Capítulo 7

Viernes, 19 de enero

Se llamaba Evelyn Parker. Había sido guapa, simpática y amante de las diversiones. Trabajaba en una clínica dental del centro y residía en la zona de la ciudad denominada el Bywater.

Había muerto el día de su veinticuatro cumpleaños.

– Vaya mierda, que te den matarile el día de tu cumpleaños, ¿eh, Malone? -comentó Sam Tardo, uno de los agentes encargados de recoger pruebas-. Y no toquéis nada. Aún no hemos terminado con el cadáver.

Quentin paseó la mirada sobre la víctima, buscando algo que pudiera haber pasado inadvertido: un botón, manchas de sangre, alguna huella.

– ¿Piensas lo mismo que yo? -inquirió Terry agachándose para echar una ojeada de cerca.

Nancy Kent.

– Sí -Quentin frunció el ceño. Evelyn Parker era una guapísima mujer con el cabello pelirrojo; había salido a divertirse la noche de su muerte. Al parecer, la habían violado antes de asfixiarla. Y, como ocurrió con Nancy Kent, la habían encontrado en un callejón situado detrás de un bar.

– ¿Quién la encontró? -preguntó Quentin.

– Una chica que hacía jogging.

– ¿Jogging? ¿Y para qué entró en el callejón?

– Por lo visto, iba con su perro. El chucho se volvió loco a la entrada del callejón, así que ella decidió acercarse para echar un vistazo.

– ¿Le ha tomado Walden declaración?

– Sí -Johnson señaló hacia el bar-. Ahora está interrogando al dueño.

Quentin volvió a fijar su atención en la víctima. Al contrario que Nancy Kent, Evelyn Parker sí se había resistido. Tenía contusiones en la cara, el cuello y el pecho, y los pantalones vaqueros bajados hasta las rodillas. Las braguitas estaban destrozadas.

Quentin miró a Terry de soslayo para hacerle un comentario sobre los pantalones, pero se tragó las palabras al advertir por primera vez lo cansado que parecía su compañero. Tenía los ojos enrojecidos y había estado muy callado.

– ¿Te encuentras bien?-le preguntó.

– Tan bien como puede esperarse sin casa adonde ir y sin haber dormido -Terry se frotó los ojos y maldijo-. Ya estoy harto de esta mierda.

– No creo que llegaran a violarla, Ter. Ese cerdo no pudo penetrarla así, con los vaqueros a la altura de las rodillas. Son muy ceñidos. Así que, a menos que se detuviera a intentar subirle de nuevo los pantalones, creo que simplemente se rindió y la mató.

– Adiós, ADN.

– Exacto -afirmó Quentin mientras salían del callejón-. Y será difícil relacionar los casos sin una prueba física.

– Casi imposible -por un momento, Terry guardó silencio-. Lo cual no me ayuda en absoluto -maldijo de nuevo-. Espero que no intenten, cargármelo a mí también.

Quentin se detuvo para mirar a su compañero.

– ¿Y por qué iban a hacerlo?

– Por lo de Nancy Kent, claro está.

– Pero si te descartaron como sospechoso.

Terry se metió las manos en los bolsillos y arqueó los labios con amargura.

– Ya, pero esto lo cambia todo. Volverán a interrogar a todos los sospechosos del primer asesinato. Seguro que la capitana nos llama en cuanto entremos en la comisaría. Mierda.

– Cuando te pregunte dónde estuviste anoche, ¿qué le dirás, Ter?

– La verdad. Que estuve en mi asqueroso apartamento, solo. Tragando whisky. Antes de eso, estuve con Penny.

– ¿Algún progreso con ella?

– ¿Progreso? Bah, no quiere que le amargue la diversión. Para Penny, la vida es una fiesta. Prefiere no saber nada de su marido. Pero luego no le hace ascos a ningún otro fulano que se le acerque.

– ¿Tienes alguna prueba de eso, Ter? No me parece muy propio de la Penny que yo conozco.

– Claro que tengo pruebas. Alex me ha dicho que últimamente Penny sale mucho de noche, que la señora Stockwell cuida de ellos mientras su madre está fuera. Dice que suele regresar bastante tarde.

– ¿Esas son tus pruebas? -Quentin abrió la portezuela del coche-. Alex sólo tiene seis años, inspector.

– ¿Y por qué otra razón iba a trasnochar tanto? -Terry apretó los puños-. ¡Es mi mujer, maldita sea! Debe estar en casa, con nuestros hijos.

– Puede que visite a alguna amiga. No tienes pruebas de que se esté viendo con otro hombre.

– Pero lo sé -Terry se giró hacia Quentin-. Tienes que hablar con ella, Malone. Penny respeta tu opinión. Le caes bien -su voz cobró un tono desesperado-. Por favor, habla con ella. Convéncela de que me deje volver. No sé si soportaré mucho más esta situación.

– Está bien -accedió Quentin-. No me parece que sea lo mejor, pero lo haré.


Habían pasado veinticuatro horas sin que se supiera nada de Jaye. Desesperada, Anna decidió visitar a Paula Pérez, la asistenta social encargada del caso de Jaye.

– Toc, toc -dijo mientras se asomaba por la puerta de su despacho.

Paula alzó la mirada y sonrió.

– Pasa, Anna.

– La recepcionista no estaba, así que he decidido entrar. ¿Vengo en mal momento?

– No, siéntate.

Anna así lo hizo, con la caja de recuerdos de Jaye apretada contra el pecho.

– He venido para hablar de Jaye.

– Me lo figuraba. Aún no se sabe nada, Anna.

– Lo sé -Anna agachó la mirada hacia la caja de recuerdos. Luego se la pasó a la asistenta social-. Quería que vieras esto. Es de Jaye.

Paula abrió la caja y examinó brevemente el contenido. Al cabo de un momento, miró de nuevo a Anna.

– ¿De dónde has sacado esto?

– De la casa de los Clausen. Me la llevé la noche que desapareció Jaye.

– Tendré que quedármelo.

– Lo sé. Pero temía que… -Anna respiró hondo-. Temía que la caja desapareciera si no me hacía cargo de ella.

Paula arrugó la frente.

– No te comprendo.

– Los contenidos de esa caja son la prueba de que Jaye no se escapó de casa.

– Ya lo hemos hablado por teléfono, Anna. Sé que te cuesta aceptar que…

– Ella jamás dejaría esos recuerdos atrás, Paula. ¡Lo sé! Representan su historia. Son lo único que tiene de su pasado.

– Jaye es lista, Anna. Sabe que nosotros nos encargamos de custodiar sus objetos personales, sin límite de tiempo. Aunque tardara diez años en aparecer, los encontraría aquí, esperándola.

– Pero si Jaye hubiese tenido la intención de huir, ¿por qué no se llevó ropa o comida? ¿Por qué iba a llevarse sus libros de texto? ¿Por qué se dejó sus CDs de música? No tiene ningún sentido,

– Fran y Bob llamaron esta mañana. Dicen que faltaban varios artículos de comida de su despensa.

– Eso dicen ellos.

Paula se puso rígida al tiempo que las mejillas se le teñían de color.

– ¿Se puede saber qué significa eso, Anna?

– Significa que quizá Fran y Bob no han dicho toda la verdad. Hay algo sospechoso en…

– ¡Por el amor de Dios! -Paula se levantó y miró a Anna con severidad-. Son buenas personas. Llevan casi veinte años acogiendo a jóvenes en su casa. Todo el mundo tiene un alto concepto de ellos, incluida yo. ¿Cómo te atreves a insinuar que pueden ser culpables de… de algún delito criminal?

Anna se puso de pie.

– Lo único que pido es que investigues un poco más la desaparición de Jaye. Interroga a los Clausen más a fondo, avisa a la policía…

– Ya he dado parte a la policía de la desaparición de Jaye, como exige la ley.

– Yo conozco a Jaye, Paula. Sé que ella no haría algo así. Le ha ocurrido algo -Anna se inclinó hacia delante-. Me dijo que un hombre la había seguido al salir del colegio. Quizá si se lo comentas a la policía…

– Fran me pasó esa información, y ya obra en conocimiento de las autoridades -Paula emitió un resoplido de exasperación-. Quizá no conozcas a Jaye tan bien como crees. Es una niña compleja, capaz de comportarse de una manera inesperada. Quizá te duela oírlo, pero es cierto.

– Conozco su pasado. Sé que se ha escapado docenas de veces. Pero en los dos últimos años ha madurado mucho. Emocional y espiritualmente…

La asistenta social levantó una mano para interrumpirla.

– Antes de seguir, Anna, quiero que te preguntes hasta qué punto la sensación de culpabilidad te impide aceptar el hecho de que Jaye se ha escapado.

– ¿La sensación de culpabilidad? -repitió Anna-. ¿Por qué iba yo a sentirme culpa…?

– Tengo entendido que os peleasteis recientemente. Que Jaye se sintió traicionada por ti.

– Eso no tiene nada que ver con lo ocurrido.

– ¿Tú crees? ¿No has pensado que quizá huyó por eso, precisamente? ¿Que esa madurez que creías ver en ella se rompió en mil pedazos cuando descubrió que le habías mentido?

Anna notó que se le formaba un nudo en la garganta.

– No era mi intención lastimarla -consiguió decir al fin-. Intenté explicarle lo de mi pasado y las razones que me impulsaron a mantenerlo en secreto.

– Lo sé -dijo Paula en tono suave-. Y lo comprendo. Pero yo no soy una adolescente dolida, que se considera traicionada por las personas que contaban con su cariño y con su confianza.

Una abrumadora sensación de culpa se adueñó de Anna. De culpa y de desesperación.

– Yo no deseaba hacerle daño -insistió-. Quiero a Jaye.

La expresión de la asistenta social se suavizó. Recogió la caja de recuerdos y se la devolvió a Anna.

– Guárdala tú, de momento. Creo que es lo que Jaye querría.

Anna tomó la caja y se marchó. Mientras salía del edificio, rogó que Jaye se encontrase bien. A salvo. Rogó que fuese cierto que había huido y que acabara regresando a casa.


Quentin vio a Anna nada más entrar en la comisaría del distrito siete. Estaba en el otro extremo de la atestada sala, con una pequeña caja apretada contra el pecho. Ladeó la cabeza para observarla.

¿Qué tenía Anna North que le atraía irresistiblemente, como un imán? Era guapa, sí. Pero debía de haber un puñado de mujeres igual de guapas en la sala, y Quentin sólo se había fijado en ella.

– Señorita North -la saludó tras cruzar rápidamente la habitación-. ¿Qué la trae a mi territorio?

Ella se giró, con una leve expresión de consternación en el semblante. Evidentemente, había esperado que sus caminos no volvieran a cruzarse.

– Necesito hablar con algún inspector de policía…

– Ese soy yo.

– Y yo que esperaba que me tocara otro inspector. Pero ha vuelto usted a tener suerte, parece ser.

Él se echó a reír.

– Sígame -Quentin la condujo hasta su despacho y le indicó con un gesto que tomara asiento-. ¿Cómo va su trabajo?

– Muy bien, gracias -Anna cruzó las piernas-. Bonita corbata. Muy colorida.

Quentin se miró la corbata y esbozó una sonrisita cínica…

– Gracias.

– Pocos hombres adultos se atreven a llevar una corbata con dibujos de cangrejos y botes de salsa picante -Anna enarcó una ceja-. ¿Es para dar un toque de humor a su trabajo?

Quentin volvió a sonreír.

– ¿En qué puedo ayudada, señorita North? -dijo sacándose del bolsillo la libreta y un bolígrafo.

– Una amiga mía ha desaparecido. En realidad, es mi hermana menor.

– ¿Su hermana menor?

– Colaboro como voluntaria con Hermanos y Hermanas Mayores de América. Jaye es mi «hermana menor» desde hace dos años.

Quentin le pidió el nombre completo de la chica, su edad y sus señas, entre otra información. Hecho esto, alzó la mirada nuevamente.

– ¿Cuándo desapareció?

– El jueves por la mañana se fue al colegio a la hora de siempre. Llevaba su bolso y la mochila de los libros. Se despidió de su madre adoptiva y nadie ha vuelto a verla desde entonces -Anna recorrió con la mano la tapa de la caja que sostenía en el regazo-. Aquella noche llamé a sus amigas y fui a los sitios que suele frecuentar. Nadie sabía nada de ella.

– ¿Y por qué no han venido a denunciarlo sus padres adoptivos?

– Creen que se ha escapado de casa. Si revisa los archivos de la policía, verá que ya han dado parte. No es la primera vez que huye de un hogar de acogida.

– ¿Cuántas veces se ha escapado con anterioridad?

– Seis veces.

Quentin tomó varias notas y luego volvió a mirar a Anna North a los ojos.

– Pero usted cree que esta vez no es ese el caso.

Ella se inclinó hacia delante.

– Sé que no. Mire lo que encontré debajo de su cama -abrió la caja y se la pasó al inspector-. En la vida de Jaye ha habido muchas más cosas malas que buenas. Ha perdido a todos sus seres queridos, empezando por su madre. Los objetos de esa caja representan todo lo bueno de su pasado. Lo único bueno que posee. Jamás se habría ido sin ella.

Quentin examinó el contenido de la caja.

– ¿Eso es todo?

– No. Hace una semana, me comentó que un hombre la había seguido desde el colegio.

– ¿Denunció el hecho?

Anna emitió un suspiro.

– No.

– ¿Fue un hecho aislado u ocurrió más de una vez?

– No lo sé… Jaye sólo me habló del incidente de aquel día.

Quentin cerró la caja y se la devolvió.

– ¿Qué es lo que sospecha usted? ¿Que alguien la ha secuestrado?

– Sí -contestó Anna con lágrimas en los ojos-. Desearía que no fuese así. Desearía que realmente se hubiera escapado de casa…

Quentin se levantó, rodeó la mesa y se sentó en el borde. A continuación soltó la libreta.

– Hace dos días acudió usted a verme, señorita North. Había recibido cartas de una admiradora y le preocupaba que dicha admiradora, una niña, estuviera en peligro.

– Se llama Minnie. Pero sí, eso es cierto.

– De hecho, creía que no sólo Minnie estaba en peligro, sino también otra chica, aún desconocida.

– Exacto. Pero no sé lo que tiene que ver eso con…

– ¿Qué edad tiene Minnie, según afirma en sus cartas?

– Once años.

– ¿Y qué edad tiene Jaye?

– Quince años.

– ¿Y qué edad tenía usted cuando la secuestraron?

Anna se puso en pie, con las mejillas inflamadas.

– ¡Ya veo adonde quiere ir a parar! ¡Pero se equivoca! Mire… -se llevó una mano a la frente y luego la bajó de nuevo-. Jaye ha desaparecido. Si huyó voluntariamente, lo hizo sin varios objetos personales muy importantes para ella. Sus padres adoptivos… no actuaban con normalidad, inspector Malone. Tuve la sensación de que ocultaban algo.

– Eh, eh, un momento. ¿Insinúa que pueden ser los responsables de su desaparición?

Anna elevó el mentón.

– Me pareció extraña su reacción ante la desaparición de Jaye. ¿Querrá hablar con ellos, por favor? Estoy muy preocupada por Jaye.

En vez de contestar inmediatamente, Quentin repasó todo lo que Anna le había dicho. Luego se levantó.

– Lo investigaré.

Ella dejó escapar un jadeo de sorpresa.

– ¿Lo dice en serio?

– Sí. Hablaré con la asistenta social y con sus padres adoptivos. ¿Se sentirá así más tranquila?

– Mucho más -Anna emitió un tembloroso suspiro de alivio-. Gracias.

A continuación, Quentin la acompañó hasta la salida y, tras prometer que se mantendría en contacto, observó cómo Anna se marchaba. Debía reconocer que aquella mujer le intrigaba. Por su pasado y por lo que había vivido. Por su trabajo de escritora.

Quentin entornó los ojos pensativamente. ¿Acaso dicho trabajo le estaba afectando la mente? ¿O sería su pasado? Por otra parte, ¿era posible que su inquietud y su miedo fueran justificados?

En ese momento se acercó Terry, relamiéndose.

– No sé lo que tienen las pelirrojas que me ponen a cien.

Quentin se giró hacia su compañero con gesto de incredulidad.

– Por amor de Dios, Terry, ¿nunca piensas antes de abrir la bocaza?

– ¿Qué ocurre? -Terry alzó las manos inocentemente-. Sólo he dicho que las pelirrojas me ponen.

– Exacto. A ti y, como mínimo, a otro tipo que merodea por ahí.

Su compañero se puso pálido.

– Oh, vaya, no quería decir que…

– Claro que no -Quentin miró por encima de su hombro-. Pero puede haber cerca gente que no tenga ningún sentido del humor.

– Como la capitana, por ejemplo -Terry chasqueó la lengua con frustración-. Esta mañana ya me ha echado un buen rapapolvo.

– ¿Por qué?

– Estaba de mala uva y se desfogó conmigo, simplemente.

La buena de tía Patti. Al parecer, no estaba dispuesta a permitir que uno de sus agentes se derrumbara así como así.

– ¿Cómo te fue en el interrogatorio?

– Bien. Aunque me habría ido mejor si hubiera estado en casa, con Penny. Esos cabrones se negaron a considerar el whisky como una coartada válida.

Quentin se sentó tras su mesa.

– Las pruebas disiparán cualquier sospecha.

– Sí. Aunque, por lo que he oído, no encontraron muchas en el escenario del crimen. Tenías razón. No la violaron Esos pantalones funcionaron como una especie de cinturón de castidad.

– Pero la mató, de todos modos-Quentin arrugó la frente-. ¿Por qué las escogerá pelirrojas?

– Porque su madre era pelirroja. O porque un setter irlandés le mordió cuando era niño. O porque tiene sangre de toro y le enfurece el color rojo. ¿Quién sabe? -Terry se frotó la mandíbula.

– Eh, Malone -llamó Johnson en ese momento-. La capitana quiere vernos. Trae tus anotaciones sobre los casos Parker y Kent

– Esto apesta -Terry se levantó-. Me siento totalmente desplazado.

– Ya pasará -dijo Quentin mientras se guardaba la libreta en el bolsillo.

– No permitas que me dejen fuera.

– Tranquilo -Quentin le dio un apretón en el hombro-. Tengo la sensación de que esta vez vamos a necesitarte.

Quentin siguió a Walden y a Johnson hasta la oficina de la capitana y cerró la puerta después de entrar, consciente de que Terry los observaba. Maldiciendo entre dientes, se acercó a su tía y, colocando las palmas abiertas sobre la mesa, la miró directamente a los ojos.

– Quiero a Terry en el equipo. Es un buen policía.

– Era un buen policía -corrigió ella-. Se está derrumbando. Y está bajo sospecha. Lo siento, pero no.

– «Bajo sospecha». Eso es una tontería y lo sabes. Landry no tuvo nada que ver con…

La capitana lo interrumpió.

– Ya he tomado una decisión. Y ahora, a menos que quieras unirte a tu compañero, te recomiendo que te calles y te sientes. ¿Entendido, inspector?

Sin embargo, en lugar de sentarse, Quentin siguió de pie, apoyándose en el marco de la puerta.

– ¿Qué es lo que tenemos? -preguntó la capitana entrelazando las manos encima de la mesa.

– La víctima se llamaba Evelyn Parker -empezó a decir Johnson-. Veinticuatro años. Caucásica. Muy guapa. Trabajaba en el centro y vivía en el Bywater.

– Le gustaba divertirse -añadió Walden-. Como a Kent. Había ido de copas la noche en que murió.

– ¿Tienen ya alguna pista? ¿Alguna teoría? -la capitana arqueó una ceja-. ¿Alguna buena conjetura?

– Yo creo que lo que une a las víctimas es el color de su pelo -terció Quentin-. Lo que debemos descubrir es por qué ese tipo va tras las pelirrojas.

Walden negó con la cabeza.

– Las dos mujeres estaban de juerga la noche en que murieron. A ambas les gustaba salir. Para mí, ese es el nexo de unión.

Quentin miró al agente.

– Las encuentra en los bares, simplemente. No las escoge porque frecuenten ese tipo de locales. Me da la sensación de que el sujeto no se relaciona excesivamente con ellas en público. Tiene mucho cuidado de no llamar la atención. Las invita a una copa, luego les pide que bailen con él un par de veces, a lo sumo. Pero alguien tuvo que verlas con las víctimas y acordarse.

– A ambas las asesinó en un callejón -dijo la capitana-. ¿Qué creen que utilizó para asfixiarlas? Una almohada no, seguro.

– ¿La mano? -sugirió Walden.

– En ese caso, las víctimas tendrían más contusiones en la nariz y la boca -objetó Quentin.

– Pues una bolsa de plástico. Le resultaría fácil llevarla en el bolsillo.

– Pero no se ha hallado ningún rastro de plástico cerca de las víctimas. Y habría sido lo más probable, teniendo en cuenta que las asesinó sobre un suelo asfaltado.

Walden se rascó la cabeza.

– Y, por lo general, cuando un asesino utiliza una bolsa, suele dejarla sobre la víctima.

– Quizá nuestro hombre es precavido -aventuró la capitana-. Y le preocupa dejar huellas potenciales. Mata a la chica, se guarda en el bolsillo el arma homicida y luego se deshace de ella en otro lugar.

– O sea, que no es estúpido.

– Pues vaya una suerte -Johnson emitió una risita tonta.

– Si no es estúpido, debe de ponerse guantes para no dejar huellas. Además, con el frío que ha hecho, a nadie le extrañaría ver a un tipo con guantes. Ni siquiera a las víctimas.

Quentin arrugó la frente.

– Se me ocurre una teoría muy simple. En la calle hace frío, así que el tipo lleva una chaqueta. Las asfixia con ella.

– Pero, en ese caso, hubiéramos encontrado más rastros de fibra.

Quentin se retiró de la puerta.

– ¿Y si la chaqueta es de cuero?

Los ocupantes de la habitación guardaron silencio. Luego intercambiaron miradas.

– La lleva puesta siempre -prosiguió Quentin-. Con el tiempo que hace, no llama la atención. El cuero es flexible pero no poroso. Y fácil de limpiar.

– A mí me encaja -comentó Johnson-. Pero tampoco conviene descartar la teoría de la bolsa de plástico.

Walden hizo un gesto.de asentimiento.

– Opino lo mismo. Al menos, resulta más lógico que la idea de que el tipo vaya por ahí con una almohada bajo el brazo.

La capitana O’Shay se reclinó en la silla.

– Quiero que este caso se resuelva. Los medios ya están especulando acerca de cuándo se producirá el tercer asesinato. El comisario Pennington se me echa encima continuamente, y permítanme que les diga que resulta muy incómodo.

Johnson se aclaró la garganta. Walden tosió y Quentin entrecerró los ojos,

– Tenemos un buen punto de partida, capitana. Lo resolveremos enseguida. Se lo garantizo.

– Procuren hacerlo -dijo ella-. Y manténganme informada.

Poniéndose en pie, Johnson y Walden se unieron a Quentin en la puerta.

La capitana detuvo a Quentin.

– ¿Malone?

Él se volvió para mirar a su tía.

– No le digas ni una palabra a Landry -ordenó ella-. Él está fuera de esto. ¿Entendido?

Quentin frunció el ceño. Algo en la expresión de la capitana lo inquietó.

– ¿Quieres decirme de una vez lo que ocurre?

– No puedo. Todavía no -su tía arqueó las cejas-. ¿Cooperarás? ¿O prefieres salirte del caso? Si es así, lo comprenderé…

– Cooperaré -respondió él-. Pero déjame decirte que todo esto me parece una putada. Terry es inocente.


Anna permanecía sentada ante la resplandeciente pantalla vacía de su ordenador. En las últimas dos horas, había redactado y desechado una docena de párrafos, insatisfecha con cada palabra que escribía.

Le resultaba imposible concentrarse. Además, ¿de qué le serviría? Había rechazado la oferta de su editorial. Ya no tenía editor ni, probablemente, agente. ¿Qué prisa había en que escribiera una nueva novela?

Notó que le afloraban a los ojos lágrimas de frustración y maldijo en voz baja. No iba a llorar por eso. Si lloraba, sería por Jaye. O por Minnie. Ellas la necesitaban. Ellas eran lo que importaba. Y no algo tan trivial como su carrera de escritora.

¿Trivial? Sus libros, su carrera, eran importantes para ella.

Pero no tanto como Jaye. Como averiguar qué le había ocurrido.

La buena noticia era que el inspector Malone había prometido investigar el asunto.

Anna se apoyó la barbilla en la mano mientras recordaba su conversación con el policía. Era un hombre muy atractivo, con una de esas sonrisas irresistibles capaces de derretir el corazón y los sentidos de una mujer.

¿Qué diablos le pasaba?, se preguntó. ¿A qué se debía aquella súbita e inoportuna atracción sexual? Había ido a la comisaría para ayudar a Jaye, por el amor de Dios.

Anna se obligó a concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador. Escribió una frase y luego otra. Las líneas fueron acumulándose, formando párrafos.

De bazofia carente de inspiración.

Anna los borró, chasqueando la lengua con frustración. Dios santo, ¿volvería a ser capaz de escribir alguna vez?

En ese momento, sonó el teléfono, y Anna descolgó el auricular como si se aferrara a un salvavidas.

– ¿Dígame?

– Anna, soy Ben Walker.

Al oír el sonido de aquella voz, Anna experimentó una oleada de placer… y una punzada de culpa. No había vuelto a pensar en Ben desde la desaparición de Jaye.

– Ben -murmuró-. Hola.

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Me siento un poco culpable. Se supone que debía llamarte yo, ¿verdad?

– No te preocupes por eso.

– En estos dos últimos días han pasado muchas cosas y, la verdad, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en tu propuesta -Anna lo puso al corriente de lo sucedido.

– Dios santo, Anna, ¿hay algo que yo pueda hacer?

– No, a menos que puedas decirme dónde está Jaye. Al menos, el inspector prometió hacer una investigación. Y no es que se creyera mi historia, desde luego.

Ben guardó silencio y luego carraspeó.

– Llámame si necesitas algo, aunque sólo sea para desfogar tu frustración. Hazlo sin dudar, a cualquier hora del día o de la noche.

– ¿De la noche? Teniendo en cuenta lo poco que duermo últimamente, es una invitación muy arriesgada.

– Lo digo en serio, Anna. Llámame cuando se te ofrezca algo, lo que sea.

Ella volvió a darle las gracias y, durante unos segundos, se hizo el silencio entre ambos. Ben lo rompió finalmente.

– ¿Así que todavía no nos has rechazado ni a mí ni a mi propuesta?

Anna sonrió.

– La verdad es que no.

– Bien. Porque esperaba invitarte a cenar.

– ¿A cenar? -repitió ella, sorprendida.

– Sí. Esta noche -Ben hizo una pausa-. Sin presiones de ninguna clase. Solos tú y yo, con una buena comida y un buen vino. ¿Qué me dices?

Anna ni siquiera se lo pensó. Después de los días que había pasado, la idea de cenar tranquilamente con un hombre interesante le parecía mejor que buena. Le parecía perfecta.


Tres horas más tarde, Anna llegó a Arnauds, uno de los mejores restaurantes tradicionales. de Nueva Orleans. Habían acordado encontrarse en el restaurante y Ben ya estaba allí, esperándola delante de la puerta. Llevaba un traje azul marino, camisa blanca y corbata granate. Parecía tener frío.

– Podías haberme esperado dentro -murmuró Anna en tono de disculpa-. Aquí fuera hace un frío que pela.

Restándole importancia, Ben la condujo al interior del restaurante. El maître ya les tenía lista la mesa, situada junto a una de las ventanas de cristal emplomado que daban a la calle.

– Me encanta Arnauds -murmuró ella-. Aparte de que sirven una comida excelente, tienen uno de los comedores más bonitos de la ciudad.

– No lo he notado, porque no consigo apartar los ojos de ti. Estás hermosísima, Anna -Ben se sonrojó-. No puedo creer que haya dicho algo semejante.

– A mí me ha parecido un piropo muy dulce -Anna alargó la mano para tocar levemente la de él-. Gracias, Ben.

En ese momento, llegó el camarero. Tras presentarse, tomó nota de lo que iban a beber y desapareció.

– ¿Cómo va el libro? -preguntó Anna.

– Ah, no, ni hablar -dijo Ben zarandeando un dedo-. La otra vez fui yo quien habló casi todo el rato. Hoy te toca a ti -sonrió-. ¿Qué tal va tu trabajo?

– Ahora mismo no tengo contrato -explicó ella-. Y no tardaré en quedarme también sin editorial.

– ¿Cómo es posible? -inquirió Ben mientras el camarero regresaba con el vino-. Si tus libros son magníficos. No tienen nada que envidiar a los de Sue Grafton o Mary Higgins Clark.

Anna le dio las gracias, apreciando el cumplido.

– Piensan que mi pasado es el gancho que necesito para entrar en la lista de los autores más vendidos. Me han hecho una oferta más que generosa, y me gustaría aceptarla, pero…

– ¿Pero qué? ¿Cuál es el problema?

Anna agachó la mirada y entrelazó fuertemente las manos en el regazo.

– Desean sacar partido de mi pasado. Si acepto, tendré que ir a la radio y a la televisión.

– Y la idea te aterroriza.

– Dios, sí -Anna lo miró a los ojos-. Quisiera aceptar, pero, ¿hablar en los medios de mi pasado, y no sólo de mi trabajo? ¿Exponerme ante cualquier chiflado que quisiera…? -se estremeció-. Ayúdame, Ben. Dime qué debo hacer.

– Tú ya sabes lo que debes hacer, sólo que no te gusta la respuesta.

– Maldición -musitó ella-. Me temía que ibas a decir eso. ¿No existe ninguna cura milagrosa, doctor?

– Lo siento -respondió él en tono comprensivo-. Aún no estás preparada. Y lo sabes. No estás capacitada emocionalmente para hacer lo que quiere tu editor.

– ¿Por qué me está pasando esto? -Anna apretó los puños-. Todo iba tan bien. Mi trabajo, mi vida… Todo.

– ¿Tú crees?

– ¿Qué estás insinuando?

– Nada ha cambiado realmente en tu vida, Anna. Simplemente te has visto obligada a hacer una elección.

– Una elección que da asco, perdona que te lo diga.

– Tu miedo es comprensible, teniendo en cuenta tu pasado. Pero no es necesariamente racional, Anna. Ni saludable.

Anna tomó un sorbo de vino, sorprendiéndose al comprobar que le temblaban las manos.

– Entonces, ¿crees que debería afrontar ese miedo y aceptar la oferta?

– Yo no he dicho eso. Creo que puedes vencer tus temores con la ayuda de una buena terapia -permanecieron en silencio mientras el camarero les servía la cena, sopa de marisco para él y el especial de chipirones Arnaud para ella-. Sé que recelas de los terapeutas, Anna -prosiguió Ben mientras hundía la cuchara en la espesa sopa-. Pero, ¿qué te parecería participar en una terapia de grupo, con personas que atraviesan una situación similar? Trabajo con un grupo los jueves por la tarde. Podrías venir un día de estos. ¿Qué me dices?

– Me da un poco de miedo -Anna se mordió el labio inferior-. Pero también siento cierta curiosidad.

– Bien -Ben sonrió-. Por algo se empieza.

– ¿Necesitas que te conteste ahora?

– En absoluto. Tómate el tiempo que necesites. Si decides participar, ha de ser voluntariamente, Anna, y no porque te sientas presionada. En cuanto hayas tomado una decisión, házmelo saber.

Anna así se lo prometió. A partir de entonces, se concentraron en la comida, que resultó ser tan excelente como ella había esperado. Mientras cenaban, Ben le contó historias de su pasado y de los lugares donde había vivido. Finalmente, tras pagar la cuenta, se ofreció a llevarla a su casa.

– Lo he pasado realmente bien, Ben -dijo Anna mientras caminaban hasta el portal de su edificio, tras haberse apeado del coche-. Necesitaba una velada como la de esta noche.

Él alargó la mano para acariciarle levemente la mejilla.

– Me siento un poco culpable-murmuró-. Verás, tenía otro motivo para invitarte a cenar hoy.

Ella notó que las mejillas se le inflamaban. El corazón empezó a latirle más deprisa. Observó la expresión de Ben. Su rostro quedaba parcialmente envuelto en la oscuridad y, de repente, parecía un desconocido, en lugar de un afable médico.

Un desconocido. Un hombre al que ella apenas conocía.

Un escalofrío de excitación y de aprensión recorrió a Anna. Contuvo la respiración, esperando.

– Tengo que aclararte una cosa -prosiguió Ben-. Y espero que no te enojes conmigo -tomó las manos de Anna entre las suyas-. No fui totalmente sincero contigo en nuestro primer encuentro.

– Adelante, sé sincero ahora. Creo que podré soportarlo.

– Muy bien -él exhaló una larga bocanada de aliento, que formó una nubécula de vapor en el gélido aire nocturno-. ¿Recuerdas que te dije que era admirador de tu trabajo? No era cierto. De hecho, no había oído hablar de Anna North antes de ver el programa del canal Estilo.

Anna asintió, notando que los labios se le entumecían. No por el frío, sino por el miedo. Temía lo que Ben diría a continuación.

– El día anterior a que se emitiera el programa, encontré un paquete en mi consulta. Contenía un ejemplar de…

– De mi última novela. Y una nota que te invitaba a sintonizar el canal Estilo al día siguiente -Anna se llevó una mano a la boca.

¿Hasta dónde había llegado la campaña de terror de su atormentador? ¿Qué era lo que buscaba? ¿Y por qué había incluido también a Ben?

– Sí… así es -Ben maldijo entre dientes-. Veo que estás muy disgustada y lo siento. Estoy seguro de que el paquete lo dejó uno de mis pacientes, pero no sé cuál de ellos ni por qué razón. He hablado con los seis pacientes que atendí ese viernes, pero todos negaron haber dejado paquete alguno.

Uno de sus pacientes. El entrevistador. Anna respiró hondo, excitada.

– ¿Tienes algún paciente llamado Peter Peters?

Ben repitió el nombre en voz alta y meneó la cabeza.

– No.

– ¿Estás seguro? ¿Ninguno con un nombre remotamente parecido al de Peter Peters?

– Seguro que no -Ben frunció el ceño, preocupado-. ¿Por qué?

– Porque tú no fuiste el único que recibió el paquete. Todas las personas que ocupan un lugar importante en mi vida recibieron uno. Mis padres, mis mejores amigos, mi agente y mi editor… Y mi hermana menor, Jaye -Anna se abrazó a sí misma-. Tú no fuiste el único telespectador que pudo sumar dos y dos y adivinar que Anna North no es otra que Harlow Grail.

– Antes de eso, ¿quién lo sabía?

– Sólo mis padres. Me esforcé mucho en dejar atrás mi pasado. En desvincularme de la princesita de Hollywood secuestrada.

Ben exhaló una larga bocanada de aliento.

– Lo siento, Anna. Debiste de sufrir mucho al verte expuesta de esa manera.

De repente, Anna se sintió enojada. Furiosa.

– Fue como un jarro de agua fría. Me sentí aterrorizada -elevó el mentón-. ¿Por qué no me dijiste la verdad desde el principio?

– Porque supuse que te asustarías. Y te habrías negado a hablar conmigo.

– Muy considerado, Ben. Gracias.

– Por favor -él volvió a tomarle las manos-. No soy de esas personas capaces de mentir para salirse con la suya. Tienes que creerme -hizo una pausa-. Además, me gustas.

Aquel último comentario hizo que la ira de Anna se disipara en parte.

– ¿Por qué te haría llegar a ti el paquete? -preguntó-. No tiene sentido.

– No lo sé. Pero resulta lógico pensar que es uno de mis pacientes quien está haciendo todo esto. Te ayudaré a descubrir quién es, Anna. Y por qué lo hace -por segunda vez aquella noche, Ben le acarició la mejilla. Tenía los dedos fríos como el hielo-. Juntos, podremos resolverlo. Te lo prometo.

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