Capítulo 20

Miércoles, 7 de febrero

Tras detenerse en media docena de sitios para recibir instrucciones de Kurt, Anna llegó por fin a su último destino, un campamento de pesca en Manchac, un pequeño pueblo a una hora al norte de Nueva Orleans. Situado a orillas del lago Maurepas y rodeado de pantanos, el pueblo era hogar de pescadores y camaroneros, y alojaba varios campamentos rústicos de caza y de pesca.

Como le habían indicado, Anna detuvo el coche al final del angosto camino de tierra, a un kilómetro y medio del último vestigio de civilización en millas a la redonda, la estación de servicio Smileys. Siguiendo las instrucciones, dejó la llave del coche puesta y recorrió el último tramo del camino a pie. Más adelante, entre el denso follaje de los robles y los cipreses, atisbó una casa, junto al pantano.

Un estremecimiento de incertidumbre la recorrió por dentro. Por fin había llegado la hora. Después de veintitrés años, iba a enfrentarse cara a cara con su pasado.

Conforme avanzaba, obtuvo una visión mejor de la casa. Construida sobre pilares de madera, a fin de evitar el vaivén del agua, era apenas una cabaña, con un tosco porche y redes metálicas en las ventanas.

Respirando hondo, Anna subió las desvencijadas escaleras del porche y se acercó a la puerta. Comprobó que estaba abierta, de modo que la empujó con cautela. La habitación estaba vacía, salvo por una enorme caja de cartón situada en el centro.

Una caja en forma de ataúd. Dios santo, no.

Anna se llevó una mano a la boca para reprimir un alarido de pavor. Dio un indeciso paso adelante, y luego otro.

Musitando una oración, abrió la caja y se asomó al interior.

Un grito escapó de sus labios. Jaye estaba dentro, maniatada y amordazada.

– Jaye -susurró Anna.

Su amiga no se movió. Se inclinó para tocarla. Su piel estaba cálida, y su pecho subía y bajaba con el ritmo de la respiración. Estaba viva. Gracias a Dios.

– Jaye -volvió a decir Anna, zarandeándola levemente-. Despierta, Por favor. Tenernos que irnos de aquí.

Su amiga abrió los ojos. Por un momento, se quedó mirando a Anna, con ojos llenos de terror. Al cabo de unos segundos, el terror desapareció para dejar paso a las lágrimas.

Anna notó que sus propios ojos se humedecían.

– Tengo que sacarte de aquí -dijo suavemente-. Vamos. Juntas lo conseguiremos.

Anna consiguió ponerla de pie. Luego le desató las manos y los pies. Quitándose la mordaza, Jaye se lanzó hacia los brazos de su amiga.

– ¡Creí que no volvería a verte nunca! -lloró-. Ha sido horrible. He pasado tanto miedo.

– Lo sé, cariño -Anna la abrazó-. Yo también he pasado mucho miedo por ti. Sabía que no habías huido de casa. Estaba segura.

– ¿Ha venido contigo la policía? ¿Han detenido al…?

– No. He venido sola.

Jaye la miró con ojos desorbitados.

– Pero… lo han detenido, ¿verdad? Lo han…

– No -Anna tomó las manos de su amiga-. Me dijo que te mataría si no venía sola. Si avisaba a la policía.

– No -un gemido brotó de los labios de Jaye-. No nos dejará escapar. Te odia, Anna. No sé por qué, pero…

– Yo sí. Es el mismo hombre que me secuestró hace veintitrés años. Y quiere acabar lo que dejó a medias -Anna respiró hondo-. Siento que te hayas visto metida en esto. Pero voy a sacarte de aquí, te lo prometo. Mi coche está a un kilómetro de aquí. Y cerca hay una estación de servicio. Lo conseguiremos, Jaye.

– No podemos irnos sin Minnie.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. No hemos hablado desde la noche que él nos trajo aquí.

– Echemos un vistazo. Si está aquí, la encontraremos.

Pero no fue así. Tras registrar las otras dos habitacioones de la cabaña, no habían hallado ni rastro de la pequeña.

Jaye se echó a llorar.

– ¿Qué le habrá hecho? ¡No puedo irme sin ella, Anna! ¡No puedo!

Detrás de la cabaña se oyó el ronroneo de un motor fuera borda. El sonido cesó bruscamente. Un momento después, Anna oyó pisadas.

Rápidamente, tomó a Jaye de la mano y ambas corrieron hacia la puerta y bajaron los escalones del porche.

Un grito débil y agudo rompió el silencio. Jaye se detuvo en seco, girándose hacia la cabaña.

– ¿Minnie? ¡Minnie!

– ¡Huye, Jaye! -gritó una voz de niña-. ¡No te pares! Corre hacia la carretera. La policía está en camino. Les he llamado, y…

La pequeña se interrumpió bruscamente, como si la hubieran silenciado a la fuerza. Con un grito, Jaye hizo ademán de correr hacia la cabaña, pero Anna la sujetó.

– ¡Jaye, no! No puedes…

– ¡No la dejaré ahí! -chilló su amiga, soltándose.

– Yo volveré a la cabaña, Jaye. Tú corre hacia la carretera y avisa a la policía. Es nuestra única posibilidad.

Jaye dudó un momento, y luego asintió. Anna la abrazó con los ojos llenos de lágrimas.

– Te quiero, Jaye. Prométeme que tendrás cuidado.

– Te lo prometo.

– Vete ya -dijo Anna dándole un ligero empujón-. Trae a la policía.

Tras separarse de su amiga, se apresuró de vuelta hacia la cabaña y, con el corazón en la garganta, abrió la puerta. Al ver que la habitación seguía desierta, dio un paso adelante.

La puerta se cerró de golpe tras ella.

– Hola, Harlow. Bienvenida a tu pesadilla.

Anna se giró. Un gemido de sorpresa, de incredulidad, escapó de sus labios.

– Por tu expresión veo que esperabas encontrarte con otra persona. Con alguien llamado Kurt.

Ella abrió la boca para responder, pero no pudo.

– Supongo que debo presentarme -dijo él con los labios contraídos en una sonrisa obscena-. Adam Furst, para servirte.

Anna luchó por reprimir su miedo, su incredulidad. Por fin recuperó la voz, aunque le temblara cuando volvió a hablar.

– ¿Desde… desde el principio fuiste tú… Ben?

– ¿Ben? ¿Ese enclenque? ¿Ese… donnadie? -Adam chasqueó la lengua con asco- «Yo te quiero, Anna» -dijo imitando al otro hombre-. «Por favor, no me digas que lo nuestro se ha acabado». Me revuelve las tripas.

Anna se humedeció los labios, agachando la mirada hacia la pistola que él tenía en la mano. Tras observarlo detenidamente, notó las diferencias entre ambos hombres.

Las facciones de Adam eran más duras que las de Ben. Sus ojos más fríos. Era una persona agresiva. Violenta.

– ¿Eres… el gemelo de Ben?

Los labios de Adam se tensaron con furia.

– Puta estúpida, no vuelvas a decir eso. Ben y yo no nos parecemos en nada. ¡En nada!

Anna retrocedió un paso.

– ¿Dónde está Minnie? ¿Qué le has hecho?

– Nuestra pequeña Minnie suele ser un incordio, pero me fue muy útil. ¿Te gustaron sus cartas?

– Tú la obligaste a escribirlas. Enviaste las cintas a mis familiares y amigos. Secuestraste a Jaye. Y asesinaste a… esas mujeres.

– Sí. Muy ingenioso, ¿no te parece?

Estaba orgulloso de sí mismo. Anna apretó los puños.

– Estás enfermo y eres malvado. Me das lástima.

El rostro de Adam se congestionó de ira.

– Eso mismo dijo ese bastardo. Y ahora está muerto.

– Pues mátame a mí también -dijo Anna intentando disimular su pavor-. Acaba con esto de una vez.

– ¿Una muerte rápida? Ni hablar, Harlow. Quiero que sufras. Quiero que desees haber muerto. Que pases lo que yo pasé.

– Pero, ¿por qué? -inquirió ella retrocediendo-. ¿Por qué me odias tanto? ¿Qué te he hecho yo?

– ¡Puta! ¡Traidora! -rugió Adam-. No tienes ni idea de lo que es el miedo. Estar en la cama, de noche, esperando a que él venga. Porque sabes que vendrá. Siempre viene. A veces, para maltratarte. Otras veces, en busca de sexo. A veces simplemente desea verte llorar. Oír tus súplicas. Para él es un juego, ¿sabes? Disfruta con el dolor y la humillación. Cuanto más sufrimos, más goza él.

Anna se llevó una mano a la boca, asqueada de la odisea que aquel hombre debía de haber soportado, seguramente de niño.

– Lo siento -susurró-. Pero no sé lo que tiene que ver eso conmi…

– Yo soporté todo eso por Ben -prosiguió él sin hacerle caso-. Por todos ellos. Tú tuviste la culpa. Tú y esa vieja zorra…

De repente, la puerta se abrió tras él. Pero no era la policía, advirtió Anna alarmada, sino Jaye. No había huido. No había ido en busca de ayuda.

La joven saltó a la espalda de Adam y le clavó las uñas en los hombros. Él emitió un aullido y se tambaleó, dejando caer la pistola.

Anna se lanzó por el revólver. Pero Adam lo apartó de una patada. A continuación, se giró y sé deshizo de Jaye, estrellándola contra la pared, para recuperar luego la pistola.

– ¿Qué le has hecho a Minnie? -vociferó Jaye mientras se incorporaba-. ¡Como le hayas hecho daño, te… te mataré!

Adam prorrumpió en carcajadas.

– Estoy temblando de miedo.

– ¡Minnie! -gritó Jaye-. ¿Dónde estás, Minnie?

De pronto, Adam tembló violentamente; giró la cabeza y luego volvió a mirarlas. Anna contuvo la respiración. Su rostro había cambiado, adquiriendo un aspecto más suave y juvenil.

– Estoy aquí, Jaye -susurró con voz de niña pequeña-. Estoy aquí. No me ha hecho daño.

Anna se quedó petrificada. Jaye retrocedió, con expresión de horror.

– ¿Mi… Minnie?

Adam alargó la mano, con los ojos inundados de lágrimas.

– Tenía mucho miedo, Jaye, pero lo hice. Llamé al inspector Malone, el hombre del que me había hablado Ben. Viene hacia aquí, y…

Otro estremecimiento sacudió el cuerpo de Adam y, con él, volvió a producirse la transformación. La suavidad e inseguridad de su semblante fueron reemplazadas por un rictus de ira.

Anna miró de reojo a Jaye. Su amiga permanecía sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y los ojos desorbitados de incrédulo horror.

Adam y Minnie eran la misma persona. Pero, ¿cómo era eso posible? ¿Cómo…?

– ¿Te gusta montar en bote, Anna? ¿O te asusta el agua? Solía asustarte hace mucho tiempo, ¿recuerdas?

Era cierto. De niña, Anna le había tenido pánico al agua. Pero, ¿cómo sabía él eso?

– No sé de lo que estás hablando.

Adam sonrió burlón.

– Mentirosa -luego miró a Jaye-. Levántate. Vamos a dar un paseo los tres juntos.

– ¡No! -Anna dio un paso hacia él, alargando la mano-. Por favor, a ella déjala. ¡No tiene nada que ver en esto! Me lo prometiste. Dijiste que, si seguía tus instrucciones, la dejarías libre.

– Eso es lo malo de las promesas, princesa. Valen tanto como la persona que las hace. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

– No te entiendo. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué…?

– ¿Prefieres que le dispare ahora? -Adam desvió la pistola hacia Jaye-. Por mí, no hay ningún problema.

– ¡No! -Anna se colocó delante de Jaye. Él apretó el gatillo y el disparo reverberó en la cabaña. La bala pasó cerca de Anna, astillando la pared de madera.

– Bueno -murmuró Adam-. Es hora de irnos.


Minnie había efectuado la llamada desde una estación de servicio situada junto al viejo puente Manchac. La capitana le había dado a Quentin la dirección exacta mientras estaba en camino. Asimismo, se había confirmado que la fotografía de Ben y Anna no era más que un montaje hecho por ordenador.

Quentin maldijo entre dientes. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes comprobar la autenticidad de la foto? Era obvio que Ben la había trucado para evitar que recayera sobre él cualquier sospecha.

Al llegar a la estación de servicio, encontró a varios agentes locales esperándole, tal como había prometido la capitana.

Quentin facilitó al encargado la descripción física de Anna y le preguntó si la había visto. El hombre, un anciano de tez curtida y tostada por el sol, respondió negativamente.

Quentin apenas pudo ocultar su frustración.

– ¿Y a una niña de unos once o doce años? Hace una hora, más o menos, efectuó una llamada desde su teléfono público.

El anciano se quitó la gorra de béisbol y se rascó la cabeza.

– No. Sólo he visto usar el teléfono a un tipo. Bastante raro, por cierto. Ni siquiera me saludó.

Quentin frunció el ceño.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Pelo moreno, algo rizado. Delgado. Y bastante pálido.

Aquella descripción escueta coincidía con la de Ben y con la del hombre al que Louise Walker había descrito, poco antes de morir.

– ¿Había visto antes a ese tipo?

– Sí, más de una vez en estas dos últimas semanas. No es de por aquí, eso seguro. Se fue en bote, tal como había venido.

Cinco minutos más tarde, habían llegado las tres lanchas motoras del Departamento del sheriff y se había reunido a dos grupos de agentes para registrar la zona.


Anna permanecía sentada en el bote junto a Jaye, que no dejaba de temblar y llorar en silencio. Adam les había atado las manos y los tobillos. Lo tenía todo bien planeado, comprendió Anna. Tanto la forma de matarlas como su huida.

El motor fuera borda empezó a ronronear mientras impulsaba el bote por el oscuro y sinuoso canal del pantano. Delante de ellos, una serpiente descendió de la rama de un ciprés y se deslizó hacia la orilla.

– ¿Por qué haces esto? -inquirió Anna-. ¿Qué te hemos hecho nosotras?

– ¿Por qué lo hago? -repitió él-. Porque quiero que Harlow Grail sienta el miedo que sentimos nosotros. El horror. Quiero que la princesita Harlow sepa lo que es estar sola, abandonada y dada por muerta.

– ¿Dada por muerta? -preguntó ella-. No lo comprendo.

– Piensa, Harlow. Tú ya sabes quiénes somos. Nos abandonaste, aunque habías prometido no hacerlo. Eres una embustera.

Un gemido de incredulidad brotó de los labios de Anna. Se acercó una mano a la boca.

– ¿Timmy? -susurró-. Es imposible… no puedes ser… ¿Timmy?

Los labios de él se tensaron en un amago de obscena sonrisa.

– Sí, princesa, lo soy. El pequeño Timmy Price.

Anna emitió un jadeo ahogado. Las manos empezaron a temblarle.

– Timmy murió. Murió hace mucho tiempo. Kurt lo mató. Lo mató ante mis propios ojos.

– Habría muerto -murmuró Adam-. Pero la vieja zorra deseaba un niño. Deseaba ser madre.

– No te creo. Eres un monstruo. Te lo estás inventando para…

– Mientras Kurt te «operaba» la mano, la vieja zorra reanimó a Timmy. Había trabajado en un hospital y conocía la técnica de la reanimación cardiopulmonar -Adam se inclinó hacia adelante, con el rostro contraído por la ira-. Estaba vivo cuando tú lo abandonaste.

– ¡Tú eres el embustero! -gritó Anna-. ¡Timmy estaba muerto! ¡Muerto!

– No. Tú lo abandonaste. Habías prometido cuidar de él, pero lo dejaste atrás. Lo dejaste con Kurt.

Timmy había sobrevivido. Anna meneó la cabeza, negando el horror de aquella posibilidad, con los ojos llenos de lágrimas.

– Nadie acudió a buscarlo, Harlow. Nunca. Él esperó y esperó, rezando, creyendo que volverías por él. Pero no lo hiciste.

Nadie acudió nunca a buscarlo porque ella había dicho a todo el mundo que Timmy estaba muerto.

No podía ser cierto. Anna no deseaba creerlo.

Pero lo creía, y el dolor que experimentaba era casi insoportable. Lo miró a través de las lágrimas, buscando algún vestigio del niño que había conocido y amado. Al dulce pequeño que solía seguirla a toda» partes.

– ¿Timmy? -consiguió decir-. ¿De verdad eres tú?

– ¿Timmy? -dijo Adam con un estallido de furia-. Yo no soy Timmy. Ese renacuajo debilucho sólo quería volver con su madre. Con Harlow. No podía soportar la situación. Así que aparecí yo. Soy fuerte -se golpeó en el pecho con la culata del revólver-. Aguanté todo lo que Kurt me hacía.

Anna intentó comprender, dar sentido a lo que Adam estaba diciendo. De pronto, recordó la conversación que había tenido con Ben en el Café du Monde. Ben había hablado de los traumas infantiles y del fenómeno de la personalidad múltiple. Ante una situación insoportable, la psique podía dividirse en varias personalidades distintas e independientes, para protegerse. El síndrome solía darse en adultos que habían experimentado abusos en los primeros años de la infancia. Ben también había dicho que cada una de dichas personalidades realizaba una función específica.

La función de Adam había consistido en soportar los abusos de Kurt.

– Ben sólo se llevó la gloria, el muy cabrón. Era el ojito derecho de mamá. Fue a la universidad y recibió todos los honores -los labios de Adam se curvaron en un rictus de desprecio-. El pobre era tan patético, que ni siquiera se dio cuenta de que me estaba facilitando las cosas.

Ben jamás fue consciente de padecer un trastorno de personalidad múltiple. Jamás supo nada acerca de Adam ni de sus planes.

Anna ignoraba por qué eso la aliviaba, pero así era.

Adam zarandeó la pistola delante de ella.

– Al final, fui yo quien se encargó de Kurt. Sí, yo. Todos estos años has vivido aterrorizada, temiendo su regreso, cuando en realidad ya estaba criando malvas. Ayer me cargué a la vieja zorra. Ahora le toca a la pequeña Harlow.

– ¿Así que te estás desquitando?

– Exactamente -afirmó Adam orgulloso-. Me fue muy fácil engañar a la gran Savannah Grail. Me aproveché de su vanidad y de su sentimiento de culpa y ella delató a su hija sin pensárselo dos veces. También hice que la madre de Ben se trasladara a Nueva Orleans, sabiendo que él la seguiría. Los controlé a él, a Minnie, a todos.

– ¿De veras? -Anna enarcó una ceja-. Pues para mí que Minnie te la jugó unas cuantas veces.

– Me sorprendió mucho que acudiera a Ben y que luego llamara al inspector. Pero no puedo enfadarme con ella. Me ha ayudado mucho durante todos estos años. Sobre todo, cuando Kurt traía a sus amigotes a casa. Una pandilla muy cariñosa, tú ya me entiendes. Minnie me ayudaba a satisfacer sus…

– ¡No hables así de ella! -exclamó Jaye súbitamente-. ¡No eres digno ni de mencionar su nombre!

Adam clavó sus inexpresivos ojos en Jaye.

– Eres un auténtico incordio, ¿lo sabías? Quiero que cierres esa jodida boca.

Temiendo por su amiga, Anna volvió a atraer su atención.

– Así que Ben no sabía nada de ti. Ni de Minnie.

– Premio para la señorita.

– ¿Y Timmy? ¿Dónde está ahora?

Los labios de Adam se curvaron en una fina sonrisa.

– Muerto.

– Muerto -repitió ella-. No lo comprendo.

Él gruñó con impaciencia.

– Ya casi hemos llegado. Basta ya de charla.

Anna no le prestó atención.

– No puede estar muerto. Porque tú eres parte de él.

– Cállate.

– Timmy -dijo Anna-. Soy Harlow. ¿Estás ahí?

– Que te calles -insistió él levantando la voz.

– Lo siento mucho. No lo sabía -Anna se inclinó hacia adelante y siguió hablando, con voz atragantada por las lágrimas-. Me dijeron que habías muerto. De lo contrario, habría vuelto a por ti. Yo te quería. Tu madre… tu verdadera madre también te amaba. Murió hace unos años, pero lloró tu pérdida hasta el final de su vida. Te… te echaba mucho de menos.

Adam tembló y se retorció. Su ira pareció desvanecerse, sus facciones se ablandaron, cobrando un aspecto infantil. En esa fracción de segundo, Anna captó un atisbo del niño al que había conocido.

Pero, para su desesperación, Adam regresó tan súbitamente como se había marchado y detuvo el motor del bote.

En lugar de silencio, Anna oyó el zumbido de otro motor en la distancia. Adam miró por encima de su hombro.

– No es nada. Algún pescador.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Él no le prestó atención. Hizo un gesto con la pistola.

– Levantaos.

Jaye rompió a llorar. Anna tensó la espalda.

– En pie u os dispararé en el acto.

Hablaba en serio, de modo que Anna optó por ponerse en pie, levantando también a Jaye consigo.

El sonido del otro bote se oía cada vez más cerca.

– He elegido este sitio porque es el favorito de los caimanes. Suelen anidar aquí en la primavera y el verano -Adam emitió una risita y señaló con la pistola-. ¿Veis a aquel muchachote de allí? Es grande, ¿eh? Seguro que mide más de cinco metros. Y parece que tiene hambre.

Anna luchó por no derrumbarse.

– Deja libre a Jaye. No me importa lo que hagas conmigo, pero ella es inocente…

– ¡Anna! -llamó una voz lejana a través del húmedo aire-. ¡Jaye!

Quentin.

Anna dejó escapar un sollozo de alivio.

– ¡Estamos aquí! -gritó-. ¡Estamos aquí!

– ¡Cierra la boca! Ciérrala…

– ¡Quentin! -volvió a gritar ella-. ¡Ven, deprisa! Ven…

Adam se echó a reír repentinamente. La apuntó con la pistola.

– Adelante, grita. Grita cuanto quieras. Es demasiado tarde, Harlow Grail. Ya estás muerta.


Desde un lugar recóndito, Ben observó horrorizado cómo Adam dirigía la pistola al pecho de Anna. Luchó por liberarse, pero Adam era demasiado fuerte. Se negaba a dejarlo salir.

– ¡Alto! ¡Déjalas en paz! ¿Me oyes? ¡Déjame salir!

Sabía que Adam podía oírlo. En los días anteriores había cobrado conciencia de su personalidad múltiple y había aprendido a sintonizar con las voces que hablaban en su mente, así como a propiciar el cambio. Todo se lo debía a Minnie. La pequeña se había puesto en contacto con él a través del diario, explicándole quién y qué era.

Adam Furst. Minnie. Benjamin Walker. Él era todos ellos.

O, mejor dicho, todos eran parte del chico que había sido Timmy.

Al principio, se sintió horrorizado. Desesperado. Por fin entendía el motivo de sus continuos dolores de cabeza. De sus lagunas de memoria. De su sueño tan profundo.

Todo encajaba. Cielo santo, ¿cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes? Era psiquiatra, por el amor de Dios. Había tratado a más de un paciente con TDI.

Si Minnie hubiese acudido a él antes… Aquellas mujeres no habrían muerto. Él no lo habría permitido.

«Podemos conseguirlo juntos». Era la voz de Minnie. «Podemos salvarlas».

– ¡Sí!

Ben pugnó por liberarse. Gritó a Adam, pataleó y golpeó con los puños, exigiendo que lo dejara en libertad. Minnie hizo lo propio.

Adam se debilitó. Minnie consiguió salir.

«No titubees, Minnie. Hazlo.»

Ben observó cómo Minnie se apuntaba a sí misma con la pistola.

– Eres mi mejor amiga, Jaye. No permitiré que te haga daño.

Y apretó el gatillo.

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