Capítulo 1

Miércoles, 10 de enero de 2001

Nueva Orleans, Luisiana

– ¡Timmy! ¡No!

Anna se incorporó de golpe en la cama, empapada en un sudor frío, mientras sus gritos reverberaban en las paredes del dormitorio.

Con un chillido de horror, se subió las mantas hasta la barbilla y miró en torno frenéticamente. Cuando se quedó dormida, la lamparilla de noche había estado encendida. Nunca dormía con la luz apagada. Sin embargo, el cuarto estaba a oscuras. Las sombras de los rincones se mofaban de ella, negras y profundas. ¿Qué contenían aquellas sombras? ¿Qué ocultaban? ¿A quién?

Kurt. Había vuelto. Para acabar lo que había empezado veintitrés años antes. Para castigarla por haber huido. Por estropear sus planes.

«Vamos allá».

Anna salió de la cama con un grito. Corrió desde el dormitorio hasta el cuarto de baño, situado en el otro extremo del pasillo. Luego, arrodillándose frente al inodoro, alzó la tapa y vomitó. Siguió dando arcadas hasta que no le quedó nada que expulsar, salvo los recuerdos.

Arrancó un trozo de papel higiénico y, tras limpiarse la boca, lo arrojó en el inodoro y tiró de la cadena. Le dolía la mano derecha. Le quemaba, como si Kurt acabara de cortarle el dedo meñique para enviárselo a sus padres como advertencia.

Pero de aquello hacía toda una vida, recordó. En aquella época era apenas una niña, Harlow Anastasia Grail, la princesita de Hollywood.

Girándose, Anna se acercó al lavabo y abrió el grifo. A continuación se enjuagó la cara con abundante agua fría, intentando sacudirse los vestigios de la pesadilla.

Se encontraba a salvo, en su apartamento. Había cortado todos los lazos con su pasado, excepción hecha de sus padres. Ninguno de sus amigos o colegas sabía quién era en realidad. Ni siquiera su editor y su agente literario conocían su verdadera identidad. Ahora era Anna North. Lo había sido desde hacía doce años.

Aunque Kurt volviera para buscarla, no podría dar con ella.

Anna musitó una maldición y cerró el grifo. Luego agarró la toalla y se secó la cara. Kurt no regresaría para buscarla. Habían pasado veintitrés años, por Dios santo. El FBI había asegurado que el hombre llamado Kurt ya no podía amenazarla. Creían que había conseguido cruzar la frontera de México. El hallazgo del cadáver de Mónica en un pueblo fronterizo de Baja California, seis días después de la huida de Harlow, apoyaba tal hipótesis.

Asqueada de sí misma, Anna soltó la toalla junto al lavabo. ¿Cuándo iba a superar aquello? ¿Cuántos años tendrían que pasar hasta que fuese capaz de dormir con la luz apagada? ¿Hasta que las pesadillas no la despertaran, noche tras noche?

Ojalá hubiesen detenido a Kurt. Así Anna podría haberse olvidado del asunto, en lugar de preguntarse continuamente si seguiría acordándose de ella. Con su huida, había dado al traste con la entrega del rescate. ¿La odiaría Kurt por ello? ¿Estaría esperando la ocasión de vengarse de ella por haber estropeado su oportunidad de ser rico?

Anna se miró en el espejo, con expresión feroz. No podía controlar las pesadillas, pero sí todos los demás aspectos de su vida. Y no estaba dispuesta a pasar los días y las noches huyendo de las sombras.

Regresó al dormitorio, sacó unos pantalones cortos del cajón de la cómoda y se los puso. Ya que no podía dormir, decidió trabajar. Llevaba tiempo dándole vueltas a una nueva historia y aquel parecía un buen momento para empezarla. Pero antes, decidió, tomaría café.

Se dirigió a la cocina, deteniéndose un momento en su «despacho», un escritorio situado en un rincón de la sala de estar, para encender el ordenador. Luego pasó junto a la puerta principal. Por puro hábito, se detuvo para comprobar el cerrojo.

Mientras alargaba la mano hacia la cerradura, alguien llamó a la puerta. Anna dio un salto hacia atrás, emitiendo un leve grito.

– ¡Anna! Soy Bill…

– Y yo, Dalton.

– ¿Te encuentras bien?

Bill Friends y Dalton Ramsey, sus vecinos y también sus mejores amigos. Gracias a Dios.

Con manos temblorosas, Anna descorrió el cerrojo y abrió la puerta. La pareja permanecía en la entrada con expresión ansiosa.

– ¿Qué diablos…? Me habéis dado un susto de muerte.

– Es que te oímos gritar…

– Yo te oí gritar -corrigió Bill-. Acababa de volver de…

– Y fue a avisarme -Dalton alzó un sujetalibros de mármol, una miniatura del David de Miguel Ángel-. Me traje esto, por si acaso.

Anna se llevó una mano al pecho, sonriendo. Podía imaginar a Dalton, un cuarentón apacible, atacando a un intruso con la figurilla de mármol.

– Por si acaso ¿qué? ¿Por si necesitaba ordenar mi biblioteca?

Bill emitió una risita; Dalton pareció irritarse. Sorbió por la nariz.

– Por si necesitabas protección, desde luego.

Anna reprimió una carcajada.

– Agradezco mucho vuestra preocupación -abrió la puerta del todo-. Pasad, haré café para acompañar los buñuelos.

– ¿Los buñuelos? -repitió Dalton en tono inocente-. No sé de lo que estás hablando.

Anna lo apuntó con un dedo.

– Es inútil que disimules, los huelo desde aquí. Ya que habéis venido a rescatarme, tendréis que compartirlos.

– Él me ha obligado a traerlos-se defendió Dalton mientras entraban en el apartamento-. Ya sabes que yo jamás me concedería tales caprichos a las dos de la madrugada.

– Sí, claro -Bill puso los ojos en blanco-. ¿Y qué figura sugiere una tendencia a… los caprichos, la tuya o la mía?

Dalton miró a Anna en busca de apoyo. Diez años más joven que él, Bill era esbelto y atlético.

– No es justo. Él come de todo y no engorda. Yo, en cambio, tomo un bocadito de nada y…

– ¿Un bocadito de nada? ¡Ja! ¿Y las galletas y las patatas fritas?

– Estaba teniendo un mal día, necesitaba algo para animarme. Denúnciame si quieres.

Anna tomó del brazo a sus amigos y los acompañó a la cocina, desvaneciéndose los efectos adversos de la pesadilla. Los dos hombres nunca fallaban a la hora de hacerla reír. Tampoco dejaba de sorprenderle que fuesen pareja. Le recordaban a un pavo real y un pingüino. Bill era franco y descarado, y Dalton un empresario remilgado de modales melindrosos. No obstante, a pesar de sus diferencias, llevaban ya diez años juntos.

– No me importa de quién ha sido la idea -dijo Anna al llegar a la cocina-. Os lo agradezco. Un atracón de buñuelos era justo lo que necesitaba.

En realidad, lo que más les agradecía era su amistad. Había conocido a la pareja en su segunda semana en Nueva Orleans, tras responder a un anuncio de trabajo de una floristería. Si bien carecía de experiencia, Anna siempre había tenido una aptitud especial para la decoración, y necesitaba un trabajo que le permitiera dedicar su tiempo y sus energías a hacer realidad su sueño de ser novelista.

Dalton había resultado ser el propietario de la floristería, llamada La Rosa Perfecta; congeniaron de inmediato. Él entendía sus sueños y la aplaudía por tener la valentía necesaria para perseguirlos.

Dalton le había presentado a Bill, y los dos la habían tomado bajo su protección. Le habían hablado de un apartamento que iba a quedar libre en el edificio, situado en el Barrio Francés, donde vivía la pareja, y que era propiedad de Dalton. A medida que iban conociéndose mejor, Bill y Dalton se interesaron realmente por su labor de escritora. La habían animado después de cada rechazo y habían celebrado con ella todos sus éxitos.

Anna los quería mucho y estaba dispuesta a enfrentarse con el mismísimo diablo para protegerlos. Y ellos, suponía, harían lo mismo por ella.

El mismísimo diablo. Kurt

Como si hubiera leído su mente, Dalton la miró horrorizado.

– Dios santo, Anna, ni siquiera te hemos preguntado. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien -Anna llenó un cazo de leche y lo puso en el fuego. Luego sacó tres tazas del armario y una bandeja de cubitos de café congelado del refrigerador-. Sólo fue un mal sueño.

Bill la ayudó, poniendo un cubo de café en cada taza.

– ¿Otra pesadilla? -le dio un breve abrazo-. Pobre Anna.

– Es por esas historias retorcidas que escribes -sugirió Dalton mientras colocaba diestramente los buñuelos en una bandeja-. Te provocan pesadillas.

– ¿Historias retorcidas? Gracias, Dalton.

– Bueno, terroríficas -corrigió Dalton-. ¿Así te gusta más?

– Mucho más, gracias -Anna vertió la humeante leche en las tazas.

Llevaron los cafés y los buñuelos a la mesa y se sentaron.

Dalton tenía razón. Sus novelas de suspense habían sido descritas por los críticos con tales adjetivos. Algunos las habían calificado de «sobrecogedoras» y «absorbentes». Anna sólo desearía que se vendieran lo suficiente como para poder ganarse la vida escribiendo.

– Una chica tan normal y encantadora -dijo Bill bajando la voz-. ¿De dónde proceden esas historias? ¿De tu experiencia personal? ¿Qué horrores acechan bajo esos inocentes ojos verdes?

Anna simuló reírse. Bill no sabía hasta qué punto su broma se acercaba a la verdad. Ella había presenciado los abismos más oscuros del espíritu humano. Conocía por experiencia la capacidad del ser humano para el mal.

Ese conocimiento turbaba su paz interior y, a veces, como aquella noche, también trastornaba su sueño. Del mismo modo, estimulaba su imaginación, inspirándole historias oscuras y retorcidas en las que el bien se enfrentaba con el mal.

– ¿Acaso no lo sabéis? -preguntó con humor-. Todas mis investigaciones incluyen una parte práctica. Así que, por favor, no miréis nunca en el maletero de mi coche y acordaos de echar la llave por las noches -bajando la voz, añadió-: Si sabéis lo que os conviene.

Por un momento, ellos simplemente se quedaron mirándola. Luego prorrumpieron en risas. Dalton fue el primero en hablar.

– Muy graciosa Anna. Y más teniendo en cuenta que en tu nueva historia se cargan a una pareja de homosexuales.

– Hablando de lo cual -murmuró Bill, recogiendo los restos de azúcar que habían caído en la mesa-, ¿te han dicho ya algo de la nueva propuesta?

– No, pero sólo han pasado un par de semanas. Ya sabéis lo lento que es el mundo editorial.

Bill resopló con disgusto. Trabajaba en una empresa de publicidad y relaciones públicas.

– En mi negocio, esos tipos no durarían ni dos minutos.

Anna asintió, y luego dio un bostezo. Se llevó la mano a la boca mientras bostezaba otra vez.

Dalton consultó su reloj.

– ¡Dios santo, mirad la hora que es! No tenía ni idea de que era tan… -se giró hacia Anna con expresión horrorizada-. ¡Cielos, Anna! Se me olvidó decírtelo… Tienes otra carta de tu joven admiradora, esa que vive en Mandeville. Llegó hoy a la floristería.

Por un momento, Anna no supo a quién se refería Dalton, pero finalmente se acordó. Unas semanas antes, había recibido una carta de una chica de once años llamada Minnie. Le llegó a través de su agente, en un paquete que contenía varias cartas más.

Si bien le preocupaba que una niña de once años leyera sus novelas, Anna se había conmovido con la carta. Le había recordado a la niñita que fue ella misma, antes del secuestro, una joven que veía el mundo como un lugar hermoso lleno de caras sonrientes.

Minnie había prometido que, si Anna le respondía, sería su mayor admiradora para siempre. Había dibujado corazones y margaritas en el reverso del sobre, junto a las letras F.C.U.B.

«Firmado con un beso».

Anna se sintió tan cautivada, que respondió a la carta personalmente.

Dalton sacó el sobre del bolsillo de su chándal y se lo entregó. Anna frunció el ceño.

– ¿La llevabas encima?

Bill puso los ojos en blanco.

– Sí, la recogió después de seleccionar a David de entre su colección de armas. A duras penas conseguí que no hiciera unas magdalenas, antes de venir.

Dalton sorbió por la nariz con expresión dolida.

– Sólo intentaba ayudar. La próxima vez no lo haré.

– No le hagas ningún caso -murmuró Anna mientras tomaba la carta y dirigía a Bill una mirada de advertencia-. Ya sabes cuánto le gusta chinchar. Te agradezco que pensaras en mí.

Bill señaló el sobre. Como el anterior, estaba decorado con corazones, margaritas y firmado con un beso.

– Llegó directamente a La Rosa Perfecta, Anna, no a través de tu agente…

– Directamente a la… -Anna comprendió su error y, por un momento, se quedó sin respiración. En su entusiasmo al contestar a la niña, olvidó toda precaución. Había utilizado papel de escribir de La Rosa Perfecta para garabatear rápidamente una respuesta y luego había echado la carta al buzón.

¿Cómo pudo haber sido tan estúpida? ¿Tan descuidada?

– Ábrela -urgió Bill-. Seguro que tienes curiosidad.

Sí, Anna sentía curiosidad. Adoraba saber cuando un lector disfrutaba con sus historias. Era lo más gratificante que había en su vida. Sin embargo, una parte de ella también rechazaba aquella suerte de conexión física con personas desconocidas, sabiendo que, a través de su obra, los extraños podían tener acceso a su mente y a su corazón.

Sus libros les proporcionaban un modo de entrar en su vida.

Anna abrió el sobre, extrajo la carta y empezó a leerla. Bill y Dalton también la leyeron, inclinándose sobre ella.

Estimada señorita North

¡Me emocioné muchísimo al recibir su carta! Es usted mi escritora favorita, ¡en serio! Mi gatita también piensa que es la mejor. Es blanca y canela, y tiene los ojos azules. Es mi mejor amiga.

Nuestras comidas favoritas son la pizza y las patatas al queso, pero él no nos deja tomarlas muy a menudo. Una vez, compré una bolsa a escondidas y Tabitha y yo nos la comimos entera. Mi grupo favorito son los Backstreet Boys y, cuando él me deja salir, veo Dawson crece.

Me alegro mucho de que quiera ser mi amiga. A veces me siento muy sola aquí. Aunque me sentí un poco mal cuando usted dijo que soy demasiado joven para leer sus libros. Supongo que tiene razón. Y, si no quiere que los lea, no lo haré. Le doy mi palabra. Al fin y al cabo, él no sabe que los leo y se enfadaría mucho si se enterara. Algunas veces me da mucho miedo.

Su amiga,

Minnie

Anna releyó las últimas líneas tres veces sintiendo un escalofrío. Él le daba mucho miedo. Él no le permitía comer pizza ni patatas al queso.

– ¿Quién crees que será «él»? -inquirió Dalton-. ¿Su padre?

– No lo sé -murmuró Anna-. Podría ser su abuelo o su tío. Está claro que vive con él.

– Resulta escalofriante -Bill hizo una mueca-. ¿A que se referirá con eso de que ve Dawson crece cuando él la deja salir? Ni que estuviera prisionera o algo así.

Los tres se miraron durante largos instantes. Anna carraspeó y se obligó a sonreír.

– Vamos, chicos, que la escritora soy yo. Vosotros sois, en teoría, mi ancla con la realidad.

– Eso es verdad -Dalton sonrió con desgana-. ¿Qué niño se cansa de consumir comida basura? A los trece años, yo creía que mis padres eran un par de ogros. Me sentía maltratado.

– Dalton tiene razón -convino Bill-. Además, si ese tipo fuera tan malvado, no dejaría que Minnie se carteara contigo.

– Cierto -Anna emitió un suspiro de alivio, dobló la carta y volvió a guardarla en el sobre-. Son las dos de la madrugada y estamos exagerando. Creo que necesitamos dormir.

– Estoy de acuerdo -Bill se levantó-. Pese a todo, Anna, preferiría que no le hubieras escrito en papel de La Rosa Perfecta. Teniendo en cuenta los libros que escribes, ¿quién sabe qué clase de chalados podrían intentar seguirte la pista?

– No pasa nada -murmuró ella, frotándose los brazos al notar que se le ponía la carne de gallina-. ¿Qué peligro puede haber en que una niña de once años sepa dónde vivo?


Jueves,11 de enero

– ¿Qué dices, Anna? -preguntó Jaye Arcenaux mientras apuraba con la pajita el resto del batido-. ¿Crees que esa niña puede estar acechándote o algo parecido? Sería la bomba.

Jaye, la «hermana pequeña» de Anna, acababa de cumplir quince años y para ella todo era «la bomba» o bien «un muermo».

Anna arqueó una ceja, divertida.

– ¿La bomba? A mí no me lo parece.

– Tú ya me entiendes -dijo Jaye acercándose más-. Bueno, ¿eso es lo que crees?

– Naturalmente que no. Sólo he dicho que había algo extraño en su carta, y no sé si debo contestarle.

– ¿Extraño en qué sentido? -Jaye alargó el brazo para pellizcar el bizcocho de chocolate de Anna-. Dalton dice que a los tres se os puso el vello de punta.

– Exagera. Era tarde y todos estábamos muy cansados. Pero sí, parece haber algo raro en su entorno familiar. Estoy un poco preocupada.

– En eso sí que tengo experiencia. He visto entornos familiares raros de todas clases.

Era cierto, un hecho que a Anna le partía el corazón. Sin embargo, no dejó traslucir sus sentimientos. Jaye no deseaba la compasión de nadie. Aceptaba su pasado tal como era y esperaba que los demás hicieran lo mismo.

– En realidad, me interesaba oír tu opinión -Anna rebuscó en su bolso, sacó la carta y se la pasó a Jaye-. Quizá esté leyendo entre líneas algo que no existe. Al fin y al cabo, me dedico a imaginar problemas.

Mientras Jaye leía la carta, Anna la observó. Era increíblemente atractiva pese a su poca edad, con sus finos rasgos y sus ojos negros y grandes. Hasta hacía una semana, cuando sorprendió a Anna con su cabello teñido de pelirrojo, había sido castaña.

Lo único que deslucía la belleza física de Jaye era la brutal cicatriz que surcaba su boca en diagonal. Un último regalo de su abusivo padre. Ebrio, en un arranque de ira, le había arrojado una botella de cerveza, rajándole los labios. El muy bastardo ni siquiera le había procurado atención médica. Cuando la enfermera del colegio le inspeccionó la herida, a la mañana siguiente, ya era demasiado tarde para darle puntos.

Pero no para avisar a los Servicios Sociales. Jaye había emprendido el camino hacia una vida mejor, mientras su padre iba a la cárcel.

Anna notó un nudo en la garganta y desvió la mirada. Se había involucrado activamente en «Hermanos y Hermanas Mayores de América» tras acudir a la organización para reunir datos para su segunda novela. Había entrevistado a algunas chicas mayores del programa y se había sentido profundamente conmovida con sus historias.

Aquellas chicas le habían recordado a sí misma cuando tenía esa edad. Ella también se había sentido angustiada y sola, también había necesitado desesperadamente un ancla en una época de desequilibrio emocional.

Anna decidió convertirse en una «Hermana Mayor», pensando que nada tenía que perder.

Jaye y ella llevaban dos años siendo «hermanas».

Y, en el transcurso de aquellos dos años, se habían hecho amigas íntimas. No había sido fácil. Al principio, Jaye, resentida y desconfiada tras una vida de mentiras y malos tratos, no había querido saber nada de Anna. Pero esta perseveró. Durante aquellos dos años, jamás dejó de cumplir ni una sola de sus promesas; escuchó atentamente, en vez de dar sermones; ofreció consejo sólo cuando se le pedía; hasta que, por fin, Jaye empezó a confiar en ella. El afecto no tardó en llegar.

Se trataba de un afecto mutuo. Algo que Anna no había esperado cuando se inscribió en el programa. Había deseado simplemente ayudar a un semejante. Pero, a cambio, había forjado una amistad que llenó un lugar, en su vida y en su corazón, que ni siquiera había sabido que estaba vacío.

Jaye alzó la mirada.

– No estás imaginando cosas. Ese tipo no es trigo limpio.

Anna notó un vuelco en el estómago.

– ¿Estás segura?

– Me has pedido mi opinión.

– Cuando dices que no es trigo limpio, quieres decir que…

– Que puede ser desde un miserable hasta un pervertido que merece estar entre rejas de por vida.

La voz de Jaye contenía una nota de amargura que consternó a Anna.

– Un espectro de posibilidades muy amplio.

– Yo no soy ninguna adivina -Jaye se encogió de hombros y le devolvió la carta-. Deberías contestarle.

Anna frunció los labios, menos segura que su joven amiga de la conveniencia de mantener aquella correspondencia.

– Yo soy una adulta. Y ella es una niña. Eso dificulta la comunicación. No quiero que sus padres me acusen de hacer algo indebido. Además, tampoco puedo preguntarle por su padre, sin más.

– Ya se te ocurrirá una manera -Jaye se limpió la boca con la servilleta-. Esa chica necesita amigos.

Anna arrugó la frente, indecisa. Una parte de ella, la parte precavida, la apremiaba a tirar la carta y olvidarse de Minnie y de sus problemas. La otra parte estaba de acuerdo con Jaye. Minnie la necesitaba. Y no podía darle la espalda a una cría necesitada.

– ¿Vas a comerte el resto del bizcocho? -preguntó Jaye interrumpiendo sus pensamientos.

– Es todo tuyo -Anna deslizó el plato por la superficie de la mesa-. Últimamente siempre tienes hambre. ¿No es Fran buena cocinera? -inquirió, refiriéndose a la madre adoptiva de Jaye.

– ¿Buena cocinera, dices? -Jaye hizo una mueca-. Es la peor cocinera del planeta, te lo juro.

Anna se echó a reír. Luego recuperó la seriedad.

– Pero es buena persona, ¿verdad?

Jaye elevó un hombro.

– Se aguanta. Cuando no está montada en su escoba o sacrificando niños y perros callejeros bajo la luna llena.

– Muy graciosa, sabihonda.

Salieron de la cafetería minutos más tarde y se dirigieron hacia el Barrio Francés.

– Bueno, ¿y cómo va todo? -quiso saber Anna.

– ¿En casa o en la escuela?

– En los dos sitios.

– En la escuela me va bien. Y en casa también.

– La próxima vez no me apabulles con tantos detalles. Estoy abrumada.

La joven esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Eso es un sarcasmo, Anna? Eres la bomba.

Anna se echó a reír, y prosiguieron su camino por la concurrida acera, deteniéndose ocasionalmente para mirar algún escaparate. Anna disfrutaba con los aromas y las vistas del Barrio Francés, donde se mezclaban lo nuevo y lo antiguo, lo chillón y lo elegante, lo exquisito y lo repulsivo.

– Fíjate en eso -murmuró Jaye parándose delante de un escaparate. Señaló un abrigo con rayas de cebra-. ¿No te parece que es la bomba?

– Sí, lo es -asintió Anna-. ¿Quieres entrar a probártelo?

Jaye negó con la cabeza.

– Sólo si lo regalan. Además, no iría bien con mi color de pelo.

Anna la miró de soslayo.

– Por fin me estoy acostumbrando a verte pelirroja. Lo mejor es que ahora parecemos hermanas.

Jaye se sonrojó, complacida. Prosiguieron su camino. Al cabo de unos momentos, Jaye miró de reojo a Anna.

– ¿Te he hablado de ese tipejo que estuvo siguiéndome?

Anna se detuvo y miró a su amiga, alarmada.

– ¿Alguien te ha seguido?

– Sí. Pero le di esquinazo.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Dónde?

– El otro día. Cuando volvía a casa del colegio.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Fue esa la única vez o ya te había seguido antes?

– No conseguí verlo bien. Pero no era más que uno de esos viejos pervertidos -Jaye se encogió de hombros-. No tiene importancia.

– Sí que la tiene. ¿Se lo dijiste a tu madre adoptiva? ¿No llamó a la…?

– Por Dios, Anna, tranquilízate. Si llego a saber que ibas a ponerte histérica, no te habría dicho nada.

Anna respiró hondo. Si insistía, Jaye dejaría de hablar del asunto. Además, era una jovencita acostumbrada a moverse por las calles, y no una inocente que se dejara engañar con facilidad por un desconocido. Incluso había vivido en la calle durante un tiempo, cosa que siempre estremecía a Anna.

– Lamento haberme alterado tanto -murmuró-. Los viejos somos así de exagerados.

– Tú no eres vieja -repuso Jaye.

– Lo bastante vieja como para insistir en que, si vuelves a ver a ese tipo, me lo digas. E iremos a la policía. ¿De acuerdo?

Jaye titubeó y luego asintió.

– De acuerdo.


El inspector Quentin Malone entró en el bar de Shannon, un local frecuentado por policías y situado en la zona del Irish Channel, y saludó en voz alta a un par de sus colegas. Para muchos habitantes de Nueva Orleans, la noche del jueves representaba el inicio de las festividades del fin de semana. Todos los bares, restaurantes y clubes de la ciudad se llenaban esa noche, y el local de Shannon no era ninguna excepción.

A sus treinta y siete años, Quentin era un veterano que llevaba dieciséis años en el Cuerpo. Provenía de una familia de policías. Su abuelo, su padre, tres tíos suyos y una tía habían sido agentes de la ley. De sus seis hermanos, sólo dos habían elegido otras carreras: Patrick, que había estudiado contabilidad; y Shauna, la hermana menor, que estudiaba arte en la universidad.

Quentin se encaminó hacia la barra para pedir una cerveza. Enseguida lo abordó la camarera, una rubia pizpireta de veintitrés años que en más de una ocasión había insinuado abiertamente su deseo de salir con él. Quentin, sin embargo, no estaba interesado en citarse con una chica de la edad de su hermana pequeña.

– Hola, Malone -la camarera le sonrió de oreja a oreja-. Hacía tiempo que no te veía.

– He estado por ahí-Quentin se inclinó para besarle la mejilla-. ¿Cómo te va, Suki?

– No puedo quejarme. Últimamente las propinas son muy generosas -Suki miró de soslayo a un grupo que se dirigía hacia una de las mesas-. Tengo que dejarte. ¿Hablamos luego?

– Claro.

Mientras se alejaba, la camarera lo miró por encima del hombro.

– John Jr. estuvo aquí. Me pidió que te dijera que llamaras a tu madre.

Quentin se echó a reír. John Jr. era el mayor de los hermanos Malone y se había nombrado a sí mismo guardián de la familia. Si algún Malone tenía problemas acudía a John Jr. Si algún hermano se peleaba con otro, acudía a John Jr. Del mismo modo, si John Jr. percibía algún problema en la familia tomaba el asunto en sus manos. Y Quentin había faltado a muchas de las cenas que su madre organizaba todos los domingos.

– Mensaje recibido, Suki. Gracias.

Quentin se acercó a la barra. Shannon, el propietario del bar, ya le había servido una jarra de cerveza.

– Invita la casa.

– Gracias, Shannon. ¿Has visto a Terry esta noche? -preguntó Quentin, refiriéndose a Terry Landry, su compañero.

– Sí, está aquí -el anciano señaló con el pulgar hacia la parte trasera del bar-. Parece un poco mosca, ¿entiendes lo que quiero decir?

Quentin asintió. Sabía perfectamente a qué se refería Shannon. Su compañero estaba atravesando una mala racha. Su esposa acababa de dejarlo, después de doce años de matrimonio, afirmando que la convivencia con él era imposible.

Quentin no dudaba que aquello fuese cierto. No resultaba fácil convivir con un policía, dada la naturaleza de su trabajo. Y Terry, con su mal carácter, era más difícil de sobrellevar que la mayoría. Sin embargo, a pesar de sus defectos, era un buen padre y un esposo fiel. Amaba a su familia y, para Quentin, eso era muy importante.

La separación había sido un golpe duro para Terry. Se sentía furioso y dolido. Echaba de menos a sus dos hijos. Bebía demasiado y dormía poco, y su comportamiento se había vuelto inestable. Trabajar con él era como andar sobre la cuerda floja.

Pero, tal como Quentin lo veía, Terry lo había apoyado en innumerables ocasiones y ahora era su turno. Los compañeros debían ayudarse mutuamente.

Quentin atravesó el salón, aún despejado, pero Louanne Price lo detuvo, interponiéndose en su camino. Louanne tenía cara de ángel y un cuerpo imponente, y muchos hombres habían caído rendidos a sus pies. Lo malo era qué cualquiera que se hallara cerca de los pies de Louanne corría el riesgo de recibir un puntapié en el vientre. O más abajo.

Así era Louanne. Y la vida era demasiado corta como para permitir que a uno le patearan la entrepierna. Aunque la patada estuviese precedida de un viaje al paraíso.

Siguió acercándose a Quentin y sólo se detuvo cuando estuvo pegada a él. Luego se puso de puntillas y le colocó las manos en los hombros.

– Malone, cielo, ¿qué tendré que hacer para conseguir que compartas conmigo ese delicioso azúcar irlandés?

Quentin le dirigió una breve sonrisa.

– Ah, vamos, Louanne -dijo arrastrando la voz-. Ya sabes que Dickey me daría una patada en el trasero si tontease contigo -Dickey era el padre de Louanne y sargento del Departamento de policía de Nueva Orleans.

– Él no tendría por qué enterarse -Louanne le pasó los dedos por el cabello-. Sería nuestro pequeño secreto.

Quentin la apartó de sí, simulando pesar. Le gustaban las mujeres agresivas, y había tenido relaciones con varias, pero el perverso descaro de Louanne le repelía.

– Lo siento, nena. Pero ya sabes que no guardamos secretos en el Departamento. Nos vemos.

Quentin se alejó sin mirar atrás. Encontró a Terry donde había dicho Shannon, con un taco de billar en la mano y un cigarrillo entre los labios. Alzó la cabeza para mirar a Quentin con los ojos nublados por el alcohol.

Terry llevaba allí bastante rato.

– Ya era hora de que asomaras el trasero. Te has perdido la mitad de la noche.

Quentin retiró una silla de una de las mesas, le dio media vuelta y se sentó.

– Te he cubierto las espaldas con el capitán.

Terry calculó la tirada, hizo retroceder el taco y consumó la maniobra. La bola entró en la tronera.

– ¿Dónde me metí esta vez? ¿En el meadero?

– Fuiste a ver a Penny. A hablar con ella.

– ¿Con esa zorra? No; gracias.

Quentin hizo una mueca. Conocía a Penny Landry desde hacía diez años y podía ser muchas cosas, pero no una zorra. Terry estaba dolido, furioso y amargado, pero Quentin no pudo dejar pasar aquello. Tomó un trago de cerveza, intentado mostrar la mayor naturalidad posible.

– Yo creo que ella está haciendo lo que considera correcto. Por sí misma y por los críos.

Terry falló el tiro y maldijo en voz alta. Su oponente sonrió y se dispuso a tirar.

Terry apuró el resto de su cerveza antes de mirar a Quentin con rabia.

– ¿De parte de quién estás, compañero?

– No sabía que tuviera que ponerme de parte de nadie.

– Pues tienes que hacerlo, joder.

– Penny es una amiga -Quentin sostuvo la mirada de su amigo-. No sé si podría hacer semejante cosa.

El rostro de Terry se congestionó.

– Esto es jodidamente maravilloso. Genial. Mi mejor amigo me está diciendo que…

– Bola ocho en la esquina.

Ambos se giraron y vieron cómo el otro jugador acertaba el tiro.

– ¿Quieres la revancha? -preguntó.

– A la mierda. La partida es tuya -Terry miró a Quentin-. Necesito un trago.

Lo que menos necesitaba su compañero era otro trago, se dijo Quentin. Pero señalando lo obvio sólo conseguiría enfurecerlo aún más. Salieron de la sala de billares y regresaron a la barra.

En cuestión de unos veinte minutos, la clientela del bar se había duplicado. Quentin vio a varios colegas, entre ellos sus hermanos, Percy y Spencer. Al verlo, se acercaron.

– ¿Qué te parece si salimos a comer algo? Les diré a Percy y Spencer que nos acompañen.

– Diablos, no -respondió Terry con voz estropajosa-. La noche es joven. Y llena de posibili… Eh, mira, ¿qué tenemos aquí?

Quentin desvió la mirada hacia donde indicaba Terry. Una mujer, vestida con un traje corto ajustado, estaba bailando. Tenía una larga melena teñida de pelirrojo. Mientras bailaba, se hundía los dedos en el cabello, haciendo tintinear los brazaletes de oro que llevaba en las muñecas. No estaba claro si bailaba con algún hombre o, simplemente, ofreciendo un espectáculo a los presentes.

Y menudo espectáculo. Varios clientes del local se habían apiñado a su alrededor para mirar. Quentin y Terry se unieron a ellos.

Al cabo de un momento, Quentin miró de reojo a su compañero.

– No sé, Terry, tiene pinta de…

– Tiene una pinta estupenda. Jodidamente estupenda.

Quentin había querido decir que no parecía una mujer fácil, sino una de esas mujeres que valoraban el prestigio, la posición y los trajes de Armani. Elegiría al tipo que pudiera brindarle tales cosas, y no a un vulgar policía.

En ese momento se acercaron sus hermanos.

– ¿Qué pasa aquí, hermanito mayor? -preguntó Percy-. Hola, Terry.

Quentin miró de soslayo a sus hermanos. El parecido entre ambos era muy pronunciado. Los dos poseían los ojos azules y el pelo negro rizado de los Malone.

– Intento impedir que mi compañero haga el ridículo.

Los Malone más jóvenes siguieron la mirada de Quentin. Percy esbozó una sonrisita burlona.

– Está buenísima, desde luego. ¿Quieres que te den calabazas, Terror? -inquirió, utilizando el apodo que Terry se había ganado durante su primer año en el Cuerpo-. A Spencer se las dieron hace diez minutos.

– Sin comentarios -musitó Spencer mirando a su hermano con irritación.

Terry se alisó el pelo.

– Observad cómo trabaja un profesional, colegas.

Los tres hermanos Malone emitieron un silbido.

– No sé -dijo Quentin tras él-. Llevas algún tiempo fuera de la circulación.

Terry giró la cabeza para mirarlos con una sonrisa presuntuosa.

– Donjuán una vez, donjuán siempre.

Aun estando como una cuba, Terry era, en efecto, todo un donjuán. Alto y esbelto, con el pelo negro, los ojos y la labia de sus antepasados cajún, tenía un porte indudablemente gallardo. Quentin le daba un cincuenta por ciento de posibilidades.

Su amigo se situó al lado de la mujer y empezó a mecerse con ella al ritmo de la música, acercándose. Ella le dio la espalda, sin dejar de bailar.

Terry miró a sus amigos. Quentin sonrió burlón e imitó con la mano derecha un avión estrellándose. Percy y Spencer soltaron una risita.

Pero Terry no se dio por vencido, volvió a intentarlo. De nuevo, ella dejó claro que no estaba interesada.

La tercera vez, la mujer no perdió el tiempo con sutilezas. Dejó de bailar, lo miró directamente a los ojos y le dijo que se perdiera. A continuación, mientras se alejaba dando vueltas, contoneó las caderas, como provocando a Terry con algo que jamás conseguiría.

Lejos de desanimarse, Terry regresó con calma junto a sus amigos.

– Me desea. Está clarísimo.

Los otros tres hombres emitieron un aullido. Spencer se inclinó hacia Terry.

– Primer asalto: Mujer 1, Terror 0.

Quentin meneó la cabeza.

– Déjalo, compañero. La señorita no está interesada.

Terry se echó a reír.

– Sólo se está haciendo la estrecha. Ya verás cómo vuelve.

– Sí, claro que volverá. Para abofetearte los morros -Percy miró a Quentin-. ¿Porqué no lo intentas tú, hermanito? Usa tu legendaria sonrisa con ella.

– No, gracias -Quentin tomó un trago de cerveza-. Prefiero conservar mi ego intacto.

– Sí, ya -Spencer miró a Terry-. ¿Has oído la historia de la encantadora señorita Davis? Era la profesora de inglés de Quentin durante su último año de secundaria.

– Ah, por favor -murmuró Quentin-. Otra vez esa historia, no.

Terry se sentó en un taburete, ante la barra, e hizo una señal a Shannon para que le sirviera otra cerveza.

– Creo que no la he oído. Cuenta.

– Bueno -prosiguió Spencer-, parece que mi hermano mayor no estudió lo suficiente y suspendió la asignatura.

– La situación pintaba mal -añadió Percy-. Adiós a la graduación. Clases de verano. Papá dándole una patada en el trasero. Todo eso.

Terry bostezó.

– ¿Y cómo termina la historia?

Los dos hermanos sonrieron con sorna.

– Según se rumoreó -explicó Spencer-, después de un par de reuniones privadas con la guapa señorita Davis, el suspenso se convirtió en un notable. Como por arte de magia.

– Y vaya magia. Utilizó su diabólica sonrisa para encandilarla. Esa sonrisa que…

– ¿Diabólica sonrisa? Venga ya -Quentin puso los ojos en blanco.

Haciendo caso omiso de Quentin, Spencer siguió por donde Percy lo había dejado.

– Aunque se niegue a admitirlo, hizo algo más que sonreírle, amigos míos.

– ¿Es eso cierto, compañero? -Terry enarcó las cejas-. ¿Te ganaste un diploma con palabritas dulces?

Quentin puso mal gesto, irritado con sus hermanos por haber sacado a colación aquella historia.

– No sé cuándo vais a madurar de una vez, muchachos.

Los otros tres soltaron una risotada.

Conforme avanzaba la noche, aumentaba el empeño de Terry en ligarse a la pelirroja, así como la inaccesibilidad de ella.

Quentin tenía la impresión de que la mujer se divertía provocando a Terry. Bailaba con todos los tipos que se lo pedían, en ocasiones con dos a la vez…

Con todos, salvo con su compañero. Parecía como si quisiera comprobar el límite de su paciencia.

Al poco rato, Quentin se dio cuenta de que el humor de su amigo había cambiado, pasando de la presunción a la irritabilidad.

Intuyó que se avecinaban problemas.

– ¿Perdona? -dijo la pelirroja en voz alta, girándose hacia Terry-. ¿Tienes algún problema?

– Sí, nena -respondió él con voz estropajosa-. Tengo un problema. El tipo con el que estás bailando es un muermo. Ven aquí y verás lo que es un hombre de verdad.

Quentin se tensó al ver cómo el otro hombre enrojecía de ira y apretaba los puños. La pelirroja posó la mano en el brazo de su compañero y miró a Terry de arriba abajo.

– Ni lo sueñes, desgraciado. ¿Te enteras? Ni ahora, ni nunca. Piérdete.

La boca de Terry se curvó en una sonrisa de mofa y Quentin maldijo entre dientes. Le dio un leve codazo a su hermano, que estaba charlando con Shannon.

– Puede que haya problemas. Busca a Percy -dijo mientras se encaminaba hacia la pista de baile.

– Ya has oído a la señorita -masculló el compañero de la pelirroja, dando un paso adelante-. No está interesada. Lárgate.

Terry no le hizo caso. Toda su atención y su furia se centraban en la mujer.

– ¿Qué es lo que me has dicho? -preguntó alzando la voz hasta el punto de que lo oyeron en todo el local.

– Ya lo has oído, polizonte -la pelirroja alzó las manos, formando con los dedos la letra D-. Desgraciado. Con mayúscula.

Encolerizado, Terry se abalanzó hacia el compañero de la mujer. Quentin, que había previsto su reacción, se adelantó para colocarse entre ambos.

Cegado por la ira, Terry lanzó un puñetazo, que aterrizó en el hombro de Quentin. Percy y Spencer sujetaron a Terry. Éste forcejeó, maldiciéndolos, y golpeó a Percy cuando se hubo soltado en parte. Al final, los tres hermanos Malone tuvieron que aunar sus fuerzas para arrastrar a Terry hasta el callejón situado detrás del local.

El frío aire nocturno pareció aplacarlo. Se derrumbó sobre la pared del callejón. Quentin hizo un gesto a sus hermanos para que volvieran al bar. Luego se enfrentó a su compañero.

– Contrólate, Terry. Estamos en el local de Shannon, por el amor de Dios. Y tú eres policía. ¿En qué estabas pensando?

– No pensaba en nada -Terry se pasó la mano por la cara-. Es por esa chica. Me ha dado fuerte.

– Eso no es excusa, amigo. Olvídala. No merece la pena.

Los ojos de Terry se empañaron de pronto. Desvió la mirada.

– Ahí dentro, cuando me…, cuando me llamó desgraciado. Me acordé de Penny. De cómo me dejó. Me llamó… me llamó desgra… -se tragó la palabra y musitó una maldición.

– Es duro, Terry. Lo sé -Quentin le puso una mano en el hombro-. ¿Qué te parece si nos vamos de aquí?

– ¿Y qué hago, entonces? ¿Volver a casa? Ya no tengo casa, ¿recuerdas? Penny me la quitó. Me quitó a mis hijos.

– Penny no es tu enemiga, Terry. Y no la recuperaras tratándola como si lo fuera. Deseas recuperarla, ¿verdad?

Su compañero lo miró.

– ¿Tú qué crees? Pues claro que deseo recuperarla. La quiero.

– Entonces, demuéstraselo. Prueba con algo romántico. Con flores o bombones. Llévala a cenar. O a ver una de esas estúpidas películas sentimentales. Finge que te gusta. Por ella.

– Claro -musitó Terry con una sonrisita burlona-, el gran Malone lo sabe todo acerca de las mujeres. Y parece que también lo sabe todo acerca de mi mujer.

Quentin pasó por alto el sarcasmo.

– En absoluto. Pero bufando como un toro y lanzando insultos no se ablanda el corazón de ninguna mujer. ¿Recuerdas lo que decía la canción? Prueba con un poco de ternura.

La expresión de Terry se contrajo con amargura.

– ¿Qué está pasando aquí, compañero? Todas esas veces que mi mujer te invitó a cenar, ¿qué os traíais entre manos? -se inclinó hacia Quentin con los ojos inflamados de furia.

Quentin refrenó su genio.

– Mañana lamentarás haber hecho ese comentario -dijo con absoluta frialdad-. Dado que estás atravesando momentos difíciles, lo dejaré pasar. Por esta vez. Pero, como se repita, no seré tan indulgente. ¿Está claro?

Terry se derrumbó.

– Soy un desastre, tío. Un desastre total. Un desgraciado, como dijo esa nena. Como siempre me dijo mi vieja. Un donnadie.

– Eso es una bobada y lo sabes. Estás borracho y te compadeces de ti mismo. Pero no lo pagues conmigo, compañero. Yo estoy de tu parte.

Terry se incorporó.

– Voy a volver ahí dentro. No quiero que esa calientapollas crea que se ha salido con la suya.

El resto de la noche transcurrió con normalidad. Por lo visto, la pelirroja había acabado aburriéndose y se había ido con sus encantos a otra parte. Todo el mundo parecía haber olvidado su altercado con Terry. El bar estaba abarrotado. Quentin perdió de vista a su compañero y no volvió a encontrarse con él hasta el final de la noche.

– Shannon -dijo Terry mientras el propietario cerraba las puertas del local, a las dos de la madrugada-. Lo siento, amigo. No debí haber… -se tambaleó. Shannon lo agarró del brazo para sujetarlo-. No debí haber iniciado una pelea en tu local.

– No te preocupes, Ter -Shannon hizo un gesto para restar importancia al asunto-. Estás atravesando una mala racha. Necesitabas desfogarte un poco, simplemente.

– Eso no es excusa, tío -Terry flexionó los hombros para zafarse de Shannon, cimbreándose peligrosamente. Se rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó un billete. Luego se lo puso a Shannon en la mano-. Acéptalo. Es mi disculpa.

Quentin se fijó en el billete y miró a Terry con sorpresa.

¿Un billete de cincuenta dólares? ¿De dónde demonios lo había sacado?

Shannon debía de preguntarse lo mismo, puesto que enarcó las cejas inquisitivamente antes de guardarse el billete en el bolsillo del delantal.

Quentin se giró hacia sus hermanos, que se habían quedado para ayudarle a llevar a Terry a su casa.

– ¿Y si nos llevamos ya al futuro Bello Durmiente?

Terry apenas podía caminar. Con la ayuda de sus hermanos, Quentin pudo meterlo en el coche. Luego le pasó a Percy las llaves del coche de Terry.

– Nos vemos allí.

– Sí. ¿Quent?

Quentin miró los vividos ojos azules de su hermano menor.

– El billete que Terry le dio a Shannon era de cincuenta.

Quentin frunció el ceño.

– Sí, lo vi.

– Es mucho dinero para tirarlo así cómo así.

– No me digas -sobre todo, para un policía que mantenía a una familia… en dos residencias distintas. A menos que ese policía aceptara sobornos.

Pero no era el caso de Terry. Quentin pondría la mano en el fuego.

– Olvídalo, Percy -Quentin vio la pregunta que se dibujaba en los ojos de su hermano y desvió la mirada-. Estoy rendido. Acabemos con esto de una vez.


El insistente grito del teléfono despertó a Quentin de un profundo sueño. Musitando una maldición, contestó.

– Malone al habla.

– Despierta y ponte en planta, cariño -dijo la agente al otro lado de la línea, arrastrando la voz-. Tienes trabajo.

Quentin masculló otra maldición. Una llamada de la comisaría a esas horas sólo podía significar una cosa.

– ¿Dónde? -consiguió decir con voz espesa y somnolienta.

– En el callejón del bar de Shannon.

La respuesta puso en marcha su cerebro de golpe. Se incorporó dando un respingo.

– ¿Has dicho el bar de Shannon?

– Eso mismo. Una mujer. Caucásica. Muerta.

Mierda.

– No tienes por qué decirlo con tanta alegría. ¿Qué eres, una especie de bruja necrófaga?

– ¿Qué quieres que te diga? Adoro mi trabajo.

Quentin consulto su reloj, calculando el tiempo que tardaría en llegar al escenario del crimen.

– ¿Has llamado ya a Landry?

– Es el siguiente.

– Déjalo de mi cuenta.

– Pues que tengas suerte.

Sí, la necesitaría. Quentin colgó y marcó el número de su compañero.

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