Capítulo 8

Sábado, 20 de enero

Jaye se despertó de un profundo sueño. Permaneció muy quieta, escuchando. Su secuestrador acudía a pasarle provisiones a través de la gatera de la puerta. Solía dejarle comida, bebidas y toallas limpias, sin hablar nunca.

Aquella presencia silenciosa la aterraba. A veces, oía su respiración al otro lado de la puerta, como si estuviera escuchando. Esperando.

¿Esperando para qué?, se preguntó Jaye abrazándose a sí misma. ¿Qué quería de ella? No la había tocado. Aún. Pero acabaría haciéndolo.

Ahogada por el miedo, Jaye trató de respirar y se subió la manta hasta la barbilla. Deseaba volver a casa. Deseaba ver de nuevo a Anna, a sus padres adoptivos y a sus amigos.

Un leve gemido de indefensión escapó de sus labios. Luego tragó saliva y se incorporó en la cama, tratando de concentrarse en lo que ya sabía. Si no había perdido la noción del tiempo, llevaba en aquella habitación tres días. Había deducido que su prisión se hallaba en una especie de ático, a varios pisos sobre el nivel de la calle. A veces se oía un rumor distante de voces, y otras el sonido rítmico de pasos en las aceras. En varias ocasiones había creído captar un leve aroma de marisco y de pescado frito.

Aquellos detalles la habían llevado a pensar que se encontraba en algún punto del Barrio Francés, en un edificio situado lejos de la bulliciosa zona de Bourbon Street o Jackson Square «Quizá en la parte que mediaba entre las áreas comerciales y residenciales del Barrio».

Era una buena noticia. No la habían llevado lejos de su casa ni de la gente que, seguramente, estaría buscándola. Cómo se arrepentía ahora de haberse peleado con Anna, de haberle vuelto así la espalda.

Jaye cerró los ojos y respiró hondo. ¿Qué sabía de su secuestrador?, se preguntó. Le había visto las manos. Unas manos fuertes, aunque no excesivamente grandes. El vello de sus antebrazos era oscuro, así que dedujo que se trataba de un hombre moreno de estatura mediana, de entre treinta y cincuenta años. Sin duda, había sido el mismo individuo que había estado siguiéndola. El «viejo pervertido», como ella lo había llamado.

Pero, ¿por qué la había elegido a ella? No era rica, de modo que no podía haberlo hecho para exigir un rescate. Debía de tener otro motivo. Un motivo… horrible. Y retorcido.

Jaye tragó saliva. No era ninguna ingenua. Sabía perfectamente lo que les sucedía a los jóvenes que eran secuestrados. Rogó que tal cosa no le sucediera a ella.

De repente, Jaye oyó un ruido al otro lado de la puerta. Un sonido leve, vacilante. Con un nudo en la garganta, se giró hacia la puerta cerrada.

– ¿Hola? ¿Estás ahí?

La voz, aunque levemente ronca, pertenecía a una chica. Jaye se quedó petrificada. ¿Otra chica? ¿Sería realmente posible?

Bajó de la cama y se arrastró hasta la puerta, con el corazón martilleándole el pecho.

La niña habló de nuevo con voz trémula.

– ¿Estás ahí? No tengo mucho tiempo… Si él me descubre, se enfadará mucho.

– Estoy aquí -dijo Jaye con los ojos llenos de lágrimas-. Abre la puerta. Déjame salir.

– No puedo. Está cerrada. Él tiene la llave.

– ¿Puedes conseguirla? Por favor, tienes que ayudarme.

– No puedo. Yo… -la niña gimió, claramente asustada-. Sólo he venido para decirte que… Él quiere que estés callada. Está empezando a enfadarse contigo. Y cuando se pone así, me… me da miedo. Él…

Jaye agarró el pomo de la puerta y lo sacudió frenéticamente.

– Ayúdame. ¡Déjame salir!

– Tienes que estar callada -susurró la niña alejándose de la puerta-. Tú no lo entiendes. No sabes nada.

– ¿Quién eres? -Jaye volvió a forcejear con el pomo, alzando la voz a causa del miedo y la frustración-. ¿Dónde estoy? ¿Por qué me está haciendo esto?

– ¡No he debido venir! Él se enterará… lo descubrirá…

La voz de la niña empezó a alejarse y Jaye aporreó la puerta, desesperada.

– ¡No te vayas! Por favor, no… no me dejes.

Sólo le respondió el silencio. Volvía a estar sola otra vez.


Anna se despertó con la cabeza espesa, después de haberse pasado la noche dando vueltas en la cama. Tras ponerse la bata, atravesó las puertaventanas de su pequeño balcón. Hacía un día radiante, aunque frío, y no había ni una sola nube en el cielo.

Acurrucados en el interior de sus abrigos, Dalton y Bill estaban sentados en el jardín, desayunando.

– Buenos días, chicos -los saludó Anna-. ¿Habéis perdido el juicio? ¡Ahí fuera hace un frío que pela!

Dalton alzó la cabeza para mirarla mientras se limpiaba la boca con una servilleta.

– Baja a desayunar con nosotros. Tenemos un cruasán de sobra y mucha fruta.

– Aunque os adoro, muchachos, detesto congelarme. En otras palabras, ni soñarlo.

Dalton hizo un puchero.

– Pero queremos que nos cuentes lo de tu cita.

– Pues subid. Prepararé café con leche.

Anna se apresuró al cuarto de baño para cepillarse los dientes y a continuación se dirigió a la cocina para preparar el café. Sus amigos no tardaron en llamar a la puerta.

– ¡Dios santo, sí que hace frío ahí fuera! -exclamó Dalton mientras se quitaban los abrigos y se frotaban las manos.

Anna vertió la leche caliente en las tazas, sonriendo.

– Bueno, no nos tengas en ascuas -siguió diciendo Dalton-. ¿Qué tal fue la cita?

– No fue una ci… -Anna se mordió la lengua, porque en realidad sí había sido una cita. Entonces, ¿por qué su primer impulso había sido negarlo? Meneó la cabeza al tiempo que tomaba un cruasán-. Fue bien. Muy bien.

Bill y Dalton intercambiaron una mirada antes de clavar los ojos en ella nuevamente, con expresión expectante.

– Cuéntanos cada jugoso detalle.

Anna se limitó a hablarles de la sorprendente revelación que le había hecho Ben tras acompañarla a casa.

Dalton dejó escapar una bocanada de aliento.

– Rayos y centellas.

– En serio. Ben cree que uno de sus pacientes está detrás de todo esto, pero no sabe quién puede ser. Prometió indagar al respecto.

– Un verdadero héroe -Dalton se llevó la taza de café a los labios-. Me gusta eso en un hombre.

– Gracias -Bill le sopló un beso a su compañero y se giró hacia Anna-. ¿Te gusta el tipo?

Anna ni siquiera titubeó.

– Sí. Es agradable -por el rabillo del ojo, vio que Bill le daba a Dalton un leve codazo-. ¿Qué sucede? -inquirió con el ceño fruncido.

– Bueno, no queríamos preocuparte.

– Sabemos lo angustiada que estás con lo de Jaye.

– Lo último que necesitabas era recibir otra de esas cartas…

– De tu joven admiradora.

Anna notó que el estómago le daba un vuelco.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Ayer por la tarde -explicó Dalton-. Pude habértela traído al volver del trabajo, pero…

– Tenías una cita y preferíamos no estropearte la noche.

– Agradezco vuestra preocupación, chicos, pero ya soy mayorcita. Dádmela.

– No estás enfadada, ¿verdad? -comentó Dalton mientras se sacaba la carta del bolsillo trasero del pantalón.

– No, si prometéis dejar de mostraros tan protectores conmigo. De lo contrario, me pondré furiosa. ¿Entendido?

Ellos asintieron mientras Anna abría el sobre, con un nudo de aprensión en el estómago. A continuación extrajo la carta y empezó a leer:

Querida Anna:

Han pasado muchas cosas desde la última vez que te escribí. Él sabe que nos estamos carteando. No estoy segura de si acaba de descubrirlo o si lo sabía desde el principio. Porque, si así fuera, ¿por qué lo permitió? ¿Qué puede haber planeado?

Temo que vaya a hacerme daño. A mí o a la otra. A la que no deja de gritar.

Ten cuidado, Anna. Prométemelo. Yo te prometo que también lo tendré.

– Dios mío, Anna -murmuró Bill poniéndole una mano en el brazo-. Parece que acabaras de ver un fantasma. ¿Qué dice la niña?

En silencio, Anna les pasó la carta. Después de leerla, sus amigos la miraron.

– ¿Crees que todo esto va en serio? -le preguntó Dalton.

– Pues claro. ¿Vosotros no?

– Al principio, sí. Pero ahora… no sé -Dalton miró a Bill-. Ese inspector podría tener razón, Anna. Quizá se trate de una broma de un pervertido. Ya se pasa de la raya.

– Estoy de acuerdo -murmuró Bill-. Si ese hombre misterioso sabe que la niña y tú os carteáis, ¿por qué sigue permitiéndolo? Y si la pequeña está prisionera, ¿cómo puede escribirte y enviar esas cartas?

– ¿Y por qué ibas a estar tú también en peligro, Anna? -Dalton meneó la cabeza, ceñudo-. Es demasiado difícil de creer.

Bill convino con su compañero.

– Y si ese hombre acaba de raptar a otra niña en la zona, ¿por qué no se ha oído nada al respecto?

– Exacto -asintió Dalton-. Los niños no desaparecen sin que enseguida se dispare la alarma. Esto ya no tiene ningún sentido -suavizó el tono-. Lo siento, Anna.

Anna los miró a ambos mientras reflexionaba sobre su razonamiento, y comprendió que tenían razón. Todo era demasiado inverosímil.

Alguien se había propuesto aterrorizarla deliberadamente. Y ella había mordido el anzuelo.

Anna arrugó la carta y la arrojó sobre la mesa.

– Me siento como una tonta. Como una completa estúpida. Dios mío, incluso acudí a la policía y todo.

– ¡No te tortures así, Anna! Bill y yo también nos lo creímos.

– Pero vosotros no erais el blanco de la broma. La víctima. Otra vez.

Dalton se levantó y rodeó la mesa para darle un abrazo.

– Al menos, ya se acabó todo, Anna. Puedes olvidarte de ello y concentrarte en otros asuntos.

– Sí, en Jaye y en mi inexistente carrera de escritora. Vaya un panorama más emocionante.

– Por favor, Anna, no te aflijas -dijeron sus amigos al unísono-. No nos gusta verte triste.

– Por eso queremos que salgas con nosotros esta noche.

– Pensamos ir a Tipitina’s.

– Tocan los Zydeco Kings. Y es sábado. Vamos, ¿por qué no?

– No sé, muchachos -Anna meneó la cabeza-. La verdad es que no estoy de humor para…

– Puedes invitar a tu amigo el doctor. Si lo haces, juro solemnemente no pellizcarle el trasero.

Anna se echó a reír sin poder evitarlo.

– Os adoro, chicos.

– ¿Significa eso que vendrás? ¿Por favor?

Ella claudicó al fin.

– Está bien, iré.


Bill y Dalton llamaron a la puerta de su apartamento a las siete en punto. Anna se sentía atrevida, sexy y más que lista para pasar una noche de diversión con sus amigos. Había decidido que se lo merecía. Por unas horas, desterraría de su mente lo sucedido en los días anteriores. Incluso había seguido la sugerencia de Bill y había invitado a Ben a acompañarlos.

– ¿No ha podido venir tu apuesto doctor? -preguntó Dalton como si le leyera la mente.

– Lo intentará -Anna cerró la puerta del apartamento y, tras guardarse las llaves en el bolso, se giró hacia sus amigos-. Tenía varios pacientes a los que atender.

– Él se lo pierde -murmuró Bill fijándose en sus vaqueros ceñidos, su jersey negro y su chaqueta de cuero-. Esta noche estás para comerte, cariño.

– Muchas gracias, bondadoso señor -Anna se echó a reír mientras daba el brazo a sus amigos-. Aunque es una lástima que los dos tipos más guapos y simpáticos que conozco sean gays.

Los tres salieron del edificio y se encaminaron hacia Tipitina’s. El conocido club estaba situado a escasas manzanas, de modo que decidieron ir dando un paseo en lugar de tomar un taxi.

El ambiente del local estaba en su apogeo cuando llegaron. Los Zydeco Kings atraían a numeroso público siempre que actuaban, sobre todo en los fines de semana.

Bill divisó a algunos conocidos y se dirigió hacia ellos, seguido de Dalton y Anna. Él grupo ya tenía una mesa, de modo que se limitaron a añadir algunas sillas más.

Durante la primera hora, Anna estuvo muy atenta por si veía aparecer a Ben. Luego se rindió. Aunque se sentía decepcionada, intentó sumergirse en el ambiente festivo de la noche. Al final, se divirtió como nunca en su vida, bailando con un compañero detrás de otro.

– Agua, por favor -resolló mientras regresaba a la mesa y se derrumbaba en la silla, haciéndose aire con la mano.

Dalton le pasó su copa.

– ¿Sigue sin haber señales, del buen doctor?

– No -ella suspiré y se reclinó en la silla-. He estado pendiente.

– Mmm, probablemente sea mejor así.

– ¿Sí? ¿Por qué lo dices?

– Porqué hay un tipo increíblemente atractivo mirándote -murmuró Dalton-. Un verdadero semental.

– ¿A mí? -Anna se giró en la silla-. ¿Dónde?

– Allí -señaló Dalton-. Pero no mires ahora. No debes mostrarte muy ansiosa.

– Probablemente te estará mirando a ti, Dalton. Parece que, en esta ciudad, todos los hombres guapos son homosexuales.

– Esta vez no hay esa suerte, cariño. A menos que mi radar me engañe, ese tipo es hetero. Ya está mirando otra vez… Oh, oh, viene hacia aquí. Cálmate, corazón mío. Ese hombre es un sueño.

– ¿Estás seguro de que viene hacia…? -al girarse, Anna notó que se le paraba el corazón.

El inspector Malone.

Y, definitivamente, se dirigía hacia su mesa.

Anna tragó saliva mientras lo veía acercarse, incapaz de apartar la mirada de él. Dios santo, Dalton tenía razón. Con sus vaqueros azules y su camisa de batista, era un sueño de hombre.

– Hola, Anna -saludó él deteniéndose junto a la mesa.

– Inspector Malone -dijo ella con voz aguda y nerviosa. ¿Qué demonios le pasaba?

– Llámame Quentin -el inspector le dirigió una sonrisa deslumbrante-. O simplemente Malone, como todo el mundo.

Dalton le dio un codazo a Anna.

– ¿No vas a presentarme a tu amigo, Anna?

Ella se notó las mejillas acaloradas.

– Por supuesto. Dalton, te presento al inspector Quentin Malone. Es el policía del que te he hablado.

– Ah, ese policía -Dalton sonrió y extendió una mano-. Anna no me dijo que eras un semental.

Quentin meneó la cabeza, aparentemente sin alterarse.

– Pues siento oírlo.

– Si la invitas a bailar, quizá te dé la oportunidad de demostrar lo que vales.

– ¡Dalton! -Anna miró a su amigó con irritación-. Te sugiero que, a partir de ahora, tomes bebidas sin alcohol. O que te vayas a casa a dormir la borrachera.

Quentin hizo caso omiso del comentario y alargó la mano.

– Me encantaría tener la oportunidad de demostrar lo que valgo. ¿Quieres bailar, Anna?

Ella abrió la boca para negarse, pero Dalton la obligó a levantarse mientras le susurraba la palabra «paraíso» en el oído.

– Un tipo curioso -murmuró Quentin mientras la atraía hacia sus brazos-. ¿Es un buen amigo?

– Sí -Anna lo miró a los ojos y alzó la barbilla, retándolo a soltar algún chiste relacionado con los gays.

Pero Quentin no hizo tal cosa. Se limitó a estrecharla más contra sí.

– Hueles muy bien.

– Tranquilízate, Casanova. No estaría bailando contigo si Dalton no me hubiera obligado, prácticamente.

– Tendré que darle las gracias -Quentin la hizo girar y los muslos de ambos se tocaron. Anna notó que el pulso se le aceleraba.

– Ahórratelo. Te prometo que esta no será tu noche de suerte.

– Ah, cariño -Quentin le acercó los labios al oído-, me partes el corazón.

Ella sintió el soplo de su aliento, cálido y sensual. Pero se resistió contra la súbita llama de excitación que estalló en su interior.

– Lo siento, inspector. Pero aunque otras mujeres encuentren sus encantos irresistibles, conmigo no darán resultado.

– ¿No? -la voz de Quentin semejaba una ronca caricia-. Yo creí que estaba funcionando a la perfección.

Tenía razón, maldita fuera. Anna lo miró a los ojos, simulando una fría irritación.

– En realidad, me aburren los hombres pagados de sí mismos. Dalton dijo que estabas mirándome. ¿Por qué?

– ¿Tú qué crees?

– No juegue conmigo, inspector. Ni me venga con eso de que soy la mujer más guapa del local. No soy tan ingenua ni tan presuntuosa como para tragármelo.

La sonrisa de él se desvaneció.

– Quizá he pensado que necesitabas protección.

– ¿Contra quién? ¿Contra Dalton? -Anna chasqueó lengua-. Por favor.

Quentin apretó más la mano en torno a su cintura.

– Contra esa clase de hombres que vienen aquí de caza. Predadores que buscan a mujeres desinhibidas como tú y las observan en silencio. Esperando.

– Que yo sepa tú eras él único que me estaba mirando.

– Pero yo soy un chico bueno.

– ¿Por qué? -Anna irguió el mentón, furiosa ante su intento de asustarla-. ¿Porque llevas una placa?

– Sí, porque llevo una placa.

– Lamento decir que eso no me inspira ninguna confianza -Anna se zafó de sus brazos, sintiéndose aún más furiosa-. ¿Y qué has querido decir con eso de «desinhibida»? ¿Acaso sugieres que soy una cabeza loca? ¿Una calientabraguetas?

– Yo no he dicho eso. Han muerto dos mujeres, Anna. Ambas eran pelirrojas. Ambas habían salido a divertirse con sus amigos. Y eso no tiene nada de malo. Pero atrajeron la atención de la persona indebida. De una persona que las observaba.

Ella notó que se le ponía de gallina la piel de los brazos.

– ¿Estás intentando asustarme?

– Sí. Porque las personas asustadas son cautelosas.

Por un momento, Anna fue incapaz de articular palabra. Su mente se llenó de imágenes. Y de recuerdos. De una confiada niña de trece años y un inocente crío de seis.

– A veces, la cautela no sirve de nada -contestó finalmente con voz trémula-. Estoy perfectamente, inspector Malone. Déjeme en paz -se giró y empezó a alejarse, pero él le dio alcance. La agarró por el brazo y la obligó a darse media vuelta.

– Lamento haberte disgustado.

– Sí, me has disgustado. Y te repito que me dejes en paz -Anna se zafó de él y se acercó a Dalton-. Me voy a casa. Dame mi bolso, por favor.

– ¿Anna? -Dalton desvió la mirada hacia Malone, perplejo-. No lo comprendo. ¿Qué ha pasa…?

– Suelo tener ese efecto en las mujeres -bromeó Quentin-. Pies grandes y una bocaza aún mayor. Es la maldición del clan Malone.

Anna no sonrió. Extendió la mano.

– Mi bolso, Dalton. Y la chaqueta, por favor.

– Avisaré a Bill y nos iremos los tres -dijo Dalton mientras le pasaba el bolso.

– No será necesario. Vosotros quedaos y pasadlo bien -Anna se inclinó para darle un beso en la mejilla-. Despídete de Bill por mí. Nos veremos mañana.

Dalton dudó, y Quentin intervino una vez más.

– No te preocupes, yo la llevaré a casa. Sólo tardaré un minuto en comentarle a mi compañero lo que ocurre.

Anna se quedó mirándolo con incredulidad.

– No, no vas a llevarme a casa. Nos despedimos aquí.

Pero Quentin la siguió sin arredrarse.

– Sé que estás enfadada conmigo, pero no seas estúpida. Están asesinando a mujeres…

Ella suspiró con fingida resignación.

– Bueno, está bien. Me rindo. Acompáñame a casa si así te quedas más tranquilo. Ve a decírselo a tu compañero. Yo te esperaré fuera -frunció el ceño-. Pero no tardes mucho o me escaparé.

Quentin pareció aliviado.

– Estupendo. Enseguida vuelvo.

En cuanto el inspector hubo desaparecido entre la multitud, Anna se giró y salió por la puerta, satisfecha de su propio ingenio y sintiéndose sólo levemente culpable por haberlo engañado. Luego se apresuró por las calles del Barrio Francés. Aquellas calles le eran familiares. En ellas se sentía a salvo.

Pero no aquella noche. Las desiertas aceras estaban mojadas y resbaladizas por la lluvia. La humedad parecía calar las suelas de sus zapatos, produciéndole escalofríos.

Anna giró hacia Jackson Square y consultó su reloj, comprobando que era mucho más tarde de lo que había imaginado.

«Habían muerto dos mujeres. Ambas eran pelirrojas. Ambas habían salido a divertirse con sus amigos…»

Anna musitó una maldición y se ciñó más la chaqueta. Había leído sobre aquellos asesinatos en el Times-Picayune. Aunque en el periódico no habían mencionado el color de pelo de las víctimas. Se habían centrado más bien en el modo en que habían muerto.

Violadas. Y luego asfixiadas.

Anna se estremeció. De repente, el silencio que reinaba en las desiertas calles pareció volverse antinatural. Y se oyó un ruido distante de fuertes pisadas.

Tras ella.

Anna notó que el corazón le daba un vuelco. Maldijo a Quentin Malone por haber plantado en su cerebro la semilla del miedo y apretó el paso, ansiosa por llegar a su casa.

El ritmo de las pisadas que se oían tras ella aumentó también.

«Habían muerto dos mujeres. Ambas eran pelirrojas…»

Presa ya del pánico, Anna echó a correr, quitándose los tacones. Ya casi estaba en casa. A la izquierda se abría una angosta calle secundaria que atravesaba las dos hileras restantes de edificios. Un atajo. Tomándola se ahorraría la mitad del camino. Lo había hecho miles de veces.

Sin pararse a pensárselo, enfiló presurosa la estrecha calle. La oscuridad se espesó a su alrededor conforme avanzaba, concentrando todas sus energías en seguir corriendo.

Detrás oyó el ruido metálico de una lata sobre el pavimento.

La había encontrado.

Ahora estaba a solas con él.

Dios santo. En lugar de darle esquinazo, lo había atraído hacia una callejuela apartada. Una sensación biliosa de terror se formó en la boca de su estómago, ahogándola. Robándole cualquier pensamiento racional.

Anna tropezó, perdiendo unos segundos valiosos. Mentalmente, pudo ver a su perseguidor pisándole los talones, alcanzándola, alargando los brazos hacia ella.

Al divisar por fin el final de la callejuela, Anna corrió hacia allí.

Y se dio de bruces con Quentin Malone.

El inspector la rodeó con sus brazos y ella emitió un grito de alivio al tiempo que se aferraba a él, prácticamente sollozando.

– Dios mío, Anna, ¿qué ha pasado?

Anna luchó por recobrar el aliento necesario para hablar.

– Siguiéndome… alguien estaba…

Quentin la apartó de sí.

– ¿Alguien te estaba siguiendo? ¿Dónde?

– Allí -ella señaló el extremo de la calle-. Y antes.

– Quédate aquí. Echaré una ojeada…

– ¡No! No me dejes sola.

– Debo hacerlo, Anna -Quentin la retiró de su lado-. Aquí estarás a salvo. No te apartes de la luz. Volveré enseguida.

Anna obedeció, sin alejarse de la luz de la farola, inmóvil, incapaz de evitar que le castañetearan los dientes.

Malone regresó al cabo de un par de minutos.

– No se ve a nadie -dijo sin preámbulos-. Ni nada fuera de lo normal. ¿Estás segura de que alguien te seguía?

– Sí -ella se abrazó a sí misma-. Lo… oí.

– Continúa.

– Oí el… ruido de sus pisadas.

– ¿Cuándo empezaste a oírlo?

– Poco después de… salir de Tipitina’s.

Malone la miró durante largos instantes, como si sopesara cada una de sus palabras. Finalmente asintió con la cabeza.

– Te acompañaré hasta tu casa.

Esta vez, ella no protestó. Jamás había necesitado tanto la compañía de alguien.

– Te castañetean los dientes.

– Tengo frío. Estoy descalza.

Él agachó la mirada. Y emitió una exclamación de sorpresa.

– No llevas zapatos.

– Me los quité para correr mejor.

– Iré a buscarlos.

– No. Olvídalo. Sólo… sólo quiero volver a mi casa.

Quentin titubeó, arrugando la frente.

– Podría llevarte en brazos.

– No, por favor… no es necesario. De verdad.

Él hizo ademán de discutir, pero permaneció callado. Luego la miró.

– ¿No serían mis pasos los que oíste?

– ¿Cómo dices?

– Al ver que te habías ido del club, le pregunté a tu amigo Dalton qué recorrido seguirías para llegar hasta tu casa y luego salí corriendo a buscarte.

– No lo sé -murmuró ella-. También oí el sonido de una lata.

– Quizá era un gato hurgando en algún contenedor -Quentin señaló el edificio que apareció delante de ellos-. ¿Vives ahí?

Anna respondió que sí y, de pronto, hizo una mueca de dolor al pisar algo cortante.

– ¡Ay! Espera -se agarró al brazo de Quentin para apoyarse y se miró la planta del pie. Sangraba. Se quitó un pequeño trozo de vidrio y luego alzó los ojos para mirar al inspector, algo mareada-. Ha sido un cristal.

– Deja que te eche un vistazo -tras examinar la herida, Malone musitó una maldición y tomó a Anna en brazos.

Ella chilló, sorprendida.

– ¡Malone! ¡Suéltame!

– Ni hablar -Quentin recorrió la escasa distancia que los separaba del edificio-. Debí haber hecho esto hace rato.

– Me siento como una tonta. ¿Y si nos ve alguien?

– Pensará que acabamos de casarnos. Además, no todos los días tengo la oportunidad de socorrer a una damisela en apuros.

– Pero si eres policía.

Malone esbozó una sonrisita cínica.

– Sí, pero mi especialidad son los cadáveres. ¿Tienes la llave?

Anna rebuscó en el bolso y le pasó el juego de llaves.

– La redonda es de la verja del jardín, la cuadrada de la puerta del apartamento.

Al cabo de pocos minutos, se hallaba sentada en el borde de la bañera de su cuarto de baño, con el pie sobre una toalla en el regazo de Malone. Este ya había telefoneado a la comisaria para explicar lo sucedido y para solicitar que se enviara a un par de agentes para que echaran un vistazo en la zona.

– Sí, es un corte -confirmó mientras le examinaba la planta del pie.

– ¿Crees que necesitaré… puntos?

Al percibir la vacilación de su voz, Quentin la miró preocupado.

– Por favor, dime que no vas a desmayarte.

– Intentaré no hacerlo -Anna se mordió el labio inferior-. No soporto muy bien la visión de la sangre. Desde que… -respiró hondo-. Bueno, ya sabes.

– Lo supongo -Quentin se incorporó y se acercó al lavabo para empapar de agua una toalla. Luego regresó y le limpió cuidadosamente la herida-. No parece muy profunda. Creo que sobrevivirás sin pasar por la sala de urgencias.

– Gracias.

– De nada. Necesitaré antiséptico y gasa esterilizada. ¿Tienes?

Cuando Anna le hubo indicado dónde encontrarlos, Quentin procedió a curarle la herida.

– Eres un médico magnífico -comentó ella en un intento de bromear-. ¿Quizá te has equivocado de profesión?

Malone se echó a reír.

– En absoluto. Ya me costó bastante superar los estudios mínimos necesarios para hacerme inspector de policía -le vendó el pie con rapidez-. ¿Tienes aspirinas?

– Sí, en el botiquín.

Malone extrajo del bote un par de tabletas y se las pasó con un vaso de agua.

– Te dolerá durante algún tiempo. Sugiero que, de momento, te olvides de ir a Tipitina’s.

– Quizá para siempre -Anna se levantó e hizo una mueca de dolor al apoyar el pie herido en el suelo-. Para mí se acabó el baile.

– La próxima vez toma un taxi, cariño. O ve con algún acompañante.

– Ya lo intenté -murmuró Anna mientras avanzaba cuidadosamente hacia la puerta-. Pero él no se presentó.

– No puedo decir que lo sienta -Quentin le sonrió-. Tengo pocas oportunidades de hacer de médico.

Anna notó que el corazón le daba un brinco, pero esta vez no intentó reprimir la sensación.

– ¿Por qué eso me resulta difícil de creer?

– ¿Porque eres una cínica?

– Sí, claro. Vamos, te acompañaré hasta la puerta.

– Te sugiero que andes lo menos posible. Si quieres, puedo llevarte a la cama.

¿Quería que la llevara a la cama?, se preguntó Anna. Sí. ¿Sería prudente? No. Que Quentin Malone se acercara a su cama no era, definitivamente, una idea muy prudente.

– Creo que no -respondió por fin-. Pero ha sido un buen intento.

– Celebro que lo creas así. Volveré a intentarlo.

Ella pasó por alto el comentario… y su repentino e inesperado deseo de que volviera a intentarlo.

– Gracias por todo, Malone -dijo cuando hubieron llegado a la puerta-. De veras, te estoy muy… agradecida. Sin tu ayuda, quién sabe lo que podía haberme sucedido.

– Voy a investigarlo más a fondo, Anna. Ya te avisaré si me entero de algo -Quentin se detuvo antes de salir-. Por cierto, hice algunas averiguaciones sobre los padres adoptivos de Jaye Arcenaux.

Anna se notó la boca seca.

– ¿Y?

– Nada fuera de lo corriente. Han acogido en su casa a más de una docena de críos. De hecho, hablé con algunos de ellos. Sólo tenían buenas palabras sobre los Clausen.

– ¿Alguno de esos niños se escapó de casa?

– También lo comprobé, Anna. Sí. Y los que se escaparon acabaron volviendo. Vivos y perfectamente bien -la expresión de Quentin se tornó compadecida-. Parece que tu amiga huyó de casa. Y, si es así, seguro que volverá tarde o temprano. Suelen hacerlo.

– Ojalá pudiera creerlo -susurró Anna-. Es mejor que la otra posibilidad.

– Sí, lo es -Quentin alzó la mano y le recorrió la mejilla con el dedo-. Estaremos en contacto. Que duermas bien, Anna.


Jaye se despertó al oír un llanto. El sonido levantaba ecos en el silencio, vacío y carente de esperanza. El llanto de un alma perdida. Como ella misma.

La niña que se había acercado a la puerta.

Jaye salió de la cama y avanzó de puntillas hasta la puerta para pegar el oído, sufriendo por la pequeña. Estaba segura de que también se encontraba prisionera. Se preguntó si su secuestrador le permitiría salir a la calle. Si tendría alguna vez la oportunidad de jugar en el parque o de ir al cine. Se preguntó si la habría secuestrado en la calle, como a ella misma.

¿Cuánto tiempo llevaría allí con aquel monstruo? ¿Meses? ¿Años?

Jaye se sintió embargada por una enorme pena. Por sí misma. Por la otra alma perdida. Acercó las manos a la puerta y extendió las palmas sobre la dura superficie.

– Hola -dijo suavemente-. Soy yo. Deja de llorar. Acércate.

El llanto cesó. Siguieron unos momentos de silencio.

– Me gustaría hablar contigo -prosiguió Jaye-. Nos tenemos la una a la otra. Podemos ser amigas. Por favor.

En algún lugar de la casa, una puerta se cerró con un estrépito ensordecedor. Jaye cerró los ojos y se derrumbó contra la puerta. La niña no acudiría.

Sola. Seguía estando sola.

Un súbito sonido de risas rompió el silencio. Las risas de un grupo de gente. Estaban en la calle, justo debajo de la ventana. Podrían ayudarla, si conseguía atraer su atención.

Jaye avanzó a trompicones hacia la ventana y golpeó los tablones como una posesa, gritando y arañando. Los cortes que ya tenía en los dedos se abrieron y empezaron a sangrar. A continuación, entre sollozos, arrancó un trozo de papel pintado de la pared y presionó sobre él la yema de su índice derecho. Utilizando la sangre, comenzó a escribir un mensaje. Pasaron minutos. Cuando el dedo empezó a palpitarle dolorosamente, cambió a otro. Repitió el proceso hasta que hubo escrito:

Socorro. Estoy prisionera. J. Arcenaux.

Jaye logró introducir la mano por uno de los resquicios existentes entre los tablones y arrojar el papel por la ventana. Sólo entonces reparó en que estaba llorando, con lágrimas silenciosas de esperanza. Y de desesperación.

Retiró la mano y se desplomó en el suelo. Luego apretó las rodillas contra su pecho y descansó en ellas la frente, rezando. Rogando que alguien encontrara la nota y avisara a la policía.

Debía ocurrir así. Era preciso.

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