Capítulo 6

Jueves, 18 de enero

Anna había pasado mala noche. El sueño la había eludido y, cuando hubo conseguido dormirse, se despertó aterrorizada, gritando el nombre de Timmy.

No sabía a quién achacar su estado de agitación: a Ben Walker, por haberla encontrado con tanta facilidad, o al inspector Malone, por haber plantado las semillas de la duda con respecto a las cartas de Minnie.

Anna musitó una maldición mientras salía de la ducha. Tras echar una ojeada al reloj, se secó y se vistió. Disponía de unas tres horas para investigar un poco antes de entrar a trabajar en La Rosa Perfecta. La noche anterior había llamado al número facilitado por Minnie en su primera carta. Había contestado un hombre, lo cual supuso una decepción para Anna. Había esperado hablar con la niña directamente. Sin arredrarse, había respirado hondo antes de preguntar por la pequeña. El hombre guardó silencio durante unos segundos y luego colgó sin decir palabra. Fue entonces cuando Anna comprendió con claridad que Minnie la necesitaba.

Había vuelto a llamar varias veces, sin que nadie contestara. De modo que decidió visitar Mandeville, una comunidad situada en la orilla norte del lago Pontchartrain, para echar un vistazo al domicilio de Minnie. Una vez allí, decidiría el siguiente paso.

Sin embargo, una hora más tarde, Anna descubrió que aquella dirección iba a servirle de poco. No pertenecía a un domicilio particular, sino a una agencia de servicio postal. Anna examinó de nuevo el número y entró. Luego sonrió al hombre que atendía al mostrador y se presentó.

– Soy escritora y he estado carteándome con una admiradora. En el remite de sus cartas figuraba esta dirección -Anna le entregó un sobre-. Sé que ha recibido mis cartas, pero ahora me pregunto cómo es eso posible.

El hombre, que resultó ser el propietario de la agencia, le devolvió el sobre, sonriendo.

– En realidad, una de las ventajas de alquilar un buzón en nuestra empresa, y no en la oficina de correos, es que nosotros asignamos una dirección en lugar de un número de apartado de correos.

– ¿Quiere decir que esta persona tiene alquilado un buzón en su establecimiento?

El hombre sonrió nuevamente.

– Exacto, así es. Si lo desea puedo darle un folleto informativo donde se especifican nuestros servicios -antes de que ella pudiera negarse, sacó el folleto de debajo del mostrador-. Por si alguna vez lo necesita.

Anna le dio las gracias y, después de guardarse el folleto en el bolso, volvió a centrarse en la razón de su visita.

– Necesito encontrar a la chica que escribió esa carta ¿Pueden ustedes facilitarme sus señas?

– Lo siento -en ese momento entró un cliente, y la mirada del hombre se desvió hacia la puerta-. Eso no es posible.

– ¿Ni siquiera tratándose de una emergencia? Sé que puede parecer una locura, pero hay una niña pequeña en peligro. ¿No podría saltarse las normas, aunque sólo sea por esta vez? ¿Por favor?

– No -respondió el hombre tajantemente-. No puedo hacer excepciones. Y ahora, si me disculpa, debo atender a un cliente.

Anna salió de la agencia, frustrada. ¿Qué iba a hacer ahora?

Pensó en el apellido de Minnie, Swell, poco frecuente en aquella parte del país.

Jo y Diane. De la boutique Green Briar.

Por supuesto. Jo Burris y Diane Cimo conocían a casi todos los habitantes de la orilla norte del lago. Si alguien con ese apellido había estado en su boutique, lo recordarían.

Anna se subió en el coche y enfiló la autovía 22. Había conocido a Jo y Diane en su primera visita a la orilla norte. Simpáticas y afectuosas, siempre la trataban como a una vieja amiga.

Aparcó el coche frente a la tienda y entró. Jo, una hermosa mujer de edad indefinida, alzó la mirada de la caja que estaba desempaquetando. Sonrió cálidamente.

– Anna, precisamente estaba pensando en ti. Acabamos de recibir unas prendas maravillosas -mostró el jersey rosa que acababa de desempaquetar-. Con tu color de pelo, cariño, ningún hombre se te resistiría.

Anna se echó a reír. Aunque sentía una enorme tentación de probarse el jersey, expuso el verdadero motivo de su visita.

– Swell -repitió Jo, enarcando las cejas pensativamente. Al cabo de un momento, meneó la cabeza-. Lo siento, cielo, ese nombre no me suena de nada.

– ¿Y el nombre de Minnie? -inquirió Anna-. ¿Has oído a alguien hablar de una niña llamada Minnie?

Jo negó de nuevo con la cabeza.

– Pero es posible que Diane sí. O alguno de nuestros clientes. Si es importante, podemos preguntar.

– Sí, Jo, es muy importante -charlaron durante unos cuantos minutos más y, por fin, Anna salió de la boutique.

Cuando llegó al trabajo, cincuenta minutos después, vio que tenía algunos mensajes en el contestador. Dos de su agente y uno del doctor Ben Walker. Anna llamó a su agente enseguida.

– Hola, Will, ¿qué hay?

– Han aumentado la oferta.

Anna notó que el estómago le daba un vuelco.

– ¿Qué has dicho?

– Como lo oyes. Madeline me llamó esta mañana. Chesire House ha decidido ofrecer más dinero si aceptas la nueva propuesta

– Pero, ¿por qué habrán aumentado la oferta? -inquirió Anna-. Ni siquiera la he rechazado aún oficialmente…

– Yo les había expresado tus recelos. Dejé bien claro que te estaban exigiendo un sacrificio personal considerable -Will emitió un suspiro de satisfacción-. Ah, me encanta que los planes salgan bien.

Anna tragó saliva, con el corazón martilleándole el pecho.

– Will -murmuró-. El dinero es lo de menos. Siempre ha sido lo de menos.

– Han ofrecido cincuenta mil dólares, Anna.

Por segunda vez, Anna sintió un vuelco en el estómago.

– Repítelo.

Will repitió la cifra, y ella colocó la mano en el brazo de Dalton buscando apoyo.

– Pero con las mismas condiciones -prosiguió su agente.

– ¿No ceden en eso?

– Ni un milímetro -ante el silencio de Anna, Will se apresuró a añadir-: Piénsatelo bien, Anna. Piensa en lo que esto puede significar en tu carrera. Estamos hablando de entrar en la lista de los libros más vendidos. De una campaña publicitaria de proporciones gigantescas. Y piensa en lo que perderás si rechazas la oferta. Con lo que vendes actualmente, te será difícil publicar en otras editoriales.

– Pensaba que creías en mi trabajo -respondió Anna con voz espesa y dolida.

– Y así es. Pero en este negocio se necesita algo más que una buena historia para vender un libro. Se necesita un gancho. Y tú lo tienes a tu disposición, Anna. Utilízalo. No desperdicies esta oportunidad.

– Te entiendo, pero… no puedo hacerlo -Anna meneó la cabeza-. Sé que no puedo hacerlo.

– ¿Por qué te empeñas en sabotear así tu propia carrera? ¿Es que no lo entiendes? Las oportunidades así sólo se dan una vez en la vida. No puedes dejarla pasar.

– Lo sé, pero…

– Seguiré negociando. Sé que podré sacarles aún más dinero. Ya ven en ti una mina de oro en potencia. Si aceptas avenirte a sus planes…

– ¡Will! Calla y escúchame. Me gustaría hacerlo, pero no puedo. ¡No puedo!

Su agente permaneció callado durante largos e incómodos segundos. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono amargo pero resignado.

– ¿Es esa tu decisión final?

– Sí -logró responder Anna-. Lo es.

– En fin, tú mandas -Will hizo una pausa-. Si estuviera en tu lugar, Anna, me plantearía buscar la ayuda de un profesional para resolver tu problema. Y es un problema, aunque tú te empeñes en negarlo.

Dicho esto, colgó, y Anna devolvió el auricular a su sitio, luchando por controlar la desesperación que empezaba a embargarla. No era ninguna estúpida. Además de una nueva editorial, tendría que buscarse un nuevo agente.

Tendría que empezar otra vez de cero, después de lo arduamente que había trabajado. Después de lo que había luchado.

– ¿Te ha colgado? -preguntó Dalton con indignación-. Nunca me cayó bien, Anna. Ni a Bill. Es un cabrón arrogante. Y homófobo, estoy seguro.

Ella intentó sonreír, sin conseguirlo.

En ese momento, volvió a sonar el teléfono. Anna contestó rápidamente, esperando que Will hubiese vuelto a llamar para pedirle disculpas.

La Rosa Perfecta.

– Anna, soy Ben Walker. ¡Espere! Antes de colgar, escúcheme.

– Adelante -respondió ella-, pero sea breve. Estoy trabajando.

– Lamento haber invadido su intimidad cómo lo hice -se disculpó Ben-. Había previsto su reacción pero, en mi ansiedad por entrevistarla, seguí adelante de todos modos. Por favor, acepte mis disculpas.

Anna se sintió más aplacada. Pero sólo moderadamente.

– Prefiero que no me recuerden el pasado. Lo dejé atrás.

– En eso se equivoca, Anna. ¿No lo comprende? Si teme ese pasado hasta el punto de esconderse de él, automáticamente deja de ser el pasado y se convierte en el presente.

Jaye le había dicho prácticamente lo mismo. Igual que su agente, hacía unos minutos.

«Yo me plantearía buscar la ayuda de un profesional para resolver tu problema. Y es un problema, aunque tú te empeñes en negarlo».

¿Y qué mejor profesional que un psiquiatra especializado en los traumas de la niñez?

– Dígame -murmuró Anna-, ¿de qué quería hablarme?

– Reúnase conmigo y le hablaré de mi proyecto. Sin compromisos. Si se siente incómoda o no le interesa, no volveré a molestarla. Se lo prometo.

¿Qué tenía que perder?, se dijo Anna. Al fin y al cabo, ya había perdido a Jaye, su anonimato y su carrera.

– De acuerdo -murmuró-. Me reuniré con usted. ¿Le parece bien hoy a las cinco, en el Café du Monde?


Anna llegó temprano a la cita. Pidió un café con leche y se sentó a esperar en la terraza de la cafetería, viendo pasar a la gente.

– Siento llegar tarde -Ben apareció al cabo de unos minutos y se sentó en una silla, frente a ella-. Perdí las llaves, Qué pesadilla…

– En realidad, doctor, estaba empezando a replantearme su proposición. Mi relación con los psicólogos nunca ha sido muy buena.

– ¿Quiere decir que la ha tratado algún profesional?

– Sí, varios -Anna elevó el mentón-. Cuando era mucho más joven.

– ¿Después del secuestro?

– Sí, después del secuestro.

El camarero se acercó y Ben pidió un café con leche y un plato de buñuelos. Luego volvió a dirigirse a Anna.

– Pero yo no le propongo una relación de médico y paciente.

– ¿No? ¿Y qué clase de relación me propone?

– Una relación de autor y autor. De entrevistador y entrevistado. Y quizá, si hay suerte, de amistad.

Una sonrisa curvó los labios de Anna. Se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que aquel hombre le caía bien.

– Es usted bueno en lo suyo.

Él se echó a reír y, tras darle las gracias, volvió a ponerse serio.

– Se lo digo de veras, Anna. No es mi intención tratarla como psiquiatra. Sólo espero que me hable de su vida, de sus sentimientos, de las decisiones que ha tomado y del porqué de esas decisiones.

– Le aseguro que la historia de mi vida no constituirá una lectura fascinante -comentó Anna cínicamente.

– En eso se equivoca. Resultará fascinante para mí y para las personas que lean mi libro. Permita que le hable un poco de mí y de mi trabajo. Quizá así comprenda por qué me interesa tanto entrevistarla.

Ben empezó a hablarle de su educación y sus estudios. Era hijo único, criado por una madre soltera… a la que adoraba. Había sido producto de un breve idilio con un hombre del que su madre se negaba a hablar y, dejando aparte a su tío, no tenía más familia. Recordaba poco de los primeros años de su infancia, salvo que se habían mudado de casa con frecuencia.

– Sin amigos y sin parientes, fui un niño muy solitario. Luego entré en la escuela. Me encantaba. Los libros se convirtieron en mis compañeros constantes.

– ¿Por qué estudió psiquiatría?

– Deseaba ayudar a los demás, pero no soportaba la visión de la sangre -Ben sonrió-. Es una verdad a medias, desde luego. Me fascina la gente. Su comportamiento. Sus motivaciones. Cómo un hecho determinado puede afectar profundamente en la vida de una persona.

Anna debía reconocer que, como escritora, también sentía interés en tales cosas.

– ¿Y por qué se especializó en los traumas infantiles?

– La niñez es el principio de todo. Esos primeros años de formación influyen decisivamente en la vida de toda persona -Ben tomó un sorbo de café-. En mi primer año como psiquiatra, traté un caso fascinante. Se trataba de una mujer que padecía un trastorno de disociación de la identidad.

– ¿Qué?

– Trastorno de disociación de la identidad o TDI. Así llamamos ahora al trastorno de personalidad múltiple.

Anna reflexionó un momento, tratando de recordar lo que sabía acerca de dicho trastorno, que era muy poco.

– El TDI -prosiguió Ben- es consecuencia de un abuso continuado en los primeros años de la infancia. En un intento de protegerse de algo que le resulta insoportable, la psique se divide y forma una personalidad completamente nueva, preparada para hacer frente a cada situación -hizo una pausa-. En el caso que yo traté, la paciente tenía dieciocho personalidades distintas e independientes, cada una con una función específica.

Ambos se quedaron callados. Anna no sabía qué decir. Tomó la taza de café y apuró el resto. Al cabo de un momento, carraspeó y alzó la mirada. Y vio que Ben estaba observando su mano mutilada, con una expresión extraña. Se puso rígida y se llevó las manos al regazo.

– Usted sabe quién soy y, por lo tanto, sabe que no nací con sólo cuatro dedos en la mano derecha -al ver que él no respondía, Anna carraspeó de nuevo-. ¿Ben?

Él se estremeció y, pestañeando, la miró a los ojos.

– ¿Qué?

– Me estaba mirando la mano.

Ben pareció sorprendido. Y luego azorado.

– ¿Sí? Perdón, no me di cuenta. A veces, cuando empiezo a hablar de mi trabajo, me… me abstraigo. Lo siento de veras.

– No pasa nada. Ya estoy acostumbrada.

– ¿A su mutilación? ¿A a que la gente se quede mirándola?

– ¿Sinceramente? Vivir con cuatro dedos resulta mucho más fácil que sobrellevar la curiosidad de la gente.

– Su descortesía, quiere decir.

– A veces, sí.

Ambos se relajaron y Ben siguió hablando de aquel caso de TDI y de otros sobre los cuales había leído. Anna escuchó atentamente cada palabra.

– Comprendo que esté tan interesado en el tema -murmuró al cabo de un rato-. Es fascinante.

– Sería ideal para una de sus novelas.

– ¿Acaso puede leer la mente? -Anna meneó la cabeza con una leve sonrisa-. Estaba pensando justamente en eso.

– Le diré lo que haremos. Usted me ayuda con mi libro y luego yo le ayudo con uno de los suyos. Espero que mi estudio, además de educar al público sobre los efectos a largo plazo del abuso infantil, ayude también a las personas que hayan sobrevivido a dichos abusos. Creo firmemente en el poder curativo del conocimiento. Todos tenemos la capacidad de curarnos a nosotros mismos, sobre todo en lo que respecta a las enfermedades mentales. Sólo tenemos que aprender a usar esa capacidad.

– ¿Y ahí es donde interviene usted?

– Exacto. Yo y los libros de autoayuda.

– Como el suyo.

– Exactamente -Ben manoseó la servilleta-. Dígame que me ayudará.

– No sé. No suelo hablar mucho de mi pasado. No me gusta recordarlo.

– ¿Pero sueña con él, Anna? Sé que sí. Está ahí, en la periferia de su consciencia, atormentándola constantemente. Susurrándole en el oído, influyendo en cada uno de sus actos.

Anna se quedó mirándolo, atónita. E incómoda.

– Podría decirle que eso no es cierto.

– Pero no lo hará, porque es una persona honesta.

Ella se echó a reír de pronto, sorprendiéndose a sí misma.

– Sabelotodo.

– ¿Qué quiere que le diga? Soy un tipo listo. Y majo, ¿no cree?

Sí, era majo, decidió ella. Inteligente y divertido. A Anna le gustaban los hombres intelectuales. Máxime si tenían sentido del humor, como Ben Walker.

– Muy bien, me lo pensaré -dijo al fin-. Pero necesito algo de tiempo. Espero que no se sienta decepcionado.

– Ya soy mayorcito, sé esperar.

Tras pagar la cuenta, se levantaron para marcharse.

– Yo voy en esa dirección -dijo Anna señalando hacia la catedral de San Luis-. ¿Y usted?

– Tengo el coche aparcado en Jax Brewery.

– Entonces, nos despedimos aquí -Anna se metió las manos en los bolsillos.

– Sí. De momento -Ben se inclinó para besarle la mejilla-. He disfrutado mucho hablando contigo, Anna -dijo tuteándola-. Llámame -sin aguardar una respuesta, se dio media vuelta y se alejó.


Ben yacía tumbado en la cama, sólo en la oscuridad. Respiraba lenta y profundamente por la nariz, notando cómo la compresa que tenía en la frente se enfriaba.

El dolor de cabeza que lo había atormentado horas antes había vuelto durante su charla con Anna, aumentando conforme transcurrían los segundos. Cuando llegó al coche, el dolor se había vuelto insoportable. Había conseguido abrir la portezuela y derrumbarse dentro del vehículo. No sabía cómo se las había arreglado para volver a su casa, Pero allí estaba.

Ben cerró los ojos mientras la píldora recetada por el médico le brindaba un dulce y misericordioso alivio.

Pensó en su encuentro con Anna. Ella lo había observado mientras se alejaba. Ben había sentido claramente su mirada en la espalda y había cedido al impulso de girarse… para ver cómo ella lo miraba, con una mano en la mejilla, allí donde él la había besado, y una expresión de sorpresa y satisfacción. O eso había querido creer Ben.

Repasó mentalmente la conversación. Anna se había mostrado interesada en su trabajo. Habían congeniado a la perfección, se dijo.

Pero luego, ella lo había sorprendido mirándole la mano mutilada. Ben fue sincero al decirle que lo había hecho sin darse cuenta, que se había quedado en blanco.

Durante toda su vida había experimentado momentos como aquel. Y, al igual que sus dolores de cabeza, esos momentos se habían vuelto más frecuentes en los últimos meses. Preocupado, Ben había ido al médico. Tras una serie de pruebas y análisis, el doctor le recomendó que dejara la cafeína e hiciera yoga y otras clases de ejercicios para reducir el estrés. La mejora, sin embargo, había sido muy leve.

Ben pensó en otro detalle igualmente inquietante: Anna aún no había accedido a concederle la entrevista. La había presionado demasiado. La había asustado.

La presión de su cráneo se intensificó y Ben dejó escapar un gemido. Siempre había pensado que la sinceridad era la mejor política. ¿Por qué no le había dicho a Anna la verdad? ¿Por qué no le había hablado de las circunstancias que lo llevaron a ver el programa de Estilo, el sábado por la tarde? En vez de eso, le había hecho creer que era admirador de sus novelas desde mucho antes.

Si la cabeza no le doliera tanto, se dijo, se abofetearía a sí mismo por ser tan estúpido. Anna le gustaba. Era inteligente, poseía un sutil sentido del humor y una integridad emocional poco frecuente en aquellos tiempos. Se merecía su sinceridad.

Y, si era sincero consigo mismo, debía reconocer que Anna le gustaba en un aspecto que nada tenía que ver con su libro.

De pronto, milagrosamente, el dolor desapareció. Ben exhaló un suspiro de sorpresa y de alivio al tiempo que se incorporaba en la cama. Sonrió y después se echó a reír, sintiéndose como si acabara de enfrentarse una vez más con el diablo y hubiera conseguido ahuyentarlo.

Llamaría a Anna, decidió. La invitaría a cenar para hablarle del paquete que le habían dejado en la consulta. Y de sus sentimientos.


Una vez, en su apartamento, Anna no deseaba pensar en otra cosa que no fuese su encuentro con Ben Walker. Le gustaba Ben. Había disfrutado con su compañía. Se había sentido fascinada con su trabajo, con sus explicaciones.

Anna se llevó una mano a la mejilla, allí donde Ben había posado sus labios. Había sido un gesto atrevido. Romántico. Un gesto pensado para dejar sin aliento a una mujer.

En ese aspecto, había funcionado. Anna había experimentado un cosquilleo de excitación, una breve pero intensa oleada de placer. No obstante, aquel gesto también la había sorprendido, porque no parecía propio de un hombre como Ben Walker.

Anna frunció el ceño. Apenas había conversado más de una hora con él, pero, extrañamente, sentía como si ya lo conociera del todo.

«Basta ya de soñar despierta», se dijo mientras activaba el contestador automático para comprobar si tenía mensajes. Su madre había telefoneado para comunicarle que había encontrado la tarjeta del entrevistador. Tal como ella recordaba, tenía uno de esos nombres estúpidos, Peter Peters. El siguiente mensaje era de la madre adoptiva de Jaye, pidiéndole que la llamara. Sorprendida, Anna le telefoneó de inmediato.

La mujer respondió después del segundo tono.

– Fran, soy Anna North. ¿Me has llamado?

– Sí -respondió la mujer-. ¿Está Jaye ahí contigo?

– No, no la he visto ni he hablado con ella últimamente -Anna frunció el ceño-. ¿No ha vuelto de la escuela?

– No. Al principio, no me preocupé. A veces se para en casa de alguna amiga o va a la biblioteca. Pero sabe que debe volver a las cinco y media, como muy tarde, para cenar.

Anna miró su reloj. Ya eran casi las ocho y había oscurecido.

– Seguro que estará en casa de alguna amiga y se le ha ido el santo al cielo -prosiguió Fran-. Pero, como su tutora legal, tengo la obligación de saber dónde se encuentra.

Anna arrugó la frente. Su obligación legal. No parecía que le importase. Ni que estuviera realmente preocupada.

Anna se reprendió a sí misma por tales pensamientos. Fran y Bob Clausen habían sido muy buenos con Jaye.

– ¿Tienes alguna idea de con quién puede estar? -inquirió Fran.

– Te diré lo que haremos -propuso Anna-. Haré unas cuantas llamadas para ver si consigo localizarla. Ya te llamaré.

Diez minutos más tarde, Anna había eliminado todas las posibilidades. Había hablado con Jennifer, Tiffany, Carol y Sarah… las mejores amigas de Jaye. Ninguna la había visto, ni en la escuela ni después, cosa que preocupó profundamente a Anna.

Al recordar que un individuo la había estado siguiendo, experimentó una punzada de pánico. Anna meneó la cabeza y llamó de nuevo a Fran, pero Jaye seguía sin aparecer.

– ¿Te ha dicho Jaye que un hombre la siguió el otro día, al salir de la escuela? -preguntó Anna.

Por un momento, Fran se quedó callada.

– No -dijo por fin-. Es la primera noticia que tengo.

– Jaye no parecía muy preocupada, pero ahora…

– No saquemos conclusiones precipitadas, Anna. Seguro que entrará por la puerta en cualquier momento.

Anna así lo esperaba. Tras prometer que se mantendría en contacto, agarró el bolso y las llaves y salió a la calle.

Se dio por vencida a las diez y media de la noche. Había buscado en todos los sitios que solía frecuentar Jaye, sola o con sus amigos. Nadie la había visto en todo el día.

Llevaba más de catorce horas desaparecida.

Presa del pánico, Anna giró a la izquierda en Carrollton Avenue para dirigirse a casa de los Clausen. Seguramente, Jaye habría vuelto ya. Pero Fran abrió la puerta antes incluso de que Anna llamase.

– No las has encontrado, ¿verdad?

Anna negó con la cabeza.

– Esperaba que hubiese regresado ya a casa.

– Pues no, no ha regresado -dijo Bob Clausen con voz malhumorada-. Ni regresará.

Anna se giró hacia él. Era un hombre corpulento, de facciones toscas.

– ¿Cómo dices?

– Se ha escapado de casa.

Anna emitió un suspiro de consternación y desvió su mirada hacia la otra mujer.

– Fran, ¿ha ocurrido algo que yo no sepa?

La mujer abrió la boca para contestar, pero su marido respondió por ella.

– ¿Acaso te sorprende? Ya lo había hecho anteriormente.

– Pero ya es mayor y de eso hace mucho tiempo. Jaye tiene muy claro lo que desea en la vida. Sabe que huyendo de casa no conseguirá nada bueno -Anna miró a Bob-. ¿Te ha dicho Fran que un hombre siguió a Jaye el otro día, al salir del colegio?

Bob puso los ojos en blanco.

– Eso es una tontería. Si la hubiera seguido alguien nos lo habría dicho.

– Al principio, yo tampoco creía que se hubiera escapado de casa -comentó Fran-. Pero si has hablado con sus amigos y hoy ni siquiera ha ido a la escuela…

Bob Clausen emitió un resoplido de disgusto.

– Es una niña terca y egoísta. Y siempre lo será.

Anna se puso rígida, con las mejillas acaloradas.

– Perdona, pero Jaye no es ni terca ni egoísta.

– Bob lo ha dicho sin pensar -Fran entrelazó nerviosamente las manos-. Pero tú no vives con ella, Anna. Es muy testaruda, a veces incluso rebelde. Cuando se empeña en hacer algo, lo hace, sin pensar en las consecuencias.

Anna reprimió su furia, aunque a duras penas.

– Si vosotros hubierais tenido la infancia que tuvo Jaye, seguramente seríais igual de testarudos.

Los Clausen intercambiaron una mirada. Bob abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. Sin decir palabra, se giró sobre sus talones y volvió al salón.

Fran lo observó y luego miró de nuevo a Anna.

– Ya te llamaremos si aparece o… o si nos enteramos de algo.

En otras palabras, le estaba pidiendo que se largara.

Anna decidió seguir la sugerencia, pero sólo después de investigar un poco más. Había algo en todo aquello que no acababa de cuadrar.

– ¿Te importa si echo un vistazo en la habitación de Jaye?

– ¿En su habitación? -Fran miró de soslayo hacia el salón-. ¿Para qué?

– Supongo que… quiero ver por mí misma que se ha ido -Anna bajó la voz-. Por favor, Fran. Es muy importante para mí.

– Está bien -accedió Fran tras dudar unos segundos. Luego la acompañó hasta el cuarto de Jaye, quedándose fuera mientras Anna lo inspeccionaba.

En la mesita de noche, Anna vio tres latas de cola vacías y un montón de CDs. Se acercó a ellos para echarles un vistazo, sintiendo un nudo en la garganta. Algunos de ellos eran los favoritos de Jaye. Si había huido, ¿por qué no se los había llevado consigo? Jaye tenía un reproductor de CD portátil; raras veces iba a algún sitio sin él.

Salvo a la escuela. Los reproductores de CD habían sido prohibidos en el centro al empezar el curso. Indignada, Jaye incluso había dirigido una carta de queja a la administración del colegio.

Anna miró hacia el suelo. Junto al pie de la cama había un libro de la biblioteca, el envoltorio de una barra de caramelo y los zapatos Dr. Marten que Jaye se había comprado con su propio dinero.

Ella adoraba aquellos zapatos. Había ahorrado durante cuatro meses, prescindiendo de cualquier capricho, para poder comprárselos.

Anna tragó saliva y paseó la mirada por el resto de la habitación, buscando algo que la tranquilizara. O algo que la sumiera en un estado de pánico total.

Debajo de la cama encontró una caja llena de recuerdos. El anillo de boda de la madre de Jaye; una fotografía también de su madre; su partida de nacimiento y los dos poemas que le habían publicado en la revista literaria del colegio, el año anterior; una foto en la que aparecía con Anna, ambas abrazadas y sonriendo.

Anna tomó la foto, notando que se le saltaban las lágrimas. Recordaba claramente aquel día. Fue poco después de que Jaye y ella se hicieran amigas de verdad. Llena de dolor, volvió a depositar con cuidado la fotografía en la caja.

Jaye jamás se habría marchado voluntariamente dejando atrás aquellas cosas. Representaban todo lo bueno de su pasado, todo aquello que deseaba conservar en el recuerdo.

Una oleada de pavor, súbito y helado, se propagó en el interior de Anna. Si Jaye no había huido, ¿dónde podía estar, a las diez y media de un día entre semana?

Anna agarró la caja y la llevó fuera de la habitación, donde aguardaba Fran Clausen.

– ¿Has visto esto? -le preguntó.

– ¿Eso? -Fran miró la caja con expresión intranquila-. ¿Qué es?

– La caja de recuerdos de Jaye -Anna retiró la tapa y le mostró el contenido-. Estaba guardada debajo de la cama.

Fran hizo un gesto rápido y nervioso.

– ¿Y qué?

– Jaye jamás se habría ido sin estas cosas. No se ha escapado, Fran. Le ha ocurrido algo.

Fran se puso pálida.

– Me resulta difícil de creer…

– ¿Se llevó alguna bolsa consigo esta mañana?

– Sólo la bolsa de los libros, pero…

– No he visto ninguno de sus libros de texto en la habitación. ¿Por qué iba a llevarse los libros y a dejar atrás las cosas que realmente le importan? ¿No crees que se hubiera llevado algo de ropa, sus zapatos, su cepillo de dientes, sus recuerdos? Piénsalo, Fran. Jaye no huiría sin nada.

– ¡Por el amor de Dios! -rugió Bob Clausen al tiempo que se acercaba por el pasillo-. ¡Deja de agobiar a mi mujer!

Anna se encaró con él, notando que el corazón le latía con fuerza en el pecho.

– No pretendo agobiarla. Sólo quiero que comprenda que…

– Acepta el hecho de que Jaye se ha ido y déjanos en paz.

– ¿Habéis hablado con Paula? -inquirió Anna refiriéndose a Paula Pérez, la asistenta social de Jaye-. Tiene que saber que Jaye…

– Ya hemos hablado con ella. Cree que Jaye ha huido. De hecho, llegó a esa conclusión antes que yo mismo. Si no regresa antes de medianoche, Paula dará parte de su desaparición a las autoridades.

– Pero Paula no sabe nada de esto -dijo Anna señalando la caja de recuerdos-. Ni siquiera vosotros lo sabíais.

– Llámala y díselo. Me importa un rábano.

– Sí -dijo Anna en tono quedo mientras Bob se daba media vuelta-. Es evidente que te importa un rábano.

Bob Clausen se quedó inmóvil. Luego se giró lentamente hacia Anna.

– ¿Qué has dicho?

Anna irguió el mentón para disimular lo intimidada que se sentía. Bob era grande como un toro y, en aquellos momentos, daba la impresión de que disfrutaría dándole una paliza.

– Sois los padres adoptivos de Jaye. Me resulta raro que no estéis más preocupados.

El rostro de Bob se tiñó de color.

– ¿Cómo te atreves a venir a nuestra casa a largarnos un discurso? ¿Cómo te atreves a insinuar que…?

– Bob -suplicó su esposa-, por favor.

Él hizo caso omiso y dio un paso amenazador hacia Anna.

– ¿No lo entiendes? Nosotros ya hemos pasado por esto antes. Tú no. Las chicas como Jaye nunca permanecen mucho tiempo en el mismo sitio. En cuanto no consiguen lo que quieren, desaparecen. Se van sin decir nada a las personas que se preocupan por ellas. Y punto -dio otro paso hacia Anna; ella retrocedió instintivamente-. Quiero que te marches ahora mismo.

Anna dirigió una mirada suplicante a la otra mujer.

– Fran, por favor… Yo conozco a Jaye. Es amiga mía, y… sé que no haría una cosa así. Estoy totalmente segura.

Pero Fran simplemente se apartó a un lado, con expresión inaccesible.

– Si nos enteramos de algo, te llamaremos.

– Gracias -Anna aferró con más fuerza la caja de recuerdos de Jaye, reacia a soltarla, aunque no supiera por qué-. ¿Puedo guardarle esto?

– Dada la situación, se supone que debemos devolver todos los efectos personales de Jaye al Departamento de Servicios Sociales.

Anna tragó saliva. Aquel comentario parecía tan ominoso. Tan definitivo.

– Por favor, me aseguraré de que Paula lo reciba. Lo prometo.

Fran dudó un momento, pero luego accedió. Seguidamente, los Clausen acompañaron a Anna hasta la puerta y la observaron mientras se alejaba de la casa, con la caja apretada contra el pecho. Al llegar al coche, Anna se giró para ver cómo Fran y su marido intercambiaban miradas furtivas.

En ese momento, Anna se sintió llena de pánico. Pareció perder la capacidad de moverse o de pensar. Ni siquiera podía abrir la portezuela para subirse en el coche.

Mientras permanecía allí, inmóvil, con la mirada fija en la pareja, una única pregunta relampagueó en su cerebro. ¿Qué le había ocurrido a Jaye?


Jaye se despertó con un gemido. Le dolían la cabeza y la espalda y se notaba la boca seca como el esparto. Gimió y se puso de lado. Al captar un olor acre, abrió los ojos.

Y recordó. En la parada del autobús, había vuelto la cabeza para ver a aquel viejo pervertido, sonriéndole. Al instante siguiente, había sentido cómo la arrastraban a la fuerza detrás de un seto de azaleas y le colocaban algo sobre la boca y la nariz. Recordó la sensación de terror. El grito silencioso que resonó en su mente.

Cómo el mundo se sumía en la oscuridad.

Jaye se incorporó, con el corazón acelerado, resollando. Paseó la mirada por la habitación en penumbra y comprobó que estaba sola.

Respiró hondo por la nariz para tranquilizarse.

Estaba sentada en una especie de cama plegable. El colchón estaba desnudo y raído por el uso. Jaye apretó los labios para evitar que le temblaran. El único mueble que había en la habitación era una hamaca de jardín, y junto a la pared del fondo vio un lavabo, con un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico y una toalla. Al lado del inodoro había un rollo de papel higiénico.

Jaye ahogó un grito de desesperación y apartó la mirada. La única ventana de la habitación estaba tapada con tablones y, justo enfrente, se hallaba la puerta.

Jaye se bajó de la cama y avanzó hasta ella de puntillas. Tragando saliva, alargó una mano temblorosa para probar el pomo. Pero este no giró. Los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que se reprendía a sí misma por haber esperado un milagro.

¿Qué clase de secuestrador iba a dejar la puerta abierta?

Tendría que encontrar otro medio de salir. Agachó la mirada, reparando en algo que no había visto antes. Uno de los paneles de la puerta había sido reemplazado por una gatera.

Jaye se acuclilló para examinarla y la presionó, sólo para comprobar que estaba cerrada por fuera. Apretó con más fuerza, notando que empezaba a ceder, y luego retiró la mano con frustración. Podía abrirla de una patada, pero, ¿para qué? De todos modos, su cuerpo no cabría por la abertura.

Jaye se incorporó y, girándose hacia la ventana, se acercó para asomarse por las angostas rendijas de los tablones. De inmediato vio que era de noche. La luz que se filtraba por los resquicios de las tablas procedía de una farola. Y se oía un ruido amortiguado de tráfico, música y gente charlando.

¡Gente! Alguien podía oírla gritar y acudiría en su ayuda. O avisaría a la policía.

– ¡Socorro! -gritó al tiempo que golpeaba los tablones. Volvió a gritar una y otra vez, deteniéndose entre grito y grito para escuchar. Las conversaciones del exterior de su prisión no se alteraron en lo más mínimo. Nadie acudiría a socorrerla. Nadie respondería a sus gritos de auxilio.

Frenéticamente, corrió hacia la puerta y empezó a darle patadas y golpes. Lloró hasta que se agotaron sus fuerzas.

Finalmente, exhausta, se derrumbó en el suelo entre sollozos.

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