Madison Sims era lo que su madre llamaba «una niña muy imaginativa», definición ésta que la propia Madison entendía perfectamente. Significaba que su madre y otros mayores no le creían cuando les decía que sus así llamados amigos imaginarios eran en efecto reales… aunque no fueran de carne y hueso.
A sus ocho años, Madison era una niña muy inteligente y había comprendido enseguida que decir las cosas de ese modo ponía incómoda a la gente. Y también a ella, puesto que provocaba conversaciones en voz baja entre sus padres, y visitas a los médicos, y miradas desconfiadas de otros adultos.
Así que había dejado de hablar de sus amigos, y cuando su madre le preguntaba por ellos como quien no quería la cosa, mentía sin pestañear. ¿Seguía viendo niños vestidos como si hubieran salido de una vieja película, niños que aparentemente atravesaban las paredes y cuyas risas y voces sólo ella oía?
No. Qué va. Ella no.
Mamá no se enfadaría con ella si decía la verdad, Madison lo sabía, ¿verdad?
Madison lo sabía. Pero había descubierto, pese a su corta edad, que había verdades… y verdades. Y había aprendido que algunas verdades era mejor callárselas.
Además, no siempre veía a los otros niños. Nunca los veía en casa, en su casa casi nueva, junto al mar. Y rara vez los veía en casa de otras familias o de sus «verdaderos» amigos. Sólo los veía, casi siempre, en sitios como El Refugio: sitios viejos.
Le gustaba El Refugio, aunque algunas habitaciones y algunos rincones de los jardines tuvieran un aire triste. Le encantaban los jardines, donde (lo había descubierto el día anterior) podía caminar horas y horas con Angelo, su pequeño yorkie, sin que los jardineros la regañaran por pisotear las flores.
Donde a los otros niños les gustaba jugar.
Todavía era muy temprano cuando le permitieron excusarse de la mesa del desayuno y dejar que sus padres acabaran de comer en la terraza, mientras Angelo y ella iban a explorar los jardines a los que no habían llegado la víspera.
– No salgas de la valla, Madison -la advirtió su madre.
– No, mamá. Vamos, Angelo.
El Refugio ofrecía una tarjetita con el plano de los jardines, y Madison la consultó cuando su atento compañero y ella se detuvieron en un lugar desde el que ya no se divisaba la terraza. La rosaleda la había visto el día anterior, después de su llegada. Y el invernadero. También el jardín de rocas lo había visto la víspera. Pero el jardín zen no lo había visto aún, y desde luego parecía digno de una visita.
Miró hacia El Refugio y sus ojos ascendieron por la torre, que también había visitado el día anterior. Tenía muy buena vista, y distinguió a un hombre y una mujer que se hallaban allá arriba y que la estaban mirando.
– Por aquí, Madison.
Volvió a mirar hacia los jardines y vio a una niñita sonriente que la llamaba. Sintiéndose de pronto feliz, saludó alegremente a la pareja de la torre y siguió luego a su nueva amiga por el sendero que conducía al jardín zen.
– ¿Es tuya? -preguntó Diana cuando la niña los saludó con la mano y echó a correr con su perro hacia uno de los senderos del jardín.
– No, nunca la había visto. -Quentin frunció el ceño ligeramente, y añadió-: La verdad es que tampoco he visto a otros niños por aquí, desde que llegué ayer. Espero que alguien la esté vigilando, Este no es un lugar muy seguro para los niños.
– ¿No? ¿Por qué?
Él fijó su atención en Diana y sonrió. Ninguna de las dos cosas le resultó difícil.
– Bueno… por los arroyos y las lagunas, los caballos, las serpientes de las montañas… Esas cosas.
Entonces le tocó a ella el turno de fruncir un poco el ceño; sus ojos, muy verdes, eran directos y pensativos.
– Tengo la impresión de que no es eso lo que ibas a decir.
Quentin no tenía costumbre de sincerarse con extraños, de modo que le sorprendió su impulso de confiarse a Diana Brisco. Se sentía extrañamente atraído por ella. Había algo en Diana, algo en aquellos ojos verdes o en la curva vulnerable de su boca.
Era llamativa, más que guapa, con el pelo cobrizo y la piel blanquísima de una pelirroja auténtica, y con aquellos ojos de un verde extraño. Sus rasgos eran, por lo demás, corrientes, pero su cara mostraba la expresión afilada de una persona sometida a presión. Y aunque las revistas de moda la habrían calificado de esbelta, a Quentin le pareció que estaba demasiado flaca, que le faltaban cinco o seis kilos de peso.
No era en absoluto su tipo y, sin embargo, desde el momento en que había oído su voz y vuelto la cabeza para verla entrar en la torre, había cobrado conciencia de una sensación sumamente extraña. Por eso había querido estrecharle la mano, aunque aquel gesto fuera más propio de asuntos de negocios o profesionales que de un encuentro casual entre extraños en un hotel.
Había sentido la necesidad de tocarla, casi como si algo dentro de él buscara la certeza de que era real, de que estaba allí. De que finalmente estaba allí.
Era peculiar, cuando menos.
Y ahora, mientras permanecía a no más de un par de pasos de ella, Quentin era vivamente consciente de su cálido olor a jabón y a algún tipo de champú herbal. Permanecía atento a las manchas doradas de sus ojos verdes, y hasta a su respiración pausada. Demonios, casi oía latir su corazón.
Se decía que debía apagar su sentido de arácnido, pero eso era imposible, naturalmente: cuando se concentraba o prestaba especial atención, aquel sentido extra entraba en funcionamiento y todos sus demás sentidos se afinaban casi dolorosamente. Eso era todo, desde luego. Simplemente, no sabía por qué estaba tan alerta, tan concentrado en ella.
– Supongo que no es asunto mío -murmuró Diana.
Decididamente, el silencio se había prolongado demasiado.
– No sé si es asunto mío -le dijo él con desgana-. Pero suelo visitar El Refugio una vez al año, más o menos, y con el tiempo me he… interesado por su historia. Este sitio es muy antiguo, así que tiene mucha historia y unas cuantas tragedias a sus espaldas, algunas de ellas relacionadas con niños.
Diana miró afuera, hacia el lugar por donde había desaparecido la niña, y posó luego su mirada en Quentin.
– Entiendo. No lo sabía. Claro que es la primera vez que vengo. No he tenido oportunidad de echar un vistazo a la historia de este sitio.
– Yo estoy de vacaciones -dijo él, no del todo seguro de por qué quería alejar la conversación de los peligros potenciales que suponía El Refugio para los niños cuando, a fin de cuentas, él mismo había sacado el tema a relucir-. ¿Y tú?
Ella bebió un sorbo de café; su vacilación fue casi imperceptible. Casi.
– Voy a asistir a un taller las próximas semanas. Lo da un artista bastante conocido. Es un taller de pintura.
– Entonces, ¿eres pintora?
– No, qué va. Es más bien un… taller terapéutico. -Se detuvo de nuevo, y añadió en un tono ligeramente plano y expeditivo-: Me lo recomendó mi médico.
Acostumbrado a leer entre líneas tanto como a calibrar a la gente, Quentin llegó a la conclusión de que aquel médico era sin duda un psiquiatra o un psicólogo. Pero, posiblemente a diferencia de otras personas que Diana había conocido, Quentin no tenía absolutamente ningún prejuicio ni sentía incomodidad alguna respecto a las dolencias mentales o anímicas, ni hacia las personas que las trataban. De hecho, comprendía mucho mejor que la mayoría lo frágil y conflictiva que podía ser la mente humana.
Sobre todo, la mente de una persona con facultades extrasensoriales.
Y más aún de una persona que quizá no sabía que poseía dichas facultades.
Estaba intrigado y un tanto receloso, e ignoraba cómo manejar una situación con la que nunca antes se había tropezado. Al mismo tiempo era consciente de algo que había sentido una o dos veces en su vida, la certeza de estar en el lugar indicado en el momento preciso, y eso le impulsaba a seguir el dictado de sus instintos.
En lugar de aceptar cortésmente lo que ella decía o eludir el tema que ocupaba el pensamiento de Diana, Quentin abordó aquel asunto directamente.
Dijo con tranquilidad:
– El psiquiatra de nuestra empresa insiste en que cojamos vacaciones todos los años, queramos o no. Además, tenemos las manchas de tinta, claro, y cada cierto tiempo nos da cita para sentarnos y hablar de todo lo que nos inquiete.
– Supongo que la salud mental y emocional es un tema que ahora preocupa mucho más a las empresas -dijo ella al cabo de un momento.
– Sobre todo, a algunas -convino él-. En mi caso, es definitivamente el desgaste natural del trabajo y el estrés que conlleva en general. Pertenezco al FBI.
– Nunca lo habría adivinado. Quiero decir que…
Él se echó a reír.
– Sé que no lo parezco, según lo que se ve en la televisión y en las películas, pero ése es mi destino. La unidad a la que pertenezco es un poco menos formal que el molde tradicional del FBI. Rara vez llevamos traje y corbata, ni siquiera cuando estamos de servicio. Pero seguimos siendo policías, y los casos que investigamos suelen ser lo peor de lo peor. Por eso se recurre a los médicos y a distintas formas de terapia, para ayudarnos a trabajar con más eficacia.
Diana miró su taza de café fijamente y dijo con bastante brusquedad:
– Entonces, ¿ayuda? La terapia, quiero decir.
– Eso espero. Ninguno de nosotros ha tenido que darse de baja por razones psicológicas o anímicas, a pesar de que llevamos varios años enfrentándonos a algunos casos bastante duros, con asesinatos, violaciones y secuestros incluidos. Así que algo estará funcionando.
Ella torció la boca.
– Y yo ni siquiera puedo enfrentarme a la vida diaria -murmuró, aparentemente más para sí misma que para él.
– Pareces apañártelas bastante bien -le dijo Quentin.
– Oh, puedo concentrarme bastante bien durante veinte minutos o media hora seguida. Mantener una conversación que tenga sentido. Normalmente. Pero luego…
– Luego, ¿qué? ¿Qué ocurre, Diana?
Ella vaciló visiblemente; después sacudió la cabeza con una sonrisa educada, como la que se dedica a un extraño en un ascensor.
– Es igual. Tú estás de vacaciones y yo estoy aquí para hacer de nuevo un examen de conciencia. Puede que esta vez dé resultado. Gracias por compartir tu café. Ha sido un placer conocerte, Quentin.
Él quiso detenerla cuando se volvió para dejar la taza sobre la bandeja, pero algo le dijo que era preferible dejaría marchar. Por ahora.
– El placer ha sido mío, Diana. Ya nos veremos por aquí.
– Claro. -Su tono seguía siendo educado, como la sonrisa distante que mostraba cuando abandonó la torre.
Quentin se quedó mirando tras ella largo rato y fijó después la mirada en el paisaje matinal.
Bishop le había dicho una vez que, en los inicios de la unidad, cuando buscaba gente con facultades parapsicológicas para reclutarla, se había encontrado con cierto número de personas dotadas psíquicamente pero emocionalmente muy frágiles, que no habrían podido soportar las exigencias del trabajo policial. Algunas de esas personas apenas resistían, con sus facultades, vivir el día a día, mientras que otras… Otras, decía Bishop, habían sido persuadidas en algún momento de sus vidas, ya fuera por los médicos o por sus propias y aparentemente insólitas experiencias, de que padecían una enfermedad mental.
Porque, obviamente, no había otra explicación para las voces que oían en sus cabezas, o para los sueños, extrañamente vividos, que experimentaban, ni para las pérdidas de conciencia o las jaquecas que les atormentaban. No había ninguna otra razón que explicara por qué no eran «normales», como todo el mundo.
La medicina convencional trataba casi universalmente tales síntomas con medicación y terapias diversas, ninguna de las cuales incluía el convencer al paciente de que era, en efecto, perfectamente normal y de que simplemente poseía uno o dos sentidos extraordinarios que a la mayoría de la gente le faltaban.
Así que acababan pensando que estaban locos y, dado que su «problema» era algo orgánico y perfectamente natural en ellos, los tratamientos y las terapias que intentaban arreglar lo que nunca había estado roto fracasaban estrepitosamente. Y muchos de ellos pasaban por la vida, si lograban sobrevivir, tan dañados anímica y psicológicamente que nunca encontraban la paz, y menos aún la felicidad.
A no ser que encontraran por casualidad un médico cuyas ideas se salieran del marco de la medicina tradicional. O bien otra persona con facultades parapsicológicas y conciencia y disposición para ayudarles.
Diana Brisco, Quentin estaba seguro de ello, tenía el don. No estaba seguro de qué facultad poseía; la suya propia le permitía únicamente mirar hacia delante, no escudriñar la mente o las emociones de los demás. Tampoco estaba seguro de lo fuerte que era su facultad, o facultades.
Estas eran lo bastante fuertes, eso sí, para que estuviera allí soportando «un nuevo intento de hacer examen de conciencia» y, de ese modo, curarse. Lo bastante fuertes, seguramente, para que se hubiera medicado en diversos momentos de su vida. Lo bastante fuertes para que ahora, con veintitantos o treinta y pocos años, poseyera la mirada finamente aguzada de quien tiene al estrés por compañero constante.
Diana, sin embargo, tenía entereza suficiente para haber sobrevivido hasta ese momento, cuerda y capaz de desenvolverse en la vida, a pesar de que creyera que algo dentro de ella se había malogrado, y eso decía mucho acerca de su carácter.
Así que era fuerte, lo bastante fuerte para manejar sus facultades si llegaba a saber cómo hacerlo. Y estaba allí. El destino la había conducido allí, en ese momento. La había llevado a El Refugio, a aquel sitio en particular, en aquel momento preciso.
– Tiene que haber un motivo -se oyó murmurar Quentin-. Las coincidencias no existen. Y algunas cosas tienen que suceder como suceden.
Él no había ido allí para eso, para ayudar a una persona con problemas. Pero, aunque no era del todo un fatalista, llevaba algún tiempo convencido de que ciertos encuentros y acontecimientos estaban abocados de antemano a suceder, predeterminados y prácticamente grabados en piedra. Cruces de caminos, intersecciones donde había que tomar decisiones clave.
Y creía que tal vez aquél fuera, para él, uno de esos momentos. Lo que hiciera o dejara de hacer podía determinar su camino de allí en adelante, quizás incluso su destino final.
– El universo te pone donde tienes que estar -se recordó, repitiendo algo que Bishop y su mujer, Miranda, decían a menudo a su equipo de investigadores-. Aprovéchate de ello.
La cuestión era cómo.
Ellie Weeks sabía que la iban a despedir. Lo sabía. Y las razones por las que iban a despedirla formaban una larga lista, en cuyo primer puesto se hallaba la tórrida aventura secreta que había mantenido con un huésped unas semanas antes.
En el número dos de la lista figuraba el hecho de que estaba embarazada.
Tenía un nudo frío de terror en el vientre desde que esa mañana había usado la prueba de embarazo… por tercera vez esa semana. Positivo. Siempre positivo.
Era muy improbable que hubiera dado con tres pruebas defectuosas seguidas, lo sabía muy bien. Así que no estaban defectuosas. Y ella no podía seguir ignorando o fingiendo ignorar la amarga verdad.
Era soltera, iba a tener un bebé y el padre de su hijo estaba (se lo había dicho él mismo para poner fin a su idilio) casado. Felizmente.
Felizmente casado. Dios.
Los hombres eran unos cerdos, hasta el último de ellos. Su padre había sido un cerdo, y todos los hombres con los que se había liado en sus veintisiete años de vida habían sido unos cerdos.
– Es sólo que no tienes suerte con los hombres -le había dicho compasivamente Alison, su amiga y compañera en las labores de camarera en El Refugio, cuando Ellie le había confesado su triste devaneo sin entrar en detalles respecto a quién era el hombre en cuestión y dónde había tenido lugar la aventura-. Mi Charles es un buen hombre. Y tiene un hermano, ¿sabes?
Ellie, asqueada por las náuseas matutinas y por una amargura que la reconcomía, le había dicho a su amiga que no quería volver a saber nada de los hombres mientras viviera, por muy buenos que fueran sus hermanos.
Ahora, mientras pasaba la ruidosa aspiradora por la moqueta de la habitación Jengibre, en el ala norte, Ellie se preguntaba afligida qué iba a ser de ella. Imaginaba que disponía, quizá, de tres o cuatro meses antes de que su embarazo se hiciera evidente a ojos de todo el mundo. Y luego la despedirían, la pondrían de patitas en la calle, sin ahorros ni nadie a quien recurrir para pedir ayuda. Y con un niño de camino.
Si tuviera valor, se pondría en contacto con el padre del bebé. Pero él no sólo era rico y famoso, sino que también se dedicaba a la política, y Ellie tenía la inquietante sospecha de que conocía a mucha gente que podía y querría librarle de un problemilla de poca monta, como una ex amante embarazada que aparecía de repente. Y no sería sobornándola.
Ella no tenía tanta suerte.
La aspiradora comenzó a hacer un ruido de mil demonios y Ellie se apresuró a apagarla. No había visto nada en la moqueta de la habitación, pero estaba claro que a alguien se le había caído una moneda o alguna otra cosa metálica. Ellie se arrodilló y puso la aspiradora de lado para mirar la cabeza rotatoria del cepillo.
Esta giró fácilmente bajo su mano, y Ellie sacudió varias veces la aspiradora, hasta que lo que traqueteaba dentro cayó a la moqueta.
Era un pequeño colgante de plata, en forma de corazón, con un nombre grabado por delante. Ellie lo recogió y lo estuvo observando. Le pareció uno de esos colgantes que llevaban las niñas. Intentó abrirlo usando una uña, pero el colgante resistió tenazmente sus esfuerzos, y por fin Ellie se dio por vencida.
Sabía que no debía dejarlo simplemente en la mesilla de noche o en la cómoda. Se puso en pie, se acercó a su carrito, que estaba en el pasillo, y sacó uno de los sobres que les daban para tales fines. Anotó por fuera la fecha, la hora y el nombre de la habitación, luego echó un último vistazo al colgante, lo metió en el sobre y cerró éste. Después puso el sobre en uno de los compartimentos inferiores del carrito.
– Bueno, Missy -murmuró-, tu colgante estará en el servicio de limpieza, en la sección de objetos perdidos. Sano y salvo.
Volvió luego a la habitación Jengibre y siguió con su tarea. El rugido de la aspiradora ahogó el sonido de su voz cuando murmuró:
– No sé qué voy a hacer…
Diana se alegraba de que esa mañana, ya tarde, hubiera programada una clase del taller de pintura. Su encuentro con Quentin la había alterado más de lo que deseaba admitir; de no haber tenido nada que hacer, excepto reflexionar sobre cómo había podido dibujar su retrato casi exacto antes de fijar siquiera los ojos en él, quizás hubiera sufrido un colapso.
Se hallaba, en cambio, de pie en su rincón habitual del invernadero y, en el caballete, su gran cuaderno de dibujo permanecía abierto ante ella por una hoja en blanco. Fruncía el ceño mientras escuchaba a medias el agradable murmullo de la voz de Beau Rafferty. Éste estaba dando instrucciones a sus alumnos sobre cómo usar el carboncillo para dibujar lo que ocupaba sus mentes esa mañana, ya fuera una idea, una emoción, un problema o cualquiera otra cosa que les inquietara o preocupara.
– No penséis en lo que estáis haciendo -les decía, repitiendo lo que el día anterior le había dicho a ella en privado-. Dejad vagar el pensamiento. Simplemente, dibujad.
Diana resistió el impulso de dibujar de nuevo la cara de Quentin. Pensó en su experiencia de antes del amanecer y en la súplica, tal vez soñada, que había visto escrita en el cristal de su ventana.
«Ayúdanos.»
¿Nos? ¿A quién ese refería ese «nos»? No. Daba igual. Era un sueño. Sólo un sueño.
Simplemente otro sueño extraño, otro síntoma, otra señal de que estaba empeorando, en lugar de mejorar.
Aquello la asustaba. La enfermedad había perturbado su vida desde que tenía ocho años, y veinticinco años era mucho tiempo para soportar una cosa así. Pero al menos en aquellos primeros años había sido capaz de desenvolverse casi siempre con normalidad. Tenía a veces sueños, en ocasiones creía oír que alguien le hablaba cuando no había nadie cerca, y hasta veía destellos fantasmagóricos de personas o cosas, como la estela visual de un movimiento que advirtiera por el rabillo del ojo y que desaparecía en cuanto intentaba fijar la vista en él.
Aquello era inquietante, desde luego, y su padre se preocupaba cuando ella le contaba tal o cual suceso. Pero sólo cuando Diana llegó a la adolescencia los síntomas comenzaron a perturbar seriamente su vida.
Las pérdidas de conciencia eran lo más aterrador. Despertar y encontrarse en un lugar extraño, o haciendo algo que jamás habría hecho estando consciente. Cosas peligrosas, a veces. En una ocasión, al abrir los ojos, se había dado cuenta con horror de que estaba metida hasta la cintura en el lago que había cerca de su casa.
Completamente vestida. En plena noche. Avanzaba chapoteando hacia el centro del lago. Y en aquel entonces no sabía nadar.
Después de aquello aprendió.
Lo que los funcionarios escolares habían llamado «perturbaciones», la condujo a tutores privados que luchaban por completar su educación mientras que, a su vez, los médicos se esforzaban por dar con la combinación precisa de medicación y terapia que le permitiera desenvolverse con normalidad.
Había veces en que se medicaba tanto que era poco más que una zombi, razón por la cual apenas guardaba memoria de largos períodos de su existencia. En ocasiones, un nuevo fármaco causaba reacciones adversas, mucho peores que los síntomas que pretendía tratar. Y con frecuencia otro médico, provisto de otra teoría, le había ofrecido la esperanza de una cura sólo para acabar admitiendo su derrota.
Durante todo aquel tiempo, durante aquellos veinticinco años pasados entre médicos, clínicas, terapias y fármacos, Diana había aprendido al fin a seguirles el juego. Había aprendido, gracias a un doloroso proceso de intento y error, qué reacciones y respuestas conducían a más drogas y cuáles significaban «mejorías» según sus médicos.
Había aprendido a fingir.
Intentaba sinceramente ponerse mejor, desde luego. Procuraba hacer caso de lo que le decían. Se esforzaba por ser lo más honesta posible, aunque sólo fuera calladamente, para sí misma, al sopesar lo que pensaba y sentía.
Porque, a pesar de los sucesos inquietantes y aterradores de su existencia, a pesar de su confusión mental y de sus emociones en conflicto, en su fuero interno Diana creía de verdad que estaba cuerda.
Lo cual, a veces, era lo que más miedo le daba.
Beau se paseaba entre sus alumnos, ofreciendo aquí y allá una palabra dicha en voz baja o una sonrisa mientras avanzaba gradualmente hacia el rincón apartado en el que Diana había montado su caballete el primer día. Se preguntaba si ella era siquiera consciente de lo que indicaba aquello, de que se arrinconaba deliberadamente y miraba a quienes la rodeaban con expresión recelosa, como a la defensiva, de espaldas a la pared.
Probablemente, sí. A Diana no le faltaba conciencia de sí misma, pese a los esfuerzos aunados de los médicos convencionales por convencerla de que, para sanar, sólo tenía que comprenderse.
Lo cual, naturalmente, era una estupidez, al menos en sentido estricto. Diana no necesitaba comprenderse; necesitaba comprender sus facultades y aceptarlas como naturales y normales en ella.
Necesitaba dejar de creer que estaba loca.
Al acercarse a su rincón, Beau cobró conciencia de un repentino arrebato de satisfacción, no del todo exenta de inquietud. Diana tenía los ojos fijos en el cuaderno abierto sobre su caballete, pero al mismo tiempo su mirada era distante, desenfocada. Su rostro carecía de expresión, pero su mano se movía con rapidez y el roce del carboncillo sobre el papel estaba lejos de ser indeciso.
Sin decir una palabra, Beau se situó en un lugar desde donde podía ver lo que estaba dibujando. Lo observó un momento, miró a Diana el tiempo justo para darse cuenta de que tenía las pupilas dilatadas y se alejó luego con tanto sigilo como se había acercado.
Un minuto después, comenzó a despedir a los demás alumnos, uno por uno. Ya lo había hecho otras veces, así que nadie se sorprendió. Hablaba con cada uno brevemente, comentando su trabajo o su estado de ánimo, les escuchaba si deseaban hablarle, y luego los hacía salir del invernadero para que fueran a tomar el fresco, a hacer ejercicio o a meditar en alguno de los jardines, lo que fuera más apropiado para cada uno.
A Diana no la hizo salir; ni siquiera volvió a acercarse a ella.
Se apostó, en cambio, junto a la puerta abierta para que nadie que entrara en el silencioso edificio pudiera molestarla. Se apoyó contra el marco y se puso a contemplar los jardines mientras escuchaba el rasgueo constante del carboncillo sobre el papel y esperaba pacientemente.
Si algo había aprendido Quentin durante sus años en la Unidad de Crímenes Especiales, era que no existían las coincidencias. Por más fruto del azar que pareciera ser algo, siempre había una conexión. Siempre.
Diana Brisco había ido a El Refugio movida por una angustiosa búsqueda de respuestas; Quentin también había acudido allí en busca de algo. La posibilidad de que él pudiera ayudarla en su busca le decía que era también posible que ella pudiera ayudarle en la suya.
Quentin ignoraba cómo. Le parecía disparatado suponer que Diana pudiera tener alguna relación con lo ocurrido allí hacía veinticinco años, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma le había dicho que aquélla era su primera visita a El Refugio. Pero su instinto, así como la voz que sonaba quedamente en su cabeza, insistían en que tal relación existía.
Lo único que tenía que hacer era encontrarla.
Otro quizá se habría acobardado, pero después de tantos años dando vueltas una y otra vez a los mismos datos sin encontrar ninguna respuesta, Quentin se sentía reanimado por la sola posibilidad de que hubiera una nueva vía que explorar. Tenía, sin embargo, que proceder con cautela, eso lo sabía. Diana, fuera lo que fuese, era emocionalmente vulnerable; si él la presionaba con demasiada vehemencia o demasiado pronto…
Así pues, por más que le costara cultivar la paciencia, se obligó a dejar que pasaran unas horas antes de ir en su busca. Desayunó y bajó luego a los establos con la esperanza de hablar con Cullen Ruppe, el hombre que había trabajado en El Refugio veinticinco años atrás.
Era el día libre de Ruppe.
Aquel destino malévolo otra vez.
Quentin estuvo un rato paseándose inquieto por los establos y los jardines, y por fin se dio por vencido y averiguó (con cierta dificultad, dada la célebre discreción del personal del hotel) dónde se celebraba el taller de pintura.
Al acercarse al invernadero, iba debatiendo en silencio consigo mismo acerca de cómo plantear aquel encuentro cuando le cogió por sorpresa un acontecimiento completamente inesperado.
– ¿Qué demonios haces tú aquí? -preguntó.
Beau Rafferty sonrió.
– Estoy impartiendo un taller.
Quentin lo miró con desconfianza.
– Ya. Y supongo que Bishop no tiene nada que ver.
– Estos talleres terapéuticos de pintura -contestó Beau amablemente-, empezaron hace años. Han tenido tanto éxito que se celebran por lo menos dos al año. En diferentes partes del país. Dirigidos por diferentes artistas. Todos somos voluntarios y nos comprometemos por adelantado, informando de la época del año o la zona del país en la que preferiríamos dar el taller. Luego todos pasamos por un curso de entrenamiento, para ir mejor equipados a la hora de enfrentarnos a nuestros conflictivos estudiantes.
– ¿Y cuándo te comprometiste tú? -inquinó Quentin en tono igual de afable.
– Hará unos seis meses.
– ¿Alegando que sospechabas que el mes de abril en Tennessee sería agradable?
– Bueno, y lo es, ¿no? Sugerí El Refugio. Me habían dicho que era el escenario ideal.
Quentin suspiró.
– Así que Bishop tuvo algo que ver.
– Con el hecho de que yo esté aquí, desde luego. Pero tú sabes tan bien como yo que lo que ocurre después siempre depende de nosotros. Y, a fin de cuentas, yo sólo estoy aquí para impartir un taller terapéutico.
– ¿Eres tú quien debe ayudar a Diana? -Quentin ni siquiera intentó disimular el deje de desilusión de su voz.
Beau sonrió.
– Yo sólo estoy dando un taller, Quentin. No creo que ninguno de nosotros crea que eso puede dar a Diana las respuestas que anda buscando. Puede, en cambio, que le plantee algunas preguntas más.
Quentin frunció el ceño y miró hacia el invernadero, más allá de Beau. Vio a Diana en un rincón apartado, de pie tras un caballete, con el semblante extrañamente inexpresivo mientras su mano diestra se movía con rapidez. Desde aquel ángulo no podía ver lo que estaba dibujando, pero había algo en su postura y en esa curiosa ausencia de emociones de su cara…
– ¿Está haciendo lo que creo? -preguntó.
– Sí, ha puesto el piloto automático. Lleva así casi media hora. La versión pictórica de la escritura automática, totalmente surgida del subconsciente y de las facultades psíquicas que hayan entrado en funcionamiento.
Quentin volvió a mirar rápidamente al artista.
– Dios mío, Beau, tú mismo me dijiste que eso es muy peligroso,
– Lo es. Pero a veces es también el único modo de abrir la puerta que nos bloquea.
– Puede que esa puerta bloquee a Diana por algún motivo.
– Siempre hay un motivo, Quentin. Y siempre hay un momento en que llega la hora de que la puerta se abra. -Hizo una pausa y añadió-: Bishop me pidió que te dijera que la hora ha llegado.
– Te refieres…
– Me refiero a que por fin todas las piezas están aquí. Todas las piezas que necesitas para resolver tu rompecabezas.
Quentin lo miró con fijeza.
– ¿Por qué todo el mundo me habla con metáforas?
– Seguramente para ver esa expresión en tu cara.
Quentin se negó a reírse y se limitó a decir:
– Hablando claro, ¿te dio Bishop algún sabio consejo respecto a cómo se supone que debo ayudar a Diana?
– No.
– A mi antojo. Estupendo.
– Cada uno toma sus decisiones y sigue su propio camino. Ni siquiera Bishop puede controlar lo que sucede cuando una situación comienza a desplegarse. Y, obviamente, ésta se está desplegando. -Beau miró por encima de su hombro a Diana, que seguía absorta, y agregó-: Volverá en sí en cualquier momento. No hace falta que te diga que estará… molesta. Desorientada. Y que no se mostrará muy inclinada a confiar en un extraño. Ten cuidado, Quentin.
Quentin le vio alejarse tranquilamente y masculló en voz baja:
– Para ti es fácil decirlo.
No tenía, en realidad, idea de cómo afrontar lo que iba a ser (tenía fuertes sospechas al respecto) una situación muy difícil. Pero eso nunca antes le había detenido, así que cuadró los hombros, respiró hondo y entró en el invernadero.
Apenas se fijó en los dibujos de los demás caballetes al pasar junto a ellos; pensó únicamente que, si había que tomar los dibujos como un indicio, estaba claro que Beau tenía que vérselas con un grupo de personas emocionalmente desequilibradas.
Cuando llegó junto a Diana, observó primero su cara, fijándose en las pupilas dilatadas y en el semblante lleno de intensidad, aunque inexpresivo. No sabía si debía tocarla o pronunciar su nombre, pero antes de que pudiera probar cualquiera de las dos cosas ella parpadeó de repente, sacudió un poco la cabeza y dejó caer el carboncillo que sostenía, flexionando los dedos como si le dolieran.
– ¿Diana?
Ella lo miró arrugando el entrecejo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Parecía, más que aturdida, un poco soñolienta.
– Quería invitarte a comer -respondió él, dejándose llevar por su intuición.
– Ah. Bueno… -Diana miró su dibujo y luego volvió a mirar rápidamente a Quentin; se puso pálida y una expresión de temor tensó sus rasgos.
Quentin alargó la mano para tomarla del brazo, llevado aún por su intuición, y a continuación miró por primera vez lo que ella había dibujado. Y fue entonces él quien se quedó perplejo.
Era una escena vista desde el interior de una ventana, dibujada con asombroso detalle, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un dibujo a carboncillo. Un asiento de ventana con cojines enmarcaba la vista y a través de los paneles de cristal se divisaba un jardín. Un jardín en primavera, a juzgar por los bosquejos que componían con sorprendente viveza pequeños retratos en blanco y negro de flores diversas.
De pie en medio de aquel escenario, mirando hacia la ventana, había una niña. Tenía quizás ocho o nueve años, el pelo largo y los ojos sumamente tristes. Llevaba alrededor del cuello un pequeño colgante en forma de corazón.
– Dios mío -dijo Quentin-. Missy.