Capítulo 14

Ben volvió en sí lentamente. La cabeza le dolía. Sentía molestias en todo el cuerpo. Incómodo, se puso de lado y sintió una punzada de dolor en el pecho. Emitió un jadeo ahogado y abrió los ojos.

¿Dónde estaba? Paseó la mirada por la habitación, reparando en las asépticas paredes blancas, en la cama de metal y la cómoda cercana.

Estaba en el hospital.

Ben se llevó una mano a la cabeza, desorientado. ¿Qué…? ¿Cómo había acabado allí…?

– Buenos días, doctor Walker -lo saludó una enfermera mientras entraba en el cuarto con el carrito de los medicamentos. Le dirigió una amplia sonrisa-. Bienvenido al mundo de los vivos.

La enfermera se acercó a la cama y colocó una funda desechable al termómetro que llevaba en la mano. Ben abrió la boca y ella se lo introdujo debajo de la lengua.

– Soy la enfermera Abrams. ¿Cómo se siente esta mañana?

Ben no podía contestar a causa del termómetro, pero ella no pareció advertirlo. La enfermera le tomó la tensión y seguidamente le comprobó el pulso. Después le retiró el termómetro de la boca.

– Temperatura normal -anunció-. Todo está perfecto. El doctor vendrá enseguida.

– ¿Por qué estoy aquí?

Ella lo miró perpleja.

– ¿No recuerda nada de lo sucedido?

– Es evidente que no. Si lo recordara… -de repente, la cabeza de Ben se llenó de recuerdos. De sus últimos recuerdos.

«Te estás enamorando de ella. «Va a morir esta noche».

Dios santo, Anna. Con el corazón martilleándole el pecho, Ben retiró la colcha y se incorporó. Todo empezó a darle vueltas.

– ¡Qué está haciendo! -la enfermera corrió junto a él y lo sujetó cuidadosamente-. No puede…

– Tengo que salir de aquí. Una amiga mía… un accidente…

– Sí -dijo ella con firmeza, recostándolo en la almohada-. Ha sufrido usted un accidente. Tiene varias costillas rotas y una conmoción. No saldrá de aquí hasta que lo diga el doctor Wells.

Ben cerró los ojos, demasiado débil para protestar.

– ¿Qué sucedió? -inquirió-. No recuerdo nada.

– Se salió de la carretera. Tuvieron que sacarle del coche. Por lo que he oído, tuvo usted suerte. Pudo haber sido mucho peor.

– Necesito el periódico de hoy -murmuró Ben con voz estropajosa-. El Times-Picayune.

– Veré lo que puedo hacer.

– No -Ben le agarró la mano, apretándole los dedos-. Por favor, dígame, ¿le ha ocurrido algo a mi amiga Anna North? ¿Se encuentra bien?

La enfermera arrugó la frente.

– Que yo sepa, iba usted sólo en el coche. Puedo comprobarlo…

– No, anoche estaba sola en su casa… Yo iba a verla, y…

– Será mejor que avise al doctor.

– Por favor, sólo quiero saber si anoche ocurrió algo en la ciudad. Mientras yo estaba inconsciente.

Ella meneó la cabeza.

– No sé a qué se refiere… Bueno, encontraron a otra mujer muerta en el Barrio Francés. ¿Es esa la noticia que…?

Con un gemido, Ben le soltó la mano.

– ¿Cómo se llamaba esa mujer? -preguntó ligeramente mareado-. ¿Era Anna?

– No lo sé -la enfermera se encaminó hacia la puerta-. Han dado la noticia en todas las cadenas de televisión. Pero no recuerdo su nombre.

En todas las cadenas. Claro.

Ben recogió el mando a distancia que descansaba en la mesita y, tras encender el televisor, buscó la cadena local de noticias.

«…Como les comentábamos, se ha hallado a otra mujer asesinada en el Barrio Francés. Jessica Jackson, de River Ridge, es aparentemente la tercera víctima de una cadena de asesinatos que ha estremecido a Nueva Orleans en lo que va de mes…»

No había sido Anna. Gracias a Dios, no había sido Anna.

– Buenos días.

Ben retiró la mirada de la pantalla del televisor. Un hombre menudo y atractivo, con una bata blanca, entró en la habitación. Llevaba un estetoscopio colgado del cuello.

– Soy el doctor Wells -el médico se acercó a la cama para estrecharle la mano-. Yo le atendí anoche.

– Gracias -Ben hizo una mueca de dolor-. Quisiera poder decir que me siento bien.

– Aparte de las costillas rotas y la conmoción, se magulló el esternón y se hizo varios cortes profundos. Algunos hubo que suturarlos. Tuvieron que sacarle del coche, porque había quedado atrapado entre la chatarra.

– Qué suerte -Ben miró de soslayo el televisor, comprobando que habían pasado a otra noticia. Tenía que ver a Anna. Debía cerciorarse con sus propios ojos de que se hallaba a salvo. Ilesa. Le hablaría de la nota que encontró en el limpiaparabrisas y luego irían a la policía.

– Tengo que salir de aquí, doctor. ¿Puede darme el alta?

El médico sonrió levemente.

– A su debido tiempo. Sufrió usted un gravísimo accidente.

– Eso me dijo la enfermera Abrams.

El médico lo observó con atención.

– ¿Usted no lo recuerda?

– No.

– ¿No recuerda nada del accidente?

– Nada -Ben echó un vistazo al reloj-. Iba a visitar a una amiga. Ella me necesitaba, pero…

– Estaba inconsciente cuando ingresó -el doctor Wells entrecerró los ojos-. Una conmoción es algo muy serio.

Mientras el médico lo examinaba, Ben fue respondiendo a todas sus preguntas, mintiendo solamente cuando era necesario.

– Me siento bien, doctor Wells. Perfectamente -esbozó una sonrisa forzada-. ¿Puedo marcharme ya?

– De aquí a una hora, supongo. ¿Tiene a alguien que pueda cuidar de usted?

– Yo le tendré echado un ojo, doctor.

Ambos se volvieron hacia la puerta. El inspector Malone acababa de entrar. Tenía un aspecto horrible. A Ben se le erizó el vello de la nuca.

– Hola, Ben.

– Inspector Malone, ¿qué le trae por aquí?

– Usted.

– Las noticias se propagan deprisa en esta ciudad.

El inspector se situó junto a la cama y miró al médico.

– Inspector Quentin Malone, del Departamento de policía de Nueva Orleans. ¿Le importa si hablo un rato con el paciente?

– Creo que no habrá ningún inconveniente -el médico miró a Ben-. No se esfuerce durante el resto del día. No trabaje ni conduzca. Si tiene algún problema o se siente mal, llámeme enseguida.

– Así lo haré -prometió Ben mientras le ofrecía la mano-. Muchas gracias, doctor Wells.

Cuando el médico hubo salido de la habitación, Malone se giró de nuevo hacia Ben.

– Anoche me llamó a la comisaria. Tengo curiosidad por saber para qué.

– ¿Le llamé?

– Dio su nombre, pero no dejó ningún mensaje. ¿No lo recuerda?

Ben se llevó una mano a la cabeza.

– No recuerdo gran cosa de lo que pasó ano… -se mordió la lengua cuando un súbito recuerdo relampagueó en su mente. Estaba conduciendo. Era noche cerrada y la visibilidad era nula. Iba a demasiada velocidad. Estaba aterrorizado. Marcó un número en el teléfono móvil, apartando los ojos de la carretera.

– Intenté hablar por teléfono con Anna -explicó con cierta vacilación-. Pero ella no respondía. Estaba preocupado por su seguridad…

– ¿Preocupado?

Ben parpadeó.

– Sí, aterrorizado. Por eso le llamé a usted.

Malone acercó una silla a la cama y se sentó, observándolo atentamente.

– ¿Y por qué estaba preocupado?

– ¿Se encuentra bien Anna?

– Físicamente está ilesa.

Ben notó que se le aceleraba el corazón.

– ¿Qué quiere decir con eso, inspector?

– Primero hablemos de usted, Ben -Malone se sacó la libreta del bolsillo-. ¿Qué tiene que contarme?

Ben se llevó una mano a la palpitante sien. Se dio un suave y rítmico masaje mientras hablaba.

– Ayer por la noche fui a visitar a mi madre. Está internada en la residencia Crestwood. Tiene Alzheimer.

– Lo siento.

Ben inclinó la cabeza antes de proseguir.

– Me fui de allí más tarde de lo habitual. Mi madre estaba muy trastornada. Creía que un hombre había entrado en su habitación para amenazarla. Tardó un rato en tranquilizarse.

Quentin arqueó las cejas.

– ¿Creía que alguien había entrado?

– Mi madre… suele perder la noción de la realidad. Ve la televisión y luego confunde a las personas y los sucesos reales con los puramente ficticios.

– Continúe.

– Cuando llegué a mi coche, vi una nota en el limpiaparabrisas. Creo que era de la misma persona que me envió el libro y me dejó la fotografía en la que aparecíamos Anna y yo.

– ¿Qué decía la nota, Ben?

Ben apartó la mirada, sintiéndose incómodo y expuesto. Las mejillas se le inflamaron.

– Que yo me estaba enamorando de ella. Y que ella iba a «morir esta noche». Esas eran las palabras exactas.

Malone se enderezó.

– ¿Decía que ella iba a morir anoche?

– Sí. Me invadió el pánico. La llamé desde el teléfono del coche inmediatamente. Al no recibir respuesta, abandoné la residencia a toda velocidad. Obviamente, mi atención no estaba puesta en la carretera.

– ¿No se le ocurrió llamar a la comisaría del Barrio Francés?

– No pensaba con claridad.

Malone agachó la mirada hacia la libreta.

– ¿Y es cierto lo que decía esa nota? ¿Se está enamorando usted de ella?

Ben se puso rígido.

– Eso es algo personal, inspector.

– Yo creo que tiene importancia -el inspector lo miró directamente a los ojos-. ¿Se está enamorando de ella?

Ben sostuvo su mirada.

– Sí, así es.

El fugaz destello de una intensa emoción se reflejó momentáneamente en el rostro del inspector, y en ese instante, Ben comprendió que no era el único en albergar fuertes sentimientos por Anna. Simultáneamente, se sintió indignado y amenazado.

– Soy un hombre persistente, inspector. No me rindo con facilidad.

– Como todo buen adversario -una efímera sonrisa tocó los labios del inspector-. ¿Aún tiene la nota?

– Estaba en mi coche. Seguro que sigue allí.

– ¿Tiene idea de quién pudo dejársela?

– Sospecho que la misma persona que me dejó la novela. Alguno de mis pacientes, aunque ignoro cuál.

– ¿Le suena el nombre de Adam Furst?

– No.

– ¿Seguro que no tiene ningún paciente llamado así?

– Seguro -insistió Ben meneando la cabeza-. ¿Por qué? ¿Quién es?

Malone hizo caso omiso de la pregunta.

– Anoche agredieron a Anna. En su casa.

Ben encajó la noticia como un golpe físico. Se quedó sin aliento y tuvo que esforzarse para recuperar la voz.

– Pero… usted dijo que se encontraba ilesa.

– El agresor huyó antes de poder salirse con la suya. Está muy alterada. Y con razón.

Ben se recostó en la almohada, sintiéndose mal. Se consideraba, en cierto modo, culpable de lo ocurrido, por no haber llegado a casa de Anna a tiempo.

Y por no haber descubierto todavía cuál de sus pacientes era el responsable.

– Aún hay más. Anoche violaron y asesinaron a una mu…

– Sí, en el Barrio Francés. Oí la noticia en la televisión -Ben carraspeó-. ¿No creerá que ese asesinato está relacionado con…?

– La víctima era pelirroja, doctor Walker. Como las otras. Y el tipo le cortó el dedo meñique -el inspector hizo una pausa-. ¿Aún cree que sería poco ético pasarme una lista de sus pacientes?


Quentin aparcó el coche frente a la comisaría del distrito siete.

Su charla con Ben Walker había sido provechosa sólo en parte. El psiquiatra se había mostrado profundamente preocupado por Anna y por la nota que encontró en el limpiaparabrisas de su coche. Sin embargo, había vuelto a negarse a entregar la lista con los nombres de sus pacientes.

Quentin paró el motor.

Ben Walker se estaba enamorando de Anna.

Aquel pensamiento lo irritaba profundamente. Y suscitaba una pregunta que no dejaba de rondarle en la cabeza. De haber estado Ben en casa de Anna, la noche anterior, ¿habría sido él quien hubiese compartido su cama con ella?

Detestaba pensar en la respuesta. Anna se había sentido aterrada. Angustiada. Y había recurrido a él para consolarse, para borrar de su mente el horror que acababa de experimentar.

Quentin se apeó y cerró la portezuela del coche. Jodido estúpido. Había sabido que hacerle el amor a Anna sería un error. Pero la había deseado desde el primer momento en que la vio.

Sin duda, Ben Walker sentía lo mismo. Un médico. Quentin hizo una mueca. ¿Y él qué era? Un vulgar poli. Un tipo cuyos verdaderos sueños siempre habían estado más allá de su capacidad de cumplirlos.

– ¿Inspector Malone?

Quentin se giró y vio a un par de inspectores tras él. Estos mostraron su placa, aunque sabían que ya los había reconocido. Eran los mismos que lo habían interrogado acerca de lo sucedido en el bar de Shannon la noche en que Nancy Kent murió.

Quentin maldijo para sí, aunque se obligó a sonreír.

– Hola, caballeros. ¿Qué hay?

Simmons, el más bajo de los dos, fue el primero en hablar.

– Queremos hacerle unas preguntas sobre su compañero, Terry Landry.

– ¿De veras? -Quentin enarcó una ceja-. Creía haberles explicado todo lo que sé acerca del asesinato de Nancy Kent.

– Hoy nos interesan otros asuntos, inspector Malone -señaló Carter, el otro inspector.

Quentin se apoyó en el coche.

– Disparen.

– Tenemos entendido que Landry está atravesando una mala racha.

– Podría decirse así. Se ha separado de su esposa -Quentin miró a ambos agentes-. Pero de eso ya hablamos la otra vez.

– En ese caso, es comprensible que esté abusando del alcohol.

Quentin se puso ligeramente rígido.

– ¿Sí? No me había dado cuenta.

Simmons y Carter intercambiaron una mirada.

– ¿No se ha dado cuenta de que bebe… en exceso?

Quentin se retiró del vehículo, molesto.

– Oigan, dejemos de jugar al gato y al ratón. Si me están preguntando si Terry ha salido últimamente y agarrado alguna que otra borrachera, sí, es cierto. Pero jamás lo ha hecho estando de servicio.

– Debe de estar pasando apuros económicos últimamente -murmuró Carter-. Al fin y al cabo, tiene que mantener dos casas.

Quentin entornó los ojos.

– Eso resultaría difícil para cualquier policía.

– ¿Le ha hablado de ello?

– Sí, a veces se ha quejado de la falta de dinero.

– Pero, en realidad, no parece que le falte -comentó Simmons-. ¿Verdad, inspector?

– No sé de lo que está hablando.

– ¿No ha advertido que Landry ha estado gastando grandes sumas de dinero? ¿Invitando a rondas de bebidas? ¿Dando propinas muy generosas?

Quentin se acordó del billete de cincuenta dólares que Terry le entregó a Shannon. Maldición.

– No, no lo he advertido -miró directamente a Carter-. ¿Ustedes sí? ¿Quieren decirme qué diablos está pasando?

Una sonrisa curvó los labios de Simmons.

– Gracias por su ayuda, inspector Malone.

– Estaremos en contacto -añadió Carter con una expresión menos sutil.

– Cuento con ello -musitó Quentin mientras veía cómo los dos agentes se alejaban. A continuación, cruzó la calle y entró en la comisaría, maldiciendo entre dientes. Al pasar junto a la oficina de su tía, reparó en que la puerta estaba cerrada. Por un momento, se planteó mandar al diablo las normas y entrar de improviso para exigir algunas respuestas, pero enseguida descartó la idea. En vez de eso, se dirigió hacia la cafetera para servirse una taza de café sólo.

– ¿Tienes un momento? -dijo Terry a su espalda.

Quentin lo miró por encima del hombro, dirigiéndole una sonrisa tranquilizadora. Evidentemente, su compañero lo había visto con los dos inspectores y estaba angustiado.

– Claro. ¿Qué ocurre?

– Los he visto -contestó Terry con la cara enrojecida-. ¿Qué querían esos bastardos? Quiero saber qué está pasando.

Quentin miró en torno antes de responder.

– En primer lugar, no te vuelvas paranoico, porque eso es precisamente lo que ellos quieren. En segundo lugar, ¿por qué no me dices tú a mí lo que está pasando? Mi trasero también está en entredicho, por mi relación contigo, y eso no me gusta nada. Me han preguntado por tu situación financiera, Terry.

– ¿Mi situación financiera? Eso sí que es una noticia. Si estoy sin blanca.

– No me vengas con eso -Quentin bajó más la voz-. Vi que le dabas a Shannon un billete de cincuenta, Terry. Si estás sin blanca, ¿de dónde salió esa pasta?

– ¿Crees que estoy aceptando sobornos? ¿Eso piensan? ¿Eso les has dicho?

– No les he dicho nada. Te he cubierto las espaldas. Aunque todavía no sé por qué.

Su compañero pareció aliviado. Demasiado aliviado.

– Porque somos colegas -dijo-. Porque nos ayudamos el uno al otro, y…

Quentin chasqueó la lengua con frustración.

– Eso se acabó, Terry. Penny tiene razón. Las excusas no harán bien a nadie, y menos a ti.

– ¿Penny? -el rostro de Terry se congestionó-. ¿Has hablado con mi mujer? ¿Por qué?

– Tú me lo pediste, ¿recuerdas? Y Penny no está saliendo de noche. De hecho, dice que eras tú el que tenía esa costumbre.

– ¿Y tú la crees?

– Sí. La creo.

Terry puso gesto cínico.

– ¿Y cómo es que no me habías hablado antes de esa amigable charla con mi esposa? ¿Acaso te la estás tirando?

Quentin refrenó su genio, aunque a duras penas.

– Ya te he dicho otras veces que Penny no se merece esa clase de comentario. Ni yo tampoco.

– ¿Qué pasa? ¿La verdad duele?

Quentin miró a su compañero con disgusto.

– Voy a decirte la verdad, Terry. Penny no volverá contigo mientras continúes así. Piensa que te estás destruyendo a ti mismo y no quiere que los niños lo presencien. Creí que te disgustarías al saberlo, por eso no te dije nada. ¿Satisfecho? Yo te defendí, aunque ahora casi me arrepiento.

Terry apretó los puños.

– Debí haberlo sospechado. Todo el mundo sabe lo tuyo con las mujeres. ¿Te la estás tirando, compañero? ¿A ella y a quién más? ¿A la novelista pelirroja? ¿Te estás acostando con las dos a la vez?

Quentin luchó por contener su ira, por no liarse a golpes con su compañero.

– No metas a Anna en esto.

– Anna, ¿eh? ¿Ya os tuteáis? Qué tierno -Terry emitió una risotada desagradable-. Ahora veo que no me equivocaba. Malone ha vuelto a marcarse un tanto.

Quentin se sintió impresionado ante la malevolencia de sus palabras. Terry solía ser cínico y mordaz a veces, pero aquel era un hombre distinto. Un hombre al que no reconocía. Cruel y malintencionado. El hombre al que Penny Landry habría visto, sin duda, en innumerables ocasiones.

Quentin se inclinó hacia su compañero, captando su olor a bebida.

– Tienes suerte de que sea amigo tuyo. De lo contrario, te daría una paliza ahora mismo, porque es lo que te mereces.

Terry se bamboleó levemente, aunque sostuvo la mirada de Quentin con sus ojos inyectados en sangre.

– Será mejor que vigiles bien a tu amiguita, socio, porque he oído que un asesino le tiene echado el ojo.

Quentin respiró hondo y contó hasta diez antes de responder.

– Ya me tienes harto, Terry. ¿Te enteras? -dio un paso hacia él, arrinconándolo-. No pienso seguir dando la cara por ti ni soportando tus neuras. Espabila o te verás metido en un problema muy serio.


Quentin esperó unos cinco minutos antes de decidirse a llamar al interfono del apartamento de Anna.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Quentin -siguieron unos segundos de silencio-. ¿Puedo subir?

– Depende. ¿Has venido a sustituir al agente LaSalle como mi perro guardián? ¿O a verme?

– A verte -Quentin hizo una pausa-. Tenemos que hablar.

Encontró a LaSalle sentado junto a la puerta del apartamento, con un termo de café en el suelo y una novela abierta en el regazo.

– Hola, inspector Malone.

– LaSalle -Quentin se acercó a él-. ¿Todo tranquilo?

– Como una tumba.

– Me alegra oírlo -Quentin miró su reloj-. Me quedaré con la señorita North un par de horas. Puedes ir a comer algo mientras tanto, si quieres.

– Estupendo -el policía novato se levantó con gesto agradecido-. También daré una vuelta por el barrio, para asegurarme de que todo está en orden.

– Buena idea. Y que disfrutes de la cena.

Anna abrió la puerta. Vio cómo LaSalle desaparecía escaleras abajo, y se giró hacia Quentin.

– Truhán -murmuró-. Mira que deshacerte así de mi canguro. Tendré que recordar esa técnica.

Iba vestida con unos vaqueros azules y un jersey amplio de color marfil. Parecía pálida sin maquillaje, y llevaba la espléndida melena recogida en una juvenil coleta.

– Ni se te ocurra. LaSalle está aquí para protegerte.

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Y tú, Malone? ¿También has venido a protegerme?

– Estás enfadada.

– ¿Y te extraña? Esta mañana, antes de irte, prometiste que me mantendrías informada. Y, en vez de eso, me mandas a un canguro.

– Estoy preocupado por tu seguridad. Y mi capitana también. No queremos correr riesgos.

– Ese hombre volverá, ¿verdad? -Anna irguió el mentón, intentando mostrarse valiente-. Por eso LaSalle monta guardia en mi puerta.

– No sabemos con seguridad si volverá. Pero, si lo hace, le estaremos esperando.

Ella estudió su expresión, con evidente y dolorosa ansiedad.

– ¿Tenéis ya alguna pista de…?

– No. Lo siento, Anna. Esperaba traerte alguna buena noticia, pero no es así.

Anna se frotó los brazos, como si sintiera frío. Luego se apartó de la puerta, invitándolo a entrar.

– Pasa.

– ¿Estás segura?

– Sí, muy segura -cuando Quentin hubo entrado, ella señaló la bolsa que llevaba-. ¿Qué traes ahí?

– Sopa de pollo -respondió él ofreciéndole la bolsa-. Para ti.

Anna pareció sorprendida y, a continuación, se echó a reír.

– ¿Me has preparado una sopa de pollo?

– Es de mi madre. Suele preparar comida para los siete. Sigue congelada, por cierto.

– ¿Para los siete? -inquirió Anna mientras tomaba la bolsa.

– Soy el segundo de siete hermanos. Cinco de nosotros somos policías. Igual que mi abuelo, mi padre, tres tíos míos y una tía. Y mejor no te hablo de mis primos.

– Cielos.

Él sonrió.

– ¿Cómo ha ido el día?

– Me sentía nerviosa y agobiada aquí dentro, así que fui un rato a La Rosa Perfecta. Dalton me necesitaba.

– ¿Tuviste cuidado?

– Sí. Además, Ben me acompañó hasta la tienda. Y después me trajo Dalton.

Al oír el nombre del psiquiatra, Quentin frunció el ceño.

– ¿Ben Walker estuvo aquí?

– Sí. Vino a verme -Anna se frotó nuevamente los brazos-. Tenía un aspecto lamentable. Me contó lo del accidente. Y me dijo que habías ido a hablar con él. También me habló de la nota que encontró en el coche. De lo que decía… -de repente, se quedó sin voz.

Quentin se acercó a ella y tomó su rostro entre las palmas de las manos, obligándola a mirarlo a los ojos.

– Encontraremos a ese tipo, Anna. Yo lo encontraré. No permitiré que te haga daño.

– ¿Lo prometes?

Él se agachó para besar suavemente sus labios temblorosos.

– Lo prometo.

Con un suspiro de alivio, Anna alzó las manos hasta los hombros de él y recostó la mejilla en su pecho. Siguieron unos momentos de silencio. Quentin la rodeó con sus brazos, pero conteniéndose. No quería que Anna supiera lo preocupado que estaba por ella o lo mucho que significaba para él.

Al cabo de unos instantes, Anna alzó los ojos para mirarlo.

– Esa mujer… la que murió anoche…

– Jessica Jackson.

– Háblame de ella.

– Anna…

– Por favor -los ojos de Anna se llenaron de lágrimas-. Quiero saber cómo era. Murió en mi lugar.

– Eso no lo sabemos…

– Yo lo sé -Anna carraspeó para aclararse la voz-. Era pelirroja. El asesino le cortó el dedo meñique. Murió la misma noche que me agredieron a mí. Y alguien le dejó a Ben una nota que decía que yo iba a morir.

– La nota decía que «ella» iba a morir, Anna. No aludía a nadie en concreto. Podía referirse a Jessica Jackson.

– Tú sabes que eso no es cierto, Quentin. Y yo también. Es demasiado evidente. Por favor, háblame de ella.

Él musitó una maldición, aunque accedió.

– Se llamaba Jessica Jackson. Estudiaba en Tulane y trabajaba de camarera en el hotel Omni Royal Orleans. Anoche salió del trabajo a las once y fue a bailar con unos amigos. Estaba soltera y no tenía hijos. La sobreviven sus padres y dos hermanas.

– ¿Qué edad tenía? -inquirió Anna con voz trémula.

– Veintiún años.

Anna dejó escapar un gemido.

– Me siento muy mal por ella. Por su familia -rompió a llorar-. Murió por mi culpa.

– Basta ya, Anna -Quentin le enjugó las lágrimas con los dedos-. Tú no la mataste.

– Pero murió en mi lugar -Anna lo miró con ojos llenos de desesperación-. No me digas que eso no es cierto, porque lo es. Lo sé.

Quentin inclinó la cabeza para besarla. El beso, suave al principio, aumentó en intensidad. Anna le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él.

Hicieron el amor allí mismo, en el recibidor, apoyados contra la pared. Cuando por fin se aplacó entre ambos el frenesí de la pasión, Quentin se dio cuenta de que paladeaba el sabor de sus lágrimas. Que sus labios temblaban debajo de los suyos. Tomándola en brazos, la llevó al dormitorio y la soltó en la cama. Luego se tendió a su lado.

– No era mi intención que esto ocurriera -musitó-. Al menos, no así.

– No me estoy quejando.

Él le pasó tiernamente los dedos por la mejilla.

– Te he hecho daño. Y lo siento.

– No lo sientas. Eres un hombre bueno, Quentin Malone.

Él soltó una carcajada carente de humor.

– ¿Tú crees? Algunos dirían que soy un hijo de puta oportunista. Que me aprovecho de las mujeres en sus momentos más vulnerables.

– ¿De veras? -Anna arqueó las cejas-. ¿Y por qué yo no lo veo así? Si no recuerdo mal, fui yo quien empezó todo esto. ¿No seré yo la oportunista?

Quentin inclinó la frente sobre la de ella.

– En ese caso, puedes aprovecharte de mí siempre que quieras.

– ¿Lo prometes?

Justo cuando él abría la boca para responder, el estómago de ella emitió un gruñido. Anna se sonrojó.

– ¿Has comido? -inquirió Quentin sonriendo.

– No he probado bocado desde el desayuno. Seguro que la sopa de pollo de tu madre está deliciosa.

– Es la mejor -Quentin salió de la cama y le tendió la mano.

– Bien -dijo ella levantándose-. Si te portas bien, a lo mejor te sirvo también un vaso de leche.

Él sonrió burlón.

– Eso depende, querida, de lo que entiendas por «portarse bien».


Poco después, se hallaban sentados a la mesa de la sala de estar, ante sendos tazones de sopa de pollo y un paquete de rebanadas de pan tostado.

– Está exquisita -dijo Anna tomando una cucharada de sopa.

– Gracias -Quentin sonrió-. Mi madre es una cocinera espléndida. Eso siempre es una ventaja cuando se tienen siete hijos a los que alimentar.

– ¿Eras travieso de pequeño?

– Era terrible.

– Háblame de tus hermanos -pidió ella mientras extraía de la bolsa una rebanada de pan.

– Tengo cuatro hermanos y dos hermanas. Yo soy el segundo. Cosa que mi hermano mayor, John, siempre procura recordarme.

Anna se inclinó hacia él, fascinada. Conmovida por el afecto de su tono, por el brillo que se reflejaba en sus ojos mientras hablaba de su familia.

– Todos somos policías, excepto Patrick, que es contable, y Shauna, que estudia arte en la universidad.

Quentin siguió hablando de sus cinco sobrinos; de su tía, Patti, capitana de la comisaría del distrito siete; y de sus cuñados y cuñadas.

– Qué familia tan bonita -murmuró Anna-. ¿Siempre quisiste ser policía?

– Digamos que el trabajo de policía mi eligió a mí, y no al contrario.

– Por tradición familiar -ella ladeó la cabeza, estudiando su expresión-. ¿Qué te hubiera gustado ser?

– ¿Quién ha dicho que quisiera ser otra cosa?

– Entonces, ¿sí querías ser agente de policía?

– Ahora te toca hablar a ti -Quentin se terminó la sopa y retiró el cuenco-. Dime cómo fue tu vida en Hollywood.

– Antes del secuestro, muy feliz. Después… me sentí muy sola.

– Lo siento. Ha sido una pregunta estúpida.

Ella se encogió de hombros.

– No te preocupes -siguió un incómodo silencio. Al cabo de un momento, Anna se levantó-. ¿Te apetece un poco más de sopa?

Quentin también se puso en pie.

– No, gracias -echó una ojeada al reloj-. LaSalle debe de estar a punto de volver.

Recogieron juntos los cuencos y los vasos y los llevaron a la cocina. Anna abrió el grifo del fregadero.

– Ben no te cae muy bien, ¿verdad?

– Apenas lo conozco. ¿Por qué lo dices?

– Lo noté antes en tu voz, en la forma de pronunciar su nombre.

– Quizá es su ética lo que no me gusta. Yo quiero atrapar a un asesino, y él parece más interesado en protegerlo.

– No quiere darte los nombres de sus pacientes.

– Exacto.

– Y crees que el nombre de Adam figura en la lista.

– Al menos, así lo espero. Aunque le pregunté a Ben y me respondió que no. Pero resulta lógico pensar que todos esos hechos estén relacionados. Las cintas y las notas. Las cartas de Minnie. La desaparición de Jaye. El dedo postizo. La agresión que sufriste anoche.

– El asesinato de Jessica Jackson. Y los de esas otras dos mujeres… -Anna sintió en los ojos el escozor de las lágrimas-. Tengo que hacer algo, Malone. No puedo quedarme sentada en este apartamento, protegida por la policía, mientras ahí fuera siguen muriendo mujeres. Mientras Jaye soporta Dios sabe qué torturas.

– ¿Quieres ayudar? Muy bien, consigue que Ben entregue esa lista de nombres. Si no figura el de Adam, seguro que habrá otro que te suene.

– Como el de Kurt.

– O el de alguna otra persona conocida.

Anna lo miró con gesto desafiante.

– Si piensas que los nombres de Bill o Dalton pueden estar en esa lista, te equivocas. Ben los conoció cuando fue a buscarme a La Rosa Perfecta.

– ¿Estás segura?

– Sí -Anna se giró hacia él-. ¡Sí, maldita sea! Son amigos míos y confío plenamente en ellos.

Por un momento, se limitaron a mirarse mutuamente. Quentin maldijo.

– Debes tener en cuenta un hecho, Anna. En la gran mayoría de crímenes violentos, el agresor es un conocido de la víctima. No debemos tomar ese hecho a la ligera.

– Está bien, Malone. Conseguiré que Ben me entregue esa lista. Y comprobarás que estás equivocado. Muy equivocado.

Quentin cruzó la cocina de dos zancadas. Atrajo a Anna hacia su pecho y la besó profundamente, casi con desesperación.

– Consigue esa lista. Pero después mantente al margen, Anna -dijo con voz ronca-. Deja que mis compañeros y yo nos encarguemos de todo. A ese bastardo le encantaría que salieras y tomaras parte en esto. Le encantaría verte expuesta y vulnerable. No le des esa satisfacción.

– Te equivocas, Malone -repuso ella, comprendiendo súbitamente a su enemigo. Su propósito. Sus intenciones-. Desea verme aislada y aterrorizada. Como hace veintitrés años.

Загрузка...