Capítulo 16

Jueves, 1 de febrero

Anna estaba cansada de permanecer en el apartamento, escondida, permitiendo que otros se encargaran de resolver sus problemas por ella. Por fin, tomó una decisión. Dejaría de ocultarse, de actuar como una víctima. De esperar a que Malone y su equipo encontraran a Jaye y la salvaran.

Había llegado la hora de que hiciera algo. Pensaba seguir la sugerencia de Malone y conseguir la lista de pacientes de Ben. Pero no iba a pedírsela, porque estaba segura de que él no se la cedería voluntariamente.

Anna entreabrió la puerta del apartamento y se asomó para hablar con LaSalle.

– Hola, Joe. ¿Necesitas algo?

– No -respondió el agente sonriendo-. Pero gracias por preguntarlo.

– ¿Quién te relevará esta noche?

– Morgan. Vendrá a las seis.

– Voy a lavarme el pelo. Así que, si no nos vemos hasta mañana, que pases una buena noche.

Anna cerró la puerta y corrió el cerrojo. A continuación, se retiró al cuarto de baño con el teléfono móvil y, suspirando, marcó el número de Ben. Este respondió inmediatamente.

– Ben -susurró ella con cierto sentimiento de culpa-. Soy Anna.

– Anna, me alegra mucho volver a oírte.

– ¿Cómo te sientes?

– Aún me duelen un poco las heridas. Pero lo que más me fastidia es haber sido tan estúpido -Ben hizo una pausa-. ¿Y tú cómo estás?

– No demasiado bien.

– ¿Puedo hacer algo por ti?

– Me alegro de que lo preguntes, porque llamaba para pedirte ayuda.

– Cuenta conmigo. ¿De qué se trata?

– ¿Aún hay sitio para mí en esa terapia de grupo de la que me hablaste?

Ben guardó silencio durante varios segundos. Luego carraspeó.

– No me lo esperaba.

– Tengo que hacer algo, Ben. No puedo seguir así, escondida en mi apartamento, con los nervios de punta. Creo que la terapia de grupo me ayudaría.

– Ahora tienes motivos reales y justificados para tener miedo, Anna. En la terapia tratamos terrores irracionales, como…

– ¿Como mi terror a qué Kurt venga a castigarme, habiendo transcurrido veintitrés años?

– Tienes razón. Pero, teniendo en cuenta lo que te ha pasado recientemente…

– Por favor, Ben -Anna bajó la voz-. Estoy cansada de vivir así. Necesito ayuda.

Él emitió un largo suspiro.

– Está bien, Anna. Nos veremos hoy a las siete. Pero, antes de admitirte, tendré que hablar con el grupo. Deben dar el visto bueno.

– Esperaré en tu consulta -sugirió Anna, sintiéndose culpable-. El tiempo que haga falta.

– Son buenas personas -prosiguió él-. Seguro que te aceptan.

– Gracias, Ben -Anna percibió el tono de su propia voz y comprendió que era sincero. Apreciaba la amistad que los unía. Y se alegraba de que Ben hubiese aparecido en su vida.

– ¿Me lo agradeces lo bastante como para ir a tomar una copa conmigo después de la sesión?

– Me encantaría -respondió ella sonriendo.


Anna llegó a la consulta de Ben a las siete menos cuarto. Estaba nerviosa. Le sudaban las palmas de las manos y no se atrevía a mirar a los demás pacientes que aguardaban en la sala de espera. Se sentía como una farsante. Como una impostora.

Ben salió de su despacho poco antes de las siete. Tras saludar a sus pacientes, se acercó a Anna, le tomó las manos y sonrió.

– ¿Cómo estás?

Ella se obligó a mirarlo a los ojos.

– Nerviosa.

– No habrá ningún problema. Los integrantes del grupo suelen aceptar muy bien a los recién llegados -Ben señaló la habitación situada a la derecha-. Ahí es donde nos reunimos. Puedes esperar aquí o en mi despacho, donde creas que te sentirás más cómoda.

– Prefiero en tu despacho. ¿Te importa?

– Desde luego que no -Ben esbozó una sonrisa cálida-. La puerta está abierta. Pasa y acomódate -la acompañó hasta el despacho y, nada más entrar, Anna se fijó en el archivador de madera situado junto a la pared, detrás de la mesa-. Tardaré unos quince minutos -prosiguió él-. No te preocupes por nada. Todo saldrá bien.

Cuando Ben hubo salido, Anna aguardó un par de minutos y luego se acercó al archivador. Se sentía fatal por lo que iba a hacer, pero debía hacerlo. Por Jaye.

Se acuclilló delante del archivador, agarró el tirador y procedió a abrirlo.

¡Estaba cerrado con llave!

¿Qué iba a hacer ahora? La mesa. Por supuesto. Se incorporó y se acercó a la mesa, con el corazón martilleándole en el pecho. Abrió el cajón del centro, rebuscó dentro, y luego repitió el proceso con los cajones laterales. Encontró un diario, bolígrafos, clips y un fajo de recetas, pero ninguna llave.

Frustrada, cerró el último cajón, consciente de que el tiempo pasaba. Sus ojos se clavaron en la superficie de la mesa. Allí, en el centro, descansaba un manojo de llaves.

Anna las agarró rápidamente y volvió al archivador. Con dedos temblorosos, probó la primera llave, y a continuación la segunda y la tercera. Lo consiguió por fin al introducir la cuarta.

Conteniendo la respiración, repasó los apartados con las diferentes letras del alfabeto, buscando algún nombre que le sonara. Pero no vio ningún

Adam, Kurt o Peter. Mientras terminaba de ojear los nombres correspondientes a la T y la U, oyó un ruido de pisadas y el leve chasquido del pomo de la puerta al girarse. ¡Era demasiado pronto! Aún le faltaban por revisar los últimos nombres. La puerta crujió.

– Buenas noticias, Anna. El grupo ha aceptado…

Ella cerró el archivador y se incorporó de un salto.

– ¿Qué estás haciendo?

Anna logró esbozar una sonrisa, aunque apenas podía respirar.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Estabas mirando en mi archivador?

– No seas tonto, Ben. Simplemente, estaba… viendo tus diplomas… -Anna se quedó sin voz cuando Ben rodeó la mesa. La llave aún estaba en el suelo, junto al archivador. Notó que el alma se le caía a los pies-. Puedo explicarlo.

Ben se inclinó para recoger el manojo de llaves. Un estremecimiento lo recorrió mientras se volvía para mirarla. La ira había transformado al hombre patoso y encantador que ella conocía, confiriéndole un aspecto amenazador. Anna retrocedió.

– Por favor, Ben, deja que te explique…

– No te molestes. Sé lo que estabas haciendo. Querías echar un vistazo a los nombres de mis pacientes -Ben dio un paso hacia ella. Anna vio que temblaba de furia-. ¿Me equivoco?

Ella entrelazó los dedos.

– Lo siento, Ben. Estaba desesperada.

– Así que me utilizaste. Te aprovechaste de nuestra amistad.

– Trata de entenderlo. Estaba…

– ¿Por qué he de creer nada de lo que me digas? Eres una embustera, Anna.

Una embustera. Anna se encogió al oír la palabra, el tono con que Ben se la había espetado.

– Pensé que, si miraba los nombres de tus pacientes, quizá reconocería alguno. O que encontraría el nombre de Kurt, y…

– ¿No crees que, si yo tuviera un paciente llamado Kurt, os lo habría dicho tanto a ti como al inspector Malone?

Anna alzó una mano con gesto suplicante.

– Perdóname, Ben. Lo que he hecho estuvo mal, pero lo hice por una buena razón. Jaye corre peligro. Están muriendo mujeres. Sólo quería ayudar.

– Haz el favor de irte -Ben se giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.

Anna corrió tras él.

– ¡Ben, espera! ¡Intenta comprenderlo! Me sentía en la obligación de hacer algo. Estaba cansada de limitarme a ser una víctima…

Él se giró. El nervio de la mandíbula le temblaba.

– Creía que éramos amigos. Que empezaba a haber cariño entre ambos.

– Y somos amigos. Claro que hay cariño entre nosotros.

Ben se pasó una mano por la cara. Su expresión cambió. Su ira se había desvanecido, dejándolo con un aspecto dolorido y cansado.

– ¿Por qué no me lo pediste? ¿Acaso no es eso lo que habría hecho una amiga?

Tenía razón. Anna apretó los labios, sintiéndose mal. Finalmente, cuando habló, sólo pudo decir la verdad.

– Estaba segura de que te negarías.

– Entonces, quizá lo que has hecho sí ha estado mal -Ben suspiró y miró la puerta de soslayo-. Debes irte ya. El grupo me espera.


Quentin no dejaba de pensar en Ben Walker. Había algo en él que le ponía la carne de gallina.

¿Qué era? Para encontrar la respuesta, Quentin había repasado mentalmente las dos conversaciones que tuvo con él, intentando recordar algún detalle que chirriara. No recordó ninguno. Aun así, algo seguía inquietándolo. Algo que el psiquiatra había dicho o hecho. Estaba convencido de que Ben Walker era una pieza clave del rompecabezas, aunque aún tuviera que discernir cómo encajaba dicha pieza en el conjunto.

El semáforo que tenía delante se puso en rojo. Mientras detenía el coche, Quentin abrió su teléfono celular y marcó el número de Anna. Al cabo de cinco tonos, respondió el contestador. Era la tercera vez que la llamaba en la última hora.

Arrugando la frente, marcó el número de Morgan.

– Morgan, soy Quentin Malone. ¿Estás con Anna North?

– Sí. Sentado a la puerta de la consulta de un médico, en el centro.

– ¿La consulta del doctor Ben Walker? ¿En Constance Street?

– Exacto. Lleva ahí dentro unos treinta minutos. Dijo que estaría aquí unas dos horas y que luego iría a tomar unas copas. ¿Quieres que la siga?

Quentin le dijo que sí y luego colgó, frustrado. Irritado consigo mismo por sentir celos.

El semáforo cambió y Malone siguió conduciendo. De repente, un pensamiento relampagueó en su cerebro. Aquel día, en el hospital, Ben afirmó haber salido tarde de la residencia de su madre, la noche anterior. La mujer estaba trastornada, por lo visto.

Afirmaba que un hombre había estado en su habitación y la había amenazado.

Quentin miró hacia la izquierda y, a continuación, efectuó un giro de ciento ochenta grados. Según Ben, su madre estaba ingresada en la residencia Crestwood, en Metairie Road, a pocos minutos de donde se hallaba Quentin.

Quizá debía hacerle una breve visita.


– Soy el inspector Quentin Malone. Vengo a ver a la señora Walker.

La enfermera del mostrador de recepción pareció sorprendida.

– ¿Se refiere a Louise Walker?

– A la madre del doctor Benjamin Walker.

– Sí, es Louise. ¿Puedo preguntarle a qué se debe su visita?

Quentin pudo haberse negado a responder, pero no vio la necesidad de hacerlo.

– Su hijo me comentó que alguien la había amenazado. He venido a investigarlo.

– Ah, sí -la enfermera meneó la cabeza-. Louise es muy aficionada a ver la televisión, y suele confundir la ficción con la realidad. Pero hable con ella. Se tranquilizará al saber que la policía ha tomado cartas en el asunto.

– ¿No cree que hubiera nada de verdad en lo que dijo?

– No -la enfermera le pasó el registro de visitas-. Necesito que firme; por favor. Es obligatorio para todas las visitas.

Mientras firmaba, Quentin ojeó los nombres que constaban antes que el suyo, pero sólo reconoció el de Ben Walker.

– Ben viene a ver a su madre muy a menudo -comentó mientras devolvía el registro.

– Es un hijo muy entregado -murmuró la enfermera al tiempo que rodeaba el mostrador-. Ojalá los hijos de los demás residentes fuesen igual de atentos. Le acompañaré a la habitación. Por suerte, Louise aún está levantada.

– Tengo entendido que padece el mal de Alzheimer.

– Así es. Por aquí -al llegar a la habitación, la enfermera entró y dijo suavemente-: Louise, aquí hay alguien que quiere verla.

La anciana, que estaba embebida en lo que parecía un culebrón, apartó los ojos del televisor y miró a Quentin.

– No lo conozco -dijo arrugando la frente-. ¿A qué ha venido?

– Es un amigo de Ben. Inspector de policía. Bueno, charlen ustedes. Sin necesitan algo, estaré en el mostrador.

– ¿Es usted amigo de mi Ben?

– Sí. Soy el inspector Quentin Malone, del Departamento de policía de Nueva Orleans -al adentrarse en la habitación, Quentin captó un fuerte olor a humo de tabaco. Que la anciana fumase le sorprendió, porque su hijo parecía de esas personas que aborrecían a los fumadores-. Vengo a preguntarle por el hombre que entró en su habitación y la amenazó.

La expresión de la anciana pareció cambiar.

– ¿Ben le ha hablado de él?

– Sí. Dijo que estaba usted muy trastornada.

– Nadie me cree. Ni siquiera Ben -Louise bajó la voz-. Piensan que estoy loca.

– ¿Puede hablarme de ese hombre?

– Yo no estoy loca -dijo la anciana, haciendo caso omiso de la pregunta. Luego sonrió-. Me gusta estar aquí. Son muy buenos conmigo.

– ¿Cuántas veces la ha visitado ese hombre?

– No lo sé. Muchas veces -Louise se estremeció-. No me gusta ese hombre. Es malo. Malvado. Me… aterroriza.

Quentin acercó una silla a la cama y se sentó.

– Me gustaría ayudarla -murmuró-. Pero, para eso, debe decirme todo lo que sepa acerca de él.

– Pretende hacerle daño a mi Ben -la anciana miró a Quentin con sus ojos vidriosos-. Lo odia.

– ¿Amenazó a Ben? ¿No a usted?

– Quiere matarlo.

– ¿Por qué?

La anciana parpadeó, mostrándose súbitamente confusa.

– ¿Por qué quiere matar a Ben?

– Porque Ben es mucho mejor que él… Ben es un buen chico. Un buen hijo. Adam es…

Quentin notó que la sangre se le helaba en las venas.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Adam. Es el diablo en persona.


Quentin no pudo sacarle mucha más información a Louise Walker. Cuanto más la interrogaba, más agitada y confusa se sentía. La enfermera le sugirió que regresara por la mañana. Louise estaría entonces más centrada, afirmó. Más lúcida.

En cuanto se hubo subido en el coche, Quentin llamó a casa de la capitana.

– Sobrino -dijo ella afectuosamente-. Dime que me llamas por gusto y no por algún asunto policial.

– Lo siento, tía Patti. Pero te alegrará oír lo que tengo que decirte. Puede que hayamos hecho el primer avance en el caso de los asesinatos del Barrio Francés.

– Continúa -pidió ella en tono completamente profesional.

Quentin la puso al corriente de las últimas noticias, refrescándole la memoria acerca de las cartas recibidas por Anna North, la desaparición de Jaye, el papel de Ben Walker en el asunto y la reciente agresión que sufrió Anna North.

– Siguiendo una corazonada, he visitado a Louise Walker, la madre del doctor Walker. Ben me comentó que alguien la había amenazado, así que decidí investigarlo. ¿Y adivinas cómo se llama el hombre que la amenazó? Adam.

Su tía guardó silencio unos segundos, como si encajara mentalmente todas las piezas del puzzle.

– Las cartas que recibió Anna North… ¿No se llamaba así el tipo que había alquilado el buzón de correo…?

– Premio.

– ¿Podría la señora Walker describir a ese hombre, para que uno de nuestros dibujantes haga un retrato robot?

– Eso espero. Es una anciana y padece la enfermedad de Aizheimer, pero parece muy segura con respecto al tal Adam. Quiero que el dibujante vaya a la residencia a primera hora de la mañana.

– Bien. Y asigna protección a Louise Walker. No quiero arriesgarme a que ese tipo aparezca otra vez por allí sin que nos enteremos.

Quentin les deseó a ella y a su tío Sammy buenas noches y, a continuación, marcó el número de la comisaría del distrito siete.

– Brad, soy Malone. Acabo de hablar con la capitana O’Shay. Hay que enviar a un agente a la residencia Crestwood. Debe encargarse de vigilar a una de las internas, llamada Louise Walker.

– Hecho -contestó el agente de guardia-. ¿Qué sucede?

– Puede que esa mujer sea capaz de identificar al asesino del Barrio Francés.

El agente dejó escapar un silbido.

– Enviaré a alguien lo antes posible.

– Y envía también a un dibujante a primera hora de la mañana.

– ¿Al mismo sitio?

– Exacto -Quentin miró el reloj y pensó en Anna. Y en Ben. Juntos-. ¿Alguna llamada para mí esta noche?

– Sí, llamó una mujer preguntando por ti -el agente hizo una pausa-. No quiso dar su nombre, pero creo que era Penny Landry.

– ¿Penny? ¿Preguntando por mí?

– Sí, hace una media hora -el agente hizo otra pausa y después bajó el tono-. Parecía disgustada, Malone. Muy disgustada.


Quentin aparcó frente a la casa de los Landry, se apeó rápidamente del coche y se dirigió hacia la puerta.

Algo iba mal. Y tenía que ver con Terry. De no ser así, Penny no lo habría llamado a la comisaría.

Llamó al timbre y esperó, pero no se oyó ningún sonido de pasos en el interior de la casa. Sin embargo, Quentin sabía que Penny estaba allí. Escondiéndose de Terry.

Prescindió del timbre y llamó a la puerta con los nudillos.

– ¡Penny, soy Malone! ¡Vengo a ayudarte! ¡Ábreme!

Tras la puerta se oyó un súbito grito de alivio, seguido por el sonido del cerrojo descorriéndose. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y Penny se refugió entre los brazos de Quentin, sollozando. Él le acarició el cabello, con el corazón en la garganta.

– Se trata de Terry, ¿verdad? -preguntó suavemente. Ella asintió con la cabeza-. ¿Y los niños? ¿Están bien?

– Los… los llevé a casa de la vecina. No quería que estuviesen aquí si… si Terry volvía…

– ¿Qué ha pasado, Penny? Dímelo para que pueda ayudarte.

Ella se estremeció, pugnando por recobrar el dominio de sí misma.

– Se presentó aquí, borracho. Hablaba como un loco. Me di cuenta de que… estaba asustando a los niños. Le pedí que se marchara y se puso furioso -apretó sus temblorosos labios y prosiguió-: Me gritó, diciéndome cosas… horribles. Corrí hacía el dormitorio y él me siguió. Luego cerró la puerta y echó el pestillo -Penny se llevó las manos a la cara-. Forcejeamos. Me tumbó en la cama, y…

– ¿Qué pasó, Penny? -la apremió Quentin.

– Intentó violarme -murmuró ella-. Me subió la falda y me arrancó la ropa interior. Los niños debieron de oírme gritar, porque empezaron a llamar a la puerta, suplicando a su padre que… que no siguiera…

– ¿Llegó a violarte, Penny?

– No -ella apretó la cara contra el pecho de Quentin-. Las súplicas de los niños… se lo impidieron. Empezó a… llorar. Y después se fue.

Quentin siguió abrazándola en silencio durante largos segundos. Finalmente, Penny se retiró de él.

– Ojalá… ojalá esto no estuviera pasando. Yo lo amaba, Malone, pero ya no le reconozco. No es el hombre con el que me casé -inhaló profunda y temblorosamente-. Temo por él. Podría hacerle daño a alguien. Está fuera de sí.

Quentin buscó sus ojos, consternado.

– ¿Qué crees que debo hacer, Penny? ¿Cómo puedo ayudarte?

– Búscalo. Habla con él. Quizá a ti te escuche -Penny rompió a llorar de nuevo, en silencio-. Terry necesita ayuda. Por favor, Malone, ayúdalo.


Quentin no tuvo que buscar mucho. Encontró a Terry en el bar de Shannon, derrumbado sobre la barra, delante de una copa llena. Quentin se aproximó a la barra y se sentó a su lado, indicándole a Shannon que no deseaba tomar nada.

Terry lo miró de soslayo.

– Te ha llamado Penny.

– Sí. Estaba histérica.

Terry agachó la cabeza. Al menos, no intentó excusar su comportamiento, se dijo Quentin.

– ¿Qué es lo qué te ocurre, Terry? ¿Qué te está pasando?

– No lo sé -su amigo lo miró entonces, con los ojos enrojecidos y expresión torturada-. Mi vida se está convirtiendo en una pesadilla. No puedo dormir, he perdido el apetito. Siempre estoy furioso. Con Penny. Con el trabajo. Conmigo mismo. Con todo -Terry apartó la mirada. Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro-. A veces, la ira se agolpa en mi interior… Es como si me estuviera devorando vivo. Pronto no quedará nada en mí, salvo odio y desesperación -se llevó las manos a la cara.

Por un momento, Quentin fue incapaz de articular palabra. Cuando finalmente recuperó la voz, miró a su amigo.

– Tienes que dejar atrás el pasado, compañero. Debes comprender que todo eso que tu madre te echaba en cara no eran más que tonterías. Busca ayuda, Terry. Antes de que sea demasiado tarde.

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