Capítulo tres

Diana apartó los ojos del dibujo para mirarle.

– ¿La conoces? ¿Quieres decir que… es real? -Parecía alterada de pronto, y había una nueva crispación en su cuerpo, como si se dispusiera a echar a correr.

Quentin se refrenó, y al mismo tiempo se dio cuenta de que le había apretado el brazo sin darse cuenta. Ella no parecía notarlo, pero él obligó a sus dedos a relajarse al menos un poco y compuso una sonrisa que esperaba pareciera tranquilizadora.

– La has retratado muy bellamente -dijo, manteniendo un tono despreocupado-. Nunca podré olvidar esos ojos tristes.

– Pero… no sé quién es. No conozco a nadie que se llame Missy.

– Puede que lo hayas olvidado -sugirió él-. Fue hace mucho tiempo.

– ¿El qué?

Quentin maldijo para sus adentros y lo intentó de nuevo.

– Mira, Diana, ¿por qué no hablamos de esto mientras comemos?

– ¿Por qué no hablamos ahora mismo? -Pareció notar por fin que él la agarraba del brazo y se desasió-. ¿Quién es Missy, Quentin?

Él se forzó a mirar de nuevo el dibujo, pensativamente esta vez. Se preguntaba si el parecido que creía haber visto al principio existía en realidad. A fin de cuentas, no había razón para perturbar más aún a Diana, si aquel parecido era ilusorio.

Pero… no lo era. Porque aquélla era Missy. No una imagen que se pareciera a ella, sino ella. Los ojos grandes y tristes. El pelo largo y oscuro. La cara ovalada con su obstinado mentón.

Hasta la postura, con un pie trabado tras el tobillo del otro, balanceándose sin esfuerzo, era característica de ella.

Y era doloroso lo vivida que permanecía en su memoria.

– ¿Quentin?

Él miró a Diana, consciente de que no se le daba muy bien ocultar sus emociones.

– Puede que sólo sean imaginaciones mías -sugirió.

– ¿Sabes quién es esa niña? -dijo ella, espaciando las palabras para darles mayor énfasis.

– Quién era -contestó él finalmente-. Quién era. Missy Turner fue asesinada, Diana, a la edad de ocho años. Aquí, en El Refugio. Hace veinticinco años.

Ella lo miró fijamente, exhaló un largo y profundo suspiro y por fin dijo con una calma que era a todas luces muy tenue:

– Entiendo. Entonces, habré visto una fotografía suya en alguna parte.

– ¿Recuerdas haber visto alguna?

– No. Pero no tengo muy buena memoria. Algunos medicamentos que he tomado… me han robado tiempo.

Quentin pensó que aquélla era una de las cosas más dolorosas que había oído nunca, a pesar de la naturalidad con que había hablado Diana, y tuvo que aclararse la garganta antes de decir.

– Podemos aclarar esto, Diana. Pero no quedándonos aquí. ¿Por qué no vamos a comer, en la terraza, si quieres, al sol, y hablamos?

De nuevo su vacilación resultó evidente y Quentin se apresuró a hablar para persuadirla.

– Tú viniste aquí por una razón. Un nuevo intento de hacer examen de conciencia, ¿recuerdas? Y mientras estabas en ese proceso has dibujado un retrato asombroso de una niña que murió hace veinticinco años. Una niña cuyo asesinato yo llevo intentando resolver casi toda mi vida adulta. Tiene que haber una razón que lo explique, y creo que los dos necesitamos encontrarla. Eso merece una conversación de sobremesa, ¿no crees?

– Sí -contestó ella lentamente-. Sí, creo que sí.

– Bien. Gracias.

Diana miró un momento más el dibujo; después arrancó cuidadosamente la página del cuaderno y la enrolló. La deslizó dentro del enorme bolso que colgaba de un lado del caballete, se quitó el blusón que llevaba puesto y lo dejó en el lugar que había ocupado el bolso.

Quentin notó que el bolso contenía una versión en tamaño reducido del cuaderno de dibujo del caballete, pero no dijo nada mientras ella se colgaba el asa del hombro y le indicaba con un gesto que estaba lista para marcharse.

Sólo cuando llegaron a la puerta ella pareció reparar en algo y preguntó:

– ¿Estaba aquí sola cuando entraste? ¿Dónde estaba Beau?

– Se fue cuando yo llegué. -Quentin no dio más explicaciones y confió en que ella no siguiera interrogándole al respeto.

Diana frunció el ceño, pero se encogió de hombros como para sí misma. No dijo nada más hasta que estuvieron sentados a una mesa de la terraza y la atenta camarera les dejó té con hielo y una cesta de panecillos tras tomarles nota.

Diana hizo caso omiso del té y de los panecillos y dijo:

– Has dicho que llevas casi toda tu vida adulta intentando resolver su… su asesinato. ¿Por qué? ¿Erais familia?

– No.

– Entonces, ¿por qué? Si fue hace veinticinco años, tú tenías que ser poco más que un niño.

– Tenía doce años.

– ¿Estabas aquí cuando sucedió?

Quentin asintió con la cabeza.

– Me crié en Seattle, pero ese verano mi padre estaba trabajando cerca de Leisure y nos trajo a una de las casitas del hotel. Es ingeniero y estaba supervisando las obras de un gran puente.

– Así que pasaste el verano aquí. ¿Qué me dices de Missy? ¿Vivía aquí?

– Su madre era camarera en El Refugio. En aquellos tiempos, algunos empleados tenían pequeños apartamentos en lo que con el tiempo sería el ala norte. Allí era donde vivía Missy. -Se encogió de hombros-. Ese verano no había muchos niños por aquí, así que los que estábamos solíamos hacer cosas juntos. Íbamos de excursión por ahí, salíamos a pescar, a montar a caballo, a nadar… Cosas típicas del verano, pensadas casi todas para que no estorbáramos a los mayores.

Diana apenas recordaba haber tenido ocho años, así que sólo estaba conjeturando cuando dijo:

– ¿Missy estaba enamorada de ti?

Él sonrió ligeramente al oír aquella palabra, pero asintió con la cabeza.

– Echando la vista atrás… Sí, seguramente sí. En aquel momento, yo me creía muy mayor y la veía como una cría pesada. Era la única chica del grupo, y la más pequeña de todos. Pero también era tímida y dulce, y no le daban asco los bichos, ni le molestaban las bromas y los líos en que nos metíamos los chicos, y yo… me acostumbré a tenerla cerca.

Conjeturando aún, Diana dijo:

– Eres hijo único.

Su afirmación no pareció sorprender a Quentin.

– Sí. Así que tener a otros niños a mí alrededor constantemente era una novedad para mí, una novedad que me gustaba. Al final del verano, Missy se había convertido en la hermanita que nunca tuve.

– ¿Al final del verano?

Quentin asintió.

– Fue cuando murió. En agosto. Hará veinticinco años el próximo agosto.

– ¿Qué ocurrió?

El rostro de Quentin se crispó y un frío tenebroso penetró en sus ojos. Lentamente dijo:

– Ese verano fue raro desde el principio. En aquel momento, yo pensaba que era sólo que El Refugio era un sitio muy viejo, y que los sitios viejos suelen dar un poco de miedo; era algo que ya había notado antes, en otros lugares. Y luego, como éramos niños, nos asustábamos los unos a los otros contándonos historias de fantasmas alrededor de las hogueras que hacíamos junto a los establos, casi siempre de noche. Pero no se trataba sólo de cuentos y de nuestra imaginación hiperactiva. Todos nosotros tuvimos ese verano experiencias que no podíamos explicar.

– ¿Cómo cuáles?

– Teníamos pesadillas que nunca antes habíamos tenido. Veíamos algo por el rabillo del ojo y al volvernos no había nada. Oíamos ruidos extraños de noche. Descubríamos en los edificios o en los jardines rincones que nos producían una sensación extraña. Rincones que… daban miedo.

Quentin hizo una leve mueca.

– Cuando se es un niño, no se articula muy bien lo que se siente, o al menos yo no podía hacerlo. Lo único que sabía era que aquí pasaba algo extraño. Y debería habérselo dicho a alguien.

Diana frunció levemente el ceño, concentrada.

– ¿Te culpas por lo que le ocurrió a Missy? ¿Por eso?

– No sólo por eso -respondió él-. Porque Missy tenía miedo. Y porque intentó decirme de qué tenía miedo… y yo no la escuché. Ni entonces, ni dos días después, cuando intentó decírmelo de nuevo. Esa fue la última vez que la vi con vida.


A última hora de la mañana, Madison había explorado ya casi todos los jardines, o al menos los que le interesaban. Lo cual estaba muy bien. Había regresado obedientemente al edificio principal y había comido temprano con sus padres, y después había prometido de mala gana quedarse dentro porque se preveían tormentas para esa tarde.

Dado que era una niña muy independiente y no rompía las cosas ni se metía en líos, sus padres no pusieron reparos cuando anunció su intención de explorar el interior del hotel, como había hecho con los jardines.

– Pero acuérdate de la norma, Madison -le dijo su madre-. No entres en las habitaciones de otras personas. ¿Por qué no vas a la biblioteca o a la sala de juegos?

– Seguramente iré, mamá. Vamos, Angelo. -Dejó a sus padres en su suite de dos dormitorios (la habitación Orquídea, oficialmente) y se marchó a explorar el hotel con su compañero canino.

Echó un vistazo a la sala de juegos y encontró allí a otro niño: un chico de unos diez años, completamente enfrascado en el videojuego al que estaba jugando. Había también unos cuantos adultos en la sala, algunos agrupados en torno a la mesa de billar y otros hablando tranquilamente mientras jugaban al ajedrez o a las cartas, absortos también en lo que hacían.

Madison se encogió de hombros y fue a mirar los montones de juegos de mesa y de rompecabezas de las estanterías que había junto a varias mesas cercanas. Respondió educadamente al saludo de una señora mayor y recogió una carta que había caído al suelo, junto a la silla de la señora.

– ¡Vaya! Con razón no me salía -dijo la señora, mirando el solitario a medio acabar desplegado ante ella-. Gracias, tesoro.

– De nada. -Madison sabía por sus vivencias con señoras mayores que aquélla querría hablar con ella mientras se quedara allí, así que se apresuró a alejarse. No era que no le gustaran las señoras mayores, era sólo que quería ver qué más tenía que ofrecer el hotel.

Se suponía que iban a quedarse allí una semana entera, y estaba decidida a explorar sus alternativas.

Salió de la sala de juegos y siguió adelante mientras le decía Angelo:

– Creo que eres el único perro que hay aquí.

Angelo titubeó, gimiendo, cuando ella tomó el largo corredor que conducía al ala norte, y Madison dijo con impaciencia:

– Tampoco querías entrar en el jardín zen, ¿recuerdas? Y nos lo pasamos bien allí, ¿no?

El perrito gimió otra vez, pero cuando la persona a la que más quería en el mundo continuó sin detenerse, se apresuró a alcanzarla, afligido, con las orejas y el rabo agachados.

– Eres un bebé -le informó Madison-. Ya te he dicho que no tienes que tenerles miedo. Nunca nos han hecho daño, ¿verdad?

Lo que Angelo pensara al respecto se lo guardó para sí, y se pego a Madison mientras ésta inspeccionaba dos salas de estar y un par de cortos pasillos antes de subir las escaleras que daban al siguiente piso.

– ¡Madison!

Sonrió a la niña que la llamaba desde el otro extremo del pasillo y apretó el paso para acercarse a ella.

– ¡Hola! Empezaba a pensar que no iba a encontrarte nunca.

– Dije que estaría aquí, ¿no? -contestó su nueva amiga.

– Sí, pero no dijiste dónde. -Madison se reunió con ella en el cruce del pasillo y al mirar a derecha e izquierda descubrió dos pasillos más cortos-. ¿Qué pasa aquí? Cállate, Angelo -añadió en un aparte, dirigiéndose a su lloroso perro.

– Hay un sitio secreto. ¿Quieres verlo?

– ¿Una habitación secreta o algo así? -A Madison le gustó la idea-. ¿Dónde?

– Sígueme. -Su nueva amiga la condujo hacia una puerta verde oscura, al final del pasillo.

Gimiendo aún más fuerte, Angelo las siguió.


Diana apartó su plato y dijo:

– No hay manera. No puedo comer y fingir que no estoy esperando el resto de tu historia.

Como él tampoco tenía mucho apetito, Quentin no protestó, salvo para decir:

– Un asesinato no es el tema más adecuado para hablar mientras se come.

– Eso deberías haberlo pensado antes de sugerir que comiéramos.

– Lo pensé. -Él sonrió con ironía-. Pero también pensé que estarías más dispuesta a sentarte a hablar si el escenario era… inofensivo. Una comida en una terraza soleada, con otra gente cerca y ninguna razón para sentirte agobiada o acorralada…

– ¿Por qué iba a sentirme así?

– Fue una impresión que tuve esta mañana. Que la torre era demasiado pequeña, a pesar de ser diáfana. Que te sentías inquieta allí. Claro que quizá sólo fueran cosas mías. -La miró fijamente.

Ella contestó con cierto aire evasivo.

– Por lo visto recibes muchas impresiones de los… sitios. De este sitio en particular.

Quentin, que seguía tanteándola cautelosamente, consintió aquel cambio de tema.

– Algunas personas, en diverso grado, naturalmente, sor muy sensibles a su entorno -contestó con naturalidad mientras apartaba su plato casi intacto-. Nuestros cerebros, al parecer, están dotados para captar impulsos eléctricos y magnéticos que la mayoría de la gente no percibe.

– ¿Y eso es posible? -Ella jugueteaba con sus gafas, frunciendo un poco el ceño.

– ¿Cómo no iba a serlo? Es así como funciona el cerebro humano, Diana, mediante la transmisión de impulsos eléctricos. Energía. Y la energía nos rodea por completo. Es perfectamente lógico que algunas personas posean una sensibilidad más aguda de lo normal hacia esa energía. Quiero decir que, como especie, de vez en cuando damos un genio o una persona de inexplicable talento, un Mozart o un Einstein o un Hawking. Sus cerebros parecen funcionar apartándose de la norma. Pero eso no los hace menos humanos. -Se encogió de hombros-. Creo que estamos empezando a comprender de verdad como funciona la mente. ¿Quién sabe qué se entenderá por normal en los años y las generaciones del porvenir?

Ella dijo lentamente:

– Entonces, ¿de veras percibes cosas en los sitios? ¿En la gente?

– Un poco, aunque eso no es lo mío -contestó él con ligereza-. Pero un sitio como El Refugio tiene una historia tan larga que no es de extrañar que su energía sea anormalmente intensa. Tan intensa que hasta yo puedo captarla a veces. Un clarividente o un médium sentirían probablemente mucho más.

Ella parpadeó.

– ¿Estás hablando de… percepción extrasensorial?

– Supongo que algunas personas todavía lo llaman así. O paranormal. -Se encogió de hombros otra vez, manteniendo un tono despreocupado-. La mayoría de la gente sigue negando la sola idea de que existan facultades parapsicológicas, pero ha medida que se investiga vamos aprendiendo que, tratándose de la mente humana, muy pocas cosas son imposibles.

– Pareces saber mucho sobre el tema -dijo ella lentamente.

Quentin se dejó llevar por su intuición.

– La unidad a la que pertenezco se creó en torno a la idea de que las facultades parapsicológicas podían canalizarse de forma constructiva y usarse como herramientas de investigación. Así que hemos investigado mucho y llevamos varios años recogiendo experiencias que estudiar y en las que basarnos. Videncias empíricas, lo llaman los científicos. Aún no tenemos pruebas científicas absolutas, pero estamos en ello.

– ¿Crees que tienes facultades parapsicológicas?

Él advirtió la crispación de su voz y contestó con cautela.

– Tengo la capacidad de usar mis cinco sentidos con más dominio y precisión que la mayoría de la gente, debido a años de experiencia y a que creía que ello era posible. Y sí, creo poseer una facultad especial que la mayoría de la gente no tiene o no sabe canalizar.

– ¿Qué facultad? -La tensión de Diana seguía creciendo.

– A veces sé cosas antes de que ocurran.

Diana se echó bruscamente hacia atrás y cruzó los brazos.

– Entonces, ¿puedes ver el futuro? ¿Adivinarme el porvenir?

– Yo no veo nada -respondió Quentin-. No leo las cartas de tarot, ni miro una bola de cristal o estudio las líneas de la mano. -Su voz tenía un deje irónico-. Simplemente a veces sé que va a ocurrir algo antes de que ocurra.

– Simplemente -masculló ella.

– Es una facultad perfectamente humana, Diana, aunque sea rara.

– ¿Cómo puedes saber que algo va a ocurrir antes de que ocurra? Eso no tiene sentido.

– Es un don que en realidad no podemos explicar científicamente -reconoció él-. Recurriendo a la ciencia actual, quiero decir. Si el tiempo es lineal, y creemos que lo es, entonces ciertamente no parece posible que la mente humana pueda, como tú dices, presentir algo que aún no ha sucedido. Claro que tal vez entendamos el tiempo tan poco como entendemos nuestra propia mente.

Ella respiró hondo y exhaló lentamente.

– Yo ya tengo bastantes problemas con la realidad tal y como es, gracias. Aunque creyera que lo que dices es posible, yo…

– Explícame lo de tu dibujo -sugirió Quentin.

– Como te decía, debo haber visto alguna fotografía.

– Hasta donde yo he podido averiguar, Missy y su madre no tenían familia. Vivían aquí desde que Missy tenía tres o cuatro años. Y menos de un año después de que fuera asesinada, del ala norte no quedó más que un cascarón vacío; un incendio la arrasó casi por completo y destruyó todas las posesiones de Missy y de su madre. Así que, ¿cómo has podido ver una fotografía suya? En quince años de búsqueda, yo no he podido encontrar ninguna, aparte de las fotos del lugar del crimen y de la autopsia.

Diana se quedó callada, visiblemente incómoda.

– Tu dibujo la muestra como era ese verano -continuó él-. Ese colgante en forma de corazón que lleva alrededor del cuello, se lo regalé yo. A fines de julio, en su fiesta de cumpleaños. Desapareció cuando fue asesinada, y no ha vuelto a aparecer desde entonces.

– No puedes estar seguro de que sea el mismo colgante a partir de un simple dibujo a carboncillo, y mal hecho. Yo no soy pintora, Quentin… -Se interrumpió cuando la camarera apareció para llevarse sus platos y preguntarles por el café y el postre, dejándoles por fin solos con éste último.

– Yo no soy pintora -repitió Diana con voz firme-. Y no hay nada en ese dibujo que pueda tomarse en serio. Ni siquiera sé de dónde procede esa… esa imagen, pero tiene que haber una explicación perfectamente racional.

– Estoy de acuerdo. Pero mi idea de lo racional y la tuya pueden estar a años luz.

– Si crees en lo paranormal, probablemente. -Ella sacudió la cabeza-. Es sólo que… el misticismo y la ciencia de pacotilla… todo eso no es real. Hay teorías médicas válidas para explicar por qué la gente ve cosas que no están ahí, o escucha voces o… lo que sea. No es culpa suya, es sólo que están enfermos. Sufren una enfermedad.

– ¿Y si no es así?

Ella lo miró fijamente.

– ¿Y si no es así, Diana? ¿Y si todas esas explicaciones médicas tan válidas se equivocan? No hace tanto tiempo que esa misma ciencia médica usaba sanguijuelas e ignoraba por completo que un desequilibrio químico en el cerebro podía causar toda clase de trastornos que entonces se tomaban por locura.

– Quentin…

– Tú lees los periódicos, ¿no? ¿Cuántas veces se nos dice que ciertos hechos científicos o médicos se han demostrado equivocados? La tecnología avanza, se hacen nuevos descubrimientos y hoy de pronto sabemos más de lo que sabíamos ayer. Así que volvemos a reflexionar. Descubrimos pruebas más precisas, o miramos las evidencias bajo una nueva luz que nos conduce a la comprensión. Lo imposible se vuelve posible, incluso probable y predecible.

– Aun así, algunas cosas son demasiado absurdas para ser creíbles.

– ¿Una facultad parapsicología te parece demasiado absurda?

– Sí.

– ¿Por qué? -Quentin vaciló al ver que ella guardaba silencio; después dijo lentamente-: ¿Por qué te resulta mucho más fácil creer que estás enferma?

– No estábamos hablando de mí -respondió ella, visiblemente crispada.

– ¿No? Diana, a ti no té pasa nada. Por eso ni los medicamentos ni las terapias han dado resultado. Estás intentando arreglar algo que nunca ha estado roto.

– Tú no sabes nada de mí.

– Sé que tienes facultades extrasensoriales. Y, sabiendo eso, puedo adivinar unas cuantas cosas más. O bien naciste con esas facultades, o bien algo las disparó cuando eras muy joven, algún tipo de trauma psíquico o emocional. Intentaste contar tus experiencias a los demás, seguramente a tus padres primero. Hablarles de cosas que veías y que no parecían reales. De las voces que oías. De los sueños extrañamente vividos. Puede que tuvieras pérdidas de conciencia, que perdieras la noción del tiempo. Y fue entonces cuando comenzó esa absurda ronda de médicos, fármacos y terapias.

Todavía tensa, ella dijo:

– ¿Dónde te licenciaste en medicina, Quentin?

– ¿Cuántos doctores licenciados en medicina han sido incapaces de ayudarte? -replicó él-. ¿Cuándo llegará el momento de considerar explicaciones alternativas perfectamente viables para una supuesta enfermedad que ningún experto ha sido capaz de tratar? ¿El mes que viene? ¿El año que viene? ¿Cuándo hayas pasado por todos los médicos del país? ¿Cuándo hayas dejado atrás la mayor parte de tu vida y ni siquiera merezca la pena intentarlo otra vez?

Quentin comprendió más tarde que seguramente había tenido una suerte endiablada de que ella no se levantara y se fuera. Se estaba pasando de la raya y lo sabía; le estaba exigiendo que de pronto pusiera en cuestión y rechazara lo que le habían inculcado demasiados doctores durante demasiados años, y eso era algo que no podía ocurrir en un instante.

Diana no se marchó. Pero saltaba a la vista que no estaba dispuesta a seguir hablando de aquel asunto. Estaba inexpresiva, pero cuando descruzó los brazos y cogió su taza de café sus movimientos eran tensos y bruscos.

– Mira, has dicho que querías hablar de esa niña y, de su asesinato. Tengo curiosidad porque dices que mi dibujo se parece a ella antes de que muriera.

– ¿Por qué lo digo?

– Bueno, si no tienes ninguna fotografía… que puedas enseñarme -añadió rápidamente, al recordar que él le había dicho que había fotos del lugar del crimen y de la autopsia-… no puedes demostrarlo, ¿no? -Asintió con la cabeza cuando él permaneció en silencio-. Que yo sepa, sólo imaginas el parecido. Qué demonios, que yo sepa, podrías estar inventándotelo todo. Te conocí hace unas horas. ¿Cómo sé que estás siendo sincero conmigo?

– No lo sabes -reconoció él.

– Ni siquiera sé si realmente perteneces al FBI.

Él dijo con un suspiro:

– Me he dejado mi identificación en la habitación, pero me aseguraré de enseñártela luego. No te estoy mintiendo, Diana. Sobre nada.

– ¿Vas a decirme qué le pasó a Missy?

– Claro que sí. Hasta donde sé, al menos. -Titubeó y luego, llevado por el mismo impulso que se había apoderado de él un rato antes, en la torre, extendió el brazo por encima de la mesa y le tocó ligeramente la mano-. Lo siento, no quería presionarte…

Fuera lo que fuera lo que dijo a continuación, Diana no lo oyó. Fue como si alguien pulsara un interruptor. Estaba sentada a la mesa con aquel hombre, en una terraza cálida y soleada, inconsciente de los sonidos sofocados que hacían los demás a su alrededor, y un instante después todo había cambiado.

Seguía en la terraza, pero ésta se había convertido en un espacio oscuro y gris, iluminado intermitentemente por centelleos como de relámpagos. Había en el aire un olor peculiar que no lograba identificar, y hacía frío. Hacía mucho frío.

Fantasmagóricamente, a la luz de los destellos, podía ver a Quentin sentado frente a ella, mirándola con el ceño algo fruncido, pero entre destello y destello su imagen se desvanecía.

Y al desviar la mirada hacia la mesa, vio bajo aquel fulgor que estaba agarrando con fuerza la mano de Quentin, como si se aferrara a un salvavidas.

Pero entre centelleo y centelleo su mano no sostenía nada.

Se hallaba completamente sola en la negrura del crepúsculo.

«Diana.»

No quería, pero se descubrió volviendo la cabeza lentamente hacia la derecha. Dos grandes palmeras plantadas en maceteros flanqueaban los peldaños que conducían a la terraza inferior, al césped y a los senderos del jardín; al principio, fue eso lo único que vio.

Después hubo un destello y entre las plantas apareció la niña.

Pelo largo y oscuro. Grandes ojos oscuros y tristes. Cara pálida y ovalada.

Missy.

A la luz gris del crepúsculo que separaba los destellos intermitentes, la niña desaparecía, sólo para reaparecer a la luz blanca y radiante.

«Ayúdanos.»

No parecía hablar; sus labios no se movían. Pero con cada destello se acercaba más y más, acortando la distancia entre ellas, y su cara pálida comenzaba a contraerse en una expresión de dolor. Sus ojos eran negros pozos de terror.

Extendió las manos hacia Diana, suplicando…


– ¡Diana!

Ella volvió la cabeza con brusquedad para mirar a Quentin y parpadeó al retornar abruptamente a la cálida y luminosa terraza. Luego, un instante después, el resonar estruendoso de un trueno la hizo mirar hacia lo alto, y vio negros nubarrones deslizarse sobre ellos y cubrir rápidamente el sol, impregnando de frío el aire.

– Será mejor que entremos -dijo Quentin, superponiéndose al ruido de las sillas que arañaban el suelo de piedra de la terraza a medida que los demás huéspedes iban tomando la misma decisión-. Esta tormenta ha salido de la nada.

– ¿Sí? -murmuró ella, sintiéndose muy… extraña-. ¿O estaba aquí desde siempre?

– ¿Cómo?

Diana se dio cuenta de que, en efecto, tenía cogida la mano de Quentin, y tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo por soltarla.

– Nada. No… no importa.

– Deberíamos entrar -repitió él con el ceño fruncido mientras se ponía en pie.

Diana también se levantó automáticamente. Tenía frío. Y estaba asustada. Su cuerpo vibraba extrañamente, como si una energía desconocida lo atravesara. Y sin embargo… había algo familiar en aquella sensación, como el eco distante de un recuerdo olvidado.

Sin pretender decirlo en voz alta, murmuró:

– ¿Por qué lo llaman clarividencia? ¿Porque se ve lo que está por debajo de la superficie? ¿Porque se ve lo que no está ahí? ¿Porque se ve… a través de un cristal, oscuramente…?

Quentin rodeó la mesa y la agarró de los hombros con ambas manos.

– Diana, escúchame. Tú no estás loca.

– Tú no sabes lo que acabo de ver. -Su voz temblaba ahora.

– Fuera lo que fuese, era real. -Quentin alzó los ojos con impaciencia cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a estrellarse a su alrededor; cogió luego la mano a Diana y la condujo dentro del hotel.

Ella le siguió casi a ciegas. Tal vez (pensaría más tarde) porque en ese momento no deseaba estar sola. O tal vez porque las respuestas que Quentin le ofrecía resultaban menos aterradoras que la posibilidad de estar hundiéndose en la locura.


Madison levantó la vista de la muñeca vieja que había encontrado en el baúl y frunció el ceño cuando resonó un trueno.

– Papá dijo que habría tormenta.

– Aquí hay muchas tormentas -dijo su nueva amiga.

– A mí me gustan. ¿A ti no?

– A veces.

– También me gusta esta habitación. -Madison paseó la mirada por el dormitorio, muy bonito e infantil, con sus muebles anticuados y sus cortinas de encaje-. Pero ¿por qué es secreta?

– Porque ellos no lo entenderían.

– ¿Ellos? -Madison frunció las cejas y acarició distraídamente a Angelo, que, acurrucado a su lado, temblaba un poco. Odiaba las tormentas, el pobrecillo-. ¿Te refieres a mis padres?

– Sí.

– Es tu cuarto, ¿verdad? -preguntó Madison con repentina desconfianza-. Quiero decir que no será de otra persona. Porque no puedo entrar en las habitaciones de los demás si no me invitan.

– En esta habitación siempre puedes entrar.

Sospechando que sus preguntas no habían obtenido respuesta, Madison hizo otra más concreta:

– ¿Cómo te llamas? No me lo has dicho.

– Becca.

– Qué bonito.

– Gracias. Madison también es bonito.

– Entonces, ¿ésta es tu habitación, Becca?

– Lo era.

– ¿Y ya no?

Becca sonrió dulcemente.

– Todavía vengo aquí algunas veces. Sobre todo cuando hay tormenta.

– ¿Sí? A mí me gusta mi habitación de casa cuando hay tormenta. Allí me siento segura.

– Aquí también te sentirás segura. Recuérdalo, Madison. Aquí estarás a salvo.

Madison la miró interrogativamente.

– ¿De la tormenta?

– No. -Becca se inclinó hacia ella y, todavía sonriendo dulcemente, susurró-: Ya viene.

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