvieron el aliento a la espera de oír el veredicto.
Nate no les hizo esperar. Apenas un momento después se incorporó y dijo:
– No es un pozo. Zeke, ayúdame a hacer un poco más de sitio por aquí, ¿quieres?
– ¿Qué has visto? -preguntó Quentin mientras el corpulento inspector empezaba a ayudar a Nate a apartar los pesados percheros de la trampilla.
– El túnel baja en línea recta unos cuatro o cinco metros. Luego parece volverse casi horizontal. Hacia el oeste, hacia las montañas.
– ¿Un túnel? -preguntó Stephanie, incrédula.
– Puede ser. Pero acaba de ocurrírseme una cosa. Hubo mucha minería en estas montañas antes de que se construyera El Refugio, al menos eso contaba uno de mis profesores de historia del instituto. Yo no esperaría encontrar gran cosa debajo de nosotros, aquí, en el valle, pero estamos lo bastante cerca como para que esto pudiera haber sido, en su origen, un pozo de ventilación.
– ¿Y nadie reparó en él cuando se construyó el establo?
– Estás dando por sentado que el agujero se excavó después -dijo Nate-. Y puede que así fuera. O puede que estuviera aquí desde el principio. ¿Se conservan los planos originales de este establo?
Stephanie hizo una mueca.
– Sabe dios. ¿Se hacían siquiera planos de los establos? Quiero decir que… ¿no se levantaban, sencillamente?
Nate la miró levantando una ceja.
– ¿Un establo como éste? Apuesto a que había planos.
Con un suspiro, Stephanie dijo:
– Bueno, entonces tal vez el agente Hayes pueda encontrarlos en el sótano.
– Lo miraré, desde luego -dijo él-. Y me llamo Quentin. -Esperó a que ella asintiera con la cabeza y luego le dijo a Nate-: No sé suficiente de minería, ni moderna ni histórica, para llevarte la contraria. El ingeniero de la familia es mi padre. Pero ¿los pozos de ventilación no suelen ascender en ángulo recto hacia la superficie, partiendo de túneles más grandes?
– Sí, si son pozos planeados. Pero los mineros también se sirven de túneles y grietas naturales, de viejos pozos de agua… de lo que haya a mano. Por lo menos, según decía ese profesor del que os hablaba. Era una afición suya, explorar minas viejas y cuevas, y hablaba de ello sin parar, hasta matarnos de aburrimiento.
– Pues está claro que algo se te quedó -dijo Stephanie.
– Sí. ¿Quién iba a decir que algún día me sería útil? -Nate miró el espacio despejado alrededor de la trampilla y añadió-: Zeke, Kerri y tú os quedáis aquí arriba por ahora. Aseguraos de que no entre nadie. Quentin, si estás listo, coge una linterna.
– Yo también voy -se oyó decir Diana. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta y seguía teniendo tanto frío que le costaba trabajo no temblar a ojos vista.
– Mierda -dijo Nate, pero con más resignación que otra cosa. Miró a Quentin con las cejas levantadas.
Quentin estaba mirando a Diana, pero, aunque ella se resistía a mirarlo a los ojos, él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza dirigido a Nate.
– Creo que necesita bajar. Es más, creo que necesitamos que baje.
Stephanie le dijo a Diana:
– Eres más valiente que yo. Me muero de curiosidad, pero no me haríais bajar ahí ni a punta de pistola. -Se sentó en el largo banco con aire de ponerse cómoda-. Esperaré aquí hasta que volváis, chicos. Y estoy segura de que no tengo que recordaros que bajáis ahí bajo vuestra responsabilidad.
– Entendido -dijo Quentin, y, cogiendo otra linterna que le ofrecía Pruitt, se preparó para seguir a Nate escalera abajo. Se detuvo sólo el tiempo justo para dirigir a Diana una pregunta directa-. ¿Estás segura?
– Sí. -Estaba segura, pero ello no hacía que estuviera menos asustada. Ni contribuyó a hacerla entrar en calor cuando puso las manos frías sobre aquella fría escalerilla de hierro y descendió tras los dos hombres hacia el frío suelo.
Madison atravesó los jardines en dirección a los establos, con Angelo a la zaga, pero se desvió del camino y se dirigió al jardín inglés.
– De todas formas no nos dejarían entrar en el establo grande -le dijo a su perrito-. Becca dice que no dejarán entrar a los huéspedes en todo el día. A lo mejor incluso más. Así no tendrás que fingir que no te dan miedo los caballos.
Mientras caminaban, Angelo la miraba atentamente, con las orejas alerta y meneando la cola. Un minuto o dos después pareció entristecerse, sin embargo, cuando Madison eligió el sendero que conducía al pequeño cenador que se alzaba a lo lejos.
Empezó a gemir, inquieto.
– Angelo, estás empezando a ponerme de los nervios -le dijo ella-. Becca dijo que me reuniera con ella en el cenador, así que ahí es donde vamos. Ya te lo dije.
El perrillo vaciló, se detuvo un momento mientras su ama seguía andando y después apretó el paso para alcanzarla, con las orejas y el rabo agachados.
– Me cae bien Becca -le informó ella, sintiéndose obligada a defender sus preferencias-. Es divertida. Y lo sabe todo sobre este sitio. Además, tú sabes tan bien como yo que podríamos meternos en un buen lío si no tuviéramos a Becca para avisarnos de las cosas malas.
Angelo se mantenía pegado a ella, callado, pero visiblemente nervioso.
Madison fijó la vista hacía delante y apretó el paso al ver a Becca esperándolos en el centro del cenador pintado de blanco.
– Hola -dijo.
Antes de responder, Becca esperó a que Madison y Angelo se reunieran con ella.
– Hola. ¿Habéis desayunado?
– Claro. Tortitas. Estaban buenas.
Becca asintió lentamente con la cabeza. Pareció titubear; luego dijo:
– Han encontrado la puerta.
– Tú dijiste que la encontrarían.
– Sí. El caso es… que quizás haya llevado a Diana allí abajo demasiado pronto.