Capítulo 11

Martes, 23 de enero

Unos golpecitos suaves despertaron a Jaye. Esta comprendió, por el silencio y por el espesor de la oscuridad, que era de madrugada. Los golpecitos se repitieron, seguidos del maullido de un gato.

– Chist, Tabby. Me parece que está dormida.

Jaye salió rápidamente de la cama y se acercó a la puerta.

– No -susurró-. Estoy despierta. No te vayas.

Por un momento, no se oyó nada al otro lado de la puerta.

– He venido para ver si estás bien -dijo la niña por fin.

– Sí, estoy bien. Pero no me dejes -Jaye se apretó más contra la puerta-. Quédate un rato conmigo.

– No sé -la voz de la niña tembló-. Él se enfadaría mucho si supiera que he estado aquí.

– No lo sabrá -se apresuró a decir Jaye-. No diré nada, te lo prometo.

– Está bien -aceptó la niña-. Pero tendremos que hablar muy bajito.

Jaye así se lo prometió. Luego se arrodilló delante de la gatera.

– ¿Cómo te llamas?

– Minnie. Y mi gata se llama Tabitha. Es mi mejor amiga.

– Tabitha es un nombre precioso. ¿De qué raza es?

– Es atigrada. Tiene los ojos verdes y el pelo largo y suave.

Jaye sonrió.

– ¿Qué edad tienes, Minnie?

– Once años. Y Tabitha tiene dos.

– Yo me llamo Jaye. Tengo quince.

– Ya lo sé. Él me lo ha dicho.

Jaye notó un escalofrío en la espalda.

– ¿Quién es él, Minnie? ¿Tu padre, o…?

– Se llama Adam. No sé su apellido.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí, con él?

– Mucho tiempo -contestó la niña, algo confusa-. Desde siempre, creo.

Tal cosa no era cierta, comprendió Jaye. El tal Adam había secuestrado a la pequeña, como la había secuestrado a ella misma.

– Debemos ayudarnos, Minnie. Tengo amigos que viven cerca de aquí. Si me ayudas a salir de esta habitación, podremos escapar de él.

– No puedo. Él se enfadaría mucho. Le haría daño a Tabitha. Ya les ha hecho daño a otros… amigos míos.

Jaye cerró los ojos con fuerza.

– Podrías volver a tu casa, Minnie. Yo te ayudaría.

– Mi casa -repitió la niña en un susurro casi inaudible-. No recuerdo mi casa.

Una sensación de odio se adueñó de Jaye, súbita e intensa. Odio hacia aquel monstruo que había separado a una niña pequeña de su familia.

– Háblame un poco más de ti, Minnie. ¿Vas al colegio?

No iba al colegio, pero sabía leer y escribir. Al cabo de un rato de conversación, Jaye pudo hacerse una imagen más o menos aproximada de la chiquilla. Era tímida, rubia y menuda. Llevaba bastante tiempo prisionera allí, quizá desde que tenía cinco o seis años.

Jaye le habló de sí misma, de su vida, de las personas a las que echaba de menos. Le habló de Anna.

Minnie rompió a llorar.

– No llores -se apresuró a decir Jaye-. No era mi intención hacerte lio…

– No es por ti. Es por… Él me obligó a hacerlo, Jaye. Me obligó a escribir esas cartas. Y ahora… ¡ahora estás aquí por mi culpa! ¡Todo ha sido culpa mía!

Jaye intentó aplacarla. No quería que Minnie despertase a Adam.

– ¿De qué cartas estás hablando, Minnie?

– De las que escribí a tu amiga Anna. Él me obligó. Me dijo que le haría daño a Tabitha si no le obedecía.

Jaye se puso rígida.

– ¿Anna? No te comprendo.

Pero, de repente, lo comprendió todo. Las cartas que Anna había recibido de una joven admiradora. De una chiquilla.

Minnie.

– Tu amiga está en peligro. Él habla de ella continuamente. Tiene un… plan. Para eso te ha secuestrado, Jaye. Para llegar hasta Anna.

Una oleada de gélido pavor recorrió a Jaye por dentro. Se acordó de la pelea que tuvo con Anna, de las cosas tan horribles que le había dicho a su amiga. La embargó el remordimiento. La culpa.

Anna había tenido razón al sentir miedo, al mantener su verdadera identidad en secreto.

Tenía que avisarla. Tenía que encontrar el medio de ayudarla.

– ¿Minnie? -susurró-. ¿Qué pretende hacerle a Anna? Debes decírmelo. Es preciso que la ayudemos.

Al recibir, únicamente la respuesta del silencio, Jaye comprendió que la niña se había ido.


Anna llegó a su apartamento después de un largo y agotador día de trabajo en La Rosa Perfecta. Se sentía hambrienta, exhausta y miserable. Su agente había vuelto a llamarla. Chesire House había hecho una última oferta, ligeramente mejor que la anterior. Necesitaban una respuesta de inmediato.

Y la respuesta de Anna había sido negativa.

Suspirando, dejó las llaves en la mesita del recibidor. A continuación, después de ponerse ropa más cómoda, se dirigió hacia la cocina y abrió el frigorífico. Decidió prepararse unos sándwiches de pavo. Fue entonces, mientras recogía los ingredientes, cuando lo vio.

En un plato, sobre un pañito rojo en forma de corazón, había un dedo. Un dedo meñique.

Anna notó que el corazón se le subía a la garganta y profirió un grito.

Kurt.

La había encontrado.

Presa de la histeria, se dio media vuelta y echó a correr. Salió del apartamento y llamó frenéticamente a la puerta de Bill y Dalton, sollozando, gritando sus nombres.

«Por favor, que estén en casa. Por favor… por favor…»

Estaban en casa y, media hora más tarde, Anna se hallaba acurrucada en el sofá de Dalton, rodeada por el brazo protector de su amigo. Cuando se hubo calmado lo suficiente para contar lo sucedido con un mínimo de coherencia, Bill y Dalton habían telefoneado a Malone. En aquellos momentos, el inspector y Bill estaban en el apartamento de Anna, inspeccionando la situación.

– Todo irá bien, Anna -dijo Dalton apretándole levemente el hombro.

– Tengo miedo -dijo ella estremeciéndose. Kurt la había encontrado. Había entrado en su apartamento. Pretendía asesinarla.

– Lo sé -Dalton exhaló un fuerte suspiro-. Yo también.

En ese momento regresó Malone, con el plato, el paño y el dedo debidamente embolsados y marcados. Anna miró al inspector y después a Bill, pálida como un fantasma. Tragó saliva.

– ¿Es de…? Quiero decir, ¿sabes de quién puede…?

– Es postizo -la interrumpió Malone acercándose-. Una prótesis. Y muy lograda.

Depositó la bolsa en la mesa y Anna apartó la mirada. Aunque fuese postizo, le revolvía el estómago.

– Anna, cuando llegaste al apartamento, ¿estaba cerrada con llave la puerta de entrada?

Ella se lo pensó un momento, y luego asintió.

– Sí. La abrí, como hago siempre, y después dejé las llaves en la mesita del recibidor.

– ¿Y no viste nada que pareciera fuera de lugar? ¿Algo raro?

Anna meneó la cabeza.

– No. Nada.

– ¿Sabías que la puerta del balcón estaba abierta?

– ¿Estás seguro? -ella frunció el ceño-. No puede ser.

– Sí -confirmó Bill-. Lo he visto con mis propios ojos.

– La otra mañana -murmuró Dalton-, cuando Bill y yo estábamos desayunando en el jardín, nos llamaste desde el balcón. ¿No se te olvidaría cerrar la puerta?

Anna se frotó la frente.

– No recuerdo si la cerré o no.

– Todas las ventanas estaban cerradas -dijo Malone-. No parece que las hayan forzado.

– ¿Crees que entró por el balcón?

– Podría ser -Malone se sacó la libreta del bolsillo y luego la miró a los ojos-. Hay otra posibilidad. ¿Tiene alguna otra persona una llave de tu apartamento?

– Sólo Dalton.

Al advertir que Malone lo miraba, Dalton se sonrojó.

– Soy el propietario del edificio, así que tengo la llave maestra de todos los apartamentos.

– Pero eso no quiere decir que la utilice -dijo Anna en defensa de su amigo-. Además, Dalton y Bill son amigos míos. Nunca intentarían…

– Naturalmente que no -murmuró Malone-. ¿Algún ex novio o compañero?

Los ojos de ambos se encontraron. Ella se notó las mejillas acaloradas. Aunque adecuada, dadas las circunstancias, la pregunta no dejaba de resultar excesivamente íntima.

– No, ninguno.

– ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de esto?

Anna apretó fuertemente los puños, pugnando por mantener a raya la histeria

– Kurt.

– ¿Kurt? ¿No te referirás al individuo que te secuestró hace veintitrés años?

– Sí, al mismo. Me ha encontrado, lo sé.

Malone miró de soslayo a los amigos de Anna y, a continuación, carraspeó.

– ¿Tienes alguna prueba?

Ella emitió una risotada áspera, carente de humor.

– ¿Acaso no es prueba suficiente lo que ha… ocurrido esta noche?

Malone guardó silencio momentáneamente. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono medido y cuidadoso:

– Comprendo que te sientas así, Anna. Pero es más probable que haya sido otra persona. Alguien que conoce tu historia y que se ha obsesionado contigo.

– Fantástico -musitó ella-. Estás insinuando que me persigue más de un psicópata. Es increíble la suerte que tenemos algunas.

Una sonrisa curvó los labios de Malone.

– Te expondré mi teoría -miró a Dalton y a Bill, y luego nuevamente a Anna-. Es probable que se trate de alguien que forma parte de tu vida actualmente. Algún amigo o conocido. Un colega de trabajo. Un cliente de La Rosa Perfecta. Piénsalo bien. ¿Se te ocurre alguien?

Anna entrelazó las manos.

– Aparte de Kurt, nadie.

– A nosotros tampoco, inspector Malone -terció Bill.

Malone arrugó la frente.

– Seré franco. En el mejor de los casos, nos encontramos ante una persona con un retorcido sentido del humor. Alguien que disfruta aterrorizándote. Lo hace desde lejos, discretamente. No corres peligro físico, porque ese individuo evita cualquier confrontación directa contigo. Carece del valor necesario para ello.

– ¿Y en el peor de los casos? -inquirió Anna, procurando mantener un tono de voz firme.

– En el peor de los casos, nos encontramos ante un individuo enfermo y mucho más peligroso. Aterrorizarte es sólo el principio de su plan. Su campaña de terror irá cada vez a más. Y pretende hacerte un daño físico.

– Dios misericordioso -murmuró Dalton.

Bill se dejó caer en el sofá.

– Necesito una copa.

Anna se notó ligeramente mareada.

– ¿Y qué debo… hacer?

– En primer lugar, debes ayudarme a hacer mi trabajo, ¿Ha ocurrido algo inusual en tu vida? ¿Algo fuera de lo corriente? ¿Has conocido a alguna persona últimamente? ¿Te has peleado con alguien?

– No, pero…

Malone la miró atentamente.

– ¿Pero qué?

– Todo empezó hace una semana -explicó Anna, sintiéndose estúpida por no habérselo comentado antes-. Recibí un paquete sin remite. Contenía una entrevista que mi madre concedió a un periodista independiente. La entrevista acabó emitiéndose en el programa Misterios de Hollywood sin resolver, del canal Estilo.

– ¿Cómo se llama ese periodista? -la interrogó Malone.

Anna le dio el nombre y, a renglón seguido, relató los demás acontecimientos tal como habían ido sucediéndose, concluyendo con su reciente conversación con Ben Walker.

– Ben está convencido de que uno de sus pacientes le dejó el paquete, aunque ignora cuál. Le mencioné el nombre de Peter Peters, pero no tiene ningún paciente que se llame así.

Malone enarcó una ceja.

– ¿Y ese doctor Walker no tenía ninguna vinculación previa contigo?

– No. Me localizó por medio de la directora de HHMA.

– ¿Lo has verificado?

Anna emitió una exclamación de sorpresa.

– No, pero tampoco tenía motivos para sospechar… O sea, Ben es un hombre muy…

– Amable -finalizó Malone por ella-. Casi todos los chiflados lo son.

Con las mejillas inflamadas, Anna saltó en defensa de Ben.

– Llámalo si quieres. Comprobarás que es exactamente la persona que dice ser.

– Claro que lo llamaré. ¿Tienes su número?

– No, pero su consulta está en el centro. Su nombre completo es Benjamin Walker. Es psiquiatra.

Malone tomó nota de la información.

– ¿Algo más?

– Las cartas -terció Dalton.

– ¿Las cartas de las que me hablaste? -inquirió Malone-. ¿Las de esa niña? -al asentir Anna, el inspector frunció el ceño-. ¿Crees que pueden estar relacionadas con lo que ha sucedido esta noche?

– No lo sé -Anna miró a sus amigos en busca de apoyo; ellos asintieron para animarla a continuar-. Después de leer la última carta, supusimos que alguien me estaba gastando una broma pesada. Como tú habías sugerido.

– ¿Conservas esa carta?

– Sí. Iré a…

– Yo la traeré, Anna -Dalton se levantó-. ¿Aún las guardas en el escritorio?

– Sí, en el cajón superior derecho.

Al cabo de un momento, Dalton regresó con el fajo de cartas y se lo entregó a Anna, que buscó la carta más reciente para pasársela a Malone. El inspector examinó el sobre.

– ¿Sabe dónde trabajas?

Anna se sonrojó.

– Utilicé papel de La Rosa Perfecta para responder a su primera carta. Lo hice sin… pensar.

Malone se quedó mirándola un momento, antes de fijar nuevamente su atención en la carta de Minnie.

– ¿Has recibido más cartas después de esta?

– No. ¿Crees que teníamos razón al pensar que se trataba de un engaño?

– Es posible -el inspector frunció los labios pensativamente-. Alguien está jugando contigo, Anna. A un juego poco agradable.

– Sigo necesitando esa copa. ¿Alguien quiere una? -Bill se levantó para encaminarse a la cocina-. La mía será doble.

Malone no le prestó atención.

– ¿Puedo llevarme las cartas? -cuando Anna se las hubo entregado, el inspector se las guardó en el bolsillo interior de la chaqueta-. Bueno, ¿hay algo más que deba saber?

– Creo que no.

– Muy bien -Malone se puso de pie-. Voy a informar de lo sucedido. Pediré que venga un equipo de especialistas en busca de posibles pruebas.

– ¿Crees que podrán encontrar alguna? -inquirió Anna en tono esperanzado.

– ¿Sinceramente? No, pero siempre existe la posibilidad. Seguiremos en contacto.


Quentin marcó el número de la comisaría en su teléfono móvil.

– Hola, Brad, soy Malone. Necesito que me busques la dirección de un psiquiatra llamado Benjamin Walker. De su residencia, no de la consulta. Posiblemente está en el centro.

– Ya la tengo. Constance Street. Residencia y consulta.

El agente le facilitó las señas exactas, y Malone te dio las gracias. Después de colgar, atravesó Canal Street, dejando atrás Canal Place y Saks Fith Avenue. Mientras seguía conduciendo, frunció el ceño.

Aquel caso estaba resultando verdaderamente extraño. A pesar de las investigaciones e interrogatorios realizados hasta el momento, no se había descubierto nada.

Él mismo había estado en el bar de Shannon la noche en que asesinaron a Nancy Kent. Por lo tanto, había sido una de las últimas personas en verla viva. El asesino había estado allí aquella noche, observándola, probablemente incluso bailando con ella. Quentin había visto seguramente al tipo. Y eso lo irritaba profundamente.

De repente, la imagen de Terry entregándole a Shannon un billete de cincuenta dólares llenó su mente. Fue como un golpe súbito, y Quentin tuvo que detener el coche en el arcén de la carretera.

Dios santo. ¿Qué estaba pensando?

¿Que Terry la había asesinado? ¿Que el billete de cincuenta dólares había pertenecido a Nancy Kent? Quentin meneó la cabeza con incredulidad. Terry no era un asesino. Además, no se había movido de su lado mientras estuvieron en el bar. Y más tarde, cuando se separaron, Terry se hallaba tan borracho que apenas podía caminar.

Por todos los santos, ¿qué le pasaba? ¿Cómo podía haberse planteado, aunque fuese por un instante, la posibilidad de que Terry fuera culpable?

Quentin volvió a incorporarse al tráfico. Llegó al domicilio de Ben Walker en pocos minutos y se detuvo delante de la casa. No se veía luz en las ventanas. Quentin miró su reloj, comprobando que eran más de las once. Sonrió. Sería una lástima tener que despertar al buen doctor. Una verdadera lástima.

Tras apagar el motor, se apeó del coche y se encaminó hacia la puerta principal. Llamó al timbre y, transcurridos unos segundos, volvió a llamar. Al no obtener respuesta, rodeó la casa. La parte trasera también estaba a oscuras.

Qué interesante, se dijo mientras se daba media vuelta y regresaba al coche. El doctor no estaba en casa pasadas las once de un día entre semana. Por lo visto, salía de noche.

¿Quizá Anna lo había llamado? ¿Quizá había acudido a consolarla?

Incómodo con la idea, Quentin la descartó. Ya haría otra visita al psiquiatra por la mañana.

Tras subirse en el coche, Quentin puso rumbo a St. Charles Avenue. Vivía en una pequeña casa situada en el Riverbend, una zona habitada principalmente por parejas jóvenes y estudiantes. Enfiló su calle y aparcó el coche en el jardín de su casa. Tras parar el motor, se apeó y, súbitamente, se quedó petrificado al recordar un detalle que lo dejó sin respiración.

Aquella noche, en el bar de Shannon, Terry y él no habían estado juntos en todo momento. Quentin había perdido de vista a su compañero durante una hora o más, poco después del altercado de Terry con Nancy Kent.

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