Prólogo

Junio de 1978

Sur de California


El terror mantenía paralizada a la joven Harlow Anastasia Grail, de trece años de edad. Permanecía acurrucada en un rincón de la oscura habitación sin ventanas, con Timmy llorando a su lado.

La moqueta desprendía un leve olor a orina, como el colchón en el que Timmy y ella se habían despertado horas antes. ¿O había sido días antes? Harlow no lo sabía. Había perdido por completo la noción del tiempo desde que Mónica, la niñera de confianza de su padre, los indujo a subirse en un coche qué Harlow no había reconocido.

Él los estaba esperando dentro. El hombre al que Mónica llamaba Kurt.

Harlow se estremeció, recordando la frialdad de su sonrisa. Había sabido instintivamente que aquél hombre deseaba hacerles daño; había gritado al tiempo que buscaba frenéticamente la manija de la portezuela, pero él la sujetó con fuerza mientras Mónica le inyectaba algo que llenó su mundo de negrura.

– Quiero irme a casa -gimió Timmy-. Quiero ir con mi mamá.

Harlow atrajo al niño hacia sí en un gesto protector. Timmy estaba allí por culpa suya. Tenía el deber de protegerlo.

– Todo irá bien. No dejaré que te hagan daño.

De la habitación contigua les llegó el sonido de un televisor. En ese momento se estaba emitiendo el telediario:

– …sobre el secuestro de la pequeña Harlow Grail y su amigo, Timmy Price. Harlow Grail, hija de la actriz Savannah North y del cirujano plástico Cornelius Grail, fue raptada de los establos de la finca de la familia. El hijo del ama de llaves, de seis años de edad, que aparentemente había acompañado a Grail a los establos, también fue secuestrado. Las autoridades no creen que el niño figurase en el plan original de los secuestradores, y según el FBI…

Se oyó un fuerte golpe, seguido por el ruido de madera astillándose.

– ¡Hijos de puta!

– Kurt, cálmate…

– ¡Les dije lo que pasaría si avisaban a la policía! ¡Estúpidos cabrones de Hollywood! Se lo advertí,…

– Kurt, por el amor de Dios, no…,.

La puerta se abrió con tanta fuerza que se estrelló estrepitosamente contra la pared. Kurt apareció en la jamba, resollando, con el rostro lleno de ira. Mónica y la otra mujer, llamada Sis, permanecían detrás de él, horrorizadas.

– Vuestros padres no hicieron caso -dijo Kurt con voz queda y repleta de odio-. Lo siento por vosotros.

– ¡Deje que nos vayamos! -lloró Harlow, apretando a Timmy contra sí. El pequeño se aferró a ella, sollozando histéricamente.

Kurt emitió una risotada impregnada de crueldad.

– Putita mimada. Si dejo que os vayáis, ¿cómo conseguiré lo que quiero?

Cruzó la habitación y agarró a Timmy, arrebatándolo de su lado.

– ¡Harlow! -gritó el pequeño aterrado.

– ¡Déjelo en paz! -cuando Harlow intentó trabajosamente ponerse en pie, Mónica y Sis se acercaron raudas para sujetarla. Harlow se resistió, pero las mujeres eran demasiado fuertes. Le agarraron los brazos, clavándole las uñas en la piel, y la inmovilizaron.

Kurt arrojó a Timmy en el mugriento jergón.

– Observa con atención, princesita -le dijo a Harlow-. Mira lo que tus padres han provocado. No me hicieron caso. Les advertí que no avisaran a las autoridades. Les dije cuáles serían las consecuencias. Ellos tienen la culpa. Esos estúpidos cabrones de Hollywood.

Carcajeándose, Kurt agarró una almohada y la apretó contra el rostro de Timmy.

– ¡No! -el grito de Harlow levantó ecos en las paredes-. ¡No!

Timmy forcejeaba. Clavó las uñas en las manos de Kurt mientras sus piernecitas se debatían salvajemente al principio, y luego con menos fuerza. Harlow lo observó todo horrorizada, con el rostro lleno de lágrimas y una letanía de súplicas en los labios.

Timmy se quedó inmóvil.

– ¡No! -gritó Harlow-. ¡Timmy!

Kurt se incorporó. Luego se giró para mirarla con una sonrisa diabólica.

– Es tu turno, princesita.

Entre él y Mónica la arrastraron hasta la cocina. Harlow se dijo que debía luchar, pero el terror la había despojado de cualquier capacidad que fuese más allá del ruego. Mónica la obligó a colocar la mano sobre la porcelana del manchado fregadero.

– Lista o no, allá voy.

Harlow vio el brillo metálico. Comprendió que se trataba de unas tijeras para podar o un cortaalambres, y un grito se le formó en la garganta.

Kurt acercó las tijeras a su mano derecha y las cerró sobre el dedo meñique. Primero le llegó el dolor, ardiente, cegador. Luego el crujido del hueso al partirse en dos. El fregadero se tiñó de sangre.

A Harlow se le nubló la vista antes de quedar sumida en la oscuridad.


El dolor emanaba de la mano vendada de Harlow y ascendía por su brazo en abrasadoras oleadas. Con cada palpitación, la boca se le llenaba de un regusto acre y amargo que amenazaba con ahogarla. Se mordió con fuerza el labio inferior para no gritar. Tenía que mantenerse callada. Completamente inmóvil. Kurt y sus compañeras creían que estaba dormida, atontada por el analgésico que Mónica le había administrado. El analgésico que Harlow sólo había simulado tomar.

La oleada cesó y Harlow experimentó un respiro momentáneo de la agonía. Sus ojos se inundaron de lágrimas de horror, de desesperanza. Con la emoción le llegó otra oleada de dolor. Mareada, a punto de desvanecerse, Harlow se obligó a respirar. No desmayarse ahora. No podía ceder ante el dolor o el miedo, si deseaba sobrevivir. Sus padres pagarían el rescate esa noche. Había oído a Kurt hablar con sus compinches. Les había dicho que la dejaría libre en cuanto tuviese el dinero.

Era un mentiroso. Un sucio bastardo mentiroso. Había matado a Timmy aun cuando el niño no le había causado ninguna molestia. El dulce y pequeño Timmy, que sólo había deseado volver a casa.

Aquel bastardo asqueroso también pensaba a matarla a ella, a pesar de sus promesas. Harlow podía tener tan sólo trece años, pero no era ninguna estúpida.

Harlow se bajó del jergón, con cuidado para que no crujieran los muelles, y se arrastró por la moqueta del suelo hacia la puerta. Luego pegó el oído. Kurt estaba hablando, pero Harlow no captaba con exactitud lo que decía. Tenía relación con ella. Y con el rescate.

Sería aquella misma noche.

Harlow regresó presurosa al jergón, se tumbó en él y cerró los ojos. Oyó el chasquido del pomo y el suave sonido de la puerta al abrirse. Alguien se colocó a su lado.

Tampoco en esa ocasión habían cerrado la puerta con llave. ¿Por qué iban a hacerlo? Creían que estaba profundamente dormida por efecto de las drogas.

Su visitante se inclinó sobre la cama y Harlow comprendió que era Sis, la más vieja. Podía reconocerla por su olor a rosas y a polvos de talco, fragancias dulces que sólo disimulaban en parte el asqueroso hedor a tabaco.

Sis se inclinó más sobre ella. Harlow notó su aliento en la cara y se esforzó por permanecer absolutamente quieta.

– Dulce criatura -susurró la mujer-. Ya casi se ha acabado. Cuando Kurt tenga el dinero, todo irá bien.

Kurt se había ido para recoger el rescate. El tiempo se estaba agotando.

– Antes no pude detenerlo. Estaba furioso y… Tus padres no debieron desafiarlo. Ellos tienen la culpa. Han sido ellos quienes… -la voz de la mujer se espesó-. Hice lo que pude. Tienes que entenderlo. Él…

«No hiciste lo que pudiste. Pudiste haber salvado a Timmy, vieja bruja. Le hiciste muchos mimos pero no moviste ni un dedo para salvarlo. Te odio».

– Volveré -la mujer le posó un beso en la frente; Harlow apenas pudo reprimir un grito-. Duerme bien, princesita. Pronto se acabará todo. Te lo prometo.

La mujer salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Hartow escuchó atentamente, esperando el revelador chasquido del pomo al girarse.

No se produjo.

Entreabrió los ojos. Estaba sola. Cuidadosamente, con el corazón desbocado, temiendo hacer algún ruido que alertara a la vieja, se incorporó. De inmediato la asaltó una sensación de mareo y tuvo que agarrarse al borde del jergón para sostenerse, permaneció completamente inmóvil, respirando hondo por la nariz para aclararse la cabeza.

La sensación de mareo pasó, pero Harlow siguió sin moverse. Trató de organizar sus pensamientos. Por lo que había podido averiguar a lo largo de aquellos días, la retenían en una casa pequeña y relativamente apartada. No se oía ruido de tráfico ni de gente. Nadie había llamado nunca al timbre. Por la mañana sólo llegaba el trino de los pájaros y por las noches el aullido solitario de algún coyote.

¿Y si no encontraba a nadie que pudiera ayudarla? ¿Y si se perdía? ¿Y si el mismo coyote que aullaba por las noches la encontraba y la hacía pedazos?

Debía actuar o morir, recordó temblando. Kurt pretendía matarla. Si huía, al menos tendría una posibilidad.

Una posibilidad. La única.

Harlow se bajó de la cama, tambaleándose un poco al ponerse en pie. Aun así, avanzó hasta la puerta y la entreabrió levemente. La otra habitación parecía desierta. El televisor estaba encendido, pero sin voz. Había un pitillo humeando en un cenicero situado en el brazo del sillón.

Tenía que huir ya. Y deprisa.

Harlow corrió hacia la puerta principal y, tras descorrer torpemente el cerrojo, la abrió de un tirón. Con un débil e involuntario grito, salió a la oscura noche sin estrellas. Y echó a correr, a ciegas, sollozando, por una tierra seca poblada de matorrales. De repente, apareció ante ella una desierta carretera. Harlow sintió una oleada de esperanza.

Alguien, tenía qué haber alguien que…

Mientras tales palabras se abrían paso en su mente, un coche apareció sobre la colina cercana, disipando la oscuridad con el haz de sus faros. Harlow se quedó petrificada, tiritando, demasiado débil y exhausta incluso para hacer señales con la mano. Las luces se acercaron; el conductor hizo sonar el claxon.

– Auxilio -susurró ella cayendo de rodillas-. Por favor, ayúdeme.

El vehículo se detuvo. Una de las portezuelas se abrió. Un sonido de pasos se oyó en el pavimento.

– No, Frank -suplicó una mujer-. ¿Y si…?

– Por Dios bendito, Donna, no puedo… Santo cielo, es una niña.

– ¿Una niña? -la mujer salió del coche. Harlow alzó la cabeza y la mujer contuvo el aliento-. Dios mío, fíjate en su cabello pelirrojo. Es esa pobre niña a la que están buscando. La pequeña Harlow Grail.

El hombre resopló con incredulidad, y luego con aprensión. Miró a su alrededor, como comprendiendo de repente que podían estar en peligro.

– Esto no me gusta -dijo la mujer, claramente asustada-. Vámonos de aquí.

Él estuvo de acuerdo. Recogió a Harlow con brazos fuertes pero cuidadosos.

– Tranquila, todo va a ir bien -murmuró mientras echaba a andar hacia el vehículo-. Te llevaremos a tu casa. Ahora estás a salvo.

Harlow se estremeció y se derrumbó contra él, sabiendo, sin embargo, que no volvería a sentirse a salvo nunca más.

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