Capítulo diecisiete

Diana sintió un frío aún más profundo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no está aquí. Cuando abriste la puerta la última vez, cuando te cogió de la mano, Missy dejó el tiempo gris y regresó contigo.

– ¿Por qué?

– Porque tiene que hacer algo, supongo.

Diana dijo lentamente:

– No la vi. Cuando volví con Quentin, no la vi.

– A veces no queremos que nos vean, ni siquiera los médiums. Además, supongo que estabas alterada. Como habías recordado lo de tu madre y esas cosas…

– ¿Sabes eso?

Becca asintió.

– Aja. Missy me lo contó.

– ¿Sabes…? -Diana aquietó el temblor de su voz-. ¿Sabes por qué nuestra madre quedó atrapada a este lado de la puerta?

– Por eso has cruzado, ¿verdad? Y por eso has cruzado del todo, en carne y hueso. Porque significa mucho para ti. Porque tienes que saber qué le pasó a tu madre.

– Contéstame, Becca. ¿Sabes qué le ocurrió? ¿Sabes dónde está?

Becca dio media vuelta y echó a andar por el largo corredor.

Diana la siguió de inmediato.

– Becca…

– No te alejes mucho de la puerta, Diana.

Diana vaciló, miró hacia atrás. Pero la puerta verde todavía estaba allí. Siguió caminando tras la pequeña.

– Llevo casi toda mi vida siguiéndoos -dijo, no sin un toque de amargura-. Siempre siguiéndoos, siempre haciendo lo que queréis que haga. Maldita sea, esta vez soy yo la que necesita algo. ¿Por qué no me ayudáis, para variar?

– Te hemos estado ayudando desde el principio, Diana.

– Sí, claro. Dejándome metida hasta la cintura en un lago, o haciéndome conducir el coche de mi padre por la autopista…

– No fuimos nosotros.

– ¿Qué quieres decir con que no fuisteis vosotros? Yo perdía la conciencia y…

– Los fármacos eran demasiado fuertes. Te llevaban de vuelta antes de tiempo.

Diana encontró aquello poco tranquilizador.

– Entonces, supongo que el hecho de que cuando volvía de la mayoría de esos trances estuviera a salvo en casa no significa que estuviera allí todo el tiempo.

– Bueno, ha sido muy útil para nosotros tener a alguien que pudiera cruzar en carne y hueso -contestó Becca-. La mayoría de los médiums apenas pueden vernos o hablar con nosotros, y mucho menos caminar a nuestro lado.

– ¿Adónde vamos, por cierto? -dijo Diana. Pero apenas habían salido esas palabras de su boca cuando se detuvo, momentáneamente desorientada porque Becca y ella ya no estaban en el largo corredor. Se hallaban en el jardín, frente al invernadero.

Seguían aún en el tiempo gris, lo cual significaba que el jardín estaba tan inmóvil como una fotografía y que, pese al alumbrado paisajístico, se veía borroso, incoloro y unidimensional.

Becca, que también se había detenido, se volvió para mirarla.

– Ya que estás aquí, tenemos que arriesgarnos. Hay algo que debes ver.

– Oh, dios, otra vez no. -Diana la miró con el ceño fruncido-. Ya te he dicho que esta vez soy yo quien tiene una pregunta.

– Entonces quizás él pueda contestarla.

– ¿Él? ¿Quién?

Becca señaló con la cabeza hacia el invernadero.

– Ahí dentro.

Diana habría protestado de nuevo, pero en un abrir y cerrar de ojos su pequeña guía desapareció, y se halló sola.

– Maldita sea. -No le quedaba más remedio que entrar en el invernadero.

Por alguna razón, no le extrañó comprobar que el taller de pintura había dejado pruebas de su existencia a aquel lado de la puerta.

Allí estaban los cuadros, apoyados en sus caballetes. Pero parecía haber un sinfín de ellos, un bosque entero. Diana deambuló despacio entre los caballetes, mirándolos uno a uno, y sintió que su cuero cabelludo se erizaba y cosquilleaba desagradablemente.

Aquellos no eran los cuadros que recordaba del taller. En los cuadros del taller había violencia, imágenes surgidas de mentes atormentadas, pero… no así.

Uno tras otro, aquellos cuadros representaban un terror abyecto. Rostros contraídos en muecas horripilantes. Cuerpos retorcidos en poses violentas. Explosiones devastadoras. Armas que desgarraban la carne. Enfermedad, hambre, tortura.

Y también representaciones simbólicas y literales del miedo. La oscuridad hendida por el estallido de los relámpagos. Arañas. Serpientes. Callejones horrendos. Carreteras rurales solitarias y abandonadas. Una ventana rota. Una mosca atrapada en una telaraña.

Diana se detuvo al fin frente a un cuadro cuya imagen le resultaba aterradoramente familiar. Un espacio oscurísimo, pequeño, sin aire, un armario quizá.

Y, al fondo, abrazándose con fuerza las piernas flexionadas, una niña pequeña con el pelo largo y oscuro y la cara manchada de lágrimas.

– Es asombroso lo fácil que es identificarla, ¿verdad? Una figura diminuta en ese rincón pequeño y oscuro. Podría ser cualquiera. Pero sólo puede ser Missy.

Diana se hizo rápidamente a un lado para ver más allá del cuadro.

– ¿Tú? ¿Qué demonios haces tú aquí?

– Te estaba esperando -respondió Beau.


Nate sabía que debía irse a casa, meterse en la cama y empezar desde cero al día siguiente, no muy temprano, pero sabía también que estaba tan inquieto que no podría pegar ojo. Había papeleo esperándole en comisaría, pero aquello le atraía aún menos, y apenas se sorprendió cuando se halló pasando como si tal cosa frente a la puerta entornada del despacho de Stephanie.

Stephanie estaba sentada a su mesa, mirando con el ceño fruncido un montón de papeles esparcidos sobre el cartapacio y cuyo desorden le extrañó en ella.

– Trabajas hasta tarde -dijo él desde la puerta.

Ella alzó los ojos, sobresaltada, pero enseguida sonrió.

– No es trabajo, exactamente. O, por lo menos, no es trabajo por el que me paguen. Quería seguir revisando esos archivos viejos, por si encontraba algo útil.

– Podía haber entrado cualquiera, ¿sabes? -le dijo él, abriendo del todo la puerta-. Sorprenderte de improviso… -Se interrumpió, casi avergonzado, porque la puerta chirrió con estridencia al abrirse.

Stephanie sonrió y, apartando un fajo de papeles, dejó al descubierto una reluciente pistola automática del calibre 45.

– Soy rápida, sobre todo si me sube la adrenalina. Si no hubiera reconocido enseguida tu voz, te habrías topado con el cañón de la pistola antes de poder acercarte a la mesa.

Nate se sentó en la silla que había al otro lado de la mesa.

– Da igual que seas rápida. ¿Tienes buena puntería?

– Sí. Y también tengo licencia. Licencia para llevar armas, más concretamente. -Añadió, muy seria-: Nuestra seguridad nocturna es muy buena, creo, sobre todo ahora que tus hombres también están patrullando, pero habiendo un asesino suelto no pienso arriesgarme. Soy hija de militar, ¿recuerdas?

– Sí, lo recuerdo. Y eso hace que me preocupe un poco menos porque estés trabajando aquí tan tarde. Pero sólo un poco. -Hizo una pausa-. ¿Te das cuenta de que ese asesino es posiblemente alguien a quien conoces? ¿O que, al menos, te sonará su cara?

– Se me ha pasado por la cabeza, sí. En un sitio como El Refugio, todo revestido de grandeza victoriana, sería fácil imaginar que sólo un maníaco que pasara por aquí podía manchar nuestro buen nombre con algo de tan mal gusto como el asesinato.

Él la miró levantando una ceja.

Descendiendo a la normalidad, Stephanie agregó:

– Sí no fuera porque este sitio nunca ha sido impecable, ¿no?

– No, según Quentin.

– Y según los archivos que he consultado hasta ahora. ¿Sabías que la primera muerte registrada en estos terrenos tuvo lugar mientras se estaba construyendo el hotel?

– Sí, uno de mis hombres encontró una mención en un archivo histórico. Pero no es tan raro en una obra, sobre todo hace más de cien años.

– Sí. Pero ese tipo no se cayó de un andamio, ni murió aplastado por una piedra que se desplomara, ni nada parecido. El médico del pueblo de aquel entonces afirmó por escrito que la víctima había muerto de miedo.

– ¿De miedo? ¿A qué?

– Nadie pudo decirlo. Llegaron al trabajo una mañana temprano y allí estaba, tumbado junto a la caseta del capataz. Sin cortes, ni hematomas. La construcción del hotel estaba tan poco avanzada que ni siquiera había guarda, aunque en aquellos tiempos no hacía mucha falta. El caso es que nadie vio nada.

– Muerto de miedo. ¿De un ataque al corazón? -sugirió Nate.

– El médico afirmó que se le paró el corazón… pero que su corazón no estaba enfermo, no estaba dilatado, ni ninguna de las cosas que en aquellos tiempos se consideraban síntomas de enfermedad. Y, al parecer, el hombre parecía aterrado. Su cara estaba paralizada en una mueca de terror absoluto.

Nate se quedó callado, con el ceño fruncido.

– Eso no es todo -prosiguió Stephanie-. Media docena de hombres más murieron durante la construcción de El Refugio y sus establos. Y todas las muertes fueron… un poco extrañas. Hombres con un equilibrio perfecto que se caían. Hombres muy hábiles que sufrían accidentes manejando alguna herramienta. Hombres sanos que de pronto enfermaban gravemente.

– ¿Y después de que acabaran las obras?

– Bueno, después los archivos se vuelven un poco oscuros. -Se encogió de hombros y también ella arrugó un poco el ceño-. Sé lo suficiente sobre cómo llevar un archivo para estar segura de que las anotaciones que he encontrado hasta ahora respecto a enfermedades, desapariciones y muertes sucedidas aquí se hicieron con el mínimo detalle, casi con descuido.

– ¿Qué estás diciendo?

– Digo que desde el principio se restó importancia a cualquier mala noticia que tuviera que ver con El Refugio, especialmente si se trataba de una muerte sucedida en sus terrenos.

– ¿Y no es lo que cabe esperar, tratándose de un hotel?

– Hasta cierto punto, sí. Pero un hotel normal, si se enfrentara a la desaparición, muerte o incluso asesinato de alguno de sus huéspedes, tendría papeles a montones. Atestados policiales, informes de seguridad, declaraciones médicas… Cualquier tipo de documento que hiciera falta para eximir al hotel y a sus empleados de toda responsabilidad.

– Y El Refugio no los tiene.

– Eso te decía. Si quieres saber mi opinión, alguien, desde muy pronto, decidió cómo había que encarar las malas noticias. Y ya fuera porque se convirtió en costumbre o en una norma férrea, así es cómo se hizo desde entonces.

– Sin papeleo.

– Sin papeleo y mencionando únicamente el hecho desnudo. Nombre, fecha, no mucho más. Normalmente, sepultado entre las anotaciones del funcionamiento cotidiano del hotel.

Nate apoyó el antebrazo sobre la mesa y comenzó a tamborilear distraídamente con los dedos.

– Sé de cuántas muertes y desapariciones estamos hablando en los últimos veinticinco años gracias a la obsesión de Quentin. Pero ¿y antes? ¿Cuántas hubo?

– Bueno, pasarán semanas antes de que pueda decírtelo. Apenas he llegado a 1925.

– Está bien. ¿Cuántas hubo hasta 1925?

Stephanie respiró hondo.

– Incluyendo las que hubo durante las obras, he contado más de una docena de muertes en los terrenos de El Refugio hasta 1925.

Transcurrió un minuto, pero Nate dijo por fin:

– De ésas, ¿cuántas fueron sospechosas?

– ¿En mi opinión? Todas, Nate. Todas.


– ¿Estás muerto? -preguntó Diana con incredulidad.

Beau sonrió.

– No.

Ella dio un paso hacia delante, insegura.

– ¿Eres un médium?

– No.

Diana miró los caballetes grises que había a su alrededor, con sus lienzos grises embadurnados y pintados a pincel con diversos tonos de gris. Miró las plantas grises que había aquí y allá en el invernadero, bajó la mirada hacia su propia persona, teñida de gris, y la alzó luego hacia él. También era gris. Todo era gris.

– Entonces, repito, ¿qué diablos haces aquí?

– Ya te lo he dicho. Te estaba esperando.

– Beau, ¿sabes dónde estamos?

– Creo que tú lo llamas el tiempo gris.

– ¿Cómo lo llamas tú?

El miró a su alrededor, como con tibia curiosidad, y contestó:

– Tu nombre le va bien. Es un lugar interesante. O… un tiempo interesante.

– Sólo los muertos andan por aquí.

– Tú estás aquí.

– Yo soy una médium. -Se interrumpió, sorprendida, y Beau sonrió de nuevo.

– ¿Es la primera vez que lo dices?

– Creo que sí. La primera vez que lo digo en serio, por lo menos.

– Cada vez te será más fácil -le dijo él-. No es tan extraño. Incluso es muy normal, pasado un tiempo.

Diana meneó la cabeza.

– Eso da igual. No entiendo cómo es que estás aquí.

– Es un don que tengo. Mi hermana dice que estoy… muy conectado con el universo.

– ¿Se supone que eso es una explicación?

– Seguramente no. No importa cómo estoy aquí, Diana. Lo que importa es que veas lo que tengo que enseñarte y escuches lo que tengo que decirte.

– Hablas como un guía -masculló ella.

– Perdona. -Beau se volvió, le hizo señas de que le siguiera y la condujo hasta el rincón del fondo, donde estaba montado su caballete.

El caballete de Diana. Su cuaderno de dibujo. Su dibujo de Missy, allí expuesto, a pesar de que ella sabía que seguía en su bolso, en la cabaña. Pero lo que resultaba más sorprendente aún era que había sobre el dibujo una mancha de brillante color escarlata, una mancha que refulgía, húmeda, y que, de hecho, goteaba todavía sobre los trapos que había bajo el caballete.

Una mancha escarlata. No gris.

Como el verde de la puerta, aquél era un color que ella podía ver.

– ¿Por qué? -preguntó, segura por alguna razón de que no tenía que explicar su pregunta.

– Un indicador -respondió él-. En el tiempo gris también los hay. Cosas a las que hay que prestar atención. Cosas que recordar para encontrar el camino. Sólo que aquí destacan un poco más.

Diana pensó en aquello.

– Lo de la puerta verde lo entiendo. Es el camino de vuelta. La salida. Pero ¿y esto?

Beau dio un paso atrás y le indicó que se acercara más al caballete.

Diana obedeció y miró el dibujo, que parecía, ciertamente, el mismo que había hecho. Observó la mancha escarlata que cruzaba la delicada figura de Missy. La mancha escarlata que parecía… sangrar por el borde del papel. Casi como si…

Dio otro paso y se inclinó ligeramente hacia delante para mirar más de cerca el color que emborronaba el dibujo. No era fácil de ver, porque la mancha (¿pintura? ¿sangre?) se había corrido, distorsionando la forma de las… ¿letras?

– No estaba claro al principio -dijo Beau a su espalda-. Parecía simplemente una mancha de color. Luego, poco a poco, empezaron a aparecer las letras. Fue entonces cuando comprendí que tenías que ver esto.

Ella dijo distraídamente:

– ¿Por qué no me lo has enseñado al otro lado de la puerta, fuera del tiempo gris? Allí también está, ¿no?

– Sí, está allí. Pero es sólo una mancha de color, sin letras. Alguien me sugirió que echara un vistazo aquí, en el tiempo gris, para ver qué había en realidad.

– ¿Alguien?

– Bishop.

Diana no se sorprendió.

– Debí imaginar que formabas parte del equipo. Bishop esperaba que vieras alguna advertencia, ¿verdad?

– Creo que sí. Y dijo que tú tenías que verlo. También dijo que sería esta noche, lo cual me sorprendió. Después del día que has pasado, no creía que lo intentaras tan pronto.

Diana se incorporó con un suspiro.

– Supongo que no te dio instrucciones para mí.

– No. No suele hacerlo en casos como éste.

– Lo que es realmente asombroso es que haya casos como éste. Todo este tiempo he pensado que estaba sola.

– No lo estás.

– Sí. Ya lo veo. Sólo espero que no sea demasiado tarde.

– Si te sirve de algo -contestó Beau-, mi ventana hacia el universo me dice que Quentin es tu as en la manga.

– Eso también lo voy entendiendo. -Ella respiró hondo-. Pero no va a gustarle lo que tengo que hacer ahora.

– ¿Sabes qué tienes que hacer?

Diana asintió con una inclinación de cabeza.

– Ahora sí. Viendo esto… recuerdo todas las pesadillas. Todos los mensajes que Missy ha intentado mandarme desde que llegué aquí. Incluso antes de que llegara aquí. Se ha estado preparando para esto todo este tiempo. Sabía que yo vendría. Sabía que Quentin también estaría aquí. Ha sido… muy paciente.

– Algunas cosas tienen que suceder como suceden. A su debido tiempo.

– Tiene gracia que eso lo aprenda en un lugar sin tiempo.

– Con tal de que lo aprendas.

Con un suspiro, Diana dijo:

– ¿Te ha dicho alguien alguna vez que hablas como una galleta de la suerte?

– Me suena de algo.

– No me sorprende. Y supongo que no podrás contestar a la única pregunta cuya respuesta he venido aquí a buscar.

– Lo siento.

– ¿Eso también llegará a su debido tiempo?

– Sí. Hasta entonces, tienes otras cosas de qué preocuparte, Diana. Ya llevas aquí demasiado tiempo.

– Lo sé. -El frío se le había metido en los huesos y se sentía yerta, casi inerme. Incluso sus pensamientos empezaban a zozobrar.

– Vuelve. Ahora mismo.

Diana miró a su alrededor, frunció el ceño y dijo:

– Estoy muy lejos de la puerta.

– Diana…

– Muy lejos. Y creo…

Ta-tan.

Ta-tan.

– Creo que eso me está buscando.


Beau despertó con la brusquedad de quien emerge de una pesadilla, lo cual estaba muy cerca de ser cierto. Tenía que actuar rápidamente, y sin embargo sentía el cuerpo rígido y frío y, al levantarse de la cama y echar a andar hacia la puerta, cobró de pronto conciencia de que apreciaba más intensamente el mundo colorido y tridimensional que le rodeaba.

Era absurdo que un artista necesitara un recordatorio como aquél, pero, ciertamente, una visita al tiempo gris le había curado de cualquier tendencia a dar por descontado aquel mundo cálido y vivo.

Incluso su habitación, la habitación Jacinto, que al llegar a El Refugio le había parecido un poco demasiado recargada para su gusto, le pareció grata y confortable mientras la atravesaba, más o menos renqueando, hacia la puerta.

Dios, se sentía como si hubiera escalado una montaña. Con un Volvo cargado a la espalda. El corazón le latía a toda prisa, las piernas le temblaban, estaba débil como un gatito. En treinta y tantos años de experiencias extrasensoriales, algunas de ellas verdaderamente horrendas, nunca había emergido de una tan extenuado.

Se preguntaba si Quentin tenía idea de lo fuerte que era Diana en realidad.

Tenía que atravesar un largo pasillo y subir un tramo de escaleras para llegar a la habitación de Quentin, y cuando alcanzó la puerta tenía la impresión de empezar apenas a moverse normalmente. Pero seguía teniendo frío. Estaba helado hasta los huesos.

Se apoyó con una mano en la jamba de la puerta y pensó que «normalmente» era quizás una exageración. Antes de que pudiera llamar a la puerta, ésta se abrió de golpe y Quentin apareció frente a él. Estaba completamente vestido, despierto y tenso, y le habló como si la conversación entre ellos hubiera empezado ya.

– Está en el tiempo gris.

– Sí. Y no estoy seguro de que pueda encontrar la salida sola.

– Dios mío. ¿Por qué demonios no…?

– No pude hacer nada. Yo estaba como sonámbulo, no estaba allí en carne y hueso. Y, definitivamente, ésos son sus dominios, no los míos.

Quentin ni siquiera cuestionó aquello.

– ¿Dónde estaba? Respecto a nuestro lado, quiero decir.

– En el invernadero. Pero no sé si seguirá allí. Si sus instintos son buenos, estará buscando un sitio donde esconderse. Eso que está matando aquí, sea lo que sea… creo que va tras ella.

– Sabía que no debía dejarla sola. Maldita sea, no puede luchar contra esto ella sola.

– No creo que supiera siquiera que ocurriría esta noche; fue simplemente en busca de la respuesta a una pregunta. Pero ha pasado demasiado tiempo en el tiempo gris, sobre todo aquí, en el hotel, y eso la ha debilitado. Créeme, lo sé. -Todavía tenía una mano apoyada contra la jamba de la puerta para sostenerse.

Quentin pareció reparar por fin en la apariencia del pintor.

– No tienes buen aspecto.

– Me repondré. Ve a buscar a Diana. Tu amigo el policía está todavía aquí. Iré a decirle que despierte a sus hombres.

– ¿Y de qué servirá? Ni siquiera estoy seguro de si podré verla esta vez… No la vi marcharse, eso seguro, y he estado levantado y completamente despierto.

– Ellie Weeks, como todas las demás víctimas, murió a manos de un asesino de carne y hueso. Sea lo que sea lo que maneja los hilos desde el otro lado, ese asesino está de nuestro lado de la puerta… y, si va tras Diana, tiene que ser visible.

Quentin se quedó mirándole un momento; después volvió a entrar en su habitación para coger su pistola. Se la guardó bajo la cinturilla de los vaqueros, a la espalda, y dijo:

– Y va tras Diana porque sólo la mente de una médium poderosa puede ofrecerle algo que nunca antes había tenido.

Beau asintió con la cabeza.

– Una salida permanente, un medio de vivir otra vez en carne y hueso. Y Diana lo sabe, gracias a una advertencia de Missy.


Después de esforzarse tanto, de luchar por salir de la neblina de los fármacos y de debatirse luego para asumir lo que era capaz de hacer, esconderse era lo último que Diana hubiera querido hacer. Pero…

«Tienes que esconderte. No dejes que te encuentre. Aún no.»

Había un plan y Diana lo entendía, aunque fuera solamente en sus líneas maestras. Lo que entendía aún mejor, sin embargo, era que en ese instante y a ese lado de la puerta, no tenía fuerza suficiente para resistir sola. Aquélla sería una batalla perdida.

«Escóndete.»

Era casi como el palpito de su propio corazón, aquella voz en su cabeza, tan familiar como sus pensamientos. Y sin embargo separada, claramente aparte. Algo que había oído, que había escuchado, toda su vida.

O que había intentado escuchar, a través de la bruma de la medicación.

– Papá tiene mucho por lo que responder -masculló mientras salía a trompicones del invernadero y se dirigía al edificio principal.

«Hizo lo que consideró que era lo mejor.»

– Tenía miedo. Eso lo sé.

«Intentaba salvarte la vida. Me había perdido a mí. Y a mamá. No podía perderte a ti también.»

– Había un modo mejor de hacerlo.

«Eso él no lo sabía. Creía que no saber nada de mí sería para ti menos doloroso que saber que había vivido y que me habían secuestrado… y asesinado.»

– Así que vino aquí y compró una tapadera, ¿verdad? Y luego me mantuvo medicada para que no recordara, para que no supiera de mis facultades, y mucho menos pudiera controlarlas conscientemente.

«No fue tan premeditado. Los médicos y los fármacos. Nunca entendió qué le pasó a mamá, pero tenía miedo de que a ti te sucediera lo mismo. Hizo lo que pudo por impedir que eso pasara, Diana.»

– Si tú lo dices. -Diana vaciló, arrimándose a los matorrales que disimulaban a medias una de las entradas de servicio-. ¿Adónde voy ahora? Maldita sea, nunca hay un guía por aquí cuando lo necesito. -Cruzó los brazos sobre los pechos y se estremeció. Tenía frío. Cada vez más frío.

«Tú sabes por qué.»

– Sí. Tu plan. ¿Por qué no lo intentaste antes?

«No podía. No viví lo bastante como para hacerme tan fuerte.»

– ¿Y yo sí?

«Sí. Hará falta tu fuerza. Y la de los otros. La de los que están preparados para actuar.»

– ¿Han estado esperándome todo este tiempo?

«Sí. Esperando una oportunidad. Una ocasión de detener eso.»

– Siempre hablas como si fuera una cosa. Todos lo hacéis. Pero Samuel Barton fue un hombre en otro tiempo.

«Nunca fue un hombre, realmente. Siempre fue un demonio. Y, cuando mataron su cuerpo, liberaron su maldad. La ayudaron a hacerse aún más fuerte.»

– Entonces, podía poseer a cualquiera que no fuera lo bastante fuerte como para repelerlo.

«Sí, a veces. Pero, si no eran lo bastante fuertes como para repelerlo, tampoco eran lo bastante fuertes como para albergarlo por mucho tiempo. Se… quemaban. Y eso volvía a convertirse en energía, en una energía que crecía, buscando otro huésped. Un huésped más permanente.»

– Yo.

«Una vez descubriste lo que eras capaz de hacer, una vez empezaste a recordar y a cobrar conciencia, sólo era cuestión de tiempo que eso sintiera tu fuerza. Tus capacidades. Pero sucedió mucho más deprisa de lo que esperábamos. Lo siento, Diana.»

– Puede que sea mejor así -dijo ella, a medias para sí misma-. Casi no he tenido tiempo para pensar. Si no, seguramente todo esto me conduciría otra vez a un hospital psiquiátrico.

«No, eso no volverá a pasar. Ahora eres demasiado fuerte.»

– Espero que tengas razón. -Diana miró de nuevo a su alrededor; luego se escabulló entre los matorrales y usó la entrada de servicio. A pesar de que la luz parpadeante de un panel de control indicaba la existencia de un sistema de alarma, se limitó a girar el tirador y a abrir la puerta.

Los aparatos electrónicos no funcionaban en el tiempo gris. O quizá simplemente no existían. Diana nunca había sabido si era una u otra cosa.

Ta-tan.

– Mierda -musitó.

«Diana…»

Se dio cuenta de que se había arrimado a la pared helada, justo al otro lado de la puerta, con las palmas pegadas a las caderas. Comprendió que sus piernas estaban a punto de flaquear, que estaba a punto de deslizarse por la pared y de acabar acurrucada en el suelo, indefensa.

Inutilizada.

«¡Diana! No dejes que te asuste. Así es como nos atrapa. Así es como vence.»

– Puedo crear una puerta -susurró ella-. Puedo traer la puerta a mí. Puedo…

«No. No puedes abrir una puerta. Aquí no. Sola no.»

Ella respiró hondo, luchó por mantenerse erguida, intentando que su cuerpo recuperara las fuerzas. Nunca había hecho nada tan arduo, y no estaba segura de conseguirlo, pero lo intentó lo mejor que pudo.

– ¿Dónde está?

«Cerca. Pero tienes un lugar seguro. La puerta verde, Diana. Encuentra la puerta verde.»

– Antes hice una.

«Tienes que encontrar la que existe a ambos lados. En ambos mundos. Encuentra esa puerta verde, Diana.»

– ¿Por qué no estás aquí para guiarme?

«Porque hay algo que tengo que hacer en este lado. Pero te ayudaré. Sigue adelante.»

El plan. Apartándose de la pared helada, Diana echó a andar por lo que parecía un corredor interminable e indistinto, en busca de una puerta verde.

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