Capítulo doce

– ¿Como? -preguntó Diana-. ¿Cómo podría hacer eso una niña pequeña? ¿Qué podía hacer, si la había matado?

– No lo sé. Aún. Pero sé que algo cambió cuando murió Missy. Lo siento.

Diana no sabía cómo cuestionar aquella convicción. Ni siquiera sabía si debía hacerlo. De modo que se limitó a decir:

– Tenemos muchas más preguntas que respuestas.

– Sí, ya lo he notado.

– Corrígeme si me equivoco, pero hasta dentro de un tiempo no sabremos nada nuevo a partir de los restos de Jeremy o de los huesos de la caverna.

– Puede que tardemos mucho en saber algo. Las pruebas forenses requieren tiempo, sobre todo tratándose de restos óseos.

Ella vaciló. Luego dijo:

– Tengo la sensación de que algo va a pasar aquí, y pronto. Algo malo. Yo… no te lo he dicho, pero he visto otros fantasmas. Gente que parecía claramente haber vivido en otra época. Dos mujeres, un hombre, dos niños pequeños. No en el tiempo gris, sino aquí, con aspecto de ser reales, como de carne y hueso. Como Jeremy. Me pidieron que les ayudara. Y al menos uno dijo algo acerca de que había llegado la hora. Había en ellos una intención, una urgencia que pude sentir.

Quentin no se molestó en preguntarle por qué no se lo había dicho hasta ese momento.

– Supongo que no te dijeron cómo podías ayudarles.

– No. -Diana se puso en pie-. Pero Becca me dijo que había algo en el cuarto de arreos y tenía razón. También me dijo que había algo en el desván que yo debía ver. Algo que me ayudaría a entender.

Quentin sonrió, preguntándose si Diana sabía hasta qué punto era más fuerte desde que había despertado. Él ignoraba cómo había sucedido, pero parecía que él haber prestado voz a Missy en la cueva había permitido a Diana, de algún modo, doblar una esquina. Había dejado de cuestionar la existencia de sus facultades. Ahora quería respuestas.

– Me extrañó que preguntaras a Stephanie con tanta insistencia por el desván -dijo.

– Ahora ya sabes por qué. ¿Vamos?

Quentin tardó sólo un momento en guardar su ordenador y sus notas en el maletín. La costumbre le hacía cauteloso. Después, acompañó a Diana al edificio principal.

Sólo cuando estaban subiendo las escaleras que llevaban al desván dijo:

– Imagino que Rebecca no fue muy concreta sobre lo que cree que tienes que ver en el desván.

– No. Como tú dijiste, parece que nunca especifican cuando sería más útil.

– ¿Quiénes?

– Los guías. Los espíritus, supongo.

– Me alegra ver que empiezas a aceptar su existencia -dijo Quentin.

Diana dejó escapar una risa suave.

– ¿Su existencia? Ya no estoy segura de qué es real y qué no. A decir verdad, no estoy segura de haberlo sabido nunca.

– Sí lo sabes. Sólo tienes que confiar en ti misma.

– Perdóname, pero eso se parece mucho a toda esa palabrería que he tenido que escuchar durante años.

– Hay una gran diferencia -repuso Quentin, tomándola de la mano mientras subían-. Yo sé muy bien que no estás enferma ni loca, y nunca intentaré convencerte de lo contrario. Puedes confiar en mí. Y puedes confiar en ti misma, ¿sabes?

– ¿Sí? ¿Cómo estás tan seguro?

– Diana, lo que tú has vivido estos últimos días habría hecho entrar en estado de conmoción o de coma a la mitad de las personas con facultades paranormales que conozco. -Inclinó la cabeza cuando ella levantó los ojos hacia él-. Eres mucho más fuerte de lo que piensas.

– Espero que tengas razón -murmuró ella.

Un par de minutos después llegaron al desván y, al pasear la mirada por la estancia vasta y atiborrada de cosas, Diana deseó realmente convencerse de que Quentin tuviera razón. Porque iban a hacer falta mucha fuerza y mucha energía para inspeccionar todo lo que había allí, y más aún para enfrentarse a cualquier cosa inesperada que pudieran encontrar.

– Maldita sea -dijo con un suspiro-. ¿Por qué nunca son fáciles las cosas?

– Al universo no le gustan las cosas fáciles. -Quentin también suspiró-. ¿Quieres que lo echemos a cara o cruz, o que empecemos cada uno por un lado y vayamos avanzando hacia el centro?

– El vidente eres tú -dijo ella, sólo a medias bromeando-. ¿Por qué no ves por dónde debemos empezar?

– No funciona así, en realidad.

– Me lo imaginaba. -Diana paseó la mirada a su alrededor, admirando distraídamente las ventanas de cristal emplomado iluminadas por el sol de la tarde. Haces de luz coloreada (casi como rayos, pensó Diana) entraban en el desván, haciendo refulgir, como a la luz brillante de un foco, un montón de baúles viejos que había en el pasillo casi despejado del eje norte-sur.

Un foco.

– O puede -murmuró-, que sea fácil, después de todo.

Quentin siguió su mirada.

– Vaya, vaya. Casi una señal, ¿eh?

– Pareces un poco incrédulo.

– Desconfío de las señales por norma. Suelen llevarme por caminos que posiblemente debería evitar.

Diana levantó las cejas y esperó.

– Ésta señal es tuya -dijo él-. Vamos.

Mientras se dirigían hacia los baúles amontonados, Diana dijo con cierta desgana:

– No sé si debería culparte por todo esto o alegrarme de que estés aquí para ayudarme a no perder el norte.

– Voto por lo último.

– Apuesto a que sí.

– Como dije desde el principio, tú y yo estamos aquí por una razón. Los dos necesitamos respuestas.

Al llegar junto a los baúles, Diana los miró fijamente y dijo un tanto indecisa:

– Sí, pero ¿cuáles son las preguntas? ¿Tú quieres saber quién mató a Missy y yo quiero saber si estoy loca?

– Ya habíamos quedado en que no estás loca.

– Entonces, ¿cuál es la respuesta que necesito?

– Puede que la que Rebecca te dijo que encontrarías aquí arriba. -Quentin agarró el asa lateral del baúl de arriba-. Espera. Vamos a ver si esto pesa tanto como parece.

No pesaba, por suerte, tanto como parecía, y pudieron alinear los tres baúles, uno junto al otro, en el pasillo. Ninguno de ellos estaba cerrado con llave y, una vez levantadas todas las tapas, Diana y Quentin se hallaron contemplando un caos semiorganizado.

– Qué encantador -dijo Diana exhalando con otro suspiro-. El de este lado parece contener sobre todo ropa vieja. -Sacó una boa de plumas que casi se desintegró entre sus dedos, y estornudó-. Sobre todo.

– Pobrecilla. En el de este lado y en el del medio también hay ropa vieja, pero… -Quentin se arrodilló junto al baúl de su lado y sacó una caja arrugada llena de papeles sueltos-… esto de aquí parecen cartas, facturas y recibos. Hay al menos un par de libros de cuentas y unos diarios. Dios mío. Tardaremos horas en revisar todo esto.

– No me digas. -Diana se arrodilló junto al baúl del medio y sacó un álbum de recortes que apenas se mantenía unido. Miró un par de páginas y dijo-: Esto te va a encantar. Montones y montones de fotografías de El Refugio, algunas de cuando fue construido.

– Genial. Déjalo a un lado para llevarlo abajo, ¿quieres? Le pediremos permiso a Stephanie para revisar lo que nos parezca interesante en algún sitio más cómodo. Aquí arriba la luz es muy colorida, pero no es la más adecuada para estudiar estas cosas.

– Eso seguro. -Diana dejó a un lado el álbum, junto con otro que encontró en el baúl. Sacó luego una caja vieja en cuya tapa ponía «Objetos perdidos». La abrió y dejó al descubierto algunas piezas de bisutería, varios peines y pasadores de pelo, un monedero de lentejuelas, otros objetos menudos y cierto número de fotografías sueltas.


Levantó las fotografías para ver qué había bajo ellas y una cayó a un lado. A la luz brillante y multicolor que se derramaba en el interior de la caja, la imagen en blanco y negro parecía refulgir.

Diana cogió la fotografía y dejó que la caja volviera a caer dentro del baúl. Vio temblar sus dedos y no le sorprendió.

– ¿Qué es? -preguntó Quentin. Se acercó un poco, miró la foto que ella sostenía y contuvo el aliento, sorprendido-. Es Missy.

Estaba sentada en lo que parecían ser los escalones delanteros de una casa inidentificable, vestida de verano, con pantalones cortos y el pelo largo y moreno peinado con la raya al medio y recogido con cintas por debajo de las orejas. Sonreía y tocaba con la mano extendida a un perro de gran tamaño que yacía recostado junto a ella.

Y al otro lado…

Diana tocó ligeramente con el dedo la imagen de la niña pequeña del otro lado del perro. Iba también vestida de verano, pero tenía el pelo más rubio, más corto y suelto, y su sonrisa no era tan tímida como la de Missy.

– Me resulta familiar -dijo Quentin. Luego masculló una maldición al mirar a Diana.

– Mi padre lleva esta fotografía en la cartera -dijo ella lentamente-. Pero sólo la mitad. -Tocó de nuevo la imagen de la niñita rubia-. Esta mitad. La parte en la que estoy yo.


– Podéis usar este salón -le dijo Stephanie a Quentin, añadiendo-: No se usa mucho ni siquiera cuando el hotel está lleno, y con la cantidad de gente que se ha ido antes de lo previsto desde ayer… -Miró a través del salón del tercer piso, bellamente amueblado, a Diana, que, de pie junto a una de las ventanas, contemplaba los jardines, y agregó en voz más baja-: ¿Se encuentra bien? -Lo único que sabía sobre la fotografía que habían encontrado era que podía indicar una relación familiar entre Diana y uno de los niños asesinados en El Refugio; no había pedido más detalles.

– No lo sé -contestó él con franqueza-. Las últimas veinticuatro horas han sido… «duras» no es la palabra más adecuada. Su vida entera ha cambiado. -Sacudió la cabeza-. No sé qué pasará ahora.

Stephanie lo miró con incertidumbre.

– ¿No se supone que deberías saberlo? Quiero decir que ¿no es ése tu don, ver el futuro?

Quentin no se molestó en explicar de nuevo que nunca veía nada. Se limitó a decir:

– Lo irónico de la situación no ha pasado desapercibido, créeme. Mis facultades han brillado por su ausencia desde que llegué aquí, quitando un par de excepciones de poca monta. Puede que la razón sea que he estado tan concentrado en el pasado, que el futuro se me escapa. Por lo menos eso es lo que dice mi jefe, y suele tener razón.

– Yo no pretendo entender estas cosas -dijo Stephanie sinceramente-. Mira, ¿quieres que mande que os suban café? Me parece que vais a estar aquí un buen rato.

– Sería estupendo, gracias.

– Está bien. Buena suerte, espero que encontréis algo útil entre ese montón de cosas. -Señaló con la cabeza las dos cajas repletas que Quentin había trasladado con su permiso desde los baúles del desván.

Unas puertas correderas cerraban el salón y lo separaban del pasillo exterior, pero Quentin no se molestó en cerrarlas cuando Stephanie se marchó. El hotel parecía prácticamente vacío y dudaba que algún huésped fuera a interrumpirles o a molestarles entrando por casualidad en la habitación.

Se acercó a Diana con cautela, preocupado porque no hubiera dicho casi nada desde que habían encontrado la fotografía en el desván. Ella la llevaba aún en la mano, aunque había dejado de observarla para mirar por la ventana.

Antes de que Quentin pudiera hablar, dijo con voz perfectamente comedida:

– Tenías razón, ¿sabes? Las tarjetas magnetizadas que llevo encima no funcionan mucho tiempo.

Quentin comprendió que quería ir a parar a algún lado, de modo que siguió sin preguntar.

– Sí, nuestro campo electromagnético tiene algo que las altera.

– Las tarjetas llave duran menos que las de crédito.

– Seguramente porque están diseñadas para un período muy corto de tiempo, y las reprograman o las recargan más de una vez.

Diana asintió lentamente con la cabeza.

– Así que la información magnética de las tarjetas de crédito está pensada para ser más permanente, y por tanto es más resistente a las interferencias.

– Esa es nuestra hipótesis.

– ¿Y los teléfonos móviles? A mí sólo me funcionan una semana o dos y luego se averían. Las compañías telefónicas no se lo explican. Al final, dejé de intentar llevar uno.

– Lo mismo. Nuestro campo electromagnético interfiere con cualquier aparato magnético o electrónico, sobre todo con los que solemos llevar encima más a menudo.

– Tú llevas teléfono móvil. -El teléfono de Quentin era claramente visible, sujeto con un clip al cinturón.

– Hemos descubierto una funda de goma que parece protegerlos, al menos durante un tiempo. Aun así, las baterías suelen descargarse antes de lo que se considera normal, pero por lo menos podemos usar los teléfonos un tiempo razonable.

– Ah. Tenía curiosidad. -Ella hizo una pausa-. ¿Me prestas tu móvil, por favor?

– Claro. -Él soltó el teléfono del clip del cinturón y se lo dio. Empezaba a intuir lo que se proponía. Ignoraba si era buena idea, pero no se le ocurría ningún argumento que ella estuviera dispuesta a escuchar en ese instante.

Diana examinó un momento con ociosa curiosidad la funda que recubría el teléfono, luego la abrió y marcó un número, murmurando:

– Larga distancia, lo siento. Muy larga distancia, porque creo que está en su despacho de Londres. A cuenta de mi dinero como contribuyente.

Quentin ignoró aquello y dijo:

– Puedo irme, si prefieres estar sola.

Ella lo miró por primera vez.

– No. Prefiero que te quedes.

Él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, a pesar de que no se sentía mucho más tranquilo. Aquel brillo extraño y sofocado que había visto en los ojos de Diana cuando estaban en las cuevas había vuelto a aparecer, y la misma quietud de su semblante sugería algo helado. Algo que podía romperse al primer contacto brusco.

Diana volvió a fijar los ojos en la ventana mientras esperaba que se efectuara la llamada. Después dijo:

– Hola, Sherry, soy Diana. ¿Está ocupado? Necesito hablar con él. Gracias.

– ¿Trabaja hasta tan tarde? -preguntó Quentin, que había calculado rápidamente la diferencia horaria.

– Trabaja a todas horas, siete días a la semana -contestó Diana-. Y paga a su ayudante el doble por las horas extras para que trabaje seis días.

Quentin se preguntó si siempre había sido así, o si el padre de Diana se había refugiado en el trabajo cuando primero su esposa y luego su hija habían intentado afrontar sus presuntos problemas mentales y aparentemente, habían fracasado. Pero antes de que pudiera formular la pregunta, el señor Brisco se puso al teléfono.

Elliot Brisco resultó tener una de esas voces nítidas y potentes que se oían claramente a través del teléfono móvil, de modo que Quentin pudo oír con toda claridad ambos extremos de la conversación.

Claro que quizás hubiera sintonizado automáticamente su sentido de arácnido para escuchar con inusual intensidad.

– ¿Diana? ¿Dónde demonios estás?

– Hola, papá. ¿Qué tal te va?

– Estaba muy preocupado por ti, Diana, y lo sabes muy bien. Ese médico tuyo se ha negado a contestar a mis preguntas y…

– Le pedí que no te dijera dónde estaba y te pedí a ti que lo respetaras. Además, la ley está de acuerdo en que mi historial médico ha de ser confidencial. Tengo treinta y tres años, papá, no soy una niña. Y el juez sentenció que era capaz de decidir por mí misma.

Aquella única referencia a una decisión judicial reveló a Quentin muchas cosas. Estaba claro que Diana había luchado por su independencia, seguramente en cuanto su organismo se vio libre de fármacos. Y era igualmente evidente que su padre no había cedido de buen grado el control sobre su vida.


– Has estado enferma casi toda tu vida -dijo Brisco con un deje de dureza en la voz-. ¿Se supone que no debo preocuparme cuando de repente dejas la medicación y desapareces dios sabe dónde?

– No desaparecí. Te dije que iba a intentar otra forma de terapia.

– ¿Y crees que yo no debía hacer preguntas al respecto? Dios mío, Diana, con todos los chiflados y las bobadas New Age que hay por ahí, podrías estar haciendo cualquier estupidez disfrazada de terapia. Antes se creía que el LSD era terapéutico, ¿recuerdas?

– Esta vez no se trata de drogas -repuso ella-. No estoy fumando nada. No bebo nada. Estoy en un taller artístico, papá, eso es todo. He estado… pintando mis demonios.

Elliot Brisco profirió un sonido que, según le pareció a Quentin, podía indicar bien incredulidad, bien una impaciencia cargada de mordacidad.

– ¿Pintando? ¿Y qué narices se supone que se consigue con eso?

– He conseguido muchas cosas, a decir verdad. Desde luego, mucho más de lo que esperaba. -Diana respiró hondo y exhaló despacio, como si intentara dominarse-. Estoy en El Refugio, papá. En Tennessee. ¿Te suena de algo?

– El Refugio. Estás en El Refugio. -La voz de su padre sonó de pronto floja, y en su debilidad creyó oír o sentir Quentin algo muy parecido al miedo.

– Sí. -Diana ladeó ligeramente la cabeza como si ella también oyera aquello, y levantó luego la mano en la que sostenía la vieja fotografía para poder verla-. Y aquí he encontrado algo que no estaba buscando. Una vieja fotografía de dos niñas pequeñas. No se parecen, en realidad… y sin embargo se parecen. Cuando las miras bien, te das cuenta de que podrían ser… hermanas.

– Diana…

– Es la foto que llevas en la cartera, papá. Parte de ella, por lo menos. Dime, ¿la otra mitad está cortada o sólo doblada hacia atrás para que no se vea? ¿La arrancaste de tu vida o sólo la escondiste donde no tuvieras que verla?

Silencio.

La voz de Diana sonaba serena, pero implacable.

– ¿No crees que va siendo hora de que me hables de Missy?


Beau Rafferty se despidió de sus alumnos por ese día y, cuando se hubieron ido, comenzó a recoger los carboncillos y las tizas de colores que habían usado y a colocarlos pulcramente en cajas y latas. Fue pasando luego de caballete en caballete, cerrando con todo cuidado los grandes cuadernos de dibujo para que la obra de sus estudiantes quedara en la intimidad.

Alzó los ojos frunciendo brevemente el ceño al oír el retumbar sofocado de un trueno y regresó luego a su mesa de trabajo para limpiar un par de pinceles y guardar un estuche de acuarelas muy usado. Cuando acabó, seguía debatiéndose en silencio, pero el eco distante de otro trueno le llevó a decidirse. Buscó un momento entre el organizado desorden de su mesa de trabajo y encontró su teléfono.

El número estaba grabado en el marcador automático, de modo que sólo tuvo que apretar una tecla. Y la llamada fue atendida antes de que sonara el segundo pitido de la línea.

– ¿Sí?

– Se aproxima otra tormenta -dijo Beau.

– La primavera en las montañas. El tiempo típico.

– Aja. Sólo me preguntaba si lo sabías. Con antelación.

– He pasado algún tiempo en Tennessee -respondió Bishop.

– Eso no es una respuesta, en realidad -dijo Beau juiciosamente.

– ¿No?

Beau suspiró.

– En fin, no puedo decir que no me hubieran advertido -dijo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre ti, Yoda.

– Según Maggie, el maestro zen eres tú, no yo.

– Puede ser, pero hay algo que pone un poco los pelos de punta en cómo lo haces tú, tío.

En lugar de responder, Bishop se limitó a decir:

– Iba a preguntarte si estás disfrutando de tu primera misión oficial para la Unidad de Crímenes Especiales.

– Ha tenido sus momentos -dijo Beau, aceptando de mala gana el cambio de tema-. Creo que por lo menos he ayudado a un par de alumnos. ¿Consideras eso un aliciente?

– Era lo que esperaba. -El buen humor se dejó sentir en la voz de Bishop-. Lo interesante de que alguien como tú se una al equipo, Beau, es que hagas lo que se te da mejor: pintar y ayudar a los demás. Lo que hagas por mí aparte de eso, es sólo una bonificación especial.

– Hum. Así que en realidad en este viaje no contabas con ninguna de mis facultades psíquicas, ¿no?

La voz de Bishop cambió de inmediato.

– ¿Por qué? ¿Qué has visto?

Beau rodeó la mesa de trabajo y se dirigió al rincón del fondo, el lugar apartado donde siempre había estado el caballete de Diana. Aprovechando que ella había estado ocupada todo el día, Beau había colocado allí su propio cuadro con esbozos realizados al óleo, y había estado trabajando en él antes de que llegaran sus alumnos.

– ¿Beau?

– Al principio pensé que era yo -dijo con despreocupación-. Porque estaba trabajando en un cuadro en el caballete de Diana. Pero luego recordé que su cuaderno de dibujo grande seguía aquí, detrás del lienzo. Y dado que es de ahí de donde procede, no creo que sea yo.

– ¿De qué estás hablando, Beau?

El pintor levantó del caballete el óleo de El Refugio que había dejado a medio acabar y lo colocó a un lado. Después, abriendo el gran cuaderno de dibujo, comenzó a pasar sus páginas.

– El caso es que Diana arrancó esa página del cuaderno. Me di cuenta después de que faltaba. Así que no debería estar aquí.

– ¿Su dibujo de Missy?

– Sí. Está aquí otra vez, Bishop. O al menos uno que se parece mucho al original. -Beau se apartó y observó el cuaderno abierto y el dibujo que mostraba. Estaba todo él hecho en carboncillo… a excepción de una vivida pincelada de color escarlata que manchaba la figura de la niña y que seguía goteando muy lentamente de la página, sobre los trapos que Beau había colocado poco antes bajo el caballete. -Y está sangrando.


– Háblame de mí hermana, papá -dijo Diana.

Hubo un largo silencio durante el cual ella aguardó pacientemente, y luego Elliot Brisco contestó por fin.

– No pienso hablar contigo de esto por teléfono. Acabaré aquí y volveré a Estados Unidos el lunes. Luego podremos hablar. Vete a casa, Diana.

Quentin sintió y vio que ella se encorvaba un poco, no como si se liberara de tensión, sino más bien como si un nuevo peso se posara sobre sus hombros.

– ¿Irme a casa para soportar más mentiras? Creo que no. Voy a quedarme aquí, papá. Encontraré las respuestas por mí misma.

– Tú no sabes lo que dices. Lo que haces. Vete a casa. Vete a casa y te prometo que hablaremos.

Diana exhaló otro suspiro, que sonó trémulo al tiempo que la helada quietud de su rostro comenzaba a resquebrajarse.

– Más de treinta años. Has tenido tiempo más que de sobra para decirme la verdad sobre Missy, sobre quién era. Esto hace que me pregunte qué otras mentiras me has contado, papá.

– Diana…

Ella cerró bruscamente el teléfono, colgando a su padre, y se lo devolvió a Quentin sin mirarle. Pero sus palabras iban dirigidas a él cuando murmuró:

– No sé por qué, pero no creo que esta historia vaya a tener un final feliz, ¿tú sí?

Quentin volvió a colocarse el teléfono en el cinturón y con la mano libre la cogió del brazo; tenía de nuevo la inquietante sensación de que podía escapársele sin saber cómo.

– Diana, tú no conoces la historia… Ninguno de nosotros la conoce.

– No ha negado que Missy fuera mi hermana. Si no fuera cierto, lo habría negado.

– Puede ser, pero todavía podría haber una explicación razonable para todo esto.

Ella volvió la cabeza y se enfrentó a su mirada intensa con una expresión que poco tenía de suplicante.

– ¿Sí? ¿Y cuál podría ser esa explicación, Quentin? ¿Por qué, en todos estos años, nunca he encontrado ninguna fotografía de ella, excepto ésta? -Levantó de nuevo la fotografía-. ¿Por qué no me acuerdo de ella?

Quentin contestó a la última pregunta porque era la única para la que se le ocurría una respuesta.

– No recuerdas muchas cosas de tu vida, tú misma me lo dijiste. Las drogas, Diana, los fármacos.

La cara de Diana se contrajo fugazmente cuando ambos oyeron el bramido distante de un trueno; Quentin la sintió tensarse, pero ella mantuvo la mirada fija en la suya.

– Sí, las drogas. Quizás eso sea otra cosa por la que mi padre deba responder. Porque si pudo mentirme sobre Missy… quizá me haya mentido también en otras cosas. Tal vez mintió al decirme que estaba enferma.

– No tiene por qué haber sido una mentira premeditada. -Quentin se colocó en el papel de abogado del diablo porque tenía que hacerlo, porque sabía lo peligroso que era para Diana perder tan repentinamente toda confianza en su padre-. Con todo lo que me has contado sobre tu niñez, tu padre tenía motivos de sobra para creer que estabas pasando por algo que se salía de lo corriente. Sencillamente buscó respuestas y tratamientos en el lugar equivocado.

– O lo sabía. Lo sabía e hizo cuanto pudo por mantenerme drogada e inconsciente.

– ¿Por qué iba a hacer eso?

– Para que no me acordara de Missy.

El rugido de un trueno, más fuerte que el anterior, hizo que Quentin la apartara de la ventana y la llevara a sentarse a uno de los sofás que había junto a las cajas que había bajado del desván. Tomó asiento a su lado y maldijo para sus adentros la tormenta que se aproximaba porque se sentía ya nervioso e irritable, y era muy consciente de que empezaba a no poder fiarse de sus sentidos. Era como si alguien subiera y bajara al azar el volumen de un equipo estéreo, de tal forma que sus sentidos tan pronto se hallaban sofocados como estallaban estruendosamente en su conciencia.

Aquello era, como mínimo, motivo de distracción, y Quentin tuvo que recurrir a toda la disciplina que había aprendido y acumulado con los años para concentrarse en Diana y en el asunto del que estaban hablando.

– Diana, escúchame. Hasta donde he podido averiguar, Missy y su madre vinieron a vivir aquí, a El Refugio, cuando Missy tenía unos tres años. Tú no podías ser mucho mayor. ¿Cuándo cumpliste treinta y tres?

– El pasado septiembre.

Él asintió con la cabeza.

– Si Missy hubiera vivido, habría cumplido treinta y tres este mes de julio. Así que, suponiendo que fuerais hermanas, tú le sacabas menos de un año y no tenías más de cuatro cuando… cuando ella vino a vivir aquí. ¿Cuánta gente recuerda cosas de sus primeros años de vida?

– De una hermana debería acordarme. -Ella bajó la mirada hacia la fotografía que sostenía, frunciendo el ceño.

– Eso es algo de lo que no podemos estar seguros, Diana. No, sin más información.

Ella desvió la mirada hacia las cajas cercanas.

– Puede que encontremos algo ahí dentro.

– Tal vez. Pero no te hagas ilusiones. La mayoría de las pertenencias de Missy y de su madre quedaron destruidas en el incendio del ala norte, hace años. Es pura casualidad que esta fotografía haya sobrevivido. -Él, sin embargo, no creía en algo tan azaroso como la casualidad. No creía en las coincidencias. Siempre había un motivo. Siempre.

Mientras los pensamientos dispersos se atropellaban en su mente, Diana le miró con una repentina expresión de esperanza en los ojos.

– Su madre. Quentin, ¿qué fue de su madre?

Él no quería darle más noticias perturbadoras, pero no le quedaba más remedio.

– Se fue poco después del incendio. Nunca he podido encontrar su rastro.

– ¿Y cuándo fue eso? ¿Hace cuántos años?

– El incendio fue menos de un año después de que Missy fuera asesinada. Así que hace veinticuatro años, semana arriba, semana abajo.

– ¿Qué aspecto tenía?

Quentin sólo tuvo que detenerse un instante.

– Se parecía mucho a Missy. Pelo moreno, ojos grandes y oscuros, cara ovalada. Estatura media. Más bien delgada, que yo recuerde. Quizás incluso frágil.

– ¿Estás seguro?

– La recuerdo vivamente, Diana. -Vio que la esperanza de su mirada se tornaba en confusión y añadió-: ¿Qué ocurre?

– Ésa no era mi madre.

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