Capítulo cuatro

Diana miraba a Quentin por encima del borde de la taza mientras bebía el té caliente y dulce que él había pedido. Al dejar la taza sobre su platillo, encima de la mesita, entre sus sillas, dijo con sorna:

– El remedio tradicional para un buen susto.

Él se encogió de hombros.

– No nos dio tiempo a acabar el café.

Estaban sentados en una zona apartada del gran salón contiguo al vestíbulo principal donde, como ellos, unos pocos huéspedes habían buscado refugio de la tormenta. La estancia estaba dispuesta de tal modo que sus numerosas sillas y mesas, reunidas en grupos diseminados y separados por grandes plantas, biombos y otras divisiones decorativas, ofrecían intimidad y propiciaban conversaciones apacibles, y al mismo tiempo uno tenía la sensación de no estar demasiado aislado, demasiado solo.

La tormenta (más rayos, truenos y viento que lluvia) continuaba rugiendo afuera. Lo cual era propio de aquel valle, pensó Quentin.

Diana no se había recobrado aún de su experiencia en la terraza. No estaba segura, de hecho, de sí se recuperaría alguna vez. Y ahora que había tenido un par de minutos para pensarlo, se sentía recelosa, a la defensiva y más insegura de lo que recordaba haberse sentido nunca.

No era una sensación agradable.

– Tampoco nos dio tiempo a acabar la conversación -añadió Quentin-. ¿Qué viste ahí fuera, Diana?

– Nada. -Volvía a ser, al menos, lo bastante dueña de sí misma como para saber que no debía describir lo que había visto. Lo que no podía haber visto. Pese a lo que Quentin dijese creer, Diana sabía por experiencia que, en el mejor de los casos, la gente encontraba inquietantes las cosas inexplicables.

Y no quería ver en los ojos de Quentin aquella mirada que tan bien conocía, aquella cuidadosa expresión que parecía decir «que no se entere de que creo que está chiflada», aquella deliberada ausencia de incredulidad o de estupor.

– Diana…

– Esta mañana, dijiste algo acerca de que este sitio no es seguro para los niños. Algo acerca de tragedias. Supongo que no te referías solamente a Missy. Así que, ¿de qué iba todo eso?

Él vaciló; luego se encogió de hombros.

– Accidentes, enfermedades, muertes sin explicación, niños que desaparecen.

– Eso pasa en todas partes, ¿no?

– Sí, por desgracia. Pero aquí pasa mucho más a menudo de lo que podría achacarse al puro azar.

– ¿Y crees que eso está relacionado de alguna forma con la muerte de Missy?

– He descubierto que las coincidencias casi nunca existen -repuso Quentin.

Diana notó que fruncía el ceño.

– ¿No?

– No. En todas partes hay pautas, si uno sabe reconocerlas. La mayoría de las veces no las reconocemos, al menos hasta después de un acontecimiento. Algunas, en cambio, están tan claras que prácticamente son de neón. Tú y yo, por ejemplo.

– ¿Qué pasa con nosotros? -preguntó ella, recelosa.

– El hecho de que estemos los dos aquí, en este momento, no es una coincidencia. El que tú hayas dibujado un retrato muy preciso de Missy, alguien cuyo asesinato yo intento resolver y que sucedió cuando casualmente yo estaba aquí no es una coincidencia. Ni siquiera el que esta mañana subieras las escaleras de la torre al amanecer y me encontraras allí fue una coincidencia.

– Todo forma parte del plan maestro, ¿verdad?

– Todo forma parte de una pauta. Todo se conecta de algún modo, por alguna vía. Y creo que Missy es la conexión.

Diana, que estaba pensando en el otro dibujo que había guardado en su bolso, el retrato que había hecho de aquel hombre antes de posar sus ojos en él, encontraba difícil rebatir al menos parte de lo que Quentin estaba diciendo. Pero lo intentó.

– ¿Cómo podría ser? Ya te he dicho que nunca he conocido ha nadie que se llame Missy. Nunca había estado aquí. Ni siquiera había estado en Tennessee. Seguramente salió en el periódico algún artículo sobre su muerte o algo así, con una fotografía, y lo vi en algún momento, hace años. Algo por el estilo.

– No. -La voz de Quentin sonó tajante-. El artículo sobre su muerte ocupaba poco más que un párrafo, y no había fotografía. Además, no salió nunca en los grandes diarios regionales, y mucho menos en un medio nacional. Llevo años estudiando el caso, Diana. He visto todas las noticias que he podido encontrar, por insignificantes que fueran… y en el FBI nos enseñan a buscar, créeme.

Diana se quedó callada, molesta pero nada convencida.

– La has visto, ¿verdad? Ahí fuera, en la terraza.

Ella sacudió la cabeza a medias, todavía callada.

Quentin dijo pacientemente:

– Sea lo que sea lo que has visto, fue muy repentino y muy intenso… y lo desencadenó la tormenta.

Aquello sorprendió a Diana.

– ¿Qué?

– ¿Recuerdas lo que te he dicho sobre la energía? Las tormentas están repletas de ella; cargan el aire de corrientes electromagnéticas. Corrientes ante las que nuestros circuitos cerebrales reaccionan. Las tormentas afectan mucho, casi siempre, ha las personas con facultades parapsicológicas. A veces bloquean nuestras capacidades, pero es más frecuente que lo que experimentamos sea mucho más intenso de lo normal, sobre todo en los minutos que preceden al estallido de la tormenta.

Más para ella misma que para él, Diana murmuró:

– Normalmente sé cuándo va a haber una. Pero ahí fuera…

– Ahí fuera -concluyó él-, estábamos concentrados en la conversación y la tormenta nos cogió por sorpresa. Yo también suelo presentirlas. -Hizo una pausa mientras la miraba-. Y casi todos mis sentidos tienden a agudizarse durante una tormenta. Igual que los tuyos se afinaron hace un momento.

Diana pensó sin poder remediarlo que, en unas pocas horas, Quentin había adivinado más sobre ella y sus diversos estados de ánimo y peculiaridades que todos sus médicos en los muchos años que llevaban tratándola.

Si es que realmente estaba adivinando.

Aquello resultaba perturbador y, sin embargo, hacía que se preguntara si acaso no habría algo de verdad en las otras cosas que Quentin le había dicho. En aquellas posibilidades. ¿Sería posible? Después de todos aquellos años, de todas las pruebas, las terapias y las medicaciones… ¿podría ser tan sencilla la respuesta a la cuestión de qué era de veras lo que le sucedía? ¿Y tan increíblemente compleja?

– Diana, ¿qué has visto?

– A ella. La he visto a ella, a Missy. -No se dio cuenta de que iba a responder hasta que lo hizo, y, al hablar, se preparó inconscientemente para su reacción.

Pero Quentin no reaccionó en modo alguno, al menos abiertamente. Sin dejar de mirarla con intensidad reconcentrada, dijo:

– Describe lo que viste. Exactamente.

Diana se acordó de pronto de uno de sus muchos médicos, un hombre inexpresivo y decidido a no juzgarla dijera lo que dijese, pero que al mismo tiempo catalogaba mentalmente sus neurosis, y aquel recuerdo le hizo chirriar los dientes.

Cuanto antes terminara con aquello, tanto mejor.

Rápidamente, con voz átona, dijo:

– Había destellos, como de relámpagos o de sirenas, y ella se acercaba a mí, con cada destello estaba más cerca, y me parecía que decía «ayúdanos», pero su boca no se movía, y hacía frío y yo estaba sola con ella… -Tomó aliento rápidamente-. También estabas tú, pero sólo cuando aparecía uno de esos destellos, no en los momentos entre uno y otro, cuando todo era gris. Estabas allí, pero sólo porque yo te tocaba la mano, porque te mantenía… a medias allí.

– ¿Estábamos todavía en la terraza?

Ella escudriñó su cara en busca de algún indicio de que Quentin le estaba siguiendo la corriente, como habían hecho algunos médicos, y no supo si sentirse aliviada o alarmarse al no encontrar ninguno.

– Sí.

– ¿No había nadie más? ¿Sólo estábamos los tres?

– Sí.

– Cuándo había destellos, ¿entre destello y destello estabas completamente sola?

Diana hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Había… No veía a nadie más cuando estaba todo gris. A ninguno de los huéspedes. Ni a ti. Ni a ella.

Quentin frunció el ceño repentinamente.

– Casi parece que has sido tú quien se ha colado en su mundo, y creo que eso es mucho más raro que lo contrario. Yo creía que los médiums ofrecían una puerta, pero no que la cruzaran ellos mismos. Al menos nunca he oído nada parecido. Pero ojalá supiera más.

– ¿Cómo? -Antes incluso de que él pudiera responder, Diana comenzó a mover la cabeza de un lado a otro-. No. No me digas que crees…

– Missy está muerta, Diana. Si la viste…

– Obviamente, no la vi. Está todo dentro de mi cabeza. -Oyó alzarse su propia voz y se detuvo un momento para recobrarse. Sabía de sobra que el excitarse demasiado o ponerse demasiado enfática le traía problemas-. Porque es imposible ver a los muertos. La vida del más allá no existe. Cuando uno muere, desaparece. Y punto.

– ¿De veras crees eso?

– De veras -contestó ella con firmeza.


Ransom Padgett subió trabajosamente las angostas escaleras del desván del edificio principal, refunfuñando en voz baja. Cada vez que había tormenta algo se averiaba en aquel viejo lugar. O había una gotera, o el agua llenaba los desagües de hojas y otras porquerías, o el suministro de agua de emergencia del hotel (diseñado por el dueño original, un hombre muy previsor, para que se llenara con agua de lluvia transportada desde las montañas de los alrededores) hacía aumentar la presión de las viejas tuberías hasta el punto de que rugían y chirriaban y molestaban a los clientes.

Esta vez, al menos tres huéspedes de la quinta planta, la más alta del edificio principal que se hallaba ocupada, se habían quejado de ruidos casi tan pronto como las primeras nubes oscurecieron el cielo.

Ransom opinaba que los clientes del hotel tenían, en su mayoría, demasiada imaginación y que la gerencia debería advertirles cuando se registraban que los edificios antiguos producían ruidos, eso no había forma de evitarlo. Pero, por suerte, tratar directamente con los clientes no era asunto suyo. Él sólo arreglaba cosas.

En este caso, sin embargo, dudaba que hubiera algo que arreglar. Las ardillas que anidaban en el desván le habían dado algún que otro quebradero de cabeza durante el invierno y, dado que no había descubierto aún cómo penetraban allí, supuso que alguna habría vuelto a entrar para cobijarse de la tormenta que se avecinaba.

De modo que había subido hasta allá arriba más que nada para revisar sus compasivas trampas (que, de momento, no habían conseguido atrapar a ninguna de aquellas astutas ardillas) y curiosear un poco para poder decirle a los de la gerencia que había echado un vistazo.

Usó su llave para abrir la puerta del desván, empujó ésta y pulsó el interruptor de la luz que había junto a ella. La iluminación consistía en bombillas peladas que, encajadas en celdillas de metal, se hallaban diseminadas por la amplia estancia; había muchas, pero las bombillas de mediana potencia apenas alumbraban. Tampoco servían de gran cosa las buhardillas y los grandes ventanales de las caras norte y sur, en parte debido a que los cristales emplomados estaban manchados y oscurecidos por el paso de los años. Y, con todos aquellos muebles viejos, baúles, cajas y trastos amontonados en la habitación, el desorden tampoco ayudaba.

Ransom había sugerido más de una vez que los propietarios del hotel mandaran a alguien a revisar todo aquello y se deshicieran de las cosas que, obviamente, nunca más volverían a usarse. Sencillamente, le parecía ilógico conservar cosas como ropa vieja y sábanas que se caían a pedazos de puro viejas, y herramientas antiguas y muebles rotos. Pero, naturalmente, no le habían hecho caso.

– Yo sólo trabajo aquí -masculló para sí mismo mientras se abría paso entre aquellos desechos del tiempo y de las vidas de otros, intentando recordar dónde había dejado exactamente las trampas.

Encontró una debajo de los aleros del lado oeste del edificio; estaba todavía vacía, pero la mazorca seca de maíz que había dejado como cebo había desaparecido.

– Pequeñas bastardas -dijo refiriéndose a las ardillas, perplejo porque hubieran logrado hacerse con el cebo sin disparar la trampa. A fin de cuentas, aquel chisme estaba diseñado para atrapar ardillas.

Probó el resorte y vio que estaba en buen estado.

– Ahora tendré que bajar otra vez al cobertizo del jardín a buscar más cebo. Mierda. -Pensó con añoranza en los días en que servía con un poco de veneno y deseó atreverse a desobedecer a la gerencia y eliminar a los roedores de una vez por todas.

Volvió a dejar la trampa sin cebo en su sitio y comenzó a abrirse paso hasta la siguiente, maldiciendo de nuevo, maquinalmente, el desorden por entre el que tenía que moverse, sallando por encima de los trastos o haciéndolos a un lado.

Estaba en la parte principal del desván, frente a una de las ventanas grandes, con cristales de colores, del extremo norte cuando se oyó el estruendo ensordecedor de un trueno y de pronto se apagaron todas las luces.

Como no quería romperse la crisma tropezando con alguna cosa en la oscuridad, aguardó donde estaba, confiando en que si la luz no volvía pasados un minuto o dos, el generador se pondría en marcha. Anotó mentalmente que la próxima vez llevaría consigo una linterna cuando subiera allí, o bien dejaría una junto a la puerta para tenerla a mano.

El radiante destello de un relámpago iluminó de pronto la ventana, cuyo cristal cubierto de mugre pareció refulgir, incandescente y multicolor, un instante.

Había alguien delante de él.

Ransom sólo logró vislumbrarlo a la luz del relámpago, y frunció el ceño cuando la oscuridad le envolvió de nuevo.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó.

No hubo respuesta y, por más que aguzaba el oído, Ransom no oía más que el retumbar de los truenos y el tamborileo disperso de la lluvia sobre el tejado, encima de su cabeza.

Esperó, mirando con denuedo la ventana. Y, con el siguiente relámpago, no vio nada, como esperaba.

– Un truco de la luz -masculló. Sentía, sin embargo, un desasosiego creciente, y no sólo porque no hubiera vuelto aún la luz. Normalmente hacía allí mucho calor, un calor asfixiante en aquella época del año, que era cuando por primera vez había entrado en el desván.

Ahora empezaba a hacer frío. Un frío desagradable.

Ransom, que no era hombre fantasioso, tuvo la súbita idea de que, si se ponía la mano en la nuca, descubriría que todo el vello se le había puesto de punta, como una advertencia primordial de que allí pasaba algo raro. Algo muy raro.

Una tabla del suelo crujió allí cerca y Ransom se giró bruscamente, pero estaba todo a oscuras y sólo pudo distinguir unas formas que se alzaban ante él.

Unas formas altas.

Era… extraño. Acababa de cruzar el desván siguiendo un pasillo despejado pero estrecho, hasta el centro de la estancia. Ahora, hasta donde podía distinguir forzando la vista, había allí una especie de barrera.

– Estoy viendo visiones -se dijo con la voz alta y empática que parecía decir «no tengo ni pizca de miedo» de quien atravesara un cementerio a medianoche-. Me he movido sin pensar, eso es todo. Aquí no hay nada más.

No se le ocurrió hasta más tarde que debería haber dicho «nadie más».

El retumbar estridente de un trueno casi le hizo brincar de miedo, y empezó a pensar en salir de allí, al menos hasta que volviera la luz.

Antes de que pudiera moverse volvió a centellear un relámpago y, a la luz de su brillo momentáneo, pudo ver qué era aquella barrera.

Mientras la oscuridad le envolvía de nuevo, Ransom intentó comprender lo que había visto. Tres viejos baúles apilados unos encima de otros. Baúles que estaba casi seguro de que, apenas unos momentos antes y desde hacía una eternidad, se hallaban bajo los aleros del extremo oeste del desván.

De hecho, estaba seguro de que era allí donde se encontraban porque formaban un juego de viejos baúles de camarote, cubiertos con pegatinas de viajes, como se hacía antaño, de ésos que hoy día los decoradores vendían por una fortuna. Se había fijado especialmente en ellos.

Y solían estar a casi treinta metros de donde estaban ahora.

Resonó un trueno que hizo vibrar las planchas del suelo bajo sus pies y Ransom deseó fervientemente que le siguiera un relámpago.

Crujió otra tabla del suelo. Tras él.

Se volvió bruscamente y el exabrupto que se le escapó sonó un poco demasiado agudo para su amor propio. Esta vez nada se cernía ante él, afortunadamente, pero ¿no era eso…?

Estaba de nuevo frente a la ventana y, mientras miraba, el destello de un rayo iluminó desde atrás, radiante, el cristal coloreado.

Había alguien de pie, ante él.

Alguien sin cabeza.

Atemorizado, Ransom dio un paso atrás y tropezó con los baúles que, indudablemente, apenas un minuto antes estaban algo más lejos de él.

Y las luces se encendieron.

Parpadeó mientras su vista se acostumbraba a la claridad, se quedó allí parado, mirando fijamente, y al cabo de un momento prorrumpió en una risotada temblorosa.

– Dios santo.

Se acercó a la ventana de cristales de colores hasta que, estirando el brazo, pudo tocar el viejo maniquí. La superficie que tocó estaba agrietada por el paso del tiempo, y el vestido que colgaba alrededor de la figura era antiguo, de seda y frágil encaje.

– Me acuerdo de ti -le dijo al maniquí, reconfortado por el sonido normal de su propia voz-. Llevas años aquí arriba. -Hizo una pausa y añadió inseguro-: Pero creo que no estabas delante de la ventana.

Con la mano todavía posada sobre el maniquí, se volvió a medias y miró los baúles, apilados ahora pulcramente en medio del desván.

– Y vosotros no estabais ahí, desde luego -añadió, sintiendo su propio desasosiego.

Se acercó a los baúles y los observó detenidamente. Sí, recordaba haberlos visto. Recordaba haberlos visto en el extremo oeste del desván, junto con otros cachivaches de los que nadie se preocupaba desde hacía años. Muebles viejos, y un trasto cubierto con un lienzo que parecía un espejo, y…

Y un maniquí de sastre.

Ransom miró por encima de su hombro, esperando a medias que el maniquí hubiera vuelto a su sitio. Pero seguía delante de la ventana, aparentemente inofensivo.

Hasta que un relámpago relumbró de nuevo más allá de la ventana, y el cristal multicolor produjo la impresión repentina y fugaz de que había allí una mujer con brazos y cabeza y el cabello suelto.

Ransom decidió revisar el resto de sus trampas en alguna otra ocasión, pasó junto a los baúles sin tocarlos y salió del desván sin perder un momento. Y no quiso admitir ni siquiera ante sí mismo que no pudo respirar tranquilo hasta que la puerta del desván estuvo cerrada tras él.

Con llave.


Las luces del salón parpadearon y se debilitaron sin llegar a apagarse, y aunque la tormenta crecía claramente en intensidad, allí su estruendo sonaba sofocado y apenas interrumpía las conversaciones.

– Entonces, crees que los muertos desaparecen para siempre -dijo Quentin, pensativo-. Lo cual significa que probablemente no eres religiosa.

– ¿Y?

Diana intentaba no hacer caso de la tormenta, ignorar la sensación de hormigueo, el cosquilleo que le había dejado su estallido incluso después de abandonar la terraza. Apartó la mirada de Quentin, se fingió vagamente interesada en la habitación que les rodeaba y parpadeó cuando vio a una mujer sentada en una mesa cercana, bebiendo té. La mujer la miró a los ojos, sonrió y levantó su taza en un sutil saludo.

Llevaba un vestido Victoriano.

– ¿Diana?

Ella se sobresaltó ligeramente y volvió a mirar a Quentin.

– ¿Qué?

– Sabemos por experiencia que a algunas personas con facultades extrasensoriales les resulta más fácil aceptar su don si tienen formación religiosa o espiritual. Sea por la razón que sea, la religión o la espiritualidad a veces ayudan a que, a algunos, lo imposible les parezca más… verosímil.

Diana lanzó una rápida mirada hacia la mesa cercana, sólo para descubrir que tanto la mesa como la mujer ya no estaban allí.

De pronto sintió ganas de beber algo mucho más fuerte que un té azucarado. Pero tomó un sorbo de la infusión y se sorprendió vagamente al ver que no le temblaba la mano.

– Entonces, si no puedes convencerme con tus presuntas teorías científicas, ¿recurrirás al misticismo? -Pensó que su voz también sonaba firme.

– Con gente distinta, funcionan cosas distintas -repuso él con una sonrisa tenue-. Todos acabamos encontrando un motivo para aceptar lo que tenemos que aceptar, Diana. Todos descubrimos tarde o temprano en qué creemos, cuál es nuestra filosofía. La ciencia no hace menos válidas las religiones o la espiritualidad, es otra opción. Lo que importa es que aceptemos lo que hay.

– Lo que tú dices que hay.

– Tú tienes pruebas de primera mano de que lo paranormal existe, eso lo sabemos los dos.

Ella no volvió a pasear la mirada por la habitación, a pesar de que sintió la tentación de hacerlo. Temía lo que pudiera ver.

– Lo único que sé es que mi enfermedad existe -dijo con una voz sin relieve-. Me han dicho que la locura me viene de familia.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Mi padre… con rodeos. Nunca habla mucho de mi madre, pero por lo poco que me ha contado deduzco que estaba perturbada.

– ¿Estaba?

– Murió cuando yo era muy pequeña.

– Entonces no sabes cómo era en realidad. Sólo lo que has oído contar.

– Mi padre no me mentiría.

– No estoy diciendo eso. Pero como, evidentemente, nunca se le ha ocurrido que pudieras tener facultades paranormales, y como sin duda tenía las mismas ideas respecto a su difunta esposa, lo único que sabes es que tu madre también tenía experiencias que él no comprendía… y que veía como trastornos mentales o emocionales.

– Mi padre ha hecho todo lo que estaba en su mano por ayudarme -respondió Diana.

Consciente de que se estaba metiendo en terreno peligroso, Quentin dijo con cautela:

– Claro que sí. Cualquier padre lo haría. Y estoy seguro de que, como la mayoría de la gente, cree sinceramente en la ciencia médica moderna. Lo que no cree es que existan los fenómenos paranormales. Por eso nunca se le ha ocurrido la posibilidad de que tengas facultades extrasensoriales.

– ¿A mis médicos tampoco, por muy informados que estén?

– A ellos menos aún. -Quentin sacudió la cabeza-. Hay unos pocos pioneros que investigan lo paranormal… Siempre los ha habido. Pero la ciencia médica normal no puede demostrar para su satisfacción que las facultades parapsicológicas existen.

– ¿Por qué no?

Él la miró levantando una ceja.

– ¿Puedes demostrar tú que lo que has experimentado en la terraza era real? Mejor aún, ¿podrías reproducir esa vivencia en un laboratorio?

– No, no puedo demostrarlo. Y desde luego no puedo reproducirlo. Porque estaba todo en mi cabeza. -Tenía que ser así. Sin duda tenía que ser así.

Quentin ignoró su respuesta y dijo:

– Gran parte de la ciencia se basa en la creencia de que hay que reproducir el resultado de los experimentos una y otra vez, bajo condiciones controladas, antes de que algo se considere un hecho. Pero las capacidades parapsicológicas no funcionan así.

– Sí, ya.

Quentin sonrió.

– Es una lástima, pero es cierto. Mi jefe dice que, si alguna vez nace una persona con facultades extrasensoriales que pueda controlar por completo sus capacidades, cambiará el mundo entero. Seguramente tiene razón. Suele tenerla. Pero, hasta entonces, hasta que aparezca la persona o personas que puedan demostrar sólidamente sus facultades y dominarlas, tendremos que quedarnos en los márgenes.

– ¿En los márgenes de la locura? -murmuró ella.

Quentin no se ofendió.

– Encontrarás a muchos que digan eso -contestó-. Pero estamos haciendo lo que podemos por labrarnos una reputación sólida, para que se nos tome en serio. Creemos entender cómo funcionan casi todas nuestras capacidades, aunque sólo sea de manera general, y ese convencimiento se basa en la ciencia. Nos estamos esforzando mucho para ejercitar nuestras capacidades con el fin de que nos ayuden a hacer mejor nuestro trabajo.

Quentin hizo una pausa y luego añadió:

– Y no descartes el hecho de que el FBI, que no es la organización más frívola del mundo, aceptara la idea hasta el punto de permitir que se creara nuestra unidad hace unos años.

Diana bebió otro sorbo de té, más por hacer algo que porque le apeteciera.

Quentin prosiguió.

– Diana, sé que es una posibilidad que nunca has contemplado. Pero ¿tanto daño te haría contemplarla ahora?

– Me estaría mintiendo a mí misma. Estaría buscando una respuesta fácil. -Su respuesta fue automática, tras tanto uno de oír a los médicos advertirle que no se justificara, que no intentara «explicarse» sus síntomas.

– ¿Quién dice que la respuesta tenga que ser complicada?

– La gente es complicada. La mente humana y las emociones humanas son complicadas.

– Estamos de acuerdo. Pero a veces las respuestas no lo son en absoluto. -Él sonrió de nuevo, con desgana esta vez-. Aunque, de hecho, descubrirás que tener facultades extrasensoriales te complica muchísimo la vida.

– Vaya, lo que me hacía falta.

– No te estoy ofreciendo una píldora mágica. Y tampoco te estoy diciendo que tu vida vaya a ser perfecta, que todos tus problemas vayan a resolverse sólo porque hay una respuesta muy simple a la cuestión de qué es lo que te pasa. No te pasa nada malo. Simplemente, tu mente funciona de manera un poco distinta a lo que tradicionalmente se considera la norma.

«Escúchale.»

Diana contuvo el aliento y miró con fijeza la taza que tenía en la mano. Siempre le había sonado extraño, ese susurro en su cabeza, como si no formara parte de ella. Ése era uno de los motivos por los que nunca había podido creerse del todo las diversas explicaciones de los médicos: porque todos ellos venían a afirmar que lo que «oía» en el interior de su cabeza eran únicamente aspectos de su propia personalidad.

Entonces, ¿por qué aquel susurro parecía proceder de otra persona?

– ¿Diana?

Ella dejó su taza y miró a Quentin mientras escuchaba el tronar de la tormenta, que se precipitaba desde las montañas y parecía circundar el valle. Los truenos sonaban una vez, y otra, y otra más. Diana intentaba escuchar aquel ruido y no el susurro de su cabeza.

«Él puede ayudarte. Puede ayudarnos.»

– He tenido delante suficientes médicos como para haber oído, a lo largo de los años, casi toda su jerga -le dijo a Quentin, un tanto temblorosa-. Variaba un poco de uno a otro, pero una cosa que todos tenían en común era la absoluta convicción de que oír voces significaba que estabas delirando.

– Si estás loca. No si tienes facultades parapsicológicas.

Ella dejó escapar una risa leve, apenas un susurro.

– Ellos tenían mucho cuidado de no emplear esa palabra. «Loca.» Tenían mucho cuidado de buscar palabras y frases agradables y socialmente admitidas para usarlas en su lugar. «Trastornado.» «Enfermo.» «Confuso.» «Necesitado de nuevas… terapias… avanzadas.» Creo que mi expresión preferida era «en transición». Le pregunté a ese doctor en particular de qué exactamente estaba en transición. O hacia qué. Me dijo con perfecta seriedad que estaba en transición desde un estado de confusión a un estado de certidumbre.

– Santo cielo -masculló Quentin.

– Sí, no era muy hábil. Duró poco. O… yo no duré mucho con él.

«Diana…»

– Diana, sé que te estoy pidiendo mucho al suplicarte que creas que tienes facultades extrasensoriales…

– ¿Qué te hace pensar que las tengo, por cierto? Podría haberme inventado todo lo que te he dicho. -Ella intentaba con; todas sus fuerzas ignorar aquella otra voz.

– No te has inventado ese boceto… por llamarlo de algún modo. Además, solemos reconocernos los unos a los otros.

– ¿A primera vista?

– Casi siempre.

– Entiendo. Entonces, ¿ahora soy miembro de un club secreto?

Quentin sonrió de repente, recordando su primera conversación con Bishop, años atrás.

– Algo parecido. En cuanto a reconocer a otros como tú, acabarás descubriendo que es muy útil.

– Tú dices tener facultades parapsicologías y sin embargo yo no he… sentido… nada distinto en ti -dijo ella, y mientras hablaba se dio cuenta de que mentía. Había percibido algo, había sentido en un instante que su vida estaba a punto de cambiar para siempre por culpa de él, aunque en aquel momento no hubiera podido reconocerlo ante sí misma.

– Estoy dispuesto a apostar a que sí -repuso él sin dejar de sonreír-. Pero no te han enseñado a ordenar las impresiones de todos tus sentidos. Yo puedo ayudarte con eso.

– Claro. Y luego podré reconocer a los que estén tan locos como yo.

– Tú no estás loca.

– No, sólo gravemente trastornada.

– Eso tampoco. Mira, aunque me equivocara respecto a que tengas facultades parapsicológicas y tú aceptaras esa posibilidad, ¿estarías peor que ahora?

– No lo sé.

«… escúchale.»

– ¿Podrías estarlo? Te has medicado y has probado todas las terapias posibles, sin éxito. ¿Por qué no te arriesgas a averiguar si puedo ayudarte? ¿Qué tienes que perder?

En lugar de contestar a aquella pregunta, Diana dijo:

– Crees que puedo ayudarte a resolver el asesinato de Missy, ¿no es eso?

Quentin vaciló.

– Tiene que haber una conexión -contestó por fin-. Dibujaste su retrato.

– Aunque así fuera, eso no significa que pueda ayudarte. Si tengo facultades extrasensoriales, como aseguras, puede que simplemente… captara de algún modo su imagen. Por estar aquí, en el sitio donde murió. Sería lógico… por lo menos, en el mundo en el que tú vives.

Él ignoró aquella pequeña pulla.

– Puede que sí. Pero, si así fuera, es muy probable que también puedas captar otra información.

– Información sobre Missy y su asesino.

– Sí, quizá.

– Entonces, ¿quién ayuda a quién?

Esta vez, Quentin no vaciló.

– Nos estamos ayudando el uno al otro, o lo estaremos.

«Escúchale. Deja que nos ayude.»

Diana se obligó a levantarse.

– Tengo que pensar en todo esto -le dijo-. Yo… La tormenta parece estar amainando. Creo que voy a irme un rato a mi cabaña. -Se alejó un paso.

Él también se levantó.

– ¿Diana? -dijo-. Será mejor que te pases por recepción y hagas que reprogramen la tarjeta de tu puerta. Los dos sabemos que no funcionará.

– ¿Cómo lo has…?

– Nuestro cuerpo suele tener un nivel de energía electromagnética mayor de lo normal. Y tiende a interferir con algunos aparatos eléctricos o magnéticos, sobre todo con los que tenemos que llevar encima. Como relojes. O tarjetas para abrir puertas.

Él no llevaba reloj.

Diana se miró el brazo izquierdo, en el cual no había reloj porque nunca había podido llevar uno. Miró luego a Quentin un momento antes de dar media vuelta y alejarse.

Hacia el mostrador de recepción.

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