– Missy, pero ¿dónde me llevas? -El desasosiego que sentía Diana iba creciendo y fortaleciéndose. De pronto se le ocurrió la aterradora idea de que el espíritu de su presunta hermana quizá fuera mucho menos benévolo de lo que había creído.
– Hay algo que tengo que enseñarte.
– ¿Por qué no me dices lo que quieres que sepa? -Diana miraba a su alrededor, intentando averiguar en qué parte del hotel estaban. Pero, en el tiempo gris, aquel pasillo era particularmente indistinto, incluso más de lo normal, y parecía prolongarse sin fin-. Esto no está bien -añadió antes de que Missy pudiera contestar-. Parece…
– Hay una cosa que Quentin ha olvidado -dijo Missy, ignorando tanto la pregunta como el comentario.
– ¿Qué cosa?
– Por lo que me pasó a mí, cree que se trata de niños.
Diana sólo escuchaba en parte, porque, mientras hablaba, Missy había doblado una esquina, y para su sorpresa se encontraban de pronto ante una puerta verde. Aquél era el único colorido que había visto nunca en el tiempo gris.
– Tienes que recordar este lugar, Diana. Esta puerta.
– ¿Por qué? -Diana hacía cuanto podía por pensar con claridad, pero cada vez le resultaba más difícil.
– Porque aquí estarás a salvo. Cuando sea importante, cuando necesites un lugar seguro, ven aquí.
– Creía… creía que en el tiempo gris todos los lugares eran el mismo.
– Éste, no. Éste es un sitio especial, en tu tiempo igual que aquí. Está protegido. No lo olvides.
Diana quería hacerle más preguntas, pero antes de que pudiera formularlas Missy siguió hablando.
– Diana, escúchame. Quentin siempre ha creído que se trataba de niños, pero no es así. Los niños son más fáciles porque a menudo son vulnerables, están indefensos. Son una presa fácil. Esa cosa se alimenta del miedo. Tú recuerdas el terror de un niño, ¿verdad, Diana?
Diana sintió los labios extrañamente rígidos y helados cuando murmuró:
– Sí. Lo recuerdo.
– No se trata de niños. Ni siquiera se trata de mí. Se trata de castigar. Y de juzgar. Él fue juzgado. Y castigado.
De nuevo, Diana quiso preguntar, quiso comprender todo aquello más claramente. Pero, antes de que pudiera hablar, ambas lo oyeron o lo sintieron.
Ta-tan.
Ta-tan.
¡Ta-tan!
El rostro de Missy cambió.
– Tienes que volver -dijo rápidamente-. Ahora mismo. Esa cosa también puede cruzar al otro lado, Diana, no lo olvides. Y la mente de una médium puede ser la más vulnerable de todas. Si te encuentra…
– No entiendo, Missy.
– Lo entenderás -Missy alargó el brazo y la cogió de la mano. La suya, muy pequeña, no estaba fría, sino extrañamente cálida-. No olvides la puerta verde. Pero ahora tienes que volver. Tiéndele la mano a Quentin.
Diana no sabía si podía; notaba la mente embotada y fría, y hacer cualquier cosa le costaba un esfuerzo excesivo. Pero el calor de la manita de Missy pareció disipar en parte aquel frío…
¡Ta-tan!
¡Ta-tan!
Sintió vibrar el suelo bajo sus pies, como sacudido por las pisadas de algo inconmensurablemente pesado, y la grisura que la rodeaba pareció oscurecerse, virar hacia el negro. Intentó extender el brazo mentalmente, pensando en Quentin, sintiendo la necesidad de estar con él.
Hubo un destello de luz brillante, luego otro, y en medio el gris fue haciéndose más y más oscuro.
– Aprisa -dijo Missy-. Ya está…
– … aquí -dijo Diana abriendo los ojos.
– Dios mío, no vuelvas a hacerme eso jamás -dijo Quentin.
Ella volvió la cabeza y le miró, algo aturdida y no poco confusa. Quentin le sujetaba la mano; la suya era cálida y fuerte, y Diana cobró de nuevo conciencia de aquella extraña sensación de seguridad.
A salvo. Estaba a salvo. Ahora.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Quentin.
– Creo que sí.
Él tomó aire y lo dejó escapar, claramente aliviado. No le soltó la mano.
– ¿Otra visita al tiempo gris?
Diana asintió lentamente con la cabeza.
– ¿Otro guía?
– Missy.
Aquello pilló desprevenido a Quentin.
– ¿Has hablado con ella?
– Sí.
– ¿Y?
Diana le habló de la puerta verde y de la advertencia de Missy de que «aquello» no tenía como propósito hacer daño a los niños, sino que se trataba más bien de juzgar y castigar.
– No recuerdo ninguna puerta verde en este sitio -dijo él.
– Yo tampoco.
– Pero es un lugar seguro para ti.
Intentando recordar exactamente lo que le habían dicho, Diana dijo:
– Creo que sí. Es algo así como un lugar protegido aquí y en el tiempo gris.
Quentin dijo con cierta acritud:
– Si Missy te ha ofrecido un lugar seguro, eso debe de significar que cree que vas a necesitarlo.
Un dedo frío se deslizó por la columna vertebral de Diana.
– Supongo que sí.
– Y ha dicho que se trataba de juzgar y castigar.
– Sí. Porque él fue juzgado y castigado. Ese asesino.
– Samuel Barton.
– Sí.
Él digirió aquello unos segundos, arrugando el ceño, y luego dijo:
– ¿Qué más?
Diana no sabía si Quentin se estaba sirviendo de alguno de sus sentidos especiales, o si su propio rostro era un libro abierto para él, pero sabía que debía responder. Y eso hizo, contándole lo que Missy había dicho acerca de su profundo miedo a ser incapaz de dominar sus facultades y a quedar atrapada entre dos mundos, y acerca de su terror por lo que le había sucedido a su madre. Y sólo entonces recordó otra cosa.
– Dios mío. Missy ha dicho «cuando íbamos a visitar a mamá». Ha dicho que a mí me daba miedo la gente del hospital, la gente sin alma, cuando íbamos a visitar a mamá. Quentin… Missy no era mi medio hermana. Teníamos el mismo padre y la misma madre.
Stephanie no lo habría reconocido en voz alta, pero el principal motivo por el que le había pedido a Ransom Padgett que la acompañara al sótano no era ayudarla a transportar los archivos o las cajas que decidiera llevar arriba. Era que no quería estar sola allá abajo.
Pero él, naturalmente, no se lo había preguntado.
Ransom usó una de las muchas llaves de su llavero para abrir la puerta de acceso al sótano y luego la precedió por las escaleras bien iluminadas diciendo por encima del hombro:
– La aviso, señorita Boyd, de que intentar encontrar algo ahí abajo es una locura. Avisé a la dirección hace años de que había que despejar este sitio, por lo menos de chatarra, pero no me hicieron caso. No tenían por qué hacerlo, claro, porque yo sólo trabajo aquí. Pero aun así, lo intenté.
Stephanie, que sólo le escuchaba a medias, miró a su alrededor cuando llegaron al pie de las escaleras. Se sentía de pronto un poco tonta. El sótano estaba tan bien iluminado como las escaleras, y aunque la amplia estancia estaba indudablemente repleta de lo que Padgett llamaba «chatarra», reinaba allí cierta impresión de orden.
Vio una docena de grandes armarios archivadores en una zona de reducidas dimensiones y tabicada en parte, junto a las escaleras; las voluminosas cajas de cartón que se apilaban sobre ellos evidenciaban que todos los armarios estaban sin duda alguna repletos y que se había hecho preciso más espacio para almacenar papeles.
«Genial. Esto es genial. Voy a estar semanas aquí abajo.»
Suspirando, Stephanie paseó la mirada por el espacio del sótano que se veía desde el pie de las escaleras.
En un lado había muebles sin usar, presumiblemente necesitados de reparación o quizá simplemente relegados debido a cambios de estilo y de gustos, sillas amontonadas sobre mesas y, de cuando en cuando, piezas tapizadas cubiertas con una sábana, para protegerlas. Otra parte estaba llena de cajas cuyas grandes etiquetas indicaban que contenían ropa vieja de cama y cortinas.
En otra zona, unas estanterías mostraban un asombroso surtido de anticuados aparatos de cocina, colocados junto a lo que parecían varios montones de revistas y periódicos viejos. Y, apoyadas contra las estanterías, había docenas de láminas de gran tamaño enmarcadas, probablemente también ellas trasladadas allí debido a las variaciones del gusto.
– Dios mío -masculló Stephanie-. ¿Alguna vez tiran algo?
– Cualquiera diría que no -contestó Padgett con leve fastidio-. Pero deberían. Hay un montón de asociaciones benéficas que querrían hacerse con todos estos trastos, y bien sabe Dios que las telas guardadas estarán podridas o apolilladas después de tantos años. En un rincón del fondo hay un montón de alfombras que seguramente valieron una fortuna en su día. Ahora no queda gran cosa de ellas. -Se encogió de hombros-. Si en el hotel se necesita algo, siempre lo compran nuevo, así que no me explico por qué las cosas rotas o viejas acaban aquí.
– Será para ahorrar por si vienen malos tiempos, supongo.
Los dos oyeron el retumbar de un trueno, tan bajo y prolongado que sintieron su vibración bajo los pies, y Padgett miró a Stephanie levantando una ceja.
Ella tuvo que reírse, pero dijo:
– En fin, no voy a ser yo quien emprenda esa tarea, eso es lo único que sé. O, por lo menos, no pienso revisar nada, excepto el papeleo. Pero tengo que decir que esta habitación es mucho más acogedora de lo que esperaba, incluso con todo este desbarajuste. Por lo menos los papeles parecen estar bastante bien archivados, y en un solo sitio.
Padgett le lanzó una mirada compasiva y a continuación, indicándole con un gesto que le siguiera, se dirigió hacia la zona en la que los muebles apilados llegaban casi hasta el techo.
– Hará un par de directores atrás, alguien tuvo la brillante idea de poner todos los archivos viejos del hotel y otros papeles en un sitio bien ordenado y limpio, en vez de tenerlos amontonados de cualquier manera donde hubiera un trozo de suelo libre o una estantería vacía. Con el tiempo, se sacaron casi todos de los rincones del sótano. Pero no todos.
Stephanie le siguió sorteando muebles y ahogó un gruñido al ver un rincón oscuro, lleno a rebosar de libros de cuentas y archivadores antiguos, en el que había incluso un par de viejos baúles con correas.
– Santo dios -masculló.
– Aquí no hay mucha luz -dijo Padgett-. ¿Qué le parece si empiezo por arrastrar todas estas cosas hasta la escalera? Por lo menos así podrá ver qué está mirando. Si es que quiere empezar por aquí, claro. -Era evidente, por su expresión, que confiaba en que Stephanie quisiera regresar a los armarios archivadores, que la mantendrían ocupada largo rato.
Ella titubeó. Después dijo:
– Supongo que estas cosas contenían algunos de los archivos más antiguos, ¿no?
– Sí, seguramente. Antes este rincón estaba a rebosar, lleno de cajas apiladas contra los muebles, así que supongo que las cosas más antiguas estarán al fondo, en ese rincón, pegadas a las paredes. -La miró fijamente-. Llevo aquí tanto tiempo como el que más, así que, si supiera qué está buscando, quizá pudiera abreviarle la búsqueda.
– Bueno, la verdad es que ni yo misma lo sé -dijo ella animosamente-. Pero ya que se ha ofrecido a ayudar, ¿por qué no coge algunas de esas cosas y empieza por acercarlas a la escalera? No sé cuánto tiempo tendré antes de que estalle la próxima crisis, así que conviene que haga todo lo que pueda mientras tanto.
– Sí, señora.
Stephanie dejó a Padgett allí, se retiró a la zona que parecía más ordenada que había junto a la escalera y, tras respirar hondo, arrojó mentalmente una moneda al aire y abrió al azar el cajón de un archivador para emprender su búsqueda. Ignoraba qué estaba buscando.
Pero tenía la corazonada de que lo sabría cuando lo encontrara.
– Es la última de este lote -dijo Quentin, dejando a un lado la más grande de las dos cajas.
– ¿Algo de utilidad?
– No, que yo vea. Un par de cartas interesantes de principios de la década de 1900, escritas a huéspedes y miembros del servicio, pero nada que hable de desapariciones sin resolver u otros misterios.
Diana señaló las viejas fotografías amontonadas sobre la mesa baja, ante ella, y dijo:
– Lo mismo aquí, más o menos. He revisado todos los álbumes y todas las fotografías sueltas que encontramos. Las fotos son interesantes, la mayoría no tienen ni siquiera la fecha puesta al dorso, pero no hay nada que me haya llamado la atención.
– En fin, el universo nunca nos pone las cosas fáciles.
– Ya lo he notado. -Ella meneó la cabeza-. Puede que no haya nada más aquí, y que lo que estuviera destinada a encontrar fuera esa fotografía.
La fotografía descansaba, separada de las demás, sobre la mesa baja, al alcance de su mano, y Diana la miraba a menudo. Aquella imagen de dos niñas pequeñas y un perro, un instante congelado en el tiempo.
– Podría ser -repuso Quentin-. Señales y presagios.
– ¿Es eso lo que estamos buscando?
– Sabe dios. Bishop los llama indicadores de dirección, y dice que muchos de nosotros pasamos a su lado sin verlos. Seguramente es cierto. Quiero decir que la mayoría de la gente está tan ocupada saliendo adelante cada día que no presta mucha atención a las insinuaciones del universo.
– ¿Y qué aspecto tienen esos indicadores, según Bishop?
Diana le había pedido que le hablara de la Unidad de Crímenes Especiales mientras inspeccionaban las cosas del desván, y Quentin la había complacido. Ella se había negado a seguir hablando de la experiencia desencadenada por la tormenta; obviamente, necesitaba tiempo para asimilar todo aquello, y Quentin se resistía a presionarla, a pesar de que en su mente las preguntas y las ideas giraban como en un torbellino.
Había hablado, no obstante, de la Unidad de Crímenes Especiales y, mientras en el exterior la tormenta iba disipándose poco a poco y ellos revisaban la mayor parte de las cosas que habían bajado del desván, le había hecho una breve semblanza de sus compañeros de equipo, y había esbozado algunas de las batallitas más interesantes en las que se había visto envuelta la unidad.
Ni siquiera estaba seguro de que ella le estuviera escuchando, y sospechaba a medias que sólo quería oír el sonido de otra voz humana en la habitación, tener la sensación de que había allí otra persona, mientras que sus pensamientos se hallaban a kilómetros de distancia. Él, sin embargo, había aprovechado la ocasión para hablar de la unidad; tenía la impresión de que era importante que ella oyera cosas que, comparadas con sus experiencias paranormales, harían que éstas sonaran como mínimo bastante corrientes.
Al parecer, Diana había escuchado al menos parte de lo que le había contado.
– Señales y presagios. Pueden adoptar cualquier forma, eso es lo malo -contestó él-. Cuanto más corrientes, más probable es que no lo sean. Por ejemplo… -Cogió la última caja que tenía que revisar y sacó del revoltijo de su contenido una caja de puros muy antigua-… esto. Esta es, ¿cuál? ¿La tercera caja de objetos perdidos que revisamos?
– Por lo menos.
– Y dentro hay el mismo tipo de cosas. -Abrió la caja e inspeccionó su contenido-. Joyas, un encendedor, llaves varias, peines y horquillas, una pluma estilográfica, una pata de conejo, cortaúñas, monedas… Morralla, casi todo. Cosas que sus propietarios han olvidado hace muchísimo tiempo. Pero ¿quién sabe si hay un indicador aquí dentro? ¿Una señal o un presagio guardado en esta cajita normal y corriente, para alguien que sepa verlo? Podría ser.
– ¿En una caja de puros llena de baratijas?
– Ya sabes lo que se dice. Lo que para unos es una baratija, para otros es un tesoro. -Quentin se encogió de hombros-. Aunque no es el valor intrínseco lo que importa, claro. Como te decía… toda señal tiende a ser algo corriente. Por lo menos, a primera vista. O incluso a la segunda ojeada.
Diana extendió la mano y, cuando Quentin le dio la caja, comenzó a revisar perezosamente su contenido.
– Yo diría que estas cosas son bastante corrientes, sí. ¿Cómo se supone que vamos a reconocer las señales… y los presagios… si son cosas comunes y corrientes, cosas de todos los días? ¿Qué dice tu Bishop al respecto?
– Bueno, a mí me dijo algo típicamente críptico. Dijo que me fijara en todas las cosas y que lo importante se me haría evidente en algún punto del camino.
– Imagino que al universo no le gusta resultar obvio.
– No, parece que no. -Quentin vaciló; luego dijo con cautela-: Si tienes razón y viene tu padre, él podría darnos al menos algunas respuestas.
Diana había fruncido ligeramente el entrecejo mientras seguía mirando la caja que tenía sobre el regazo.
– Pero ¿lo hará? Ésa es la cuestión. Y aunque lo haga, ¿serán verdad sus respuestas?
– ¿Crees que intentaría mantener una mentira incluso enfrentado a todo esto?
– Eso depende de por qué empezara a mentir, ¿no crees? Y, a fin de cuentas, no tenemos gran cosa. Una fotografía de dos niñas pequeñas. Tú has creído durante todos estos años que Missy vivía aquí con su madre. No podemos demostrar lo contrario, ¿no?
– No -reconoció Quentin-. Por lo menos, con la información que he conseguido hasta la fecha. No hay ningún dato, procedente de Missy o de las cosas que he encontrado desde su muerte, que indique que Laura Turner no era su madre biológica. De hecho, en el expediente de la investigación policial hay una fotocopia de la partida de nacimiento de Missy. De su supuesta partida de nacimiento, claro. Nacida en Knoxville, Tennessee, de nombre Missy Turner, hija de Laura. Y de padre desconocido.
– ¿Nunca pensaste que pudiera ser falsa?
– Hará unos diez años, llegué hasta el extremo de comprobar los registros hospitalarios originales, y había una niña llamada Missy Turner que nació de una tal Laura Turner en esa fecha, tal y como indicaba la partida de nacimiento. No tenía motivos para seguir indagando.
Diana hizo un gesto de asentimiento, pero dijo:
– Cuando estuve con ella, Missy habló con tanta naturalidad de visitar a mamá que estoy segura de que quería decir exactamente lo que dijo. Que íbamos las dos a visitar a nuestra madre.
– Te creo -dijo Quentin-. Y no se me ocurre ninguna razón por la que Missy tuviera que mentirte. Pero demostrar que teníais el mismo padre y la misma madre no será fácil si, por la razón que sea, tu padre lo ha ocultado. Eso es lo que sospechas, ¿no? ¿Que lo hizo intencionadamente?
Diana escogió cuidadosamente sus palabras.
– Mi padre es un hombre muy poderoso -dijo-. Y no me refiero solamente a dinero, aunque tiene mucho. Me refiero a auténtico poder. Relaciones políticas, incluso internacionales. Su padre y su abuelo eran diplomáticos. Y su empresa, la empresa de la familia, tiene intereses en todos los sectores, desde la tecnología punta a las minas de diamantes. Y oficinas en todo el mundo.
Quentin asintió con la cabeza.
– Entonces… si quisiera ocultar un secreto…
– Movería cielo y tierra para conseguirlo. Y conseguiría que permaneciera oculto.
– Para ser realistas, no tendríamos muchas esperanzas de desenterrar ese secreto, si lo enterró lo bastante hondo.
– No. Y convencerlo para que hable no será fácil, después de todos estos años. Es poco probable que haga caso de mis… experiencias… y menos aún que las crea. De hecho, si le digo lo que me ha pasado aquí, es muy capaz de usarlo contra mí. Pensará que son los delirios de una persona necesitada de atención médica, claro está. Quiere que vuelva a estar bajo el control de sus médicos escogidos con todo cuidado, y medicada hasta que deje de pensar por mí misma.
– ¿Por qué?
Ella alzó los ojos, sinceramente sorprendida.
– ¿Por qué?
– Sí. ¿Por qué quiere que sea así? ¿Qué secreto exigiría medidas tan extremas?
– ¿El que me ha impedido saber que tenía una hermana, quizá?
Quentin eligió sus palabras con cuidado.
– Obviamente, hay muchas cosas que no sabemos sobre este asunto. Lo único que digo es que no podemos dar nada por sentado hasta que tengamos más información. Que te hayan ocultado la existencia de Missy y que hayas estado bajo tratamiento médico tantos años podría deberse a diversas causas, completamente desconectadas entre sí.
– Tú no crees eso en realidad.
Con un suspiro, Quentin dijo:
– No, no lo creo. Pero sigo diciendo que no podemos dar nada por sentado sin más datos.
Diana volvió a mirar la vieja caja de puros que tenía en el regazo y tocó distraídamente un pendiente más bien chillón.
– Quentin… Mi madre murió en un hospital psiquiátrico y, si Missy y mis recuerdos no se equivocan, tanto su enfermedad como su muerte tuvieron algo que ver con unas facultades paranormales que no podía dominar.
– Siempre hemos sabido que eso era posible -reconoció él a regañadientes.
– Facultades que posiblemente mi padre creía simples manifestaciones de una enfermedad mental.
– También es posible. Puede que incluso probable. La ciencia médica, sobre todo hace veinticinco o treinta años, tendía a considerar como una enfermedad cualquier cosa que no pudiera explicar.
– Entonces, ¿qué se supone que debo decirle cuando llegue? ¿Que puedo… caminar con los muertos y que me encontré con el espíritu de mi hermana en uno de esos paseos? ¿Cómo crees que reaccionará si le digo eso?
Madison se alegró de que la tormenta se hubiera disipado al fin. Las tormentas parecían molestarle cada vez más y, en cuanto a Angelo, temblaba como una hoja, el pobrecillo.
– Ya ha pasado -le dijo al perro en tono tranquilizador.
Angelo gimió suavemente mientras la miraba. Las tormentas siempre le habían inquietado, pero su nerviosismo crecía sin cesar desde hacía algún tiempo.
– Ya ha pasado -le dijo ella-. La tormenta, por lo menos. Y lo demás… pasará pronto. Te lo prometo.
Angelo se sentó con un suspiro peculiarmente humano que logró expresar aún más inquietud, además de fastidio.
Madison recorrió con la mirada el cuarto de juegos, donde el perrito y ella habían esperado a que pasara la tormenta y que estaba vacío, de no ser por ellos. A decir verdad, todo el hotel estaba horriblemente vacío; prácticamente tenía eco.
– Ya está aquí -dijo Becca desde la puerta.
Madison no se sorprendió, pero estaba preocupada y no intentó disimular un escalofrío de temor.
– Dijiste que Diana no estaba preparada aún.
– Tendrá que estarlo, ¿no?
– Pero ¿y si no lo está?
– Espero que él la ayude.
Madison se agachó para coger a su perrillo y, abrazándolo, comenzó a prodigarle caricias para acallar su gimoteo nervioso.
– Aun así, si eso está aquí… Pueden pasar cosas malas, ¿verdad?
– Suelen pasar. Cuando está aquí, quiero decir.
– ¿Encontrarán más huesos, Becca?
Becca volvió ligeramente la cabeza, como si escuchara algún sonido distante.
– No, esta vez no serán huesos -dijo suavemente-. No serán huesos.
– Diana, nadie va a llevarte a un psiquiátrico, ni a medicarte contra tu voluntad, da igual como reaccione tu padre. Te doy mi palabra.
Ella torció la boca.
– ¿Vas a decirle que eres vidente? ¿Que en el FBI hay una unidad oficial entera formada por personas con facultades extrasensoriales?
– No es ningún secreto. -Él sonrió levemente-. Hacemos lo que podemos por evitar la publicidad indebida, pero mucha gente en este país conoce la existencia de la Unidad de Crímenes Especiales. Incluidas algunas personas muy respetadas y poderosas. Si tu padre no quiere creernos, puedo darle unas cuantas referencias irreprochables, gente que de buena gana le hablará de sus experiencias paranormales. Crea o no lo que le cuenten, tendrá que tomarlo en serio.
– ¿Lo bastante en serio, al menos, como para no llamar a los chicos del cazamariposas para que atrapen a su hija?
– Eso no va a pasar.
– Pareces muy seguro.
– Lo estoy. Créeme.
Diana casi le creyó. Pero conocía a su padre, y su nivel de ansiedad apenas disminuyó. Aun así, fue capaz de dejar por un instante a un lado aquella cuestión para formularle otra pregunta.
– ¿Había algo de interés en esa última caja? -Sin nada más que mostrar, de momento, como fruto de sus esfuerzos, no le quedaba más remedio que preguntarse si el único indicador que estaban destinados a ver era la fotografía, aparentemente corriente, de dos niñas pequeñas.
Aunque bien sabía el cielo que aquella señal había marcado a Diana un rumbo completamente inesperado, un rumbo que le habría parecido increíble apenas unos días antes.
Quentin metió la mano en la caja, sacó lo que parecía un viejo diario y empezó a hojearlo.
– Vaya, vaya, yo diría que esto sí tiene interés.
Su tono pragmático y despreocupado alertó a Diana.
– ¿Qué es?
– A no ser que me equivoque, es el relato de al menos un par de secretos de este hotel.
– ¿Qué? -Diana dejó su silla y rodeó la mesa para reunirse con él en el sofá.
– Mira esto. Las fechas no siguen un orden en particular. Una página tiene una anotación fechada en 1976, y la siguiente es de 1998. -Señaló la primera página a la que se había referido y leyó en voz alta-: «Esta vez, el senador Ryan trajo a su querida. Tenemos todos orden de llamarla "señora Ryan", aunque sabemos que no lo es». Y más de lo mismo. Suena un poco…
– Malintencionado -sugirió Diana.
– Yo iba a decir «resentido».
– También. -Diana estaba mirando la página fechada en 1998-. En esta otra página hay más de lo mismo. Una actriz que vino al hotel a desintoxicarse… Un senador con problemas con la cocaína… Y esto parece el relato de una discusión oída por casualidad entre una mujer y su marido, que la engañaba.
– Supongo que lo escribió alguien del personal de limpieza.
– O se lo contó a quien lo escribiera. -Diana pasó unas cuantas páginas más, deteniéndose lo justo para que ambos leyeran en silencio las pocas líneas que contenía cada hoja-. Es la clase de secretos de los que se entera el personal de servicio, porque las camareras y los empleados de mantenimiento suelen andar por ahí y rara vez se fija uno en ellos. Se enteran de lo que pasa hasta detrás de las puertas cerradas. Amantes, peleas de enamorados, problemas con el alcohol o con el juego… La hija menor de edad de un político a la que mandaron aquí para dar a luz. Y fíjate en esto… Por lo visto, un príncipe europeo pasó aquí casi un mes entero, hace veinte años, mientras sus padres intentaban en secreto librarle de algunos problemas con la ley muy engorrosos.
– Cosas de la época -murmuró Quentin.
– Sí, muchos de estos asuntos ya casi no levantarían revuelo. Excepto en los tabloides, supongo. Pero, dejando aparte el contenido, fíjate en cómo está escrito. Mira cómo cambia la letra. ¿Qué crees? ¿Era una especie de juego en equipo, en el que una persona le pasaba el diario a otra, y se turnaban para escribir lo que sabían? Yo soy muy aficionada a las teorías de la conspiración, pero ¿qué sentido tiene todo esto?
– No lo tiene.
– No, no lo tiene. Y aquí hay una fecha de 1960. ¿Más de cuarenta años? ¿Qué sentido tiene llevar este diario durante tanto tiempo? ¿Hay alguien que lleve aquí tantos años?
– La gobernanta, la señora Kincaid, ha vivido aquí toda su vida -respondió Quentin-. Su madre fue gobernanta del hotel antes que ella. En 1960 no podía tener mucho más de diez años, supongo.
– Nada de esto lo escribió una niña.
Como la mayoría del equipo de Bishop, Quentin tenía experiencia en campos muy diversos, aunque fuera limitada, y podía afirmar con cierto aplomo:
– Estoy de acuerdo. Sé lo suficiente de análisis grafológico como para estar seguro de eso. No lo escribió una niña, ni un solo individuo. Pero al menos algunas de las anotaciones muestran indicios bastante claros de que fueron escritos por personas con problemas.
– Antes has hablado de resentimiento.
El asintió con la cabeza mientras miraba, ceñudo, una página en particular.
– Yo diría que sí. Envidiosos, resentidos, gente que juzga a los demás.
Pasado un momento, Diana dijo con voz queda:
– Se trata de juzgar. De castigar. Puede que lo que quede de Samuel Barton se haya erigido a un tiempo en jurado y en juez.