Capítulo 19

Martes, 6 de febrero

Aquella noche, el secuestrador de Jaye le llevó comida. Un festín. Una hamburguesa, una ración doble de patatas fritas y un batido de chocolate. Jaye se arrodilló en el suelo y empezó a comer, con tanta ansia que casi se atragantó. Sólo cuando hubo apurado el vaso de batido se sintió ligeramente mareada. El vaso de plástico se le escapó de las manos y rodó por el suelo. La habitación empezó a darle vueltas.

Una suave risita se oyó al otro lado de la puerta.

– ¿Te ha gustado la comida, Jaye?

Un grito de terror escapó de los labios de Jaye. Trató de levantarse, pero no pudo.

Él volvió a carcajearse.

– ¿Tenías mucha hambre? Esa era mi intención.

Dios santo. La había envenenado. Jaye se puso rodillas, agarrándose a la puerta para sostenerse. Empezó a sudar.

– He venido para llevarte lejos.

Se oyó el sonido de la llave en la cerradura. Al cabo de un momento, se abrió la puerta y él apareció. Llevaba una máscara de carnaval e iba vestido de negro.

Jaye gimió.

– ¿Te doy miedo? ¿Es así como me imaginabas? -él sonrió-. ¿Qué aspecto tiene el mal, pequeña Jaye?

¿Y Minnie? ¿Dónde estaba Minnie? Jaye se aferró al marco de la puerta para incorporarse, con las piernas temblorosas y las manos cubiertas de sudor.

Él se retiró de la puerta y luego regresó con una enorme caja de cartón. Lo bastante grande como para que cupiera en ella una persona. Un estrangulado gemido de miedo brotó de los labios de Jaye.

– Sé que echas de menos a tu amiga Anna -él abrió la caja-. Pero no te preocupes. Volverás a verla muy pronto.

– No -susurró Jaye-. ¡No! -alzó los ojos para mirarlo, con la visión borrosa, y musitó una plegaria que sólo resonó en su cerebro. Pidió a Dios que protegiera a Minnie y a Anna.


Quentin no dejaba de darle vueltas a su conversación con Terry. Las palabras de su compañero lo corroían por dentro. Porque eran ciertas. Porque lo llenaban de pavor: Si Terry no era culpable, entonces el hombre que acosaba a Anna seguía libre. Y ella aún corría peligro.

Quentin hizo girar su silla y cerró los ojos. Finalmente, tomó una decisión. Se dirigió al despacho de la capitana y golpeó con los nudillos la puerta abierta. La capitana alzó la mirada.

– ¿Tienes un momento?

Ella le hizo un gesto para que entrara…

– Tengo serias dudas de que Terry sea nuestro hombre -dijo Quentin sin ambages.

La capitana arqueó las cejas, aunque no dijo nada.

– Ayer fui a verlo, a petición suya. Afirmó haber tenido una aventura con Nancy Kent. Según dice, aquella noche tuvo relaciones sexuales con ella, pero no la mató él.

– ¿Tiene alguna prueba?

– Desea que yo las busque.

– ¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora?

– Necesitaba tiempo para organizar mis ideas.

– ¿Y?

– Al principio, no le creí. Pero ahora… -chasqueando la lengua con frustración, Quentin se acercó a la ventana-. Ahora no sé qué creer. Pero, si Terry dice la verdad, el asesino sigue suelto. Y Anna North corre peligro.

La capitana frunció el ceño y se frotó las sienes.

– Al comisario no le va a hacer ninguna gracia.

Quentin volvió junto a la mesa y miró a su tía directamente a los ojos.

– Deja que haga unas cuantas llamadas. De momento, no diremos nada. Veré si puedo encontrar alguna pista que respalde la historia de Terry. Si lo consigo, lo haremos público. Si no, nos olvidaremos del asunto.

Tras obtener el visto bueno de la capitana, Quentin fue a visitar a Penny Landry. Parecía exhausta. Estresada. Quentin deseó poder darle alguna esperanza, asegurarle que la pesadilla acabaría pronto, no podía. Aún.

Tras preguntarle por los niños, decidió ir directo al grano.

– Penny, tengo que preguntarte una cosa. Y necesito que me respondas con sinceridad. Es importante -hizo una pausa-. ¿Terry tenía una aventura con otra mujer?

Ella titubeó. Cuando contestó, lo hizo sin mirarlo a los ojos.

– No tengo pruebas, pero… creo que sí. En el fondo, yo sabía que estaba liado con otra -su voz se espesó-. Después de lo que le había aguantado, no estaba dispuesta a soportar también sus infidelidades.

– ¿Llegaste a preguntárselo?

Penny negó con la cabeza.

– Te parecerá una estupidez, pero creo que, en realidad, prefería no saberlo. Y no hubiera soportado que me mintiese -suspiró-. Así que le pedí que se fuera.

Quentin digirió la información.

– Esto es muy importante, Penny. ¿Crees que podrías conseguir alguna prueba? ¿Facturas de hotel, registros de llamadas o algo por el estilo?

– No… no estoy segura. Podría intentarlo, pero… ¿Para qué, Malone?

– Lo necesito, y dejémoslo ahí. ¿Querrás confiar en mí?

Ella asintió y, al cabo de unos minutos, Quentin volvía a estar en la carretera. Su siguiente destino era la consulta de Ben Walker, en el centro. Si alguien, aparte de Penny, podía saber si Terry había tenido una aventura, era su psiquiatra. Quentin esperaba que el doctor cooperase.

Encontró la puerta de la consulta cerrada, a pesar que apenas era mediodía. Atravesó el porche hasta casa y llamó al timbre. Al no recibir respuesta, probó la puerta. Estaba abierta. Mirando por encima del hombro, Quentin la abrió del todo y entró. Parecía que hubieran saqueado la casa. Los muebles estaban volcados, los cuadros arrancados de las paredes y los cajones vacíos.

Musitando una maldición, Quentin sacó la pistola y registró cautelosamente las demás habitaciones. De la parte trasera de la casa le llegó el sonido de una radio.

Quentin entró en el dormitorio del doctor y lo encontró destrozado, como el resto. La radio-despertador yacía tirada en el suelo, pero aún enchufada y funcionando. Quentin se quedó mirándola, mientras trataba de organizar sus pensamientos. Ahora le parecía evidente que Terry no era culpable. No era el paciente que había introducido a Ben en la vida de Anna.

Había sido otro. Alguien decidido a atar los últimos cabos de su plan y a eliminar los elementos que ya no le eran necesarios. Elementos como Ben Waker.

Quentin pensó en Anna y notó que el corazón le aceleraba. El tiempo se les estaba agotando, tanto a ella como a Jaye. Necesitaba los archivos de Walker. Los nombres de sus pacientes. E iba a obtenerlos aunque para ello tuviera que mandar al infierno le procedimientos legales.

Quentin volvió a la consulta y abrió la puerta usando el tradicional método de romper la ventana contigua para introducir la mano y descorrer el cerrojo. Al entrar en la consulta, notó que se le erizó el vello de la nuca. Todo parecía intacto, pero la atmósfera era sofocante y el aire estaba cargado de olor acre.

Quentin se adentró en la consulta. Al fondo había una puerta cerrada. La abrió y vio una habitación parecida a una sala de estar, con cómodas sillas dispuestas en círculo. Siguió avanzando. Un cuarto de baño. Una pequeña cocina. La última puerta estaba cerrada con llave. La abrió de una patada. Al instante, una vaharada de hedor le golpeó como un puño nauseabundo. Hedor a residuos humanos y comida podrida. Un enorme espejo yacía boca arriba en el suelo, su destrozada superficie surcada de líneas semejantes a una tela de araña. Alguien había vomitado en el centro.

Tras inspeccionar el resto de la habitación, Quentin rodeó el espejo y fue en busca de los archivos. Encontró el archivador abierto. Ojeó rápidamente los nombres, buscando el de Adam Furst. Se detuvo al ver el nombre de Rick Richardson. El expediente de Terry. Lo extrajo rápidamente y se lo encajó en la cintura de los pantalones, debajo de la chaqueta.

Había llegado la hora de poner fin a aquella pesadilla. Y de llamar a Anna. Tenía que avisarla.

Pero, antes de que pudiera hacerlo, sonó su busca.

– Tenemos un posible homicidio -le informó el agente de guardia-. En la residencia Crestwood. Uno de tus testigos. Louise Walker.

Quentin sintió que se le helaba la sangre.

– Voy para allá.


Anna llegó a su casa cargada de bolsas de la compra y de flores de La Rosa Perfecta. Saludó en voz alta a Alphonse y al señor Bingle y se dirigió hacia el portal, reparando en que la puerta estaba abierta, encajada con un ladrillo. Otra vez.

Sospechaba que era cosa de los niños que vivían en el cuarto, aunque nunca los había sorprendido colocando el ladrillo. Al fin y al cabo, eran críos y no comprendían el peligro. Pero quizá debía hablar con sus padres, decidió Anna. O dejar el asunto en manos de Dalton.

Al acordarse de Dalton, frunció el ceño. Lo había visto muy nervioso cuando se llegó a La Rosa Perfecta. Tenso y alterado. Había mirado el reloj continuamente y le había hecho tres veces la misma pregunta. Luego había insistido en que se llevara un ramo de rosas.

Algo le pasaba a su amigo. Probablemente se habría peleado con Bill, supuso Anna mientras entraba en el apartamento. Tras poner las rosas en un jarrón, procedió a guardar la compra. Con los brazos cargados de tomates, cocos y manzanas, abrió la puerta del frigorífico.

El corazón se le detuvo en el pecho. Un grito se le formó en la garganta y, una por una, las frutas cayeron al suelo.

En un plato, sobre un pañito en forma de corazón, descansaba un dedo ensangrentado. Un dedo meñique.

Anna luchó por reprimir, el grito. Se llevó una mano temblorosa al pecho, pugnando por calmarse. Por convertir su miedo en furia. No pensaba caer de nuevo en aquella retorcida broma de mal gusto.

Apretando los labios, se inclinó hacia adelante, el dedo desprendía un olor dulzón y acre al mismo tiempo. Natural y químico. Anna se llevó una mano a la nariz. La base de la uña tenía una tonalidad azulada y el resto del dedo aparecía descolorido. La que lo rodeaba estaba teñida de un marrón reseco.

Real. El dedo era real.

La pesadilla no había terminado.

Anna se retiró del frigorífico, con el estómago revuelto. En ese momento, sonó el teléfono. Ella se quedó mirándolo, atenazada por un escalofriante presentimiento, antes de responder.

– ¿Diga?

– Hola, Harlow.

Anna sintió que le fallaban las piernas.

Se apoyó en la encimera para tenerse en pie.

Kurt.

– ¿No saludas a un viejo amigo? -dijo él entre risas.

Ella cerró los ojos.

– ¿Qué quieres?

– Una pequeña muestra de agradecimiento, al menos. Me costó mucho conseguirte ese regalo.

Anna se llevó una mano temblorosa a la boca. Dios santo. Aquella mujer. Aquella pobre… mujer.

– Lo hice por ti. Con todas lo hice por ti.

Ella luchó por no sucumbir a la histeria. Por no derrumbarse. Eso era lo que él deseaba.

– ¿Por qué? Si me querías, ¿por qué no viniste a…?

– ¿A por ti? Pude haberlo hecho, desde luego. Pero las mejores comidas siempre se degustan después de un aperitivo.

– Estás loco.

Él chasqueó la lengua, reprendiéndola.

– Creí que me considerarías inteligente, mi querida Harlow. Al fin y al cabo, os he techo bailar a todos a mi son. A ti, a la policía, a Ben. Incluso a mi pequeña Minnie.

Ben. Minnie. Dios santo.

– ¿Qué le has hecho a Jaye?

– Me extrañaba que no lo hubieras preguntado ya. Ella está conmigo, por supuesto. Pero creo que eso ya lo sabías.

– ¿Está… está…?

– ¿Viva? -respondió él con voz risueña-. Sí, desde luego. Y supongo que deseas que siga estándolo.

– Supones bien.

Por un momento, él guardó silencio. Cuando volvió a hablar, Anna percibió por su tono furioso que lo había sorprendido. No había esperado que ella mostrase tanto valor.

– ¿No aprendiste de los errores de tus padres, Harlow?

– No sé de lo que estás hablando.

– No seas tímida. Lo sabes perfectamente. Como no sigas mis instrucciones al pie de la letra, o avises a las autoridades, Jaye morirá. ¿Entendido?

– ¿Qué es lo que quieres?

– Te quiero a ti, querida mía. El precio por la vida de Jaye Arcenaux es la vida de Harlow Anastasia Grail.


Anna colgó el teléfono, agarró el bolso y corrió hacia la puerta. Ni siquiera se planteó incumplir las exigencias de Kurt, aunque era consciente de que pretendía matarla. Estaba dispuesta a intercambiar su vida por la de Jaye.

Consultó el reloj. No disponía de mucho tiempo. Kurt le había concedido veinte minutos para desplazarse hacia su primer destino… el teléfono público de una estación de servicio situada junto a la autopista I-10 oeste de Metairie. Si llegaba tarde, Jaye pagaría el precio.

Un dedo. El meñique de la mano derecha. Anna tendría que hacer diez paradas, todas perfectamente cronometradas, una por cada dedo de su amiga.

Salió del apartamento y, sin detenerse siquiera a cerrar la puerta, bajó apresuradamente las escaleras. Al llegar al portal, se dio de bruces con Bill. Su amigo la agarró por el brazo para detenerla.

– Eh, Anna, ¿dónde es el incendio?

– ¡Déjame! -ella dio un tirón para soltarse-. ¡Tengo prisa!

– ¡Espera! -Bill la agarró de nuevo, con expresión de alarma-. Dios mío, Anna, ¿qué sucede? ¿Adónde…?

– Por favor… Jaye me necesita. No puedo demorarme… o él le hará daño. ¡La matará!

– Voy a llamar a la policía -dijo Bill poniéndose pálido.

Esta vez, fue ella quien lo sujetó con fuerza.

– ¡No! Por favor, no lo hagas. Él la matará. Prométeme que no lo harás.

– No puedo. Yo…

– No me pasará nada. Por favor, hazlo por Jaye.

Bill parecía aterrado.

– Está bien, Anna. Te prometo que…

– Gracias -ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla-. Despídete de Dalton por mí.


Quentin observó el rostro sin vida de Louise Walker. Al parecer, la habían asfixiado. A juzgar por su lividez y el grado de rigor mortis, llevaba muerta de seis a ocho horas. Eso significaba que la habían asesinado en el transcurso de la noche. Las enfermeras habían pensado que falleció mientras dormía, víctima de un infarto.

Pero la sangre y el tejido hallados en el interior de las uñas sugerían otra cosa.

– Probablemente utilizó una de las almohadas -murmuró Quentin-. La víctima luchó para salvarse. A juzgar por la cantidad de tejido que tiene bajo las uñas, ese tipo estará lleno de arañazos -Quentin se acercó a la puerta para hablar con las enfermeras-. ¿Se lo han comunicado a su hijo?

– Lo hemos intentado. Le hemos dejado mensajes tanto en su casa como en la consulta.

Quentin asintió. No esperaba que Ben Walker devolviera ninguna de aquellas llamadas, pero no dijo nada. En aquellos momentos, un grupo de agentes inspeccionaba la residencia del psiquiatra, en busca de pruebas.

– ¿Recibió anoche la señora Walker alguna visita inesperada?

– No -respondió la enfermera-. Su hijo vino a verla, desde luego, pero nadie más.

Quentin notó que se le erizaba el vello de la nuca.

– ¿Ben Walker estuvo aquí? ¿A qué hora?

– Bastante tarde, después del horario de visitas. Pero le dejamos entrar, de todos modos. Pasó aquí varias horas y se fue cuando su madre se hubo quedado dormida.

Eso significaba que Ben Walker había sido la última persona en ver a su madre viva.

Quentin sintió que le palpitaban las sienes. Recordó la fotografía de Anna y Ben en el Café du Monde.

– ¿Está segura de que era su hijo?

La enfermera se ruborizó.

– Sí, por supues… Bueno, creo que sí. Se comportaba de forma extraña. No parecía el mismo de siempre. Pero supuse que habría tenido un mal día,

Quentin frunció el ceño, sorprendido por la respuesta. Confuso. La enfermera no había insistido tajantemente en que aquel hombre fuese Ben Walker. De modo que, o bien Adam se parecía a Ben hasta el punto de que pudieran confundirse, o bien eran la misma persona.

Quentin se esforzó por juntar las piezas, por hacerlas encajar. ¿Qué había dicho Louise Walker la otra noche? Que Adam era malvado. El diablo en persona.

– Quisiera ver el registro de visitas, por favor.

Mientras una de las enfermeras iba en busca del registro, Quentin siguió interrogando a la otra.

– ¿Sabe si Louise Walker tenía algún otro hijo?

– Que yo sepa, no. Nunca lo mencionó. Y en sus fotografías familiares sólo aparecía Ben.

La enfermera volvió con el registro, abierto por las páginas correspondientes a la noche anterior. Quentin vio el nombre de Ben y luego fue retrocediendo hasta dar de nuevo con el nombre del psiquiatra.

Las firmas no coincidían.

Dios santo. Eso era.

Quentin se encaminó hacia la puerta, sin apartar los ojos del otro agente.

– Llama a la capitana O’Shay y ponla al corriente. Que los inspectores Johnson y Walden vengan de inmediato. Podréis localizarme a través del teléfono y busca.

El agente frunció el ceño.

– Pero, ¿adónde les digo que has…?

– Al apartamento de Anna North. Ese tipo está atando los cabos sueltos antes de dar el gran paso. Y sospecho que el último cabo suelto era Louise Walker.


Seis minutos más tarde, Quentin detuvo el coche frente al edificio de Anna. En esos seis minutos la había llamado repetidas veces, tanto a su casa como a La Rosa Perfecta, pero sólo le había respondido el contestador. Se apeó del coche y corrió hacia el portal, sacando la pistola.

– ¡Inspector!

Quentin se giró y vio que Alphonse Badeaux cruzaba apresuradamente la calle, seguido del señor Bingle.

– Alphonse, no tengo tiempo para…

– ¡Es sobre la señorita Anna! Temo que le haya ocurrido algo malo-dijo el anciano al llegar a la acera-. ¡Ese hombre estuvo aquí esta mañana! Debí… debí haber hecho algo. Haberla avisado.

– ¿Qué hombre?

– El que se parece al doctor Walker.

– ¿Cómo que «se parece al doctor Walker»?

– Ha venido otras veces. Al principio creí que era el amigo de Anna, el doctor. Pero hoy le he visto de cerca. Había entrado en el edificio, así que decidí acercarme para decirle que la señorita Anna estaba fuera, en el mercado. Se limitó a mirarme. Con unos ojos que me helaron hasta los huesos. ¿Me comprende de usted?

Quentin tragó saliva. Luego miró con impaciencia hacia el apartamento de Anna.

– Continúe.

– Tenía… tenía heridas en las manos. Como si algo o alguien le hubiera…

– ¿Arañado?

El anciano asintió.

– ¿Pero no era Ben Walker? -inquirió Quentin-. ¿Está seguro?

Alphonse pareció confuso.

– No, no estoy seguro, pero… no podía ser él. Al señor Bingle le gustaba el doctor Walker. Pero con ese otro tipo se puso a gruñir. Como si fuera un demonio o alguien malvado.

Tras recomendar a Alphonse que volviera a su casa y no saliera, Quentin entró en el edificio de Anna. Subió hasta el apartamento rápidamente, con la pistola en la mano. Al ver la puerta entreabierta, el corazón se le detuvo en el pecho.

– ¡Anna! -llamó mientras entraba-. ¡Soy yo, Quentin! -un leve sonido le llegó desde la cocina, y se giró rápidamente-. ¡Salga donde pueda verle, con las manos en alto! Tengo un arma y pienso usarla.

Dalton y Bill aparecieron en la puerta de la cocina, con las manos en la cabeza.

– ¡No dispare! -gritaron al unísono-. Somos nosotros.

– ¿Y Anna? ¿Dónde está?

– Intentamos llamarle, inspector…

– Pero nos dijeron que había salido. ¡No sabíamos qué hacer!

– Yo la vi hace un rato, en la tienda. Estaba algo alterado… -Dalton se retorció las manos-. Bill y yo habíamos discutido, pero, en fin, me pareció que Anna estaba bien… Pero se ha ido. Bill no pudo detenerla.

– ¿Se ha ido? ¿Adónde?

– ¡No lo sé! -exclamó Bill-. Hablaba como una loca… Dijo que Jaye corría peligro. Qué él le haría daño si ella no iba. Que la mataría. Me hizo prometer que no llamaría a la policía.

– Pero Bill lo hizo, de todos modos -terció Dalton-. Yo lo convencí.

– Anna dejó la puerta del apartamento abierta -explicó Bill con voz temblorosa-. Ya sé que no debimos entrar, pero…

– Ese… ese individuo le dejó otro dedo, inspector Malone. Pero este parece auténtico.

Y lo era, comprobó Malone con la boca seca y el corazón acelerado. Probablemente, había pertenecido a Jessica Jackson. Estaba en estado de semi descomposición.

Quentin se frotó los ojos. El muy hijo de puta estaba utilizando a Jaye como cebo para atraer a Anna a su trampa. Sabía que ella haría cualquier cosa con tal de salvar a su amiga.

Sin perder un instante, Quentin llamó a la comisaría para hablar con la capitana. Solicitó que los agentes que se encontraban inspeccionando tanto el domicilio de Walker como la residencia Crestwood acudieran de inmediato. Asimismo, pidió que se identificara la última llamada que recibió Anna. Tuvo que esperar unos minutos hasta que volvieron a llamarle al móvil para darle la respuesta.

– El numero está registrado a nombre de un tal Adam Furst -dijo el agente Johnson.

– ¿Tenéis la dirección?

La dirección correspondía al apartamento de Madisonville que Anna y él habían visitado.

– Es inútil. Ya he estado allí. Abandonó el apartamento hace unas semanas,

– Hay algo más, Malone. He hablado con el Departamento de policía de Atlanta. Parece ser que a principios del año pasado aparecieron asesinadas dos mujeres. Ambas habían ido de copas. Las asfixiaron después de violarlas. No se encontró ningún sospechoso.

– Y las dos eran pelirrojas,

– Exacto. ¿Y adivinas quién vivía en Atlanta por esas fechas?

– El doctor Benjamin Walker.

– Premio.

Quentin frunció el ceño. ¿A qué se enfrentaban? ¿A una sola persona o a dos personas parecidas?

– Johnson, quiero que hagas una comprobación. ¿Recuerdas esa fotografía de Ben Walker y Anna en el Café du Monde? A ver si encuentras algún experto que pueda verificar su autenticidad.

– Claro. ¿En qué estás pensando?

– A Ben Walker pudo resultarle difícil fotografiarse a sí mismo en compañía de Anna. Quizá estemos ante alguien parecido físicamente.

– ¿Un gemelo malvado?

– Es posible.

– Me pondré a ello. Te paso a la capitana.

La tía de Malone se puso al teléfono. Parecía excitada.

– Acaban de llamar preguntando por ti. Una niña, sollozando. Aseguró que se trataba de una emergencia. Dijo que debías hacer algo. Que «él» iba a hacerle daño a Anna. Me hizo prometer que te haría llegar el mensaje.

– ¿Te dio su nombre?

– Sí, dijo llamarse Minnie. ¿Te suena?

– ¿Dónde estaba?

– En una estación de servicio. No sabía dónde, pero nos dio el número del teléfono público. Está en Manchac, Malone.

– ¿Manchac, Luisiana? ¿El pueblo de pescadores situado cerca de Hammond?

– El mismo.

Quentin miró su reloj, calculando mentalmente a qué hora llegaría allí Anna y cuánto tardaría él. Maldijo y corrió hacia la puerta.

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