Capítulo 10

Lunes, 22 de enero

Como habían prometido los organizadores del seminario, la lista de asistentes llegó el lunes a primera hora: Ben comprobó que contenía ciento cincuenta y dos nombres. Consciente de la hora que era, repasó rápidamente la lista, buscando el nombre de Peter Peters o el de alguno de sus pacientes, sin resultados positivos.

Maldición. Ben soltó la hoja en su mesa, admitiendo sentir cierta contrariedad. Había esperado dar con una respuesta fácil e inmediata. Pero parecía que no iba a ser así.

Anna. Prácticamente sólo había pensado en ella desde que desayunaron juntos. Sonrió. La había sorprendido al besarla. En realidad, se había sorprendido también a sí mismo.

Le gustaba mucho aquella mujer. Más de lo que le convenía.

Podía destrozarle el corazón.

Ben meneó la cabeza. No debía pensar así. Si estaban destinados a ser pareja, lo serían. Una vez que hubiera descubierto la identidad del hombre que acosaba a Anna, serían libres para poder conocerse mejor.

Con ese pensamiento, Ben volvió a concentrarse en su plan. Lo tenía todo previsto. Había colocado la novela de Anna en la mesita de café situada delante del sofá, con la nota sobre el programa de Estilo asomando levemente entre las páginas. Asimismo, había depositado el sobre manila al lado de la caja de pañuelos de papel.

Llamaron a la puerta y Ben comprobó su lista de citas. Debía de ser Amy West, una ama de casa, madre de tres hijos, que padecía depresiones provocadas por una infancia desdichada y un matrimonio infeliz.

Ben se dirigió hacia la puerta para recibirla. No creía que fuese Amy la persona que acosaba a Anna. Sospechaba que el hombre, o la mujer, que había iniciado aquella campaña contra ella era astuto, sumamente inteligente y frío. Capaz de mentir sin pestañear e indiferente a las emociones de los demás. Amy West era la antítesis de dicho perfil. Sin embargo, Ben había aprendido a lo largo de los años que la verdadera naturaleza de un paciente sólo se revelaba con el tiempo y que, al final, solía ser todo lo contrario a lo que se esperaba. Ya nada le sorprendía de la psique humana.


Quentin entró en La Rosa Perfecta. La campanilla situada encima de la puerta tintineó, pero Anna no miró en su dirección. Se hallaba sentada en un taburete alto, detrás del mostrador, con la mirada perdida.

Quentin volvió a sentirse asombrado por su sencilla belleza. Y por las sensaciones que experimentaba al contemplarla. Las había experimentado por primera vez al verla bailar en Tipitina’s y luego, más tarde, mientras le vendaba el pie. De pronto, el cuarto de baño se le había antojado demasiado pequeño, la situación insoportablemente íntima. De haberle dado ella pie, se la habría llevado a la cama, mandando el decoro al diablo.

Como si hubiese percibido su presencia, Anna giró la cabeza para mirarlo directamente. En su expresión se reflejó cierta sorpresa y, a continuación, placer.

– Hola, muñeca.

– Iba a llamarte esta mañana.

– ¿Sí? ¿Y por qué no lo has hecho?

– Me despisté -Anna señaló la bolsa que él llevaba bajo el brazo izquierdo-. ¿Qué es eso?

– Para ti -Quentin se la pasó, con las comisuras de los labios arqueadas en una sonrisa.

Ella miró dentro de la bolsa.

– ¿Mis zapatos? ¿Al final fuiste a buscarlos?

– Tengo hermanas. Sé lo que sentís las mujeres por vuestros zapatos -Quentin se apoyó en el mostrador-. Bueno, ¿para qué ibas a llamarme? ¿No dejabas de pensar en mí? ¿Querías invitarme a un almuerzo casero por haberte curado el pie?

– Sigue adivinando.

– ¿Has leído que agredieron a una mujer en el Barrio Francés y te preocupa que fuese el mismo tipo que te siguió?

Anna respiró hondo.

– Sí. Esa mujer… ¿era pelirroja?

– No.

– Gracias a Dios. ¿Crees que…?

– ¿Que fue el mismo individuo que te estuvo siguiendo?

– Sí.

– Es posible. No puedo saberlo con seguridad, aunque lo dudo. Un par de testigos del Cats Meow afirmaron haber visto a un tipo que se pasó toda la noche mirando a la chica. Uno de ellos dijo haberlo visto merodear por las cercanías cuando se cerró el bar.

– ¿Así que no pudo ser el mismo que me siguió a mí?

– Si esa información es correcta, no.

– No sé por qué eso me alivia, pero así es -Anna se rió nerviosamente-. Anoche no dormí muy bien.

– Seguro -Quentin la recorrió con la mirada-. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Bien -ella respiró lenta y profundamente-. El tipo que atacó a esa mujer… ¿crees que fue él quien mató a las otras dos?

– No lo creo. El modus operandi es diferente. Esa chica estaba trabajando, no divirtiéndose. Además, no es pelirroja.

– Quizá… quizá haya cambiado su modus operandi -aventuró Anna-. Tal vez se debió a la simple casualidad que las dos primeras víctimas fuesen pelirrojas.

– Tal vez, Anna, pero…

Quentin se interrumpió al oír a Dalton y a Bill, que en ese momento volvían de tomar café.

– Hola -los saludó el inspector.

Dalton se giró hacia Bill.

– Es él. El hombre que salvó a nuestra Anna. Nuestro héroe.

Bill se adelantó para ofrecerle la mano.

– Bill Friends. Siempre estaré en deuda con usted.

– Nunca volveremos a permitir que vuelva a casa sola, inspector -Dalton miró a Anna con expresión solemne-. Nunca, Anna.

Quentin estrechó la mano de Bill y, a continuación, la de Dalton.

– Quentin Malone. Es un placer conocerlos.

– ¿Han podido pescar al canalla que siguió a Anna? -inquirió Bill.

– Lamento decir que no. Y, sinceramente, no creo que lleguemos a hacerlo nunca. Carecemos de la información necesaria -al cabo de unos instantes de silencio, Quentin consultó su reloj-. Tengo que volver al trabajo -sonrió a Anna-. A atrapar delincuentes y todo eso.

– Y todo eso -murmuró ella-. Te acompañaré a la salida.

Aunque era innecesario, Quentin no se negó. Miró de soslayo a los amigos de Anna, que los observaban a ambos con un brillo especulativo en los ojos.

– Encantado de verlos.

Ellos le devolvieron el saludo; un momento después, Anna se encontraba junto a él en la puerta. Se abrazó a sí misma.

– Quiero darte de nuevo las gracias por lo de la otra noche.

– No es necesario. De veras.

– Y por haber encontrado mis zapatos.

– A mí no me servían -Quentin hizo una pausa-. Me quedan pequeños.

Ella se echó a reír.

– Si surge alguna novedad, ¿me llamarás?

– Claro -el inspector sonrió-. ¿Y tú harás lo mismo?

Ella asintió y Quentin se alejó, deseando tener un motivo para quedarse en lugar de verse obligado a cumplir la promesa que le había hecho a Terry de visitar a Penny, su esposa.

La había llamado aquella misma mañana, para preguntarle si podía ir a verla. Penny, que tenía a los dos niños en casa con gripe, agradeció la oportunidad de poder charlar con un adulto.

Quentin detuvo el coche delante de la casa y se bajó. Momentos después, Penny lo recibió en la puerta, abrazándolo fuertemente.

– Me alegra mucho que vengas -dijo-. Te he echado de menos.

Quentin la apartó de sí, sintiéndose mal. Por haberla desatendido. Por el motivo de su visita.

– ¿Cómo te va?

– Bien -Penny le hizo un gesto para que entrara-. Pasa. Acabo de hacer café -se acercó un dedo a los labios-. Los niños están durmiendo, gracias a Dios, así que no hables muy alto.

Quentin la siguió hasta la cocina.

– Siéntate. ¿Te sigue gustando el café muy dulce?

– Cuanto más dulce, mejor.

Ella se echó a reír.

– Estoy hablando del café, Malone, no de las mujeres.

Él sonrió.

– He dicho «dulce», Penny, no «caliente».

Penny volvió a reírse al tiempo que le servía una taza de café. Después se sentó. Entre ellos siempre había existido aquel trato fácil y cordial. A Quentin le había caído bien Penny desde qué Terry se la presentó.

– Ya que hablamos del tema, ¿cómo va tu vida amorosa?

La imagen de Anna apareció en la mente de Quentin. Arqueó los labios.

– ¿Qué vida amorosa? Me paso el día entero en compañía de policías y delincuentes.

– Sí, claro -la sonrisa de Penny se desvaneció-. ¿Cómo está Terry?

Él se encogió de hombros.

– Ya lo conoces.

– Sí -asintió ella con cierto tono de amargura-. Ya lo conozco.

Aquello no iba a ser fácil, se dijo Quentin. Penny se sentía desdichada y dolida. Furiosa con su marido. Pero Quentin le había hecho a Terry una promesa, y pensaba cumplirla.

– Penny -empezó a decir-, hoy no he venido simplemente para ver cómo te encuentras.

Ella desvió la mirada.

– Te ha enviado Terry.

– Se siente muy desgraciado sin ti, Penny. Sin los niños. Quiere volver.

Una risita breve y amarga afloró a los labios de Penny.

– Es un hombre desgraciado, Malone. No tiene nada que ver conmigo o con los niños.

Quentin alargó el brazo por encima de la mesa para tomarle la mano.

– Él te quiere, Penny. Lo sé. Desde que lo dejaste, ha estado como… loco. Deprimido. Bebe demasiado y apenas duerme. Jamás lo había visto, así.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

– Pues has tenido suerte.

– Penny…

– No.

Ella retiró la silla de la mesa y se acercó a la ventana que daba al jardín. Contempló el frío día, en silencio.

– Yo también solía decirme esas cosas -dijo por fin, girándose-. Que Terry nos quería a mí y a los niños. Que estábamos mejor con él. Que no debía dejarlo, que debía perdonárselo todo porque tuvo una infancia desdichada -respiró hondo-. Pero ahora sé que nada de eso es cierto. No estamos mejor con él, Quentin. No nos conviene ni a mí ni a mis hijos -lo miró directamente a los ojos y añadió-: Se está destruyendo a sí mismo, Malone. Y yo nada puedo hacer para evitarlo. No quiero que Matti y Alex vean cómo su padre se hunde.

Quentin frunció el ceño.

– ¿Destruyéndose a sí mismo, Penny? ¿No crees que eso es una exageración? Sí, lo está pasando mal, pero…

– Pero nada- lo interrumpió ella con las mejillas congestionadas-. No intentes excusarlo, Malone. Las excusas no nos ayudarán ni a él ni a mí. Sí, lo está pasando mal. Pero, ¿no lo pasamos mal todos? Tuvo una infancia difícil, lo sé. Pero ya no es un crío, sino una persona adulta. Una persona con responsabilidades, con una familia de la que ocuparse. Que empiece a actuar como tal -su ira pareció evaporarse-. Ya no puedo seguir luchando con sus demonios, Quentin. Quisiera hacerlo, pero no puedo.

Quentin se levantó y se acercó a ella. Apretándola contra su pecho, la abrazó durante largos instantes. Finalmente, la miró a los ojos.

– ¿Qué sabes de su madre, Penny? Yo apenas sé nada, salvó que se llevaban mal. Muy mal.

Los ojos de Penny se llenaron de lágrimas.

– Yo la odio, a pesar de que sólo la vi un par de veces. La odio por haberle hecho esto a Terry. Por haber hecho que… se odie a sí mismo.

– Pero… ¿qué le hizo, Penny? ¿Cómo le…,?

– ¿Cómo lo hirió tan profundamente? No conozco los detalles. Terry siempre se niega a hablar de ello. Sólo sé que lo ridiculizaba constantemente. Que lo tachaba de inútil y solía decirle que se arrepentía de haberlo traído al mundo. Que debería haberse deshecho de él. Cosas así.

Quentin tragó saliva.

– Lo siento, Penny.

– Yo también. Me…

– ¡Mamá!

La voz pertenecía a Matti, el hijo menor de Penny. Ésta miró de soslayo hacia la puerta.

– Tengo que irme.

Quentin la agarró por el brazo.

– Tengo que preguntarte una cosa más. Se lo prometí a Terry. ¿Te estás viendo con alguien? ¿Saliendo? Alex le dijo a Terry que…

Penny chasqueó la lengua con incredulidad.

– ¿Me estás preguntando si salgo con algún hombre? ¿Crees que tengo tiempo para salir? -Penny se zafó de él-. Sé realista, Malone. Terry era el único que siempre tenía tiempo para eso. Yo no. Y, por favor, díselo tal como yo te lo he dicho.


Ben llegó tarde a su casa esa noche. Después de acabar en la consulta, se había pasado por el asilo para cenar con su madre.

Suspiró mientras manoseaba torpemente las llaves. De momento, su plan para atrapar al individuo que acosaba a Anna no había dado resultado. Ninguno de sus pacientes había dirigido a la novela más que una mirada rápida y casual.

Sin embargo, Ben no se desanimaba. Aún no había atrapado a su presa, pero había tachado a siete pacientes de la lista de sospechosos. Eso, al fin y al cabo, era un paso adelante.

Abrió la puerta y, al entrar, se detuvo, notando que se le encrespaba el vello de la nuca.

Había algo anómalo en la casa. Recorrió con la mirada el recibidor y se fijó en la puerta que separaba el salón de la sala de estar. Estaba cerrada y se filtraba luz por debajo.

Él nunca cerraba aquella puerta.

Con el corazón martilleándole el pecho, se dirigió hacia el salón lentamente, sin hacer ruido. Se acercó a la chimenea y, tras agarrar el atizador de hierro, recorrió la distancia que lo separaba de la puerta. A continuación la abrió lentamente, con el atizador preparado, y entró en la habitación. Estaba vacía. Nada parecía fuera de lugar.

Un sonido le llegó desde la parte trasera de la casa. Un murmullo bajo, como de voces. El vello de la nuca se le erizó de nuevo.

«Deja de hacer de Rambo, Benjamin. Avisa a la policía».

El ruido procedía del dormitorio. Ben avanzó hasta la puerta y, respirando hondo, agarró el pomo y entró.

El dormitorio parecía desierto. Pero el televisor estaba encendido. Ben bajó el atizador con una sonrisita en los labios. No recordaba haber dejado la televisión puesta, pero eso no significaba nada. A menudo solía encenderla mientras se vestía, más que nada para tener algún ruido de fondo. Procedió a apagarla y, al girarse, su sonrisa se extinguió.

Encima de la cama había un gran sobre manila, con su nombre pulcramente escrito en la esquina superior izquierda.

Ben se quedó mirándolo, con un nudo de aprensión en la garganta. Por fin se decidió a abrirlo. Dentro encontró una fotografía en blanco y negro donde aparecían Anna y él en el Café du Monde. La nota adjunta era breve e iba directamente al grano:

Sabía que ella te gustaría.

Os estaré vigilando.

Ben notó que las manos le temblaban mientras volvía a guardar la fotografía y la nota en el sobre. Debía llamar a la policía. A Anna.

La cabeza empezó a dolerle y se llevó una mano a la sien. No. Si avisaba a las autoridades, le exigirían una lista de nombres de sus pacientes, que él no estaba dispuesto a facilitar. Insistirían en hablar con Anna, que ya desconfiaba de la policía. Se disgustaría. Se sentiría aterrada.

Lo habían pasado tan bien desayunando juntos. Y el beso había sido tan… excitante. Jamás había sentido por una mujer lo que sentía por Anna. Jamás. Y no deseaba perderla.

Ella parecía sentir lo mismo por él.

¿Por qué tenía que pasar aquello? ¿Por qué precisamente en ese momento?

Ben se derrumbó en la cama, exhausto, con un intenso dolor de cabeza y una sensación de ardor en los ojos.

¿Quién estaba haciendo aquello? ¿Y con qué intenciones?

Gimiendo, se cubrió la caía con el brazo. ¿Cómo había entrado aquella persona en su casa? Había dejado la puerta principal cerrada al marcharse.

Las llaves. Las llaves que había perdido recientemente.

Ben se incorporó. Por supuesto. El día en que las llaves desaparecieron, había cerrado la puerta de la casa y luego había ido a la consulta. Una vez dentro, las había dejado en su mesa, como hacía cada mañana. Más tarde, cuando se dispuso a recogerlas, ya no estaban.

Pero volvieron a aparecer veinticuatro horas más tarde. Ben había tropezado con ellas, literalmente hablando. No las había dejado caer en el suelo por descuido, como había supuesto. Un paciente, el mismo que había irrumpido en su casa y le había dejado la novela de Anna en la consulta, las había robado para hacer copias y las había devuelto dos días más tarde.

Ben notó que la vista se le nublaba, una clara señal de que el dolor de cabeza iba a tornarse insoportable. Salió a rastras de la cama y, apretando los dientes, fue a comprobar las ventanas y la puerta trasera. Después telefoneó a una empresa de cerrajería que funcionaba las veinticuatro horas y se sentó a esperar. Cuando el cerrajero hubiese hecho su trabajo, se dijo Ben, iría a la consulta a revisar su libro de visitas. Así sabría a qué pacientes había atendido el día en que desaparecieron las llaves, y si alguno de dichos pacientes había vuelto a la consulta posteriormente.

Iba a descubrir quién estaba haciendo todo aquello. O moriría en el intento.

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