Miércoles, 17 de enero
Durante los cuatro días siguientes, Anna llamó a Jaye a diario, pero la joven seguía negándose a hablar con ella.
Anna la echaba de menos. Con un suspiro, atravesó la puerta principal de La Rosa Perfecta. Dalton se hallaba detrás de la caja registradora, contando el cambio.
– Lamento llegar tarde -se disculpó Anna mientras se quitaba la chaqueta.
Él levantó la mirada y sonrió.
– Buenos días.
– ¿Qué tienen de buenos?
– ¿Deduzco que Jaye sigue negándose a hablar contigo?
– Deduces bien -Anna colgó la chaqueta en la percha y se puso el delantal-. Su madre adoptiva empieza a irritarse con mis continuas llamadas. Hoy me ha dicho que ya me llamará Jaye cuando quiera hablar conmigo. Y luego me ha colgado.
Dalton frunció el ceño.
– Qué encantadora. Pero Jaye acabará entrando en razón, ya lo verás. Si la echas de menos, imagínate cuánto te estará echando de menos ella a ti.
Anna pensó en cómo había lastimado sin querer a su amiga. Cambió de tema deliberadamente.
– Esta mañana me ha llamado mi agente. Por eso llego tarde.
– ¡Por fin! ¿Aceptan la nueva novela?
– Sí -Anna levantó la mano para acallar sus enhorabuenas-, pero sólo según sus condiciones.
– ¿Sus condiciones? ¿Qué significa eso?
– Significa que la aceptan solamente si permito que publiciten la novela como ellos estimen conveniente. Por lo visto, piensan que el nombre de Harlow Grail puede vender muchos más ejemplares que el de Anna North.
– No lo comprendo -Dalton frunció el entrecejo-. Tu nueva historia no tiene nada que ver con la experiencia del secuestro.
– Al parecer, mi pasado es un gancho que atraerá como un imán la atención de los medios -explicó Anna con un deje de amargura-. Según mi agente, el libro en sí no es más que otra novela de suspense. Lo que lo hace especial es que está escrito por Harlow Grail, la princesa de Hollywood secuestrada.
– Lo siento, Anna. Vaya un asco.
– Y eso no es todo. Si no me avengo a sus planes, prescindirán de mí. No les doy los beneficios suficientes. Mi agente quiere que acepte. No entiende por qué dudo. La mayoría de los escritores, dijo, matarían por contar con el respaldo de una campaña publicitaría así. Además, la verdad ya ha salido a la luz y el mundo no se ha acabado.
– Un tipo adorable. Muy comprensivo.
– Creía que estaba de mi parte. Ahora comprendo que sólo le importa el dinero.
Dalton le dio un breve abrazo.
– ¿Qué piensas hacer?
– Todavía no lo sé. Quisiera poder aceptar la oferta. Ya sabes… ya sabes lo que significa para mí escribir. -Anna notó en los ojos el escozor de las lágrimas y pugnó por reprimirlas-. Pero no me imagino yendo a la radio y a la televisión para hablar de lo que me pasó. No me imagino desnudando mi vida personal delante de desconocidos. Sé la clase de gente que hay ahí fuera, Dalton. Y no puedo exponerme así.
– Y si no lo haces…
– Perderé todo aquello por lo que he trabajado -Anna sintió un nudo en la garganta y tragó saliva para deshacerlo-. Es muy injusto.
Dalton le posó un beso en la mejilla.
– Si me necesitas, aquí me tienes.
– Lo sé -ella recostó la mejilla en su hombro-. Y te lo agradezco, créeme.
En ese momento sonó la campanilla de la puerta y Bill entró con grandes zancadas. Parecía un banquero, con su traje de chaqueta y su camisa blanca.
– Os he pillado infraganti -bromeó-. Y pensar que me fiaba de ambos.
Anna se separó de Dalton y sonrió afectuosamente a su amigo.
– Te lo robaría en un santiamén, si pudiera.
Bill se llevó la mano al pecho, fingiéndose dolorido.
– Y yo que pensaba que me querías a mí.
Ella se echó a reír y meneó la cabeza, agradeciendo tener unos amigos como aquellos.
– ¿Qué haces aquí a estas horas de la mañana? Y con ese aspecto tan…
– ¿Tan aburrido? Acabo de reunirme con el grupo que financia nuestro nuevo proyecto. Por alguna razón, se sienten más a gusto dando dinero a hombres vestidos con traje de chaqueta. Figúrate -Bill se acercó al mostrador, y desvió la mirada hacia Dalton-. ¿Le has dado ya la carta?
Anna se giró para mirar a Dalton… y lo sorprendió haciéndole a Bill una señal para que se callara.
– ¿Qué carta, Dalton? -inquirió con la frente arrugada.
– No te enfades. Llegó ayer, mientras estabas almorzando.
– Es de tu pequeña fan -explicó Bill frotándose las manos-. La historia continúa.
Dalton le dirigió una mirada molesta y luego sacó un sobre del bolsillo de su delantal.
– Sé que te deprimiste mucho con su última carta. Y ayer estabas tan disgustada… No quería empeorarte el día. Pensaba dártela hoy, pero…
– Pero no te di la oportunidad. No pasa nada, Dalton -Anna tomó la carta, sintiéndose esperanzada y aprensiva a la vez, Había pensado mucho en Minnie mientras releía sus cartas una y otra vez. Había llegado a pensar que la niña estaba secuestrada. Incluso había llamado a una amiga que trabajaba en Servicios Sociales para explicarle la situación y leerle las cartas. Aunque su amiga había coincidido en que la situación parecía sospechosa, y se había mostrado solidaria con Anna, necesitaba algo concreto para iniciar una investigación. Un testigo o una declaración escrita de la niña afirmando ser víctima de abusos. De lo contrario, tenía las manos atadas.
Anna tragó saliva y bajó la mirada hacia el sobre, pensativa.
– ¿No vas a abrirla? -preguntó Bill.
Anna asintió y rasgó el sobre.
La carta empezaba igual que las demás, con un saludo y algunos comentarios sobre Tabitha, los libros de Anna y los pequeños detalles del día a día de Minnie. Pero, más adelante, dio un giro aterrador:
Él está planeando algo malo. No sé lo que es, pero tengo miedo. Por ti. Y por otra persona. Por otra chica. Intentaré averiguar algo más.
Anna releyó aquel párrafo con el corazón en la garganta.
– Dios mío -alzó la mirada hacia sus amigos-. Piensa hacerlo otra vez.
Los dos hombres intercambiaron miradas de preocupación.
– ¿Hacer qué, Anna?
– Otra chica -Anna le pasó la carta a Dalton. La mano le temblaba-. Creo que planea secuestrar a otra chica.
Bill se asomó por encima del hombro de Dalton para leer también la carta. Al terminar, emitió un silbido.
– No me gusta cómo suena eso.
– Ni a mí tampoco -Dalton frunció el ceño-. ¿Qué vas a hacer?
Anna guardó silencio un momento, sopesando sus opciones. Tenía pocas. Por fin, tomó una decisión, la única que tenía sentido. Se quitó el delantal y fue en busca de su chaqueta. Tras ponérsela, miró a sus preocupados amigos.
– Voy a acudir a la policía.
Cuarenta minutos más tarde, Anna estrechó la mano del inspector Quentin Malone.
– Tome asiento -él señaló una silla situada delante de su mesa-. Lamento que haya tenido que esperar. Hoy andamos cortos de personal. La mitad de los agentes tienen la gripe. Normalmente, realizo mi trabajo en el distrito siete. Mi compañero y yo estamos haciendo una sustitución.
Anna se sentó.
– Y le ha tocado en suerte atenderme.
– Exacto, señorita -Malone la recorrió con la mirada y luego esbozó una sonrisa lenta y sugestiva-. Soy así de afortunado.
Anna no dudó en absoluto que lo fuese. Alto, ancho de hombros e increíblemente atractivo, no debía de faltarle la compañía femenina.
– Teniendo en cuenta la escasez de personal, me alegra no haber venido a denunciar un asesinato.
– A mí también me alegra. Los asesinatos son mal asunto. Cuantos menos haya, mejor.
Ella frunció el ceño, levemente sorprendida.
– ¿Está intentando ser gracioso?
– En vano, está claro -Malone le dirigió otra sonrisa al tiempo que se sacaba una libreta del bolsillo de la camisa-. ¿Por qué no me dice a qué ha venido?
Anna así lo hizo. Luego abrió el bolso y le pasó las cartas de Minnie. El inspector las examinó mientras ella hablaba.
– Hay algo raro en la situación de esa niña. Al principio me preocupé. Pero luego, al recibir la última carta, empecé a sentir pánico.
– ¿Y por eso ha venido? ¿Porque siente pánico?
– Sí. Por ella. Y por la otra chica a la que Minnie alude en su carta.
Él alzó la mirada, aguardando, sin revelar sus propios pensamientos. Ella chasqueó la lengua con frustración.
– Creo que Minnie está secuestrada. Y que el hombre al que llama simplemente «él» es su secuestrador. Y creo que piensa raptar a otra chica.
Por un momento, Malone permaneció callado. Luego se reclinó en la silla. Los muelles crujieron.
– Está usted leyendo demasiado en estas cartas, señorita North. La tal Minnie no afirma en ningún momento hallarse cautiva o en peligro.
– No hace falta que lo diga. Lea las cartas. Lea entre líneas. Está todo ahí.
– Escribe usted novelas de suspense, ¿no es cierto?
– Sí. Pero, ¿qué tiene que ver eso con…?
– Esta clase de historias son su especialidad.
Indignada, Anna notó un súbito calor en las mejillas.
– ¿Cree que me lo estoy inventando todo?
– Yo no he dicho eso. Tengo otra teoría acerca de estas cartas. No sé si a usted se le habrá ocurrido.
– Continué.
– ¿No ha pensado en la posibilidad de que las cartas sean una especie de timo?
– ¿Un timo? -repitió Anna-. ¿Qué quiere usted decir?
– Tal vez no las haya escrito una niña de once años. Tal vez Minnie sea un fan chiflado que pretende jugar con usted -Malone hizo una pausa-. O quizá acercarse a usted.
Ella notó un escalofrío en la columna vertebral.
– Eso es ridículo.
– ¿Sí? -él enarcó una ceja-. Usted escribe novelas de suspense. Hay mucha gente retorcida ahí fuera. Puede que alguien, por la razón que sea, se haya obsesionado con usted o con sus historias. Suele pasar.
Anna notó que las manos empezaban a temblarle y las entrelazó sobre su regazo para que él no lo advirtiera. Luego irguió el mentón.
– No me lo creo.
– Pues debería. Teniendo en cuenta su pasado, no sólo debería creérselo, sino tomárselo muy en serio.
Ella se puso rígida.
– Disculpe, pero, ¿qué sabe usted de mi…?
– Piénselo, señorita North. Su obsesión con los niños en peligro la convierte en un blanco fácil para…
– ¿Mi obsesión con los niños en peligro? Perdone, pero creo que se equivoca. ¿Y qué es lo que sabe usted de mi pasado?
Malone se reclinó en la silla.
– Señorita, hasta los policías tontos como yo sabemos sumar dos y dos. Usted es la novelista Anna North. Publica novelas de misterio en la editorial Chesire House. Tiene los ojos verdes y el cabello pelirrojo. Unos treinta y seis años de edad. Reside en Nueva Orleans -señaló sus manos entrelazadas-. Y le falta el meñique de la mano derecha.
Anna se sintió ridícula. Y furiosa. El inspector había conocido su identidad desde el principio, pero no lo había mencionado hasta entonces. Cerdo machista.
Le dirigió su mirada más gélida.
– ¡Y, a veces, los policías tontos ven el canal Estilo!
Malone le sonrió al tiempo que cerraba la libreta y volvía a guardársela en el bolsillo.
– En realidad, estudiar crímenes famosos sin resolver es una de mis aficiones. Y su caso es de los que más me interesan.
– Me siento halagada -musitó ella-. ¿Lo ha resuelto ya?
– No, señorita. Pero será usted la primera en enterarse cuando lo haga -el inspector le devolvió las cartas y se levantó, dando por concluida la conversación.
Anna también se puso en pie, irritada.
– Pues esperaré sentada.
El comentario, lejos de ofender a Malone, pareció hacerle gracia. Lo cual sólo enfureció a Anna aún más.
– Está equivocado, ¿sabe? Estas cartas las escribió una niña. Sólo hay que leerlas para comprenderlo. Y esa niña está en peligro.
– Lo siento, pero yo no lo veo así.
– ¿De modo que no piensa hacer nada? -inquirió Anna disgustada-. ¿Ni siquiera investigará el apartado de correos o el número de teléfono?
– No. Sin embargo, puede que el inspector Lautrelle opine de forma diferente. Esperamos que vuelva mañana. Le pasaré un informe completo.
– Y parcial, no me cabe duda.
Malone hizo caso omiso del sarcasmo.
– Le recomiendo que tenga cuidado, señorita North, y que sea muy cauta con los desconocidos -hizo una pausa-. ¿No respondería usted a esas cartas utilizando su dirección particular, verdad?
No, había respondido utilizando una dirección donde cualquiera podía encontrarla seis días a la semana. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
– ¿Mi dirección particular? -repitió Anna, resistiéndose a confesar su desliz-. No, en absoluto.
– Bien -Malone le entregó la tarjeta del inspector Lautrelle-. Si se le ofrece algo, llame a Lautrelle. Él la ayudará.
Ella se guardó la tarjeta sin mirarla siquiera y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, se giró y dijo:
– ¿Sabe una cosa, inspector Malone? Después de haberle conocido, no me sorprende que haya tantos crímenes famosos sin resolver.
Quentin observó cómo Anna North se marchaba, con una mezcla de diversión y de asombro. Harlow Grail en su despacho. ¿Quién lo habría imaginado?
Él tenía catorce años cuando se produjo el secuestro, y recordaba haber fantaseado con resolver el caso y convertirse en un gran héroe de Hollywood. Después, cuando ella consiguió escapar, la aplaudió por ello, aun cuando oyera decir a su padre y a sus tíos que algo no acababa de cuadrar en aquel caso.
Como al resto del país, el secuestro de Grail había seguido fascinándolo. Era el primero de los muchos casos sin resolver que había estudiado a lo largo de los años.
– Hola, compañero -Terry se situó junto a él-. ¿Quién era el bombón que acaba de salir?
– Se llama Anna North.
– ¿Ha asesinado a alguien?
Quentin miró a su compañero por el rabillo del ojo.
– Sólo sobre el papel. Escribe novelas de suspense.
– ¿No me digas? ¿Y de qué ha hablado contigo? ¿Quiere que seas el héroe de su próximo libro?
Recordando la forma en que ella lo había mirado, Quentin lo dudaba mucho. Una víctima, más bien.
– Sí -murmuró-. Algo así.
– Bueno, ya podemos irnos. LaPinto y Erickson acaban de llegar.
– No tiene muy buen aspecto.
– Precisamente. Propongo que nos larguemos mientras aún estamos a tiempo.
Quentin asintió. Cuando salieron al frío día, Terry se estremeció y se abrochó la cazadora de cuero.
– Ya empieza a fastidiarme este frío. Estamos en Nueva Orleans, por todos los santos.
– Podría ser peor -murmuró Quentin mirando hacia el cielo-. Podría nevar.
– Muérdete la lengua, Malone. ¿Te acuerdas de la última vez que nevó? En esta ciudad caen un par de copos de nieve y todo el mundo se vuelve majara. Tendríamos que trabajar las veinticuatro horas -una vez que se hubieron subido en el coche de Quentin, Terry se giró hacia él y preguntó-: Bueno, ¿qué quería la pelirroja? ¿De verdad va a incluirte en su próxima novela?
Quentin hizo una mueca.
– Tal y como fue nuestro encuentro, sólo para hacer que me rebanen el pescuezo.
Su compañero se echó a reír.
– Tienes encanto con las mujeres, de eso no hay duda. En fin, si no va a convertirte en su próximo héroe, ¿qué quería?
– Ha recibido algunas cartas inquietantes de una admiradora.
– ¿En serio? ¿Amenazas?
– Por lo visto, ella cree que no. Su admiradora es, supuestamente, una niña de once años.
– ¿Supuestamente?
– Yo tengo mis dudas -Quentin puso a su compañero al corriente-. La señorita North cree que la niña corre peligro. Informaré a Lautrelle cuando se reincorpore. Ya lo investigará él si lo cree necesario. Pasando a otro asunto, ¿cómo te fue en el interrogatorio de ayer?
Terry había tenido que responder a un interrogatorio policial interno sobre el asesinato de Kent, al día siguiente de haberse producido el suceso.
– Me hicieron un montón de preguntas relacionadas con la muerte de Nancy y luego me dejaron ir. Gracias, sobre todo, a tu declaración. Te lo agradezco de veras, tío.
– Me limité a decir lo que sabía.
Condujeron en silencio hasta la comisaría del distrito siete. Luego, tras apearse del coche y entrar en el edificio, se separaron. El agente Johnson llamó a Quentin desde su mesa.
– ¿Qué ocurre?
– Échale un vistazo -dijo Johnson pasándole un sobre manila.
– ¿El caso Kent? -Quentin abrió el sobre-. ¿Qué se sabe?
– La muerte fue causada por asfixia. La violaron primero.
Quentin examinó el informe del forense. Aparte de los desgarros en la vagina, la víctima apenas tenía otras marcas. Unos cuantos rasguños menores en la nuca, las piernas y los abrazos, nada más.
– Qué raro-murmuró.
– ¿Qué?
– Parece que no opuso mucha resistencia.
– ¿Crees que conocía al tipo?
– Es posible. ¿Se averiguó algo del tejido que tenía en el interior de las uñas?
– Nada. Ya recibimos los resultados del análisis. Nuestro hombre es del grupo O positivo. Como casi la mitad de la población de Nueva Orleans.
– Yo no -murmuró Quentin mientras seguía repasando el informe-. Soy del grupo A positivo -se detuvo y frunció el ceño-. ¿Walden y tú no habéis interrogado a ninguna de las mujeres que había en el bar aquella noche?
– A las camareras. Nos centramos más en los hombres, ¿Por qué?
– Piénsalo, Johnson. Esa belleza estaba monopolizando a casi todos los tipos del bar con sus bailecitos exhibicionistas. Básicamente, estaba privando a las demás mujeres de la oportunidad de comerse algún rosco. ¿Verdad?
– Verdad -el otro agente se rascó la cabeza-. ¿Y qué?
– Que aquella noche habría muchas chicas enfadadas en el bar. ¿Y qué hace uno cuando se enfada con alguien?
– ¿Le da un puñetazo en la cara?
– En este caso, no -Quentin respondió a su propia pregunta-. En este caso, no le quitas la vista de encima. Las demás chicas del bar estuvieron pendientes de todos los movimientos de Nancy Kent. Pendientes de todos los hombres que bailaron con ella. Hay que interrogarlas a ellas.
Johnson asintió.
– En eso tienes razón, Malone.
Quentin se levantó.
– Esta tarde visitaré a Shannon y le pediré una lista de nombres. Luego empezaré a hacer llamadas.
Ben se detuvo ante la entrada de la floristería. El rótulo situado encima de la puerta rezaba «La Rosa Perfecta».
La tienda donde trabajaba Anna North.
No le había resultado difícil seguirle la pista. La autora había dedicado su último libro a la organización Hermanos y Hermanas Mayores de América y a su «hermana menor», Jaye. La directora de la rama local de HHMA era una conocida de Ben. Ella le había sugerido que estableciera contacto con Anna a través de La Rosa Perfecta.
Ben se aclaró la garganta.
Había pensado mucho en Anna North desde que vio el programa de televisión. Había leído sus novelas. Leyendo entre líneas, había descubierto mucha información a partir de sus historias, amén de algunos detalles de su propia personalidad. Era previsible, que se sintiera enojada o asustada al verlo aparecer. Reaccionaría como un animal acorralado.
Pero él la convencería.
Ben respiró hondo y empujó la puerta Enseguida reconoció la gloriosa mata de cabello pelirrojo de Anna, tan parecido al de su madre.
– Buenos días -la saludó, sonriendo mientras se aproximaba al mostrador.
Ella le devolvió la sonrisa.
– ¿En qué puedo servirle?
– Soy Benjamin Walker -Ben le ofreció la mano-. El doctor Benjamin Walker.
Anna pareció sorprendida, pero le estrechó la mano.
– Encantada de conocerlo.
– Igualmente.
– ¿Qué puedo hacer por usted? Acabamos de recibir unas hortensias preciosas. De California. Y nuestras rosas siempre son…
– ¿Perfectas? -Ben le sonrió-. En realidad, he venido para verla a usted.
– ¿A mí?
– En primer lugar, permítame decirle que admiro su obra.
– ¿Mi obra? -repitió ella-. Oh, se refiere a los arreglos florales. Lo siento, pero no son cosa mía sino de Dalton Ramsey, el propietario de La Rosa Perfecta.
– No me ha entendido, Anna. Admiro sus libros.
A Anna se le demudó el rostro.
– Mis li… ¿Cómo sabe que…?
– Justine Blank es una conocida mía. Me dijo cómo podía encontrarla a usted.
Anna parecía confusa. Y disgustada. Ben procedió rápidamente a tranquilizarla.
– Soy psiquiatra. Y mi intención es buena, como Justine sabe muy bien. Estoy especializado en los efectos de los traumas infantiles sobre la personalidad y la conducta de los adultos. Su caso me ha interesado desde siempre y, cuando supe que era usted Harlow Grail y también la escritora Anna North, decidí arriesgarme a venir. Espero que acepte hablar conmigo.
Ella pareció digerir aquella información. Sus mejillas recuperaron el color, aunque no del todo.
– ¿Vio usted el programa especial sobre misterios de Hollywood sin resolver y sumó dos y dos?
– Sí. Y vi su dedicatoria a HHMA en su libro Una muerte lenta. Me figuré que Justine podría decirme cómo llegar hasta usted. Y no me equivoqué.
– Mi caso, como usted lo llama, interesa a mucha gente. Pero a mí no. Es más, he hecho todo lo posible por olvidarlo. Y ahora, si me dispensa, tengo trabajo que hacer.
– Por favor, señorita North, escuche lo que tengo que decirle.
– Me parece que no -Anna cruzó los brazos sobre el pecho-. Soy una persona reservada, doctor Walker. Y ha invadido usted mi intimidad.
– Cosa que la asusta, imagino.
Ella arrugó la frente.
– Yo no he dicho que me asuste.
– Pero así es. Vivió usted una pesadilla. Fue secuestrada por un desconocido que le arrebató el control sobre su vida. El control sobre su persona. Fue agredida físicamente y obligada a presenciar cómo mataban a un amigo suyo. Esa odisea le hizo cobrar conciencia de la maldad que existe en el mundo. Y se prometió a sí misma que jamás se vería en una situación semejante. Por eso cambió de nombre y dejó atrás su pasado. El anonimato hace que se sienta a salvo.
– ¿Cómo sabe todo eso de mí? -consiguió decir Anna al cabo de unos momentos, con voz trémula-. Si nunca nos hemos visto.
– Pero conozco su pasado. He leído sus novelas -Ben le depositó su tarjeta en la mano-. Estoy escribiendo un libro sobre los efectos de los traumas infantiles en la personalidad. Y me gustaría entrevistarla. Su historia sería un elemento magnífico para mi libro.
Ella abrió la boca, seguramente para negarse, pero Ben no le dio ocasión.
– Piénselo, por favor. Es lo único que le pido -sin mediar más palabras, se dio media vuelta y salió rápidamente de la tienda.