Capítulo 12

Miércoles, 24 de enero

Al día siguiente, Quentin llamó a la puerta del doctor Benjamin Walker. Era muy temprano, antes de las siete, y probablemente el psiquiatra aún no se habría levantado, sobre todo si se había acostado tarde la noche anterior.

Se oyó un ruido de pasos y, al cabo de un momento, se abrió la puerta.

Quentin tuvo la impresión de que el doctor acababa de salir de la ducha. Tenía una toalla alrededor del cuello y el pelo húmedo. En el interior de la casa se oía música clásica.

– ¿Benjamin Walker? -Quentin mostró su placa-. Soy el inspector Malone, del Departamento de policía de Nueva Orleans.

El doctor pareció verdaderamente sorprendido.

– ¿Busca usted al doctor Benjamin Walker?

– Así es -Quentin se guardó la placa-. Parece que he interrumpido su aseo matutino. Le pido disculpas.

– No se preocupe -Ben se secó las manos en la toalla-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Anoche se produjo un incidente relacionado con Anna North, y tengo entendido que…

– ¿Anna? ¿Se encuentra bien?

– ¿Puedo pasar?

– Desde luego.

El doctor se apartó para franquearle la entrada y Quentin lo siguió hasta la sala de estar. Por el interior espartano de la casa supo de inmediato que Ben Walker estaba soltero.

Ben le hizo un gesto para que se sentara.

– Dígame, ¿Anna se encuentra bien?

– Sí, algo trastornada, pero bien -Quentin lo miró directamente a los ojos, con la esperanza de enervarlo-. Alguien le gastó una broma pesada. Entraron en su apartamento y le dejaron un dedo meñique en el frigorífico. Anna lo encontró al volver del trabajo.

Ben se puso pálido.

– Pobre Anna. Debe de estar aterrorizada. ¿Se sabe de quién es el…?

– Es falso.

– Gracias a Dios -Ben frunció el ceño pensativamente y luego miró a Quentin-. Tengo una cosa que me gustaría enseñarle. Vuelvo enseguida -regresó momentos después con un sobre manila-. Eche un vistazo.

Quentin abrió el sobre. Contenía una nota y una fotografía del doctor y Anna sentados en el Café du Monde.

– ¿Cuándo lo ha recibido? -inquirió tras leer la nota.

– Hace dos días. Al volver a casa, descubrí que alguien había entrado y había dejado el sobre encima de mi cama.

Quentin entornó los ojos, inquieto ante aquel inesperado giro de los acontecimientos.

– ¿Qué cree usted que significa, doctor?

– No lo sé. Obviamente, la persona que tomó la fotografía, quienquiera que fuese, me siguió. O siguió a Anna. Pretenden jugar a un retorcido juego conmigo. Con nosotros.

– En realidad, ese es el motivo de mi visita.

Ben se puso levemente rígido.

– ¿De veras?

– Según Anna, considera usted que uno de sus pacientes envió los paquetes a ella y a sus amigos.

– Parece probable -respondió Ben en tono cauteloso-. Al fin y al cabo, yo también recibí uno, a pesar de que no tenía conexión alguna con Anna.

– Salvo a través de su trabajo.

– ¿Perdone?

– A través de su especialidad, quiero decir.

– Sí. Aunque en esta zona hay muchos psiquiatras que responden a ese perfil.

– Entonces, ¿por qué lo eligieron a usted, doctor?

– Ojalá lo supiera, inspector. De ser así, quizá podría descubrir quién es el responsable.

– ¿Quizá?

– Soy psiquiatra, no adivino.

– Necesito una lista con los nombres de sus pacientes.

– Usted sabe tan bien como yo que no puedo dársela.

– Uno de ellos pretende hacerle daño a Anna North.

– Eso no lo sabemos con seguridad.

– ¿Ah, no? Anoche allanó su apartamento para dejarle un espeluznante regalo.

– No puedo hacerlo -Ben se levantó, dando por finalizada la conversación-. Lo siento.

Quentin hizo lo propio.

– ¿De veras lo siente?

– Debo ceñirme a cierto código profesional de conducta, inspector. Igual que usted. Si sabe que alguien es culpable y no puede demostrarlo, ¿qué hace? ¿Le obliga a confesar a golpes? ¿Coloca pruebas para inculparlo? ¿O respeta su juramento de atenerse a la ley?

Quentin entrecerró los ojos, sin dejarse conmover por el apasionado discurso.

– ¿Qué está sugiriendo, doctor Walker? ¿Que sabe que uno de sus pacientes es culpable?

– ¿Pretende confundirme, inspector?

Quentin esbozó una sonrisa carente de humor.

– Los policías solemos hacerlo -señaló la fotografía-. ¿Puedo llevarme esto?

– Muy bien. Pero quisiera pedirle algo. Anna aún no sabe nada al respecto, y me gustaría decírselo personalmente. Temía que… se asustara. La llamaré de inmediato.

– Hágalo. Pero no le prometo nada -Quentin le pasó una de sus tarjetas-. ¿Me avisará si cambia de opinión?

– Naturalmente -Ben tomó la tarjeta y se encaminó hacia la puerta.

– ¿Por qué tiene tantos espejos? -inquirió Quentin al reparar en varios de ellos-. ¿Acaso los considera las ventanas del alma, o algo así?

– Son los ojos del alma -Ben lo miró de soslayo-. En realidad, no sé por qué me gustan tanto. Empecé a coleccionarlos hace muchos años y ya tengo unos veinte.

– Una afición interesante. ¿Qué hará cuando no le quede espacio donde colgarlos?

– No lo sé. Cambiar de casa, imagino -Ben abrió la puerta-. Lamento no haber podido ayudarle más. En serio.

– Yo también lo lamento -Quentin salió al porche, pero se detuvo y miró de nuevo al doctor-. Por cierto, anoche vine a verle después de dejar a Anna. Pero seguramente había salido.

Ben parpadeó.

– Estuve en casa toda la noche.

– Llamé al timbre varias veces.

– Tengo el sueño muy pesado, inspector Malone.

– Es curioso, ayer su coche no estaba aparcado en el jardín, como hoy.

El psiquiatra pareció ofenderse.

– ¿Me está acusando de algo, inspector?

– En absoluto. Sólo era una observación.

– Cuando puedo, lo aparco en la calle. Así mis clientes pueden dejar sus vehículos en el jardín sin que yo tenga que quitar el mío.

– Bien pensado, doctor Walker.

– Gracias -Ben consultó su reloj-. Lamento despedirle con tanta brusquedad, pero recibo a un paciente dentro de media hora.

– Le agradezco que me haya concedido estos minutos -tras darle de nuevo las gracias, Quentin se dio media vuelta y se alejó. No obstante, al llegar al coche, se giró de nuevo para mirar al doctor. ¿Por qué le había caído tan mal?, se preguntó. Había sido amable y servicial en la medida de lo posible.

Pero no lo bastante servicial. Y demasiado amable.

– ¿Hay algo más, inspector? -inquirió Ben alzando la voz.

– Sí -Quentin arrugó la frente-. En su lugar, me aseguraría de cambiar con asiduidad las pilas del detector de humos. Nunca se sabe cuándo puede ocurrir una desgracia, sobre todo si se tiene el sueño tan pesado.


Viernes, 26 de enero

– Minnie -llamó Jaye suavemente, acuclillada delante de la gatera-. ¿Estás despierta? Ven a charlar conmigo. No puedo dormir.

Sólo le respondió el silencio, de modo que se sentó a esperar. A lo largo de las noches anteriores, Minnie y ella se habían hecho amigas en secreto.

– Estoy aquí -susurró la niña al cabo de unos minutos-. ¿Te encuentras bien?

– Si -Jaye tragó saliva-. Estaba pensando en mi amiga Anna.

– No pienses en ella -dijo Minnie-. Sólo conseguirás ponerte triste.

– Pero es que estoy muy preocupada. Y me gustaría… me gustaría volver a verla.

– Quizá lo hagas. Algún día.

– ¿Eso es lo que haces tú? -insistió Jaye, apretándose contra la puerta. Podía oír la respiración de Minnie y el ronroneo de Tabitha-. ¿Intentas no pensar en las personas a las que amas?

– Da resultado. Y en poco tiempo… te olvidas.

Jaye notó en los ojos el escozor de las lágrimas contenidas.

– Pero yo no quiero olvidarme, Minnie. Quiero volver a mi casa.

– Pero… si te vas, volveré a quedarme sola. No quiero que te vayas, Jaye. Aparte de Tabitha, tú eres mi única amiga.

– No me iré sin ti, Minnie. Nos marcharemos de aquí juntas.

– Eso no es verdad. Te irás sin mí. Igual que ella. Dijo que no se marcharía sin mí, pero lo hizo.

Jaye contuvo la respiración.

– ¿Quién? ¿Cómo escapó? ¿Estuvo aquí, en esta casa?

– Sí. No… no recuerdo su nombre. Apenas me acuerdo de nada.

– Tienes que recordar, Minnie. Sólo estás asustada. Haz un esfuerzo. Quizá… quizá eso nos ayude a ambas -al ver que la pequeña guardaba silencio, Jaye siguió presionándola-. Por favor, Minnie. Si lograras recordar…

– ¡Ya te he dicho que no me acuerdo! -Minnie alzó la voz-. ¡No quiero acordarme!

– Lo siento, Minnie -dijo Jaye temiendo que la pequeña se fuera-. No pasa nada. No tienes por qué recordar nada si no lo deseas. Pero escúchame bien. Te prometo que no me iré de aquí sin ti.

– Me gustaría creerte, pero tengo miedo.

– Lo sé, Min. Pero has de confiar en mí. Cuando me escape, te llevaré conmigo. Debes buscar una forma de salir de aquí. Tiene que haber…

– No puedo. Él lo descubrirá y se enfadará. No me gusta cuando se enfada.

– Pero, si nos vamos, ¿qué importancia tendrá eso? Ya no podrá hacerte daño.

– Supongo que no. Él… siempre esconde la llave de tu puerta

– Quizá haya otra manera -Jaye suavizó el tono-. Podrías irte sin mí. Buscar a alguien que pueda ayudarnos y traerlo a…

– No me iré sin ti. ¡Nunca!

– Sé que hay un teléfono cerca porque lo he oído sonar. Cuando él esté durmiendo o haya salido, llama al 911. Vendrán a ayudarnos. Debes hacerlo, Minnie…

– ¡Oh, no! ¡Es él! ¡Viene hacia aquí!

Jaye se quedó petrificada.

– ¿Estás segura? Quizá sólo sea…

– Sí, es él… -gimió Minnie-. Oh, Dios, sabe que estoy aquí. ¿Qué va a hacerme…? No puedo…

– ¡Aléjate de esa puerta! -la voz del hombre tronó en la oscuridad y Jaye, aterrada, retrocedió a gatas.

Él se echó a reír, como una pura personificación del mal.

– Ya no te sientes tan valiente, ¿eh? «Minnie» -se burló, imitándola-. «Tienes que hallar la forma de salir de aquí. Te llevaré conmigo, te lo prometo» -a continuación, su tono se convirtió en un rugido amenazador-. Como si yo fuese a permitir que te la llevaras. Es mía. Forma parte de mí. Somos inseparables, Jaye. No se irá a ninguna parte. Ni tú tampoco.

– ¿Qué quieres de mí? -gritó Jaye haciendo acopio de valor-. ¿Qué quieres de Anna?

– Eso sólo me incumbe a mí. Aunque no tardarás en saberlo.

Estremeciéndose, Jaye se retiró aún más de la puerta. «Minnie, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien?»

Como si le leyera el pensamiento, él dijo:

– Minnie ha huido. Ese ratoncito tiene miedo de todo, hasta de su propia sombra -emitió otra risotada-. ¿En serio creías que iba a ayudarte? ¿Tan estúpida eres?

Jaye oyó cómo introducía la llave en la cerradura y un grito se le formó en la garganta. Pero lo único que se abrió fue la gatera. Un segundo después, un trozo de papel cayó al suelo.

Con el corazón en un puño, Jaye se acercó para verlo. El grito contenido afloró a sus labios cuando vio de qué se trataba.

Era la nota que había escrito con sangre.

– Coopera conmigo o le haré daño a Minnie, ¿entendido? Ya casi ha llegado la hora. La hora de que tu amiga Anna y yo nos encontremos.

– ¡No! ¡Por favor! Deja a Anna en paz. Ella no te ha hecho nada.

– ¿Qué sabes tú de los pecados de Anna? ¡Nada! -el hombre alzó la voz, alcanzando un tono casi sobrenatural. Aterrador-. No eres más que una estúpida donnadie.

La gatera volvió a abrirse. Una barra de carmín cayó al suelo, seguida de una hoja de papel.

– Fírmala con un beso -ordenó él-. Luego devuélvemela.

Jaye vio que era una carta. Dirigida a Anna. El corazón se le detuvo en el pecho. Una carta para Anna de su más joven admiradora, escrita con letra de niño. La letra de Minnie.

Pretendía engañar a Anna. Atraerla a una trampa. Pensaba hacerle daño, quizá incluso matarla.

– ¡No! -gritó Jaye, abrazándose a sí misma-. ¡No lo haré! ¡Eres un monstruo y no te ayudaré a hacerle daño a mi amiga!

– Si no cooperas, Minnie morirá -el hombre hizo una pausa para que sus palabras surtieran efecto-. Fírmala con un beso. Ya.

Temblando de desesperación, Jaye se aplicó el carmín y, tras presionar los labios sobre el papel, le devolvió la carta.

– No hagas esto -imploró-. Deja que Minnie y yo nos vayamos. Deja tranquila a Anna. Por favor…

Él la interrumpió con tono divertido.

– ¿Sabes? Acabas de firmar con un beso la sentencia de muerte de Anna.


Lunes, 29 de enero

Anna observó la carta, el beso rojo sangre estampado al pie del texto, y las manos empezaron a temblarle. Dios santo, no era posible. Jaye no. Por favor, Jaye no.

Anna se agachó para sacar su bolso de debajo del mostrador. Luego buscó frenéticamente entre las fotografías hasta dar con una en la que aparecía un primer plano de Jaye, donde se veía con nitidez la cicatriz que le surcaba la boca en diagonal.

La cicatriz de la marca de carmín coincidía con la de Jaye.

Un sonido de horror escapó de los labios de Anna.

– Ya he vuelto, Anna, cariño -anunció Dalton mientras entraba en la tienda-. ¡El almuerzo ha sido divino! Nunca había probado un pato asado tan… -, se detuvo en seco-. Dios mío, Anna, ¿qué ocurre?

– Tiene a Jaye -susurró ella-. Ese hombre tiene a Jaye.

– ¿Qué hombre?

– El de las cartas de Minnie -respondió Anna con un nudo de lágrimas en la garganta.

Dalton se acercó al mostrador para echar un vistazo a la carta. Se le demudó el rostro.

– Tenías razón -dijo-. Sobre Minnie y sobre el hombre al que aludía en sus cartas. Jaye no se escapó de casa. Dios misericordioso, ¿qué piensas hacer?

– Voy a llamar a Malone ahora mismo.


Media hora más tarde, Anna y Malone, pertrechados con la carta y una fotografía de Jaye, se hallaban de camino hacia Mandeville.

El inspector había acudido de inmediato al recibir la llamada. Luego, después de examinar la carta y la foto, invitó a Anna a acompañarlo mientras hacía ciertas averiguaciones. Ella aceptó sin pensárselo dos veces.

Después de las preguntas iniciales de Malone, apenas habían hablado. Anna permanecía inmóvil, con los ojos fijos en la carretera y las manos tensas en el regazo.

Quentin colocó una mano sobre las suyas para confortarla.

– Esto constituye una buena noticia, Anna. Créeme.

Ella lo miró desafiante, a pesar de que notaba en los ojos el escozor de las lágrimas.

– ¿Una buena noticia? ¿Saber que Jaye está en las garras de un maníaco o un perver…? -se le atragantaron las palabras y luchó por recobrar la compostura-. Lleva desaparecida desde el día 18 y nadie la ha buscado. Temo mucho por ella.

– Tú la has buscado, Anna -Quentin le apretó levemente las manos-. Nunca te diste por vencida -la miró de soslayo-. La buena noticia es que tenemos una pista. Una pista real y concreta.

– Estoy abrumada.

Él enarcó una ceja al percibir su sarcasmo.

– La resolución de todos los casos comienza con una sola pista, Anna. Si todo va bien, el encargado de esa agencia postal nos dará la dirección que nos conducirá hasta Jaye.

– ¿Y si se niega?

– Insistiremos -Malone se giró para mirarla mientras salían de la autovía-. No pienso abandonar este caso, Anna. Encontraremos a Jaye. Si no hoy, otro día. Te lo prometo.

Efectivamente, bajo presión policial, el encargado de la agencia les facilitó las señas. El buzón estaba a nombre de un tal Adam Furst de Lake Street, en Madisonville, una pequeña comunidad situada a unos ocho kilómetros de Mandeville.

Malone detuvo el coche frente al domicilio de Furst, ubicado en un edificio bajo de aspecto destartalado.

– Quiero que me esperes aquí -dijo mientras paraba el motor-. ¿Entendido?

Anna hizo ademán de protestar, pero finalmente accedió. Luego observó cómo Malone se encaminaba hacia el desvencijado porche de entrada y tocaba el timbre. Tras aguardar unos segundos, llamó a la puerta con los nudillos. Al no recibir respuesta, miró en dirección a Anna y le indicó con un gesto su intención de rodear el edificio para echar un vistazo en la parte de atrás.

En cuanto Malone se hubo perdido de vista, ella se apeó del vehículo. No podía quedarse allí sentada, esperando. Jaye podía estar en aquella casa.

Los tablones del porche crujieron mientras Anna se aproximaba a la puerta para pegar el oído.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

Anna gritó sobresaltada, antes de girarse y ver a una mujer que se acercaba cargada de bolsas de la compra. Menuda, con el pelo cano y los brazos como palillos de dientes, parecía a punto de derrumbarse bajo el peso que llevaba.

– Espere -dijo Anna acercándose-, permita que le eche una mano.

– Gracias -respondió la anciana en tono desconfiado-. Pesan bastante.

Tras agarrar algunas bolsas, Anna la siguió hasta la puerta. Una vez que hubo abierto, la mujer se giró hacia ella entrecerrando los ojos.

– Enseguida vuelvo. No se le ocurra irse con mis bolsas.

Anna así lo prometió y, momentos más tarde, la anciana regresó por el resto de las bolsas y las introdujo en la casa. Reapareció poco después, al mismo tiempo que Malone.

– Creí haberte dicho que te quedaras en el coche.

– ¿Quién es usted?

– Policía. Estamos buscando a su vecino, Adam Furst.

La anciana chasqueó la lengua con disgusto.

– ¿Puede identificarse?

Malone le mostró la placa. Ella la inspeccionó durante varios segundos antes de asentir.

– La verdad es que no me sorprende su visita. Ese hombre era muy raro. Siempre pensé que se traía algo extraño entre manos. Se fue hace dos semanas, sin avisar. Me dejó a deber el alquiler.

– ¿Es usted la casera?

– Sí. Esta casa es lo único que el inútil de mi marido no dilapidó en borracheras -la anciana se persignó-. Gracias a Dios.

– ¿Por qué dice que ese hombre era raro? -preguntó Anna intentando disimular su ansiedad.

– Entraba y salía continuamente, a cualquier hora. Sobre todo, de noche. A veces se llevaba una semana entera sin aparecer. Hablaba poco, nunca recibía visitas. Y siempre tenía las persianas bajadas. Ese tipo me ponía la carne de gallina.

– ¿Cuándo se fue? -la interrogó Malone-. ¿Recuerda la fecha exacta?

– Desde luego -la anciana asintió para dar énfasis a la respuesta-. Aquel día había decidido cobrarle el dinero del alquiler o echarlo definitivamente. El dieciocho de este mes.

El mismo día de la desaparición de Jaye.

Anna notó que se le demudaba el rostro mientras se giraba hacia Malone. Éste la miró directamente a los ojos. También había comprendido la importancia de la fecha.

– ¿Vivía sólo? -inquirió.

– Que yo sepa, sí.

– ¿No vivía una niña con él? -Anna se aclaró la garganta-. ¿Una niña de unos diez u once años?

– Nunca vi a una niña con él -la anciana entornó los ojos-. Aunque, ahora que lo pienso, a veces me pareció oír el llanto de una cría. De madrugada. No le di ninguna importancia, porque ya saben que de noche se oyen toda clase de ruidos…

– Tendré que entrar a echar un vistazo, señora…

– Blanchard. Dorothy Blanchard. Aunque todo el mundo me llama Dotty.

El inspector asintió.

– Esta tarde vendré con otros agentes, Dotty.

La anciana sonrió, mostrando un diente de oro.

– Dios mío, ¿van a buscar pruebas y todo eso?

– Sí, señora -Malone empezó a alejarse y Anna lo siguió, apretando el paso-. Pruebas y todo eso.


Ben se despertó y vio que su madre lo miraba fijamente, como solía hacer a menudo, con el rostro ceniciento y los labios pálidos. Se incorporó y el libro que tenía en el regazo cayó al suelo.

– Lo siento, mamá -murmuró mientras recogía el libro-. Leerte un libro no ha sido buena idea, después de un día tan largo. El sonido de mi propia voz me da sueño -hizo una mueca-. Imagino el efecto que tendrá en mis pacientes.

– Ha estado aquí -dijo ella de pronto-. Ese hombre.

Ben se despejó al instante.

– ¿Quién? ¿Qué hombre?

Ella meneó la cabeza.

– Ese demonio. Ha estado aquí mientras tú dormías.

Ben entrecerró los ojos y estudió a su madre, percibiendo un pánico real en su mirada.

– No sé de qué hombre estás hablando. ¿Es algún conocido tuyo de la residencia?

Ella empezó a temblar.

– No. Es un hombre malvado.

– ¿Malvado? -repitió Ben con preocupación-. ¿Por qué es malvado?

– Desea hacerte daño. Hacernos daño. Eso dijo.

Ben se levantó con el ceño fruncido.

– Espera un momento, mamá. Voy a hablar con la enfermera de guardia.

– Le dije que tú no permitirás que me haga daño. Pero él se rio. Dijo que no podías detenerlo -con creciente agitación, la anciana empezó a tirarse de la bata-. Dijo que es más fuerte que tú. Más poderoso.

Ben salió de la habitación y se dirigió hacia el mostrador de las enfermeras, situado en el extremo del pasillo. Allí encontró a la enfermera de guardia, charlando con dos ayudantes.

– Hola, señoras -dijo sonriéndoles-. Quisiera preguntarles una cosa. ¿Alguien ha entrado a ver a mi madre esta noche, aparte de mí? -al ver que parecían confusas, añadió-: Me adormilé mientras le leía un libro. Dice que, mientras yo dormía, un hombre entró en la habitación y la amenazó.

Wanda, la enfermera de guardia, negó con la cabeza.

– No hemos visto entrar ni salir a nadie desde las ocho.

Ben frunció los labios pensativamente.

– Está muy trastornada. De hecho, se…

En el otro extremo del pasillo se oyó un fuerte golpe, seguido de un lamento. Ben se giró hacia el origen del ruido y luego miró a Wanda, alarmado.

– Es mi madre.

Wanda rodeó el mostrador rápidamente y ambos corrieron hacia la habitación.

Encontraron a la anciana sentada en el suelo, junto a la cama, con las rodillas recogidas contra el pecho, llorando.

– ¡Intenté detenerlo! -gritó cuando vio a Ben-. Lo intenté. Mira… -añadió señalando.

Ben siguió la dirección de su gesto. Su madre había arrojado un jarrón contra la cómoda. Ese era el estrépito que habían oído.

Ben se agachó junto a ella y la atrajo hacia sus brazos. Su cuerpo, frágil como el de un pájaro, temblaba con desesperación.

– Ya lo veo, mamá -murmuró él con voz espesa-. Pero todo irá bien, cielo. Todo irá bien.


Media hora después, Ben atravesó los aparcamientos de la residencia para dirigirse hacia su coche. Suspirando, alzó la mirada hacia el oscuro cielo. Odiaba ver cómo su madre se le iba poco a poco.

La estaba perdiendo. Pronto no reconocería ni a su propio hijo.

¿Por qué le había tocado a ella?, se preguntó. Había trabajado mucho, durante toda su vida, para dar un buen hogar y una niñez normal a su hijo, a pesar de que este no tenía padre. No había sido sólo una madre, sino una amiga y un gran apoyo. No se merecía una enfermedad tan terrible.

Ben tragó saliva. Su tío había muerto años atrás y, cuando su madre falleciera, se quedaría sólo. Sin familia.

De pronto, pensó en Anna. Su imagen llenó su mente y sus sentidos, y una sonrisa emergió a sus labios. La había llamado inmediatamente después de la visita de Malone, para hablarle del paquete que alguien había dejado en su casa.

Ella se mostró disgustada. Furiosa. No con él, sino con la situación. Ben volvió a prometerle que descubriría cuál de sus pacientes era el culpable, no sin antes ponerla al corriente de sus escasos avances.

No habían vuelto a hablar desde entonces. Y la echaba de menos.

Se estaba enamorando de ella, comprendió, y tal pensamiento lo aterraba y lo llenaba de gozo al mismo tiempo.

Al llegar al coche, Ben vio que alguien había colocado una nota en el limpiaparabrisas del lado del conductor. La recogió y se quedó petrificado.

Te estás enamorando de ella.

Va a morir esta noche.

Ben sintió frío. El miedo le atenazó la garganta y empezó a sudar. Por fin, se subió en el coche y, mientras arrancaba, marcó en el móvil el número de Anna. Esperó mientras se sucedían los tonos, rezando. Pero Anna no respondió. Ni tampoco su contestador automático. Algo iba mal. Terriblemente mal.

Va a morir esta noche.

Maldiciendo entre dientes, Ben salió de los aparcamientos a toda velocidad. Tenía que avisarla. Protegerla. Si no la encontraba en casa, montaría guardia en su puerta hasta que regresara. No permitiría que aquel maníaco le hiciera daño, se juró a sí mismo.


Anna se despertó de un profundo sueño. Abrió los ojos, aterrada. La lámpara de noche estaba apagada y el cuarto inmerso en una oscuridad total. Miró los rincones, las sombras más profundas, mientras su imaginación alzaba el vuelo y conjuraba monstruos cuyos nombres Anna ya conocía.

Kurt.

Permaneció inmóvil, paralizada por el miedo, escuchando, con el corazón atascado en la garganta. El silencio parecía emitir un rugido ensordecedor. Anna giró la cabeza hacia la mesita de noche y los resplandecientes dígitos del despertador. Casi era medianoche.

En algún punto del apartamento se oyó un ruido, reconocible. Extraño.

No estaba sola.

Anna empezó a sudar, notando que el pulso se le aceleraba. Cerró los ojos y se obligó a concentrarse, respirando hondo para librarse de la tenaza del miedo. Finalmente, buscó a tientas el teléfono inalámbrico en la mesita de noche.

No estaba allí.

Anna se acordó entonces. Había recibido una llamada de Dalton poco después antes de acostarse y había dejado el teléfono en el cuarto de baño.

Un grito se le formó en la garganta. Luchó por reprimirlo, por aplacar aquel temor irracional. A continuación retiró las mantas y sacó los pies de la cama. Se estremeció al notar lo frío que estaba el suelo.

Demasiado frío, se dijo. Miró hacia las puertaventanas del balcón y vio que las cortinas se agitaban, movidas por el viento. Las puertaventanas estaban abiertas.

Con un grito de puro terror, Anna salió disparada hacia la puerta del cuarto. Pero esta se cerró de golpe y unos brazos fuertes agarraron a Anna por detrás, arrastrándola hacia la cama. El brazo que le rodeaba el cuello apretó su tenaza, cortándole la respiración. Ella le clavó las uñas y pataleó, pero se hallaba debilitada por la falta de oxígeno.

Él la tumbó sobre la cama, bocabajo, y se le echó encima, inmovilizándola con una rodilla. Luego le arrancó el camisón con frenesí, emitiendo inconexos sonidos guturales mientras lo hacía.

Pretendía violarla y después asesinarla, como había asesinado a las otras dos mujeres. Ambas pelirrojas, igual que ella.

Anna empezó a sollozar mientras él buscaba sus braguitas y, metiendo los dedos en el elástico, se las arrancaba. A continuación, con un sólo movimiento, le dio la vuelta y le separó las piernas.

Anna vio entonces que su agresor llevaba una máscara de carnaval, pero percibió su sonrisa, el goce que le producía su sufrimiento, su dolor. Percibió su pura maldad.

– Lista o no -musitó él-, allá voy.

La mente de Anna retrocedió veintitrés años en el tiempo. Timmy yacía en el jergón, hecho un inmóvil ovillo. Ahora era su turno. Kurt se giró hacia ella, con el cortaalambres en la mano y una sonrisa helada en el rostro. «Lista o no, allá voy».

Anna emitió un grito que reverberó en las paredes del cuarto y en la oscuridad. Luego siguió otro, y otro más. Su agresor se quedó inmóvil. Después se ajustó la máscara y, por primera vez, la miró directamente a los ojos. Los de él eran naranja, como los de un tigre. O como los de un demonio.

Anna gritó de nuevo. Él se retiró de ella y salió rápidamente como había entrado, por las puertaventanas del balcón.

Sin dejar de gritar, ella se bajó de la cama, saltó del dormitorio y corrió hacia la puerta del apartamento. Olvidando que estaba desnuda, la abrió de golpe.

Dalton estaba allí, en la escalera. Con un grito, Anna se lanzó hacia sus brazos.

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