Viernes, 2 de febrero
– ¿Le duele? -inquirió el médico mientras presionaba suavemente las costillas vendadas de Ben.
– Un poco -respondió este con una mueca-. Pero puedo soportarlo.
– ¿Ha sentido algo raro desde el accidente? ¿Mareos? ¿Vértigo?
– No, nada de eso. Sólo dolores y molestias. Me cuesta un poco dormir.
– Es normal, dada la gravedad del accidente. Sus heridas podrían haber sido mucho peores.
– Menos mal que alguien lo presenció y llamó al 911.
– Sí, y más a esas horas de la noche. Tuvo usted mucha suerte.
Ben se levantó y empezó a ponerse la camisa.
– No era tan tarde. Poco más de las once, ¿no?
El médico se quedó mirándolo.
– Está usted bromeando, ¿verdad?
Ben notó que un escalofrío le recorría la espalda.
– No. Salí de la residencia de mi madre a eso de las once.
– Lo trajeron al hospital pasadas las tres de la madrugada, Ben.
Ben miró al médico, incrédulo.
– Debe de estar equivocado.
– En absoluto -el médico arrugó la frente-. Consta aquí, en su historial clínico. Las tres y trece minutos de la madrugada.
¿Qué había ocurrido en las horas que mediaban entre las once, cuando salió de la residencia, y las tres, cuando ingresó en urgencias?
– ¿Ben? ¿Se encuentra bien?
– Sí -respondió Ben parpadeando. Luego emitió una risita forzada-. Acabo de darme cuenta de que era yo quien estaba equivocado. Me dormí mientras le leía un libro a mi madre. Aún estoy confuso con respecto a lo sucedido aquella noche.
– No me extraña -el médico sonrió-. Llámeme si tiene algún problema.
Después de darle las gracias, Ben salió del hospital. Se subió en el coche, pero no lo puso inmediatamente en marcha. Permaneció sentado tras el volante, repasando mentalmente los sucesos de la noche del accidente.
¿Por qué lo último que recordaba era haber abandonado la residencia a toda velocidad, mientras intentaba hablar por teléfono con Anna? ¿Qué había sucedido después, en las horas transcurridas entre su precipitada salida de la residencia y el accidente?
Ben empezó a temblar, súbitamente asustado. De sus lagunas de memoria. De sus profundos y efímeros momentos de sueño. De sus dolores de cabeza. ¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso estaba perdiendo la cabeza?
No. La raíz del problema era el estrés, como le había dicho repetidamente su médico.
Descansó la frente en el volante, con el corazón acelerado.
Anna. Su mente retrocedió a la noche del jueves, cuando descubrió a Anna husmeando en sus archivos. Se había sentido furioso. Dolido. Ella le había mentido, había traicionado tanto su confianza como su amistad.
Sin embargo, al reflexionar sobre ello, Ben se arrepintió de haber pensado tales cosas, de haber reaccionado como lo hizo.
Anna estaba aterrada. Alguien la había agredido; y, una chica muy querida para ella estaba desaparecida. Buscaba respuestas. Y tal vez sus archivos podían dárselas.
«Entrégale esa lista».
Estaban muriendo mujeres. La vida de la propia Anna corría peligro. Parecía evidente que alguno de sus pacientes era el responsable o, como mínimo, estaba involucrado en el asunto. Por otra parte, su propio plan para dar con el culpable había llegado a un punto muerto.
Quizá si entregaba esa lista todo acabaría solucionándose. Y, quizá, Anna y él podrían empezar de nuevo. Sí, Anna le estaría muy agradecida y ya no sería de ninguna utilidad para ella.
Ben arrancó y puso primera. Se pasaría por la consulta, confeccionaría la lista y la entregaría en comisaría del distrito siete.
Sonrió para sí, imaginando la cara que pondría Malone.
Media hora más tarde, Ben entró en la comisaría y, tras identificarse, preguntó por Malone.
– Ha salido -le informó el agente de guardia-. Pero su compañero sí está. ¿Le sirve?
Ben dudó un momento, y luego asintió. Le hubiese gustado ver la expresión de sorpresa de Malone, pero no podía permitirse el lujo de esperar.
– Servirá.
– Se llama Terry Landry -el agente lo acompañó al interior de la comisaría-. Su mesa es la cuarta empezando por la izquierda. Es alto y moreno. Lleva una camisa hawaiana.
Tras darle las gracias Ben se dirigió hacia donde había indicado el agente. Entonces vio a Landry, identificándolo a partir de la camisa azul, rosa y amarilla. Estaba de espaldas, aparentemente charlando con un compañero.
Ben se dirigió hacia él. El inspector se giró.
Ben se detuvo en seco. Rick Richardson. Un paciente suyo.
No, ya no lo era, se corrigió Ben.
Había dejado de acudir a las sesiones hacía un par de semanas.
Ben hizo un cálculo rápido y se notó la boca seca. Había visto por última vez a Rick, más o menos, cuando perdió las llaves y apareció en su consulta el paquete con la novela de Anna.
Cuando se produjo el asesinato de la primera pelirroja.
Con el pulso acelerado, Ben repasó mentalmente los hechos: la insatisfacción de Richardson con el trabajo; su furia hacia su esposa; su ira reprimida contra su madre, recientemente fallecida, por una vida de maltratos emocionales.
Todo encajaba.
Ben se dio media vuelta y salió de la comisaria apresuradamente, con el corazón en la garganta. Esperaba que Rick, o Terry, no lo hubiese visto. Porque si sus temores eran ciertos, Terry Landry no sólo estaba seriamente perturbado, sino que era un asesino.
Ben llegó hasta el coche. Sólo cuando se sintió seguro en el interior, tras cerrar la puerta, se atrevió a mirar de nuevo hacia la comisaría.
Terry Landry estaba en los escalones de la entrada, con las manos en las caderas, mirando hacia uno y otro lado, como si buscara a alguien.
– Hijo de puta -Ben arrancó el motor y pisó a fondo el acelerador, ansioso por alejarse lo antes posible de su antiguo paciente.
Cuando hubo recorrido cierta distancia, agarró el teléfono móvil y marcó el número de la comisaría. Le respondió el mismo agente que lo había atendido unos minutos antes.
– Soy el doctor Benjamin Walker -dijo Ben-. Tengo que hablar con el inspector Quentin Malone. Dígale que se trata de la agresión sufrida por Anna North. Dígale que tengo un nombre.
Quentin detuvo el coche frente a la comisaría del distrito siete. No obstante, en lugar de apearse, permaneció sentado tras el volante, con la mirada fija en el parabrisas, tratando de asimilar la conversación que acababa de tener con Ben Walker.
Terry había sido paciente de Ben bajo un nombre falso. Y había dejado la terapia justo cuando empezó la odisea de Anna y se produjo el asesinato de Nancy Kent.
Quentin crispó los dedos sobre el volante, abrumado por el peso de las pruebas existentes contra su compañero. Su discusión con Nancy Kent. Las lentillas de color. El ataque a Penny. La rabia que lo embargaba, según él mismo había confesado.
Y la lista no acababa ahí.
Quentin musitó una maldición. Debía hablar con Terry. Su amigo tendría una explicación lógica para todo aquello. No era un asesino.
Quentin volvió a maldecir. No podía hacer tal cosa. Las normas exigían que comunicara de inmediato a su capitana lo que acababa de descubrir. Si Terry era inocente, podría demostrarlo. Si era inocente, no se encontraría ninguna prueba física que respaldara las puramente circunstanciales.
Quentin salió del coche y se encaminó hacia la comisaría. Haciendo caso omiso de los saludos de sus compañeros, se dirigió a la oficina de la capitana.
– Tenemos que hablar -dijo después de tocar en la puerta con los nudillos.
La capitana arrugó la frente y le hizo un gesto para que entrara.
– Cierra la puerta, si no te importa.
Quentin así lo hizo. A continuación, se sentó en la silla situada delante de la mesa.
– Es sobre los asesinatos del Barrio Francés.
– Continúa -ella cruzó los brazos delante de sí.
Quentin le relató lo sucedido. Cuando terminó, la capitana no parecía muy sorprendida. Él entornó ojos.
– ¿Acaso tenéis ya alguna prueba contra Terry? -inquirió-. Merezco saberla.
– Su grupo sanguíneo coincide con el de unos restos de tejido hallados en el cadáver de Nancy Kent. Aún estamos esperando los resultados del análisis de ADN del semen.
– Mierda.
– No era una prueba determinante. La mitad de los habitantes del área urbana de Nueva Orleans pertenecen al grupo O positivo. Pero eso, unido a la discusión de Landry con la fallecida, fue suficiente para considerarlo como un posible sospechoso.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Quentin, aunque ya conocía la respuesta.
– Solicitaré una orden de registro del apartamento, el coche y la taquilla de Landry. Y lo llamaré para interrogarlo.
– Me gustaría encargarme del interrogatorio personalmente, capitana.
– Malone, no creo que…
– Ahora el caso me pertenece.
– Pero os une una amistad personal. No puede arriesgarme a que…
– Y tanto que nos une una amistad personal -dijo Quentin apretando los puños. Se sentía furioso. Decepcionado-. Pero he arriesgado el cuello por él, y, si es culpable, quiero que lo pague.
Ella se lo pensó un momento, y luego accedió.
– Muy bien, pero Johnson también deberá estar presente.
– De acuerdo -Quentin se levantó y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Malone?
Él se detuvo y se giró para mirarla.
– Buen trabajo -dijo la capitana-. Sé que no ha debido de ser fácil para ti.
Quentin asintió lacónicamente.
– Soy policía. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Dos horas más tarde, Quentin se hallaba sentado en una silla plegable, delante de Terry. Su amigo ocupaba una silla idéntica. Las rodillas de ambos casi se rozaban.
– ¿De qué va todo esto, Malone? -Terry desvió su mirada hacia Johnson, que permanecía en pie junto a ellos, apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho-. ¿Otra mierda de interrogatorio?
– ¿A ti qué te parece? Esto es serio, Terry.
– ¿Debo llamar a mi abogado?
– Estás en tu derecho.
– Vaya, ¿hoy tenemos público? -Terry miró directamente hacia la cámara de vídeo, sin disimular su desdén-. Interroga, compañero. No tengo nada que ocultar.
– ¿Conoces el nombre de Benjamin Walker? ¿Del doctor Benjamin Walker?
– Claro -Terry se encogió de hombros-. Es psiquiatra y amigo de esa novelista, Anna no sé qué. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
– ¿Insinúas que no conoces al doctor Walker de nada más? -Quentin contuvo el aliento, rogando que su amigo no cometiera la estupidez de mentirle.
– Exactamente.
Al oír la respuesta, Quentin comprendió que Terry estaba profundamente implicado en el asunto.
No obstante, ocultó su decepción y probó otra táctica.
– Hablemos de lentes de contacto, Terry. De lentillas de colores extraños.
– Como el rojo o el naranja -terció Johnson-. El tipo de lentillas que la gente se pone para las fiestas de disfraces.
Terry se encogió de hombros.
– Me puse lentillas de color para ir a una fiesta. ¿Y qué? Mucha gente lo hace. Ya oíste a la encargada de la óptica.
– Pero, ¿por qué ese día, al salir de la óptica, no mencionaste el hecho? -inquirió Quentin-. ¿Por qué no me lo recordaste?
Terry sonrió cínicamente.
– Eh, ¿es que tengo que hacerte yo todo el trabajo? Además, supuse que te acordarías. Y yo estaba fuera del caso. Creí que no querrías que me entrometiera.
– Eso es una bobada, compañero.
– Lo tomas o lo dejas, compañero.
Quentin entrecerró los ojos.
– ¿Has oído alguna vez el nombre de Rick Richardson?
Terry se puso pálido.
– Es posible.
– ¿Es posible? -repitió Johnson-. ¿Qué quieres decir con eso?
– Es un nombre muy corriente. Creo que una vez detuve a alguien llamado así.
– ¿Y el hombre de Adam Furst? ¿Te dice algo?
Terry frunció el ceño pensativamente.
– No, nada.
– ¿Dónde estuviste la noche del jueves, 11 de enero, y la madrugada del día 12, cuando Nancy Kent fue asesinada?
– Tú sabes que estuve en el bar de Shannon. Contigo.
– ¿Dónde estuviste la madrugada del viernes, 19 de enero, cuando Evelyn Parker fue asesinada?
– En casa, con resaca -Terry hizo una mueca a la cámara de vídeo-. Como ya sabéis, muchachos.
– ¿Y hace cuatro noches, cuando asesinaron a Jessica Jackson? ¿La misma noche que agredieron a Anna North en su casa?
– Fui de copas con Tarantino y DiMarco, del distrito cinco.
– ¿Visitaste un bar llamado Fast Freddies, en Bourbon?
– Sí, me suena el nombre.
– ¿Lo visitaste o no?
– Sí -Terry se recostó en la silla-. ¿Y qué?
– Jessica Jackson pasó un rato allí esa misma noche. La última noche de su vida.
– Ese sitio está de moda. No me extraña que una chica marchosa como ella fuese a Freddies.
Quentin enarcó una ceja.
– ¿Jessica Jackson era una «chica marchosa»?
– Ya sabes a lo que me refiero. Le gustaba salir, ir de juerga.
– O eso has oído -Quentin miró a Johnson y luego de nuevo a Terry, sabiendo que eso pondría nervioso a su compañero-. ¿Te gustan las pelirrojas, Terry?
– Claro. No están mal.
Quentin arqueó las cejas.
– ¿No dijiste el otro día, y cito textualmente, «no sé lo que tienen las pelirrojas que me ponen a cien»?
Terry se removió en la silla.
– Puede que lo dijera.
– Lo dijiste. Después de ver a Anna North.
– No lo recuerdo.
– ¿Has salido con alguna pelirroja?
– He salido con muchas mujeres. Estoy seguro de que alguna pelirroja habría, pero no me acuerdo.
– ¿Estás diciendo que sí, entonces?
– Sí, seguramente.
Quentin fue a por todas.
– ¿Alguna vez se tiñó el pelo tu madre, Terry? ¿De pelirrojo?
Terry se levantó de un salto.
– ¡Hijo de puta! Creí que eras amigo mío.
– ¿Alguna vez te has tratado con un psiquiatra, Terry? ¿Con el nombre de… Rick?
– Exijo un abogado. No diré ni una palabras más hasta entonces -Terry se giró hacia la cámara-. ¿Lo habéis oído, hijos de puta? Ni una palabra más.
Veinticuatro horas más tarde, Terry fue detenido por el asesinato de Nancy Kent. También se le consideraba el principal sospechoso de los homicidios de Evelyn Parker y Jessica Jackson. Además de las abrumadoras pruebas circunstanciales y la coincidencia del grupo sanguíneo, los investigadores habían hallado en su coche y en su cazadora de cuero hebras de cabello que podían pertenecer a Nancy Kent. Habían sido enviadas al laboratorio para su análisis. La policía confiaba en que los resultados confirmasen lo que ya se daba por cierto.
Que Terry Landry era un asesino.
Quentin accedió a darle personalmente la noticia a Penny, pero se negó a tomar parte en el arresto. Aún no creía que su compañero hubiese sido capaz de hacer semejante cosa.
No dejó de pensar en Terry mientras salía de la comisaría y conducía sin un destino concreto en mente. Conforme maniobraba entre el tráfico, recordó a su amigo, al hombre al que tan bien había conocido y al que había otorgado su confianza. Se pregunto cómo podía haberse convertido en un monstruo.
Quentin detuvo el coche y recostó la frente en el volante.
Podía haber salvado a Terry. Podía haber salvado a aquellas mujeres. Era un inspector de policía, por el amor de Dios. ¿Por qué no había hecho nada?
Quentin alzó la cabeza y comprendió dónde estaba. A quién había acudido.
Anna.
Musitó una maldición y miró hacia otro lado. ¿Qué podía querer una mujer como ella de un hombre como él? Su risotada carente de humor reverberó en el interior del coche. Qué pregunta tan estúpida. A Anna sólo podía interesarle una cosa de él.
Quentin salió del vehículo y se dirigió hacia el bloque de apartamentos. El portal estaba abierto, de modo que sólo tuvo que subir hasta su puerta.
Anna abrió antes de que él llamara. Por su expresión, Quentin vio que ya sabía lo de Terry. Seguramente se lo habría dicho LaSalle.
– Anna -consiguió decir con voz espesa.
Ella le ofreció la mano al tiempo que le dirigía una suave mirada de comprensión. Él tomó su mano y se dejó conducir al interior. Anna no habló mientras cerraba la puerta y, a continuación, lo llevaba hasta el dormitorio. Tumbada junto a Quentin en la cama, le colocó las manos en las mejillas y susurró:
– Lo siento. Lo siento mucho.
Luego le hizo el amor, diciéndole sin palabras que comprendía su dolor, su pena, su sentimiento de culpabilidad.
– Háblame -pidió Anna mientras permanecían tumbados en silencio, después de haber alcanzado el éxtasis-. No me excluyas.
Quentin notó un nudo en la garganta y cerró los ojos, luchando por dominarse. Era como si Anna pudiese leerle el pensamiento. Aquella revelación no lo tranquilizó, precisamente, de modo que la reservó en un rincón de su cerebro para examinarla más tarde.
– Fui a ver a Penny -dijo al cabo de un momento-. La mujer de Terry. Fue… horrible -recordó cómo había llorado Penny. Por sí misma. Por sus hijos-. Se preguntaba cómo iba a decírselo a los niños. Les espera un trago muy amargo. El juicio. Las preguntas y los comentarios crueles de la gente. Son sólo críos, no se merecen una cosa así.
– No es culpa tuya.
– Pude haber ayudado a Terry. Sabía que estaba bebiendo demasiado, siempre lo veía de mal humor. Pero… aún no puedo creer que sea un asesino.
– Quizá no lo sea. Puede que se trate de un error, y…
– Tenían pruebas suficientes para detenerlo, Anna.
– ¿Y qué pasará ahora?
– Estamos esperando los resultados de los análisis. Y buscando más pruebas que lo relacionen con los otros dos asesinatos.
– Y conmigo.
– Sí -Quentin volvió a clavar la mirada en el techo. El silencio se hizo entre ambos.
– ¿Por qué a mí, Quentin? -inquiné Anna por fin, con voz trémula-. ¿Por qué me odia tanto?
– No lo sé. Se niega a hablar, así que tendremos que sacárselo.
– Pero, ¿y si…? -Anna hizo una pausa, como si no estuviese segura de lo que iba a decir-. ¿Y si no fue él quien envió las notas y las cintas de vídeo a mis amigos? ¿Y si no es él la persona que está detrás de las cartas de Minnie y de la desaparición de Jaye?
– Creemos que es él, Anna. Piénsalo. Terry es el nexo que os une a ti y a Ben Walker. Si Ben no te conocía de nada, ¿por qué recibió la novela y la nota que lo urgía a ver el programa de Estilo? Alguien, una tercera persona, decidió involucrarlo en todo esto. Ben siempre sospechó que se trataba de uno de sus pacientes. Y tenía razón.
Ella emitió un suspiro de angustia.
– Pero, ¿por qué?
– Eso sólo lo sabe Terry. Pero pronto también lo sabremos nosotros. Estas cosas llevan su tiempo, Anna.
– ¿Y dónde está Jaye? Tengo la sensación de que… el tiempo se acaba. Debemos encontrarla.
– Estamos buscándola. Y daremos con ella, te lo prometo.
– Pero, ¿cómo? -Anna alzó la voz levemente-. Si Terry se niega a hablar, ¿cómo la encontraréis? ¿Y si Jaye depende de él para comer y beber? ¿Y si pasan más días sin que…?
– Seguiremos investigando hasta que la encontremos -sintiendo la necesidad de acariciarla, Quentin se puso de lado y le recorrió la mejilla con la yema del dedo-. Me alegro de que estés a salvo, Anna. De que tu pesadilla haya terminado.
– ¿Tú crees? -susurró Anna con los ojos nublados por las lágrimas-. ¿Cómo puede haber terminado, cuando Jaye sigue encerrada sólo Dios sabe dónde, sola y asustada? ¿Cómo puedo sentirme a salvo?
Quentin no tenía ninguna respuesta que ofrecerle. En realidad, él mismo se preguntaba si Anna volvería a sentirse a salvo alguna vez.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -le preguntó mientras le recorría la mandíbula con el pulgar.
– Intentaré buscar otro editor. Y otro agente -una risa carente de humor escapó de los labios de Anna-. Intentaré volver a escribir.
– Lamento que Terry te haya hecho esto.
– Tú no tienes la culpa.
– Era amigo mío.
– No tienes la culpa -insistió ella. Luego alargó la mano y la entrelazó con la de él-. ¿Y tú? ¿Crees que estarás bien?
– Siempre he estado bien.
– Mentiroso.
Ante el suave desafío, Quentin se llevó las manos de ambos a la boca.
– ¿Acaso no me conoces, cariño? Quentin Malone, el donjuán juerguista. Para él la vida es una gran fiesta.
– Tú eres mucho más que eso.
Él percibió el reproche que se reflejaba en sus ojos. Y se sintió pequeño. Vulnerable. No le gustaba la sensación. Volvió a besarle la mano y luego salió de la cama para vestirse.
– ¿He profundizado demasiado para tu gusto?
– No, no es eso.
– ¿No?
– He de volver al trabajo. La ley me reclama.
– Tengo fe en ti, Quentin.
– Tengo que irme.
Anna se acercó a él y lo abrazó por detrás. Quentin notó el frío tacto de su bata de seda en la espalda y las piernas.
– Tengo fe en ti -repitió ella-. Eres inteligente y honesto. Honrado y cariñoso. Divertido. Leal.
– Hablas como si yo fuera un perrito faldero. Y no quiero ser mascota de nadie, Anna. Ni siquiera de ti.
Anna se retiró de él, con expresión confusa.
– ¿Por qué te has enfadado? ¿He dicho algo malo?
Quentin se agachó para recoger los pantalones.
– No he debido venir hoy.
– Pero has venido -repuso ella observándolo-. ¿Acaso te arrepientes?
Él acabó de abrocharse los pantalones y procedió a ajustarse el cinturón.
– Tengo que irme.
– ¿Huyes, Malone? ¿De qué? ¿De mí? ¿O de la verdad?
– Tiene gracia que diga eso una mujer que se ha pasado la vida entera huyendo.
Aquel comentario caló muy hondo. Anna retrocedió otro paso, con expresión dolida.
– ¿Pero qué te pasa? ¿Esa es tu forma de decir «gracias por los buenos ratos, nena, ya nos veremos»?
– Lo hemos pasado bien. Yo te he protegido y tú has hecho que me sienta como un héroe. Pero ahora ya no corres ningún peligro. ¿Por qué no lo dejamos ahí, sin darle más vueltas?
Anna se sintió como si acabara de abofetearla.
– Tienes razón, debes irte. Te traeré la cazadora.
– Nunca dije que esto fuese a durar siempre, Anna.
– No, nunca lo dijiste. Así que no tienes por qué sentirte culpable, ¿verdad? -tras darle la cazadora, Anna fue hasta la puerta y la abrió-. Vete. Quiero que te marches.
– Anna, yo no quería hacerte daño. No deseaba que…
– Sólo querías alejarme de ti porque me estaba acercando demasiado. Bien, pues lo has conseguido, inspector Malone. Felicítate por un trabajo bien hecho.