Capítulo trece

– Mi madre era pelirroja, como yo -dijo Diana-. Alta, atlética. No parecía frágil en absoluto. Ésa es una de las razones por las que siempre me ha extrañado su enfermedad, porque en todas las fotografías parecía tan sana… tan fuerte…

Al cabo de un momento, Quentin sugirió:

– ¿El mismo padre y madres distintas?

– ¿Una medio hermana? -Diana se quedó pensando y, desasiendo distraídamente el brazo que Quentin le sujetaba, se frotó la sien. Le dolía la cabeza y se le hacía difícil pensar-. Puede ser. Que yo sepa, mi padre no volvió a casarse después de la muerte de mi madre. Pero puede que tuviera alguna relación, supongo.

Quentin vaciló; luego dijo:

– Me dijiste que eras muy pequeña cuando murió tu madre. ¿Cómo de pequeña?

– Tenía cuatro años. -Diana asintió con la cabeza antes de que él pudiera constatar lo obvio-. Sí, ya se me había ocurrido. Si yo le sacaba a Missy menos de un año, eso significa que nació mientras mi madre todavía vivía. Mi madre ya andaba entrando y saliendo de hospitales antes de que yo naciera, pero fue empeorando de año en año. Lo que significa que mi padre se lió con otra mujer probablemente mientras mi madre estaba enferma, en un hospital.

– Eso no lo sabemos, Diana. En realidad, no sabemos nada. Excepto que has encontrado una fotografía de ti y de Missy juntas y que tu padre, al que has pillado completamente desprevenido, no ha negado que fuera tu hermana cuando le has preguntado. Eso es lo único que sabemos.

– Hablas como un abogado -murmuró ella.

– Técnicamente, soy abogado. Y policía. Mira, lo único que digo es que no podemos dar nada por sentado. Si hay algo que la vida me ha enseñado, es que cualquier situación es siempre más complicada de lo que parece al principio. Siempre.

Diana sintió y oyó los truenos que se precipitaban bramando desde las montañas y se frotó la sien con más fuerza; deseaba que aquel martilleo cesara y se preguntaba por qué su voz sonaba de pronto distante.

– Seguramente no tendremos que especular mucho tiempo -dijo-. Conozco a mi padre; estará aquí el domingo por la noche. El lunes, como muy tarde.

– ¿Té molesta?

– No tengo elección, ¿no? Éste es un hotel público.

– No me refería a eso.

Ella ya lo sabía.

– Si tengo que enfrentarme a él, mejor que sea aquí y ahora. Quiero la verdad. Estoy cansada de… no recordar. De no saber.

– Lo conseguirás. Lo conseguirás.

– Sí. -Diana apartó por fin la mirada de él para fijarla en la fotografía que sostenía, sin dejar de frotarse la sien dolorida-. Mientras tanto, tengo la sensación de estar en medio de una mala telenovela sin pies ni cabeza. Hermanas separadas en la infancia, una de ellas asesinada y convertida en un fantasma atormentado. Una madre que murió en un hospital psiquiátrico. Un padre que miente y engaña. Un viejo hotel Victoriano por el que rondan los fantasmas. Y un agente del FBI que cree que puedo darle sentido a todo esto de algún modo.

– Lo creo, sí.

Los truenos volvieron a retumbar con estruendo y brilló un relámpago.

La fotografía se emborronó un poco y luego se aclaró. Y Diana contuvo el aliento: habría jurado que la Missy de la fotografía apartaba la mano del perro y la tendía, como si llamara a alguien. A la persona que sostenía la cámara. O a su hermana mayor, que la miraba.

– Diana. -Antes de que Quentin pudiera tocarla, ella intuyó su ademán, más que verlo, y se apartó de un salto.

– No. No. -Murmuró sin quitar los ojos de la fotografía.

«No dejes que te toque. Ahora no. Esta vez no.»

La voz era tan familiar, su premura tan auténtica, que Diana no pudo desobedecer y, sin pararse siquiera a pensar en ello, se oyó decirle a Quentin con voz tensa:

– No me toques. Hay algo que tengo que… No me toques. Espera.

Un relámpago brilló con fuerza segundos después de que profiriera aquella orden, y de pronto se halló en el tiempo gris.

Sola.


Ellie Weeks no creía que pudiera estar más nerviosa que al hacer aquella llamada telefónica, pero, con todo lo que estaba pasando en El Refugio, estaba convencida de que se llevaría un susto de muerte si alguien decía «bu» cerca de ella. Naturalmente, sentirse vigilada como por un halcón por la señora Kincaid, aquel viejo murciélago, bastaba para sacar de quicio a cualquiera, y Ellie imaginaba que lo demás podía atribuirse a las hormonas del embarazo.

Aun así empezaba a pensar que tal vez no fuera tan malo que la despidieran de aquel sitio. Con tal de que tuviera otro lugar adonde ir, claro está.

Miró su teléfono móvil por décima vez, sólo para asegurarse de que tenía cobertura y no había perdido una llamada. Y, como las nueve veces anteriores, el indicador señalaba una buena cobertura y ninguna llamada perdida.

– Mierda -murmuró suavemente.

– ¡Ellie!

Sobresaltada, se volvió para mirar a la señora Kincaid, consciente de que tenía aspecto de sentirse culpable, pero incapaz de hacer nada al respecto. Con la mayor discreción posible volvió a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo del uniforme. Se suponía que los miembros del personal no podían llevar sus teléfonos encima cuando trabajaban.

– ¿Sí, señora?

– Creía haberte dicho que prepararas la habitación Orquídea. Mañana llega un cliente muy importante.

Allí siempre había clientes muy importantes, pensó Ellie. Pero su tibia curiosidad respecto a quién estaría al llegar se convirtió en otra cosa cuando de pronto se preguntó si la aparición de aquel huésped sería resultado de su llamada telefónica.

¿Podría llegar él tan pronto? ¿Sería así?

– Sí, señora. -Intentó que la esperanza no se le notara en la voz y preguntó con la mayor naturalidad posible-: ¿Un huésped habitual, señora?

La señora Kincaid la miró arrugando el ceño.

Ellie se apresuró a añadir:

– Sólo lo preguntaba por si sabemos si le gusta cierta clase de jabón, o tener más toallas o… cosas así.

Sin dejar de fruncir el ceño, la gobernanta respondió:

– Pues sí, es un cliente habitual. Mira tu hoja de trabajo, por el amor de dios, Ellie. Sus preferencias están anotadas, como siempre.

– Ah, sí, señora. Lo siento. Hoy estoy un poco distraída.

– Ya lo he notado -le espetó la señora Kincaid-. Concéntrate en lo que haces si quieres conservar tu empleo.

Ellie hizo un gesto de asentimiento y, con el corazón acelerado por la emoción, fue rápidamente en busca de su carro. ¿Era él? ¿Iba a volver al hotel después de recibir su mensaje, quizá porque sabía o había adivinado lo que iba a decirle?

Su hoja de trabajo era, como de costumbre, enloquecedoramente enigmática. No había allí ningún nombre. El huésped que al día siguiente se alojaría en la habitación Orquídea prefería que no hubiera flores frescas ni jabones perfumados, debido a ciertas alergias, y pedía más toallas y almohadas de lo habitual.

Lo cual no le decía nada. Ellie no había preparado la habitación de su amante antes de la última visita de éste. Pero su amiga Alison sí.

Tardó sólo unos minutos en empujar su carro hasta el ascensor de servicio y subir a su planta… que, debido a la cantidad de huéspedes que se habían marchado, estaba casi desierta. Ya fuera por la presencia, bastante discreta, de la policía, o a causa del desasosiego general por lo que estaba ocurriendo, unos cuantos clientes habían decidido acortar su estancia en el hotel.

Pero eso a Ellie la traía sin cuidado. Giró la llave de la puerta de la habitación Orquídea y la abrió, olvidando con las prisas la norma que la señora Kincaid les había inculcado a machamartillo, de llamar automáticamente antes de entrar, aunque uno supiera que la habitación estaba vacía.

En El Refugio, la intimidad y la discreción estaban garantizadas.

Deshizo rápidamente la cama y metió la aspiradora en la habitación para que pareciera que había estado trabajando allí. Y fue por pura casualidad que, al volverse hacia la puerta, se fijara en que el destello de un relámpago hizo brillar algo metálico que permanecía oculto entre la moqueta afelpada.

Dudó un momento, pero era demasiado curiosa para no mirar, para no buscar lo que había revelado aquel destello.

Un medallón.

El medallón.

El mismo que había encontrado antes, en aquella misma habitación.

– Pero si tú estás en Objetos Perdidos -murmuró, mirando fijamente lo que tenía en la palma de la mano-. Te llevé yo. Te metí en un sobre y te dejé en Objetos Perdidos. Así que… ¿cómo has vuelto aquí?

Aquello era un rompecabezas desconcertante, pero en ese momento Ellie tenía cosas más importantes en la cabeza y le resultó fácil olvidarse de ello. No tenía tiempo de pararse a guardar el medallón en un sobre y desobedeciendo otra de las férreas normas de la señora Kincaid, se lo guardó en el bolsillo del uniforme.

Además, al parecer la última vez no había servido de nada.

Echó un vistazo al pasillo desierto y silencioso y fue luego en busca de su amiga.

A pesar del destello de los relámpagos que había visto poco antes, sólo era vagamente consciente de que fuera bramaba y crepitaba otra tormenta. Llevaba allí el tiempo suficiente como para haberse acostumbrado al modo en que las tormentas se precipitaban desde las montañas, y, como no tenía que estar a la intemperie, no prestaba atención a la violencia creciente de los sonidos.

¿Dónde estaba trabajando Alison ese día? ¿No había dicho algo del ala norte? Sí, porque la tarea que se le había asignado no le hacía mucha gracia. Alison era una de las empleadas del hotel que se asustaba fácilmente, y estaba convencida de que El Refugio estaba embrujado. Especialmente esa ala.

Ellie nunca había compartido esa convicción, en gran medida porque le interesaban muy poco los fantasmas. Aunque existieran, estaban muertos, así que ¿para qué preocuparse por ellos? A fin de cuentas, no podían hacer daño a nadie.

Aun así, mientras se deslizaba por los corredores y subía las escaleras, cobró conciencia de un extraño impulso de mirar hacia atrás. Rara vez había visto El Refugio tan aparentemente desierto, quizá fuera eso. O quizá fuera sólo que ese día estaba extrañamente nerviosa, llena de una ansiedad desacostumbrada en ella.

Las hormonas del embarazo, seguramente.

Había mirado en dos plantas del ala norte, sin éxito. No llamaba a todas las puertas, desde luego; sólo buscaba el carro de Alison. Pero no lo veía por ningún lado, y empezaba a estar tan cansada como impaciente cuando subió otro tramo de escaleras.

Últimamente se cansaba tan pronto… Y eso no presagiaba nada bueno a la hora de ocultar su estado a los ojos de águila de la señora Kincaid.

– Tiene que venir -murmuró al doblar otra esquina-. Tiene que venir.

– ¿Quién tiene que venir?

Ellie dio un respingo, asustada, y miró a aquella otra persona, que tampoco debía estar allí.

– Estaba… estaba hablando sola -dijo atropelladamente, y antes de que su interlocutor pudiera hacerle otra pregunta, añadió-: ¿Qué haces tú aquí?

– Te estaba esperando -dijo él.


Diana paseó la mirada por el salón silencioso y apacible, vagamente interesada, como siempre, en la peculiaridad de todo aquello. Los fuertes colores Victorianos habían desaparecido, los dibujos de las tapicerías y el papel de la pared parecían ahora sofocados y borrosos. Ningún relámpago centelleaba más allá de la pátina plateada y descolorida de las ventanas. Ningún trueno resonaba. Todo era gris y silencioso y frío.

Diana sabía que Quentin seguía sentado junto a ella, pero cuando volvió la cabeza él no estaba allí. Y, por un instante, sintió un arrebato de terror al preguntarse si esta vez sería capaz de encontrar la salida del tiempo gris.

– Será más difícil -dijo una voz dulce-. Ahora estás metida más hondo. Lo siento. Tiene que ser así.

Diana miró hacia la puerta y sintió únicamente un leve sobresalto al ver a la hermana a la que nunca había conocido. Tan delgada, pálida y acongojada como había aparecido en la terraza, esta vez Missy hablaba con energía, con una voz mucho más adulta y sabia de la que correspondía a los años que había vivido. Su rostro ovalado tenía una expresión solemne.

– Missy… -Como siempre, su voz le sonó extraña y hueca. Deseó sentir otra cosa que no fuera tristeza por aquella hermana desconocida, pero eso era lo único que sentía. Tristeza. Porque a Missy le habían arrebatado la vida, y a ella le habían arrebatado a su hermana.

Missy asintió con la cabeza.

– No tenemos mucho tiempo -dijo.

– Aquí no hay tiempo -repuso Diana-. Eso ya lo he descubierto.

– Sí, pero él está contigo. Al otro lado de la puerta que has abierto. No esperará mucho antes de… intervenir. Tiene miedo por ti.

– Miedo de que me quede… encerrada aquí.

– Sí.

– ¿Y será así?

– No lo sé. Sólo sé que tienes que estar aquí y que ahora es el mejor momento. Mientras hay tormenta. Hay mucha energía cuando hay tormenta, una energía que te ayuda. Por favor, Diana, ven conmigo.

Decidida a controlar aquello en parte, en lugar de verse arrastrada como una marioneta, Diana contestó:

– Dime una cosa. ¿Eres mi hermana?

Missy no vaciló.

– Sí.

– Entonces, ¿por qué no te recuerdo?

La niña dio un paso atrás; luego se volvió hacia la puerta.

– Ven conmigo, Diana.

A Diana no le sorprendió que su segunda pregunta quedara sin respuesta; sólo le extrañó que no sucediera lo mismo con la primera. Se levantó y salió tras Missy de la habitación.

– ¿Me estoy moviendo de verdad? -preguntó en voz alta-. ¿O sigo sentada allí, con Quentin?

Mientras caminaba sin hacer ningún ruido por el pasillo gris, hacia las escaleras, Missy contestó:

– Esta vez sólo estás aquí en espíritu.

Que era como solía visitar el tiempo gris, Diana lo sabía. Se había «despertado» demasiadas veces en su cama o sentada en una silla tras un «viaje» semejante como para no saberlo. Aun así, tenía una duda.

– ¿Por qué? Esta mañana fue distinto.

– Esta mañana necesitaba hablar a través de ti. Necesitaba que él y el otro policía me oyeran. Hacerte cruzar la puerta físicamente fue el primer paso. Después de eso estabas… conectada. Tú lo sentiste, la diferencia.

– Tenía frío. No lograba entrar en calor.

– Sí. Lo siento, pero necesitaba la conexión para más tarde. Para la cueva. Para poder hablar a través de ti. Pero te desgastó mucho. Más de lo que esperaba. Lo siento.

Diana aceptó la disculpa, pero cuanto más se alejaba de Quentin más nerviosa se sentía.

– ¿Adónde vamos?

– Hay una cosa que tengo que enseñarte.

Diana recordó el comentario irónico de Quentin acerca del papel curiosamente inútil que solían desempeñar los espíritus cuando había demasiadas preguntas y muy pocas respuestas.

– ¿Por qué no me dices simplemente quién te mató? -dijo.

Para su sorpresa, Missy le ofreció una respuesta. O algo parecido.

– Porque saber quién me mató no te ayudaría. Ni tampoco ayudaría a Quentin.

Era la primera vez que pronunciaba el nombre de Quentin, lo cual produjo en Diana una curiosa punzada que no supo explicarse.

– A él le ayudaría. Esto le ha… obsesionado todos estos años.

– Lo sé.

– Entonces, ¿no quieres tranquilizarle? ¿No quieres que deje todo esto atrás y siga con su vida?

– Sí. -Missy se detuvo y se volvió para mirarla en el pasillo frío y gris-. No pude cruzar, las otras veces que estuvo aquí. No podía llegar hasta él. Aunque trajo a otra médium al menos una vez, para intentarlo.

– Eso no me lo ha dicho.

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿Cómo lo sabes? Aquí no pasa el tiempo.

Missy sonrió levemente.

– Porque él era más joven. Más joven y muy impaciente y decidido. Siempre he podido verle desde aquí. Sólo que no podía llegar hasta él. -Sus hombros delgados subieron y bajaron en un encogimiento.

– Ahora sí puedes. A través de mí. Así que, ¿por qué no le dices lo que quiere saber? ¿Por qué no le das la paz que busca?

– No soy yo quien puede dársela.

– Eso no es cierto.

– Diana, Quentin se culpa por no haberme protegido. Por no haberme salvado. Pero, sobre todo, se culpa porque en el fondo sabía lo que estaba pasando aquí. O, al menos, que pasaba algo malo. Podía sentirlo, lo mismo que yo. Nació con facultades extrasensoriales, con el don de la videncia, no lo adquirió el día que me encontró. La impresión sólo le hizo despertar, eso os todo.

– Missy…

– Él sentía que algo iba mal aquí, pero no podía creerlo. Era más mayor que yo, quizá fuera eso en parte. Tal vez era sólo que nadie le había explicado nunca por qué era distinto, y por lo tanto él decidió no serlo. Decidió ser como todo el mundo. Decidió no prestar atención a esas emociones que no podía explicar. Su mente le decía que ignorara lo que sentía, que dudara de sus sentidos. Escuchó a su mente, igual que tú has escuchado a los doctores todos estos años.

– Eso era distinto.

– No, era lo mismo. Tú sabías que no estabas loca. Sabías que no estabas enferma. Pero les escuchabas dé todos modos. Porque, en el fondo, te daba más miedo la verdad.

– No sé lo que quieres decir.

– Tú sabes, siempre lo has sabido, que el muro entre los vivos y los muertos no es algo sólido. Sabías que podías abrir puertas y dejarnos pasar. Sabías que podías cruzar esas puertas hasta nuestro lado. Sabías que podías caminar junto a nosotros.

Missy hizo una pausa y luego añadió:

– Siempre te ha dado miedo quedar atrapada aquí, como esa gente a la que veías en el hospital cuando íbamos a visitar a mamá. Tú sabías lo que yo sabía. Que eran cuerpos vivientes sin alma.

Diana sintió que se le contraía la garganta, sintió que un terror gélido se ovillaba dentro de ella en espirales que le resultaban ya familiares. El recuerdo desencadenado por las palabras de Missy fue súbito e increíblemente vivido. Se sintió transportada casi treinta años atrás, la manita cogida en la de su padre, sus piernas cortas intentando seguirle el paso mientras él la conducía por un larguísimo pasillo. Un pasillo con puertas a cada lado, unas abiertas, otras cerradas. Detrás de algunas de las cerradas había silencio; detrás de otras, Diana oía de cuando en cuando una risa o un sollozo, y detrás de una oyó un extraño y melancólico lamento. A través de las puertas abiertas veía camas, algunas con personas sentadas en ellas, leyendo, viendo la televisión.

Pero en otras camas había personas que yacían quietas y silenciosas, y unas máquinas emitían suaves pitidos junto a ellas. Aquellas personas estaban en su mayoría dormidas o inconscientes, ella lo sabía. Incluso entonces lo sabía.

Algunas estaban idas. Sus cuerpos yacían allí y respiraban, aquellas máquinas que pitaban registraban el latido de sus corazones, pero las personas que antaño habían habitado esos cuerpos se habían ido.

Y nunca volvían.

Diana lo sabía con perfecta certidumbre. Más allá de la capacidad de una niña para comunicar aquella certeza, más allá de las palabras, más allá de la razón, sabía exactamente lo que les había ocurrido a esas personas.

Alguien había abierto una puerta, quizás incluso hubieran sido esas mismas personas. Y ahora estaban atrapados al otro lado, incapaces de retornar a su ser físico.

El terror de Diana era profundo y mudo, pero no fue nada comparado con lo que sintió cuando su padre la hizo entrar en una de aquellas habitaciones. Cuando vio a su madre tendida, quieta y silenciosa, en una cama. Cuando oyó el pitido suave de las máquinas.

Cuando comprendió.

– ¿Diana?

Parpadeó y miró fijamente el rostro solemne e infantil de Missy.

– Dios mío. A ella le pasó. Se… se fue. Antes de que papá o los médicos se dieran cuenta, mucho antes de que lo dijeran, antes de que su cuerpo por fin se detuviera, se había ido.

– Sí.

– Yo no… ¿Por qué no me acordaba de eso?

– Te daba demasiado miedo recordar.

Esta vez, Diana comprendió.

– Porque sabía que podía hacer lo mismo que ella.

Missy asintió con un gesto.

– Tenías miedo de no poder controlarlo, de perderte en este lado como se perdió ella. Y entonces no podías controlarlo. Eras demasiado pequeña, no sabías cómo. Y ella no estaba allí para ayudarte a comprender. No había nadie. Al menos, entonces.

– Hasta ahora.

– Ahora no hay medicinas que nublen tu mente. Y él está aquí para empujarte a ver lo que hay. Para ayudarte a entender. Lo necesitabas. Pero todavía tienes miedo. Por eso discutes con él cuando quiere hablar de ello.

– Tengo razones para estar asustada, ¿no crees? Tú misma has dicho que no sabías si podía quedar atrapada a este lado. Pero las dos sabemos que es posible, así que…

– Hay cosas peores que estar atrapado aquí, Diana.

Ta-tan.

Ta-tan.

No era un sonido, sino más bien una sensación, y una sensación sorprendente en aquel lugar gris, lleno de quietud y silencio.

Quentin le había preguntado si alguna vez había sentido u oído algo parecido al latido de un corazón dentro de ella, y Diana lo había negado porque no se acordaba. Pero ahora lo reconoció al instante. Lo recordó: era un eco de su infancia, procedente de algún lugar dentro de ella, más hondo que el instinto.

Conocía aquello.

Ta-tan.

Ta-tan.

Era vasto y oscuro y olía a tierra húmeda y a huevos podridos. Era tan frío que quemaba, y su negrura hurtaba todo destello de luz. Y era… ineludible. Antiguo. Más que poderoso. Tan arrollador que se sentía débil y aterrorizada.

Ta-tan.

Ta-tan.

– Ya viene -dijo Missy-. Está listo para matar otra vez.

– Te refieres a él, ¿no? A ese asesino.

– Dejó de ser una persona incluso antes de que le enterraran vivo. Ahora sólo es… una cosa. Y tú sabes qué es.

Diana lo sabía. Eso era lo aterrador. Que lo sabía.

– ¿Qué aspecto tendrá esta vez? -musitó-. ¿De quién se apoderará?

– Casi siempre tiene el aspecto de alguien en quien confiamos, ¿no? -Missy se volvió y de nuevo la condujo por el largo y grisáceo corredor-. Por aquí. Date prisa, Diana.

Diana la siguió porque no podía hacer otra cosa; la asustaba lo que se acercaba y al mismo tiempo la angustiaba saber que la distancia entre la parte de su ser que estaba haciendo aquella travesía y la parte que había quedado atrás, junto a Quentin, era cada vez mayor. Aquella angustia no hizo sino crecer cuando se dio cuenta de que aquel corredor le era desconocido y de que ignoraba cómo encontrar el camino que la llevaría de regreso junto a él.

Quentin se paseaba con nerviosismo por la sala, volviendo una y otra vez la mirada hacia el rostro de Diana. Ella tenía los ojos cerrados, el semblante apacible, y, de no haber sabido que no era así, él la habría creído dormida.

Pero Diana no estaba dormida.

Un camarero del servicio de habitaciones había llegado y se había ido, pero el café que Stephanie les había mandado seguía intacto sobre la bandeja. Quentin no quería café, pero le habría sentado bien algo más fuerte. Algo mucho más fuerte.

«No me toques. Hay algo que tengo que… No me toques. Espera.»

Esperar. Solamente esperar. ¿Cuánto tiempo se suponía que debía esperar? ¿Cuánto tiempo podía estar Diana… donde estuviera sin correr peligro?

Quentin suponía que se hallaba en el tiempo gris. No estaba seguro de qué había desencadenado aquello, como no fuera una mezcla entre el estado de alteración emocional de Diana tras descubrir lo de Missy y la tormenta que retumbaba fuera. Seguramente era eso, se dijo. La tormenta, desde luego, estaba desordenando todos sus sentidos, y teniendo en cuenta lo ocurrido durante la última tempestad, era indudable que aquélla habría afinado los de Diana.

Eran los propios sentidos de Quentin, en los que ya no podía confiar, los que le impedían extender el brazo hacia ella, tocarla, amarrarla. Durante una tormenta, mucho más aún que habitualmente, se sentía casi desconectado del flujo de información sensorial al que su cuerpo y su mente estaban acostumbrados. Todo le parecía sofocado, distante, fuera de su alcance.

Lo único que sabía con certeza era que lo que Diana estaba haciendo era peligroso. Y necesario.

Eso era lo que no podía soslayar, la sólida convicción de que Diana tenía que hacer aquello, de que era importante. Y de que, si él interfería, si la hacía volver por la fuerza del lugar donde debía estar en ese momento, lo lamentaría.

La cuestión era: ¿podía confiar siquiera en sus más profundas certezas? ¿Podía confiar en su instinto?

Porque, si no podía y esperaba demasiado tiempo antes de intentar hacerla volver… quizá Diana quedara fuera de su alcance, o del alcance de cualquiera.

– Ya lo ha hecho otras veces -se oyó mascullar mientras deambulaba por la habitación sin dejar de observarla-. Lo ha hecho durante años, durante décadas. Yo no estaba allí, y ella volvió sin mi ayuda. Sin la ayuda de nadie. Ahora también podrá volver.

Si era tan fuerte como él creía.

Si era lo bastante fuerte.

Quentin detestaba todo aquello. Odiaba esperar, odiaba quedarse allí parado, sin nada que hacer salvo preocuparse. Se había visto forzado a hacerlo más de una vez en el pasado y, de hecho, sospechaba que Bishop le había puesto de cuando en cuando en esa situación deliberadamente, para enseñarle a tener paciencia.

Enfrentado a la sospecha de Quentin, Bishop no lo había negado. Pero tampoco lo había confirmado.

Como era de esperar.

En cualquier caso, si lo que Bishop pretendía era enseñarle una lección, Quentin aún no la había aprendido. Iba contra sus más hondos instintos, contra su propia naturaleza, el permitir que otra persona asumiera el papel activo mientras él esperaba retorciéndose las manos. Sobre todo cuando esa persona, a pesar de su fortaleza, había sufrido y era frágil, y a él le importaba…

El fragor de un trueno resonó en sus oídos, casi ensordeciéndole, y el destello brillante del relámpago fue tan cegador que por un instante quedó completamente a oscuras y solo dentro de su propia cabeza. De no ser por…

«Ahora. Date prisa. Antes de que sea demasiado tarde.»

La tormenta había desbaratado hasta tal punto sus sentidos que le asombró el oír aquel susurro dentro de su mente. O quizás aquel susurro llevara mucho tiempo sonando, y él no había podido oírlo.

Temiendo de pronto haber esperado demasiado, regresó a toda prisa junto a Diana y, cogiendo sus manos frías, se las apretó con fuerza.

Nada. Ninguna reacción, ninguna respuesta. Ella permanecía allí sentada, inmóvil y muda, los ojos cerrados, el semblante apacible.

Quentin nunca se había visto compelido a ser el salvavidas de otra persona, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que, con la motivación y la disciplina adecuadas, la mente humana podía hacer cosas notables.

Concentrándose, bloqueó con fiereza la distracción que suponía la tormenta y focalizó toda su voluntad en llegar hasta Diana y hacerla volver a él.

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