Capítulo cinco

Era última hora de la tarde, ya pasada la tormenta, cuando Quentin encontró a Beau en el invernadero, solo, dibujando ante un caballete.

– ¿Has hecho algún progreso? -preguntó el artista.

Quentin no veía lo que había en el lienzo y no estaba lo bastante interesado como para mirar. Apreciaba el buen arte y a sus creadores, pero en ese momento tenía la mente en otra cosa.

– No tengo ni idea -contestó francamente-. No ha llamado a la policía ni a los del cazamariposas… aún. Pero tampoco ha admitido siquiera la posibilidad de que tenga facultades paranormales.

– En realidad, no es de extrañar. Hay mucha gente que se ha pasado años convenciéndola de que estaba enferma.

– Sí, y eso me resulta odioso. -Quentin frunció el ceño y comenzó a pasearse entre los caballetes montados para los alumnos de Beau-. La han hecho un auténtico lío.

– Medicina convencional. Sólo saben lo que creen saber.

– No saben una mierda, al menos en lo que respecta a nosotros.

– Cierto. -Beau le miró un momento; después sonrió ligeramente y volvió a fijar su atención en el lienzo.

– Y no es que no tengas auténticos tarados en tu taller, a juzgar por algunos de estos dibujos.

– Personas con problemas. No tarados.

– No, Beau, éstos están tarados. -Quentin miraba un lienzo que mostraba la imagen, algo abstracta, de una figura acurrucada en el suelo, aparentemente en medio de un charco de sangre. La figura se contorsionaba en una pose agónica y en su pecho asomaba lo que parecía ser un enorme cuchillo.

– Menos enfermos cuando se conocen sus antecedentes -contestó Beau, impertérrito-. El hermano de ése murió en un robo a mano armada. Cuando intentaba defenderle. Él todavía está intentando asimilarlo. Con excepción de Diana, todos los alumnos del taller están intentando superar algún suceso traumático. Así que no sufren trastornos emocionales en sentido clínico. Son gente normal, en su mayoría.

– Ah. -Quentin se quedó mirando un momento más y luego retomó su paseo, dedicando sólo una mirada de cuando en cuando a algún dibujo o una acuarela-. Sabe dios qué dibujaría yo -masculló casi en voz baja.

– Tus fantasmas, probablemente. Missy. Joey. Otros que se perdieron por el camino. Los que te culpas de haber perdido.

– Ya he tenido mi ración de diván este mes, Beau.

– Perdona.

Quentin suspiró.

– No, perdona tú. No quería ponerme desagradable. Es que ahora mismo me siento muy frustrado. Quiero ayudar a Diana y temo que no me deje intentarlo siquiera.

– Ten paciencia.

– ¿Sabes algo que yo no sepa?

– No. Los dos sabemos que la paciencia no es tu punto fuerte.

Quentin suspiró de nuevo.

– Has venido aquí a afirmar lo obvio, ¿es eso?

Beau se echó a reír.

– He venido a dar un taller de pintura. Vamos, Quentin, tú sabes tan bien como yo que no hay atajos. Diana y tú tenéis que encontrar vuestro propio camino. Que sea juntos o por separado, o las dos cosas, depende únicamente de vosotros.

– Santo cielo, pareces Bishop.

– El entiende de estas cosas. Y Miranda también.

– Eso no les impidió intervenir el otoño pasado -dijo Quentin, recordando la única ocasión, que él supiera, en que Bishop y su mujer habían hecho un intento premeditado de cambiar un destino trágico que ambos habían previsto.

– Con mucho cuidado y sólo porque había mucho en juego. Siempre dudan en intervenir a no ser que estén muy, muy seguros de que no empeorarán las cosas.

– Yo estaba allí.

– Lo sé. Y sé que lo entiendes.

– Eso no significa que esté siempre de acuerdo.

– No. Siempre es más difícil cuando es uno el que está… involucrado personalmente.

– Sí, sí. Mira, el que estés enseñando a Diana en ese taller a mí me parece un atajo.

– No. Éste es un momento crítico para ella, un punto de inflexión en su vida. Y lo que hagan los demás en esos puntos de inflexión forma parte de nuestro viaje tanto como nosotros mismos.

Quentin se quedó pensando y por fin dijo:

– No te ofendas, pero a veces pareces una galletita de la suerte.

– Eso dice Maggie.

Distraído momentáneamente por la mención de la hermanastra de Beau, Quentin dijo:

– ¿John y ella han montado ya esa organización? No he oído nada.

– Están a punto.

– Así que pronto tendremos una agencia interna orientada hacia la investigación de lo paranormal y sus recursos.

– Ése es el plan. Si alguien puede hacerlo, es John.

– Ya lo creo. ¿Y Maggie? ¿Está bien?

– Está floreciendo. John le ha sentado muy bien.

– Y ella a él. Yo me pasé veinte años intentando convencerle de que las facultades paranormales existían, y ella lo consiguió en una semana o dos.

– A veces -dijo Beau-, enamorarse nos quita la venda de los ojos.

– Eso es muy de galletita de la suerte.

Beau sonrió, pero no apartó la mirada del lienzo.

Quentin siguió paseándose un rato. Después dijo:

– Estás muy conectado con el universo, ¿no?

– Según Maggie, sí.

– Está bien, entonces, sin ofrecerme un atajo, ¿puedes al menos decirme si voy por buen camino con Diana?

– ¿Estás siguiendo tu intuición?

– Sí.

– Entonces supongo que vas por buen camino. -Beau hizo una pausa; luego añadió despreocupadamente-: Pero tal vez debas abrirte un poco más y prestar atención a otras cosas, aparte de Diana.

Quentin dejó de pasearse para mirar a su interlocutor.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que ahora mismo sufres una especie de visión en túnel. -Beau se apartó de su lienzo, dejó la paleta sobre una mesa de trabajo cercana y comenzó a limpiar su pincel-. Si te concentras en un solo elemento, puede que pases por alto otros elementos igualmente importantes. Si no te hubieras encontrado con Diana, ¿qué estarías haciendo ahora mismo?

– Pues, dado que hoy no puedo hablar con Cullen Ruppe, seguramente estaría… intentando conseguir permiso para revisar las cajas de papeles viejos que sé que se guardan en los almacenes y el sótano del hotel. No tengo autoridad legal para examinar nada considerado irrelevante respecto a un viejo crimen, así que nunca he conseguido acceso a los historiales del personal que tienen guardados, a los planos originales del edificio y a todo lo que haya allí.

– Puede que sea hora de que vuelvas a intentarlo.

Pasado un momento, Quentin dijo:

– Puede que sí.

– Me han dicho que la directora actual de El Refugio consiguió el trabajo el otoño pasado. ¿La conoces? -preguntó Beau.

– No, si empezó el otoño pasado.

– Puede que tenga una mentalidad más abierta que los anteriores directores. Más inclinada a dar su visto bueno si alguien le pide en términos razonables revisar unos cuantos papeles viejos.

– Eres tan sutil como el mástil de una bandera, Beau.

– Sólo estoy haciendo una sugerencia.

– ¿Pero no ofreciendo un atajo?

– No. Es un camino que tú habrías seguido por tu cuenta.

– Por una vez, sólo por una vez, me gustaría que algún miembro del equipo me diera una respuesta directa -repuso Quentin con considerable vehemencia.

Beau levantó las cejas.

– Eso era una respuesta directa.

– Santo dios. -Quentin se encaminó hacia la puerta; luego se detuvo y le miró frunciendo el ceño-. Mi instinto me dice que le dé a Diana un poco de tiempo para pensar. Pero no mucho. Por lo que me dijo antes, sus facultades son fuertes. Tan fuertes como para darle miedo. Quizá tanto que le resulte difícil controlarlas incluso cuando acepte su existencia. Y no sé sobre médiums tanto como desearía.

– Yo tampoco. Pero, como el resto de nosotros, son todos distintos entre sí en casi todo. Diferentes fuerzas y debilidades. En esto no hay reglas estrictas, supongo.

Quentin dijo con voz firme:

– Creo que puede tener la capacidad no sólo de abrir una puerta hacia la dimensión espiritual, sino de cruzarla ella misma.

– Eso -repuso Beau-, tiene que ser peligroso.

– Sí, de eso no tengo muchas dudas. Me temo que, si no tengo cuidado, podría perderla. Creo que tal vez necesite el consejo de un experto.

– Puede que sí. Miranda educó a una médium, tengo entendido.

– A su hermana, sí. Y con mucho éxito. Bonnie es una de las personas con facultades extrasensoriales más equilibradas que he conocido nunca.

– Salúdala de mi parte -dijo Beau.


Diana pasó casi toda la tarde escondida en su cabaña, pero cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas se hallaba tan nerviosa que no podía estarse quieta. Cogió el bolso en el que guardaba los dibujos de Quentin y Missy, vaciló en la puerta y luego, con cierto aire retador, cerró con llave tras ella.

Quentin tenía razón: había tenido que pedir que reprogramaran de nuevo su llave.

Durante sus años de adolescencia, cuando estaba muy mal, había oído la conversación de uno de sus médicos con su padre. El hablaba de los impulsos eléctricos «más fuertes de lo normal» que su cerebro había generado en el transcurso de un electroencefalograma. Otras pruebas habían mostrado también aquella «anormalidad».

Diana todavía torcía el gesto cuando recordaba cómo se había sentido al oír aquello.

«Anormal.» Ninguno de sus psiquiatras o psicólogos había empleado nunca esa palabra. Pero aquel doctor, frío y seguro de sí mismo, la había usado con perfecta certidumbre.

Ella era anormal. Le pasaba algo raro.

A no ser que… no le pasara nada.

¿Facultades extrasensoriales? Aquélla era una posibilidad que nunca, literalmente, había considerado. Jamás se le había pasado por la cabeza que, en el origen de sus problemas, pudiera haber algo que escapara hasta tal punto a su comprensión.

Y sin duda, pese a lo que decía Quentin, alguien se lo habría insinuado en todos esos años, si ello fuera posible. ¿No? Todos aquellos médicos y terapeutas, todos los expertos a los que su padre la había llevado a lo largo de su vida, no podían estar equivocados, ¿verdad?

¿Verdad?

Diana se alejó de El Refugio, camino del jardín formal. Aunque no lo pensara conscientemente, las pulcras hileras de setos recortados, los parterres simétricos, bordeados por senderos cuidadosamente rastrillados, las fuentes clásicas, todo aquello la reconfortaba en parte. Era tan… ordenado.

No como su mente. Los pensamientos desfilaban por ella vertiginosamente, a medio formar, como flecos o fragmentos. No lograba concentrarse, no podía prestar atención a nada, salvo a la angustiosa pregunta de si habría malgastado prácticamente veinticinco años de su vida en la búsqueda inútil de una «cura» que nunca había existido.

Porque nunca había estado enferma.

Se sentó en un banco de piedra, cerca de una hermosa fuente de tres senos y consideró y desechó después el impulso de sacar el cuaderno y dibujar algo. Se quedó mirando la fuente y procuró quitarse aquella cuestión de la cabeza, pero fracasó.

– Hola.

Diana vio con sobresalto a un niño pequeño delante de ella, a unos pasos de distancia. Tenía ocho años, quizás, y era un chiquillo angelical, con el pelo rubio y grandes ojos marrones.

– Hola -dijo.

– Siento que estés triste.

Diana compuso una sonrisa, con la esperanza de no mostrar una de esas expresiones que daban pesadillas a los niños.

– Es sólo que tengo un mal día, nada más.

El niño asintió con la cabeza solemnemente.

– Me llamo Jeremy -dijo-. Jeremy Grant.

– Hola, Jeremy. Yo soy Diana. -Nunca había pasado mucho tiempo rodeada de niños y se sentía un poco torpe con aquél-. ¿Dónde están tus padres?

Él señaló vagamente hacia el edificio principal de El Refugio.

– Allí. ¿Puedo enseñarte una cosa?

– ¿Enseñarme qué?

– Un sitio. -Ladeó la cabeza ligeramente, todavía con aire solemne-. Es un secreto.

Ella quiso preguntarle por qué quería enseñarle su lugar secreto a una desconocida, pero dijo:

– Pronto oscurecerá, ¿sabes?

– Lo sé. Tenemos tiempo. No está lejos.

– Está bien. Claro. -Cualquier cosa, pensó, era preferible ha quedarse allí sentada mientras su mente se movía en círculos, persiguiéndose a sí misma-. Adelante. -Se levantó y siguió ha Jeremy cuando éste dio media vuelta y echó a andar por el sendero de gravilla, hacia el extremo más retirado del jardín formal.

Se dijo lánguidamente que, si el niño quería salir de los jardines, protestaría. El sol se había puesto ya detrás de las montañas y el aire estaba impregnado de un frío creciente. Oscurecería en menos de una hora. Y no tenía intención de hacerse responsable del hijo de nadie, ni siquiera aunque hubiera tenido un buen día.

Mientras pensaba esto, se dio cuenta de que Jeremy se había detenido junto a uno de los parterres elevados para que ella lo alcanzara. Cuando llegó a su lado, el niño la cogió de la mano con confianza.

– Es justo ahí -le dijo.

Diana se dejó llevar por otro sendero, hasta donde el jardín formal se cruzaba con el jardín inglés. Aquella zona estaba llena de plantas y arbustos cubiertos de flores abigarradas y entre los cuales zigzagueaban ociosamente las veredas, y tenía un aire más natural, menos artificioso, que los demás jardines.

– Jeremy…

– Por aquí. -La condujo hacia un rincón donde, al parecer, los paisajistas habían decidido permitir que una afloración de roca granítica ya existente se convirtiera en parte del jardín. Grandes peñascos sobresalían de un lecho de grava y rocas más pequeñas, suavizadas únicamente por el musgo y por unas pocas flores tenaces que crecían entre las piedras-. Iban a poner una cascada -dijo Jeremy-. Cambiaron de idea, supongo. Los jardineros nunca cavan aquí.

– No me extraña, con tanta roca -dijo Diana-. ¿Era esto lo que querías enseñarme?

– Por ese lado -contestó Jeremy-. ¿Ves esa piedra, con todo ese musgo por abajo? Mira detrás.

Recelosa de pronto, Diana dijo:

– No me saltará nada encima, ¿verdad, Jeremy? Una rana o algún bicho. Porque no me gustan esas cosas.

Él sonrió con dulzura.

– No, te lo prometo. No hay ranas, ni bichos. Es una cosa que tienes que ver. -Le soltó la mano-. Mira detrás de la piedra.

Diana se quedó mirándole un momento más y luego, todavía reticente, se abrió paso cuidadosamente entre las piedras hasta que pudo asomarse detrás de la que el chico le había señalado. Al principio, no se dio cuenta de qué era lo que se suponía que debía ver. Allí parecía haber sólo más piedras de granito grisáceo, casi todas ellas con los bordes desiguales, excepto una que era más clara y más suave, desgastada, supuso, por efecto de algún río.

– Jeremy, ¿qué…? -Miró hacia atrás, sorprendida al no verle allí. Se dio la vuelta, miró a su alrededor, pero no vio ni rastro del chico-. Qué velocidad -masculló, intentando descubrir cómo había podido marcharse tan rápida y sigilosamente.

Volvió a mirar el suelo cubierto de piedras que tenía a sus pies, convencida ya de que, si curioseaba por allí, la aguardaba una sorpresa desagradable. Aun así, se descubrió con la mirada fija en aquella piedra más tersa y redondeada, y dudó sólo un instante antes de agacharse para tocarla.


No parecía, en realidad, una piedra, se dijo. Cuando intentó moverla, la gravilla que la apresaba por debajo cedió fácilmente. Y sólo cuando la giró ligeramente se dio cuenta con horror de lo que era.

Aquella cosa cayó de sus dedos inermes, chocó contra las piedras con estrépito y quedó colocada de tal modo que las cuencas vacías de los ojos la miraban fijamente y los dientecitos blancos parecían sonreírle.

Era el cráneo de un niño.


– ¿Estás seguro? -preguntó Bishop.

– Tanto como puedo estarlo -contestó Quentin-. Sólo me lo contó porque estaba muy asustada y con la guardia baja. Sabe dios si volverá a hablarme de ello. Lo único que sé es como me sonó.

– ¿Y te estaba tocando la mano? ¿Cuándo dijo que estaba sola en la terraza, contigo y con Missy?

– Sí. Dijo que había destellos de luz, como los de una sirena, y que era entonces cuando nos veía. Dijo también algo acerca de que yo sólo aparecía porque ella me estaba tocando, porque en parte me retenía allí. En el… ¿cómo lo llamó?… en el tiempo gris, creo que dijo, estaba completamente sola. No veía ha nadie, ni siquiera a mí. Ni a Missy.

– ¿Percibiste algo paranormal?

– No vi nada, ni sentí nada. -Quentin se recostó contra el cabecero de su cama, con el teléfono móvil pegado al oído-. Pero noté que algo le pasaba. Estaba pálida, con la mirada fija y los ojos dilatados, y tenía la mano helada. Pero la tormenta estaba a punto de estallar, y tú y yo sabemos que las tormentas suelen alterar mis sentidos. O me bloqueo, o me distraigo.

– Está claro que a Diana las tormentas no la bloquean.

– No. En todo caso, yo diría que la afectan mucho, pero en sentido contrario. ¿No le pasa lo mismo a Hollis? -preguntó Quentin, refiriéndose a la única médium de la unidad.

– Sí. Es mucho más propensa a captar la energía espiritual, y su sentido de arácnido también se intensifica. Dice que es como si todas sus terminaciones nerviosas estuvieran en carne viva y al descubierto.

– Eso no debe de ser divertido -comentó Quentin.

– Todavía está aprendiendo a controlar todas sus capacidades, así que no, no es divertido. Y para Diana debe de ser aterrador.

– Ni que lo digas. Está claro que es una médium, y muy poderosa. Seguramente fue así como pudo dibujar ese retrato de Missy. No tiene ni idea de cómo ordenar sus impresiones psíquicas, así que para ella es todo un auténtico lío. Lo que siente, lo que piensa, lo que percibe. Demonios, seguramente hasta lo que sueña. Un estado de confusión permanente. Y todos esos años de médicos, fármacos y terapias sólo han servido para empeorar las cosas.

Bishop se quedó callado un momento. Luego dijo lentamente:

– Quentin, ¿eres consciente de que prácticamente todas las personas con facultades extrasensoriales con unos antecedentes y un estado similares a los de Diana nunca aprenden a incorporar sus facultades a su vida corriente y a desenvolverse con normalidad?

– Los que hemos conocido hasta ahora, sí. Pero ella es fuerte, Bishop. Realmente fuerte. Si consigo ganarme su confianza, sé que podré ayudarla.

– Es sólo que no quiero que… te lleves una desilusión… si no lo consigues. Por mucho talento que tengan, algunas personas están más allá del alcance de nuestros medios para ayudarlas.

– Diana no.

Bishop aceptó la determinación de Quentin y dijo:

– Está bien. Entonces, a juzgar por lo que nos has dicho, seguramente lo más importante es que la mantengas anclada en el suelo. Literalmente.

– ¿A qué te refieres?

– Te dijo que os vio a Missy y a ti al mismo tiempo en la terraza porque te estaba tocando, porque te retenía en parte allí. ¿No?

– Sí. Pero ella no puede entender cómo funcionan sus facultades, después de que todos esos médicos se hayan pasado la vida convenciéndola de que está simplemente chiflada.

– Estoy seguro de que es cierto… a nivel consciente. Pero nosotros sabemos que nuestras facultades van acompañadas de instintos, y es probable que una parte de ella, por profundamente enterrada que esté, comprenda cómo funciona su don. Si de veras había bajado la guardia cuando te contó eso, entonces es muy posible que te dijera toda la verdad. Pudo verte cuando esa puerta extrasensorial estaba abierta porque te estaba tocando. Tú la anclabas, en un sentido literal, a nuestro lado de la puerta. Eso podría explicar también los destellos intermitentes; porque tú la anclabas, no pudo penetrar completamente en el otro lado.

Quentin digirió aquello. Después preguntó lentamente:

– Entonces, ¿necesita un anclaje? ¿Un salvavidas?

Miranda, que estaba en el despacho de Bishop, escuchando la conversación por el altavoz del teléfono, intervino para decir:

– La mayoría de los médiums que hemos encontrado no lo necesitan. Son capaces de ejercer control suficiente para… retirarse, en cierto sentido, cuando abren esa puerta. De mirar a través de ella sin cruzarla. De mantenerse a salvo en su lado. Pero una médium como Diana, sin adiestrar y a merced de su propio don, muy bien podría ser incapaz de hacerlo. Sin una amarra.

– Entonces, ¿qué puede ocurrir? En el peor de los casos, si cruzara psíquicamente, si traspasara la puerta que ella misma abre sin una amarra de su lado, ¿qué ocurriría?

– Lo que hacen los médiums -contestó Bishop-, los expone por completo a la energía espiritual, y sabemos que gran parte de esa energía es negativa. Ira, dolor, pérdida, arrepentimiento, odio… Incluso una médium poderosa con buen control sobre sus facultades es vulnerable ante esas energías destructivas. Una médium con facultades potentes pero sin control alguno sobre ellas podría fácilmente verse arrastrada por esa otra dimensión sobre la que teorizamos pero cuya existencia no podemos demostrar.

– Es un milagro que a Diana no le haya pasado ya -dijo Quentin.

– ¿Cómo sabes que no le ha pasado?

Aquello sorprendió a Quentin.

– ¿Podría ser?

– Desde luego. Sobre todo, si tiene antecedentes de pérdida de conciencia. A juzgar por lo que te dijo, conocía ese tiempo gris entre los destellos de luz hasta el punto de ser capaz de darle un nombre. Lo que significa que le ha ocurrido otras veces, seguramente muchas a lo largo de los años.

Quentin se reprendió para sus adentros por no haberse dado cuenta antes.

– ¿Sin un anclaje?

– Puede que su instinto baste para traerla de nuevo a nuestro lado de la puerta. Averigua si ha tenido pérdidas de conciencia. Si es así, y si han aumentado en intensidad o en duración con los años, entonces Diana podría estar alcanzando un punto en su desarrollo extrasensorial en que se haga necesario un amarre para su propia segundad. Al menos, hasta que aprenda a controlar mejor sus facultades.

Quentin cruzó con la mirada su bonita habitación, sin verla.

– Y sin un amarre, ¿una de esas visitas a ese tiempo gris podría ser… permanente? ¿Diana podría no volver?

– Es posible, Quentin. No lo sabemos a ciencia cierta. Hemos conocido a personas tan destrozadas que estaban en estado catatónico, fuera del alcance de cualquiera. A los que pudimos leerles el pensamiento eran como… como una pizarra en blanco. Vacía. ¿Eran cascarones físicos de médiums que quedaron atrapados psíquicamente en el otro lado? No lo sabemos. ¿Podría sufrir Diana ese destino? No lo sabemos.

Quentin respiró hondo y exhaló despacio.

– Hoy estás siendo un gran consuelo.

– Lo siento.

Él suspiró.

– Vosotros sabíais que Diana estaría aquí. Pero ¿no lo preparasteis todo para que estuviera?

– No -contestó Bishop-. Su médico ya la había apuntado al taller de pintura que iba a celebrarse esta primavera. Lo único que hicimos fue poner a Beau como instructor.

– ¿Y hacer que sugiriera El Refugio como escenario?

– Sí.

– ¿Para ayudarla?

– Para ayudaros a los dos.

– Esperad un momento -dijo Quentin, comprendiendo de pronto-. ¿Cómo conocíais a Diana? Para saber que su médico la había apuntado al taller, teníais que estar… ¿qué?… ¿vigilándola?


Hubo un breve silencio y luego Bishop dijo:

– Nos ha costado años formar la unidad, Quentin, ya lo sabes. Y también sabes que al principio pasé mucho tiempo revisando informes sobre sucesos extrasensoriales y paranormales.

– ¿Qué fue en el caso de Diana?

– Tengo una fuente en un importante hospital de investigación psiquiátrica, en el noreste. Fue esa persona quien me habló de Diana. Hace años.

– Supongo que no intentaste reclutarla.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque en aquel momento tomaba tanta medicación que habría sido inútil y potencialmente dañino.

– Pero le seguiste los pasos.

– Sí.

– Está bien. -Quentin intentaba comprender aquel otro rompecabezas-. Pero ¿por qué estabas tan seguro de que tenía que estar aquí? ¿Tiene alguna relación con El Refugio? ¿Con lo que pasó aquí hace veinticinco años?

– Dímelo tú.

– Bishop…

– No intento ponerme misterioso a propósito, Quentin. No sabemos cuál es la relación, sólo sabemos que existe. Diana y tú estabais destinados a estar ahí, en este momento. Aparte de eso, no hay mucho que podamos decirte.

– ¿Se te ha ocurrido pensar -dijo Quentin amablemente-, que puede que algún día alguno de nosotros se canse de tus partidas de ajedrez?

– Yo no juego al ajedrez.

– Y un cuerno.

Bishop dijo con cierta desgana:

– Si alguna vez esto se convierte en un juego para mí, Quentin, confío sinceramente en que me des una patada en el culo.

– Eres cinturón negro -respondió Quentin-. Sólo te daré una patada en el culo si me dejas. O si voy armado.

– Es una suerte que suelas ir armado.

– Podría decirle a Galen que me echara una mano -dijo Quentin pensativamente, refiriéndose a uno de los miembros más enigmáticos de la unidad-. Estoy seguro de que lo haría encantado. Tengo la impresión de que siempre se ha preguntado quién es más duro de los dos, si tú o él.

– Él ya lo sabe -dijo Bishop.

– ¿Sí? Ojalá yo hubiera estado ahí para verlo.

– No hubo nada que ver. -Sin explicar aquella misteriosa afirmación, Bishop devolvió la conversación a su cauce-. Respecto a Diana, no hace falta que te advierta que tengas cuidado.

– Es muy fuerte, de veras, Bishop.

– En un sitio como El Refugio, con una historia tan larga y conflictiva, es probable que a una médium le resulte muy fácil dejarse arrastrar, aunque sea inconscientemente, hasta la puerta que separa nuestro mundo del mundo de los muertos. Por fuerte que sea Diana, es una situación peligrosa.

– Hay una cosa más que debes tener en cuenta, Quentin -dijo Miranda-. Dado que Diana no puede distinguir aún de manera fiable entre sus sentidos normales y sus sentidos paranormales, es muy posible que haya abierto esa puerta muchas veces desde su llegada, sin siquiera darse cuenta. Los médiums están preparados para hacerlo, para ofrecer una puerta. Y ella podría haberla dejado abierta el tiempo suficiente para permitir que esa energía espiritual la cruzara.

– Estás diciendo que posiblemente este sitio esté embrujado.

– A falta de un término mejor…

– La energía siempre tiene un propósito, recuérdalo -dijo Bishop-. Sea lo que sea lo que pueda haber traspasado la puerta que Diana abrió, actuará de manera muy concreta. El objetivo es casi siempre encontrar la paz, saldar una cuenta, asimilar el pasado. Resolver lo que les mantiene atrapados al otro lado de esa puerta y les impide seguir adelante. Un médium les ofrece esa oportunidad. Y puede que algunos lleven esperando mucho tiempo.

– Missy -dijo Quentin.

– Missy, casi con seguridad, dado lo que ha experimentado Diana hasta el momento. Lo que significa que tienes una oportunidad excelente de resolver el asesinato de Missy. Si puedes ayudar a Diana.

– Manteniéndola con los pies en la tierra.

– Sigue tus instintos, Quentin -dijo Miranda-. Son buenos. Y ella necesita tu ayuda.

– ¿Y cómo la persuado para que confíe en mí? Le estoy diciendo que lo que ha creído durante todos estos años es mentira, que los expertos que ha conocido se equivocaban, uno tras otro, aunque no fuera con mala intención. Que su propio padre puede haber empeorado su situación porque no tuvo en cuenta esta posibilidad. En su lugar… En fin, yo no me creería.

Miranda contestó inmediatamente, con voz firme:

– Crea un vínculo con ella. Tú la entiendes y entiendes por lo que ha pasado. La crees. Sabes que no está loca. Necesita tu convicción, Quentin, porque la han dejado sin ninguna.

Una suave llamada a su puerta llamó la atención de Quentin.

– Haré lo que pueda -dijo-. Y volveré a llamaros más tarde.

– Estaremos aquí -dijo Bishop.

Quentin cerró su teléfono móvil y se levantó de la cama para salir al cuarto de estar y contestar a la puerta. Normalmente, por pura costumbre, tenía la precaución de mirar por la mirilla, pero esta vez, en cuanto su mano tocó el pomo de la puerta, supo quién estaba al otro lado.

Diana estaba allí, visiblemente tensa, sujetando con ambas manos la tira del bolso que llevaba colgado del hombro. Tenía la cara pálida y sus ojos parecían enormes y oscurecidos.

Antes de que Quentin pudiera hablar, dijo con voz casi átona:

– ¿Puedes venir? Hay… algo que necesito enseñarte.

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