Capítulo 18

Sábado, 3 de febrero

Ben abrió la puerta de su despacho, entró y se acercó a la mesa. Luego arrojó a la papelera el ramo de flores que llevaba y se derrumbó pesadamente en la silla.

Había querido sorprender a Anna con las flores. Tenía planeado celebrar con ella el arresto de Terry y el fin de su odisea. Y pedirle que empezasen de nuevo, ya libres del lastre del pasado, para dar otra oportunidad a su relación.

Al llegar a su edificio, había encontrado el portal abierto, la puerta encajada con un ladrillo, de modo que había subido hasta la planta de Anna. Y los había visto juntos. A ella y a Quentin Malone, en la puerta del apartamento. Resultaba evidente lo que habían estado haciendo.

Ben cerró los ojos y visualizó la imagen de Anna, con la bata de seda ceñida a los senos, el cabello despeinado y los ojos brillantes. Tenía el aspecto de una mujer que acababa de hacer el amor.

De una mujer enamorada.

Ben emitió un gemido roto. Se sentía como un estúpido. Como un auténtico idiota. Había sospechado que Anna sentía algo por el inspector, pero siempre se había negado a reconocer la verdad.

Estúpido.

Respiró hondo por la nariz, luchando contra la ira que empezaba a acumularse en su interior, esforzándose por suprimir aquella sensación tan desagradable. Por erradicar el dolor que acechaba en la periferia de su cerebro.

De repente, se estremeció, dándose cuenta de que tenía frío. Un frío que le calaba hasta los huesos.

Mientras temblaba, la visión se le nubló, para aclararse de nuevo al cabo de un tiempo. Ben parpadeó, desorientado. Miró a su alrededor. La cabeza aún le dolía. Retiró la silla de la mesa y, al levantarse, un trozo de papel cayó al suelo.

Ben se agachó para recogerlo. Era una nota, escrita con grandes letras en cursiva. Parecía la caligrafía, de un niño.

Querido Ben:

Tienes que ayudarnos. Eres el único que puede hacerlo. Él pretende hacernos daño. Lee nuestro diario y sabrás lo que debes hacer.

Por favor. No quiero morir.

Ben releyó la nota tres veces. Luego se llevó la mano a la sien, notando que el dolor de cabeza se intensificaba. Las íes aparecían puntuadas con un corazón de lo cual dedujo que la autora de la nota debía de ser una niña. De entre diez y trece años, a juzgar por la caligrafía.

¿Quién sería? ¿Y por qué se había puesto en contacto con él? Frunció el ceño y paseó la mirada por la habitación, buscando alguna pista. Siempre dejaba cerrada la puerta del despacho. ¿Cómo había podido entrar?

Al comprender la respuesta, notó que la sangre se le helaba en las venas. Las llaves. Las llaves que le habían sustraído. Había hecho cambiar las cerraduras de la casa, pero no las de la consulta.

Idiota.

Fracasado.

Ben hizo caso omiso de la voz negativa que resonaba en su mente e intentó concentrarse en el misterio que tenía ante sí. Quizá la nota era obra de la hija de un paciente, del mismo que le había robado las llaves.

Pero ese paciente era Terry Landry. Y estaba entre rejas. Ya no podía amenazar a nadie.

A menos que Terry Landry no fuese culpable.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Meneó la cabeza, rechazando la idea. Tenían pruebas contra Landry. El inspector Johnson así se lo había dicho. Pruebas en cantidad.

Pruebas que vinculaban a Landry con el asesinato de Nancy Kent. No con el acoso a Anna o el secuestro de Jaye.

Aquello no se había acabado, comprendió Ben, notando que las manos le temblaban. Volvió a fijarse en la nota. La niña había escrito: «Lee nuestro diario y sabrás lo que debes hacer».

¿Un diario? Ella debía de haberlo dejado en su despacho. Pero, ¿dónde? Seguramente, cerca de la nota.

Debajo de la mesa. Pues claro.

Al agacharse, Ben vio una bolsa de plástico adherida a la cara inferior de la mesa con cinta adhesiva. Premio. Sin duda, era una niña muy lista.

Tras despegar la bolsa, Ben se sentó de nuevo. Seguramente, la nota estaba en la silla cuando él entró, pero no la había visto al hallarse ensimismado pensando en Anna. Luego, al levantarse, había hecho que la nota cayera al suelo.

Respirando hondo, Ben abrió la bolsa y extrajo el diario, que en realidad no era más que una pequeña libreta. Las manos le temblaron ligeramente. Allí encontraría todas las respuestas. La identidad del hombre que acosaba a Anna. El papel que él mismo desempeñaba en aquel drama. El porqué. Sobre todo, el porqué.

Reclinándose en la silla, Ben empezó a leer.


– ¡Minnie! -gritó Jaye acercándose a la puerta-. ¿Eres tú? ¿Estás ahí?

– Sí, estoy aquí -respondió la niña-. ¿Te encuentras bien?

Jaye se apretó más contra la puerta.

– Tengo mucha hambre. Hace tiempo que él no me trae comida.

– Lo sé. Te he traído una chocolatina. Se la robé mientras estaba fuera -Minnie deslizó la chocolatina por debajo de la puerta, y Jaye la devoró prácticamente en dos bocados. Al terminar, se chupó los dedos.

– ¿Qué se ha propuesto? -preguntó-. ¿Matarme de hambre?

– No lo sé. Pero yo me estoy haciendo más fuerte, Jaye. Y más valiente. Estoy descubriendo sus puntos débiles. No permitiré que te haga daño,

A Jaye se le saltaron las lágrimas. Estaba aterrorizada. Algo había cambiado en la conducta de su secuestrador. Y no se trataba solamente del hecho de que ya no le llevara comida. Jaye presentía que todas las piezas de su plan ya habían encajado. Que el tiempo se agotaba.

– Prométemelo, Minnie. Promete que no permitirás que me haga daño.

– Te lo prometo. No dejaré que os haga daño ni a ti ni a Anna -la niña hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba de emoción-. Te quiero, Jaye. Eres mi mejor amiga.


Dos días después de que Quentin saliera de su vida, Anna se lo encontró esperándola en el portal de su edificio. Estaba conversando con Alphonse Badeaux y dándole pistachos al señor Bingle.

Anna notó que el corazón se le aceleraba, lleno de esperanza. Había temido no volver a verlo nunca más.

Alphonse se levantó al verla acercarse.

– Hola, señorita Anna. Estaba haciéndole compañía a su amigo.

– En efecto -dijo Quentin poniéndose en pie-. Y es una estupenda compañía.

– Gracias, inspector -el anciano sonrió de oreja a oreja. Luego se giró hacia Anna-. Me alegra ver a un policía en el barrio. Es bueno tenerlos cerca.

Lo cual era una forma suave de decirle: «no vayas a meter la pata».

Anna sonrió.

– Lo tendré en cuenta, Alphonse.

– Que paséis una buena noche, muchachos -antes de alejarse, seguido por el señor Bingle, el anciano carraspeó y añadió-: ¿Recibió al final ese ramo de flores, señorita Anna?

Ella arrugó la trente.

– ¿Qué ramo de flores?

– El que le trajo ese doctor tan amable. El otro día -las ajadas mejillas de Alphonse se ruborizaron levemente-. Fue la misma tarde que el inspector Malone vino a visitarla.

Anna frunció el ceño. ¿Ben había estado allí esa tarde? ¿Y por qué no había llamado a su puerta? ¿Por qué no…?

Un pensamiento aterrador acudió a su mente. Se visualizó a sí misma en bata en la puerta del apartamento, con Quentin.

– Se fue con las flores, y parecía llevar mucha prisa. Ni siquiera me saludó, como suele hacer. Parecía disgustado -el anciano se aclaró la garganta-. No es que sea asunto mío, desde luego. Simplemente, me acordé de esas flores. Eran preciosas.

Anna tragó saliva, azorada.

– Gracias, Alphonse. Llamaré al doctor.

El viejo asintió y cruzó la calle, acompañado por su perro.

– ¿Quieres sentarte conmigo un rato? -preguntó Quentin a Anna.

Ella notó que se le formaba un nudo en la garganta.

– Bueno. Hace una tarde preciosa.

Quentin le acercó la bolsa de pistachos.

– ¿Quieres?

– Gracias -respondió ella tomando unos cuantos-. Me encantan.

– Lo sé.

Anna alzó los ojos para mirarlo.

– ¿Cómo es que lo sabes?

– Me asomé a tu frigorífico y vi que tenías helado de pistacho -la boca de Quentin se curvó en una sonrisa inocente y encantadora-. ¿Qué quieres que te diga? Soy inspector de policía.

– Y yo escritora. Tenía la impresión de que esta historia ya se había terminado.

– No me gustó mucho ese final -Quentin guardó silencio. El sol ya empezaba a declinar en el cielo-. Me preguntaba si querrías reescribirlo.

– Depende -Anna lo miró de soslayo-. Para eso, ha de haber una justificación.

Él la miró a los ojos un momento, y luego retiró la mirada.

– Siempre quise estudiar derecho. Incluso me imaginaba como fiscal del distrito.

– ¿Y qué pasó?

– Era consciente de mis limitaciones. Aún lo soy.

– ¿De veras?

– A duras penas conseguí graduarme en el instituto, Anna. Incluso se rumoreó que me había acostado con mi profesora de inglés para aprobar la asignatura.

– ¿Y te acostaste con ella?

– Diablos, no. Se compadeció de mí y me dio clases extra durante dos semanas para que aprobara el examen.

– Así que te hiciste policía. Porque supusiste que sería fácil. Que podrías hacerlo sin esforzarte.

– Más o menos -Quentin entrelazó los dedos-. Me crié rodeado de policías. Todos esperaban que siguiera los pasos de mi familia.

– ¿Y nunca le dijiste a nadie lo que deseabas hacer en realidad?

– Hasta ahora, no.

Anna alzó los ojos hacia el cielo, ya oscurecido.

– No sé muy bien qué decir.

– Me gusta el trabajo de policía. Se me da bien.

– Pero te aburre -ella estudió su mirada, percibiendo la frustración de sus ojos. La ira reprimida-. ¿Estás enfadado? ¿Conmigo?

– No. Estoy enfadado con… -Quentin exhaló una bocanada de aliento-. Opté por lo más cómodo, Anna. Y me odio a mí mismo por ello. El trabajo de policía no me aburre, pero tampoco me satisface. No obstante, aquí me tienes.

– Aún no es tarde.

– Sí, lo es -Quentin se pasó la mano por el cabello-. Tengo treinta y siete años.

– Un niño, como quien dice.

– Eres aún más terca que el perro de Badeaux.

– Y también más guapa -repuso ella sonriendo.

– En eso tienes razón -él le tomó la mano y se la acercó a la boca-. ¿Qué opinas de los policías, Anna? ¿Cómo te sientes estando con uno de ellos?

– Eso depende del policía.

– ¿Sí?

– Sí -Anna le apretó la mano-. Conozco a cierto poli encantador, demasiado seguro de sí mismo en unas cosas, e inseguro en otras. Con él me gustaría estar aunque se dedicase a cavar zanjas. Siempre y cuando esté satisfecho con lo que hace.

– Anna…

– Acomodarse en un trabajo es malo, Malone. Acabará devorándote por dentro. No quiero despertarme una mañana al lado de un hombre de cincuenta años que se odia a sí mismo -siguieron unos segundos de silencio. Finalmente, Anna se inclinó hacia él y enmarcó su rostro entre las manos para besarlo-. Piensa en ello, Malone. Es lo único que te pido.


Anna llegó a la consulta de Ben a primera hora de la mañana del día siguiente. Sabía que le había hecho daño. Ningún hombre llevaba flores a una mujer sin sentir algo profundo por ella. Y Anna se sentía mal por lo que Ben había visto. Por el dolor que sin duda había experimentado.

Le debía una explicación. Una disculpa. Deseaba seguir siendo amiga suya. Aunque esa posibilidad dependía de lo dolido que se sintiera Ben, y Anna lo sabía perfectamente.

Subió los escalones del porche y se encaminó hacia la puerta de la consulta. La encontró abierta. La sala de espera estaba vacía y la puerta del despacho entreabierta. Respirando hondo, Anna llamó suavemente con los nudillos antes de entrar.

Ben estaba sentado tras la mesa, cuya superficie se hallaba repleta de montones de libros. Las gruesas cortinas estaban echadas. La única luz de la habitación procedía de la lámpara halógena de la mesa, que apenas alcanzaba a disipar la totalidad de las sombras.

– ¿Ben?

Él alzó la cabeza y ella emitió un jadeo de angustia. Parecía enfermo. Ojeroso y pálido como la cera. Anna se adentró en la habitación.

– ¿Te encuentras bien? -al ver que Ben no respondía, se acercó hasta él. Reparó en sus ojos enrojecidos y vidriosos, en su estado casi febril. Parecía no haber dormido en los últimos días-. Dios mío, Ben, ¿qué ha pasado?

Él parpadeó varias veces y se humedeció los labios con la lengua.

– El otro día fui a tu apartamento, para… Te vi con Quentin Malone.

– Lo sé -ella apartó la mirada-. Te vio uno de mis vecinos. Quería hablar contigo de eso.

– ¿Estás enamorada de él?

Buena pregunta. Ni siquiera la propia Anna estaba segura de la respuesta.

– Siento… algo por él. Algo muy fuerte.

Ben desvió la mirada hacia el techo, estremeciéndose.

– Debí de haberlo supuesto -dijo mirándola de nuevo-. Al fin y al cabo, has estado jodiendo con él.

Anna dejó escapar un jadeo ahogado y retrocedió involuntariamente.

– No creo que sea necesario usar ese tipo de vocabu…

– ¡No me digas lo que es necesario! -Ben golpeó la superficie de la mesa con tanta fuerza que la lámpara se bamboleó-. ¿No estuvisteis jodiendo ese día? Quizá si yo hubiese insistido más, habrías jodido conmigo tambi…

– ¡Ya basta! -Anna se llevó una mano a la boca, horrorizada al oír aquellas palabras en labios de Ben-. Si te hice daño, lo siento. No fue mi intención. Tampoco busqué a propósito una relación con Quentin. Sucedió, simplemente. No sé qué más decirte. Adiós, Ben.

Anna se giró para dirigirse hacia la puerta, ansiosa por alejarse de él. Aun así, antes de salir, se giró para mirarlo. Lo vio derrumbado sobre la mesa, con la cabeza entre las manos.

Algo no iba bien. Estaba enfermo, con fiebre. De lo contrario, jamás le habría hablado en esos términos. Anna lo conocía lo suficiente como para saberlo.

– ¿Ben?

Él irguió la cabeza. Parecía destrozado.

– Podría… podría haberte amado, Anna. Ya había empezado a enamorarme de ti. Y creí… creí que tú sentías lo mismo.

– Lo siento, Ben -Anna alargó la mano-. Yo no quería que esto surgiera entre Quentin y yo. Pero surgió.

– ¿Y se supone que eso debe aliviarme?

Ben se llevó una mano a la frente. Anna vio que le temblaba. Chasqueó la lengua con preocupación y se acercó cautelosamente, deteniéndose a unos centímetros de la mesa.

– No tienes buen aspecto, Ben. Creo que estás enfermo. Parece que tienes fiebre. Será mejor que llame a un médico.

Por un instante, pareció que él accedería, pero luego negó con la cabeza.

– No puedo… Hay un paciente que… necesita mi ayuda…

Empezó a sonar el teléfono. Ben titubeó un momento y, al cabo, contestó. Anna comprendió que se trataba de un paciente. Ben la miró de reojo e hizo girar la silla, dándole la espalda.

Ella paseó la mirada por el despacho, advirtiendo súbitamente que no era el aspecto físico de Ben lo único que había cambiado. La mesa estaba cubierta de libros, papeles y diarios médicos. Se fijó en los títulos. Había algunos sobre la esquizofrenia, la disociación de la personalidad y el síndrome de estrés postraumático.

Anna se fijó en el resto de la habitación. Era un caos. Parecía como si Ben llevara varios días trabajando, sin detenerse para comer o dormir.

Había dicho que un paciente necesitaba su ayuda. ¿Qué paciente?

¿Tan urgente era, que debía atenderlo pese a hallarse enfermo?

Anna se acercó un poco más a la mesa. Había una libreta abierta frente a Ben. Alargó el cuello en un intento de leer el contenido, pero sólo alcanzó a distinguir algunas palabras. Parecía una súplica de auxilio.

Anna frunció el ceño. La caligrafía era muy irregular. Algunas líneas eran apenas garabatos casi ilegibles, y otras estaban escritas en impecable letra cursiva. Los márgenes de las páginas contenían dibujos. Algunos simpáticos, otros aterradores.

Dibujos hechos por un alma atormentada.

El paciente al que Ben deseaba ayudar.

– No has podido reprimirte, ¿verdad?

Anna levantó los ojos, avergonzada. Ben había acabado de hablar por teléfono y la había sorprendido husmeando. Otra vez.

– Lo siento -se excusó ruborizada-. Yo… Tienes razón. No he podido evitarlo. Soy novelista. Y estoy preocupada por ti.

Ben cerró el diario.

– Quiero que te vayas, Anna.

– Lo siento repitió ella incorporándose-. ¿No quieres que llame a un médico, y…?

– Vete.

– Por favor, Ben. No quiero que nos despidamos así. No estás bien. Quizá si descansaras un poco…

Él se estremeció. Sus facciones parecieron endurecerse.

– ¿Qué? ¿Crees que, si descanso un poco, dejaré de estar furioso contigo? Te has acostado con ese policía, Anna. ¿Tienes idea de cuánto me disgustó verte con él, medio desnuda y babeando? Como una puta barata.

Anna contuvo la respiración. Dio un paso atrás.

– Esperaba que pudiéramos ser amigos, Ben. Pero ya veo que no será posible.

Él volvió a estremecerse. Se frotó los brazos.

– No te vayas, Anna. Lo siento. Estoy sometido a una gran presión. Ese paciente… Se trata de algo muy grave. Si pudiera hablarte de ello, lo entenderías. Por favor, no te…

– Estás enfermo, Ben, y te sugiero que vayas al médico -Anna se dirigió hacia la puerta-. Yo no puedo ayudarte. Adiós, Ben.


Quentin miró el reloj y se paseó por la exigua habitación de la cárcel, amueblada tan sólo con una mesa metálica y un par de sillas. Terry había solicitado verlo y él accedió a ir, con la esperanza de obtener más información de la que habían podido sacarle Johnson y los demás.

A Jaye Arcenaux se le estaba acabando el tiempo.

Por fin apareció el guardia, seguido de Terry. Este no miró a Quentin a los ojos, sino que se limitó a tentarse en una de las sillas.

– Si me necesita, sólo tiene que llamar -dijo el guardia antes de salir.

– ¿Para qué querías verme, Terry? -inquirió Quentin rompiendo el silencio.

– ¿Cómo está Penny?

– ¿Tú qué crees? Destrozada. Humillada. Preocupada por los niños y por cómo les afectará todo esto.

– Lo sé… los echo de menos.

Quentin tuvo que hacer un esfuerzo para no ablandarse ante el tono afligido de su ex compañero.

– ¿Pero te arrepientes, Terry? ¿Te arrepientes de lo que les has hecho?

– Sí. Pero no por lo que tú piensas -Terry colocó las manos encima de la mesa, haciendo tintinear las esposas-. ¿Por qué acudiste a la capitana? ¿Por qué no hablaste conmigo primero?

– Tuve que cumplir con mi deber.

Terry chasqueó la lengua con amargura.

– El deber antes que la amistad, ¿eh?

– Tus mentiras acabaron con nuestra amistad.

– Podía habértelo explicado.

Quentin meneó la cabeza.

– Lo siento, compañero, pero no podrás salir de ésta con palabras. Las pruebas hablan por sí solas.

– No. De eso se trata. Necesito… necesito tu ayuda, Malone.

– Jaye Arcenaux es quien necesita mi ayuda, Terry. Y Minnie. ¿Quieres decirme de una vez dónde están? -se inclinó hacia su ex compañero-. Si colaboras, quizá pueda ayudarte.

– Crees de veras que yo lo hice -Terry maldijo en voz alta-. Pero te equivocas. No sé dónde están.

Quentin se retiró de la mesa, tan violentamente, que tiró la silla al suelo.

– Cuando estés dispuesto a decir la verdad, avísame.

– ¡Yo no lo hice! -Terry se puso en pie-. ¡Juro que no lo hice! ¡Estoy diciendo la verdad!

– Entonces, las pruebas demostrarán tu inocencia. Cuando lleguen los resultados del análisis de ADN, podrás salir de aquí.

– Ese es el problema -dijo Terry con los ojos súbitamente llenos de lágrimas-. Ese es el problema.

– Explícate.

Terry alzó la cabeza y lo miró a los ojos, con expresión torturada.

– Yo estaba liado con Nancy Kent. Desde hacía… meses. Era ella quien me daba dinero, cortesía de su sustancioso acuerdo de divorcio. Creí que había encontrado un chollo. No era un romance -una risa ahogada escapó de sus labios-. Nos limitábamos a follarnos mutuamente. Y era genial. Al principio -apartó la mirada-. Aquella noche, en el bar de Shannon, Nancy estaba jugando conmigo, provocándome. Castigándome por haberle dado plantón la noche anterior. Tratándome con a un donnadie. Yo estaba furioso con ella. Por sus provocaciones. Por haberme dejado en ridículo delante de todo el mundo. Había bebido demasiado. Y Nancy se aprovechó de eso -Terry se removió en la silla-. Cuando salió por la puerta trasera del bar, la seguí. Y… y follamos. Allí mismo, contra la pared. A ella le gustaba eso. El morbo. El peligro.

Quentin pensó en Penny. En Matti y Alex, los hijos de Terry. Se le revolvió el estómago.

– ¿Y eso es todo?

– Cuando apareció muerta, me asusté. Habíamos discutido delante de todos. No había usado condón, y estaba seguro de que encontrarían mi ADN y sabe Dios qué otras pruebas en el cadáver. Sabía lo que pasaría si hablaba. Por eso no dije nada. ¿No lo comprendes, Malone? Estaba jodido.

– ¿Sabía alguien más que Nancy y tú estabais liados?

– No, nadie. Fuimos muy discretos.

Quentin chasqueó la lengua con incredulidad.

– Me sorprende, compañero. La discreción nunca ha sido tu fuerte. Jamás me lo habrías ocultado. Ni a mí ni a los demás muchachos.

– ¡Pero lo hice! Nos liamos antes de que ella se divorciara -explicó Terry en tono desesperado-. De haberse enterado alguien, su acuerdo de divorcio se habría ido al garete.

– ¿Dónde la conociste?

– En un bar del Barrio Francés.

– ¿Y qué me dices del doctor Walker? ¿Por qué te trataste con él en secreto?

– No quería que nadie lo supiera. Ni siquiera tú o Penny -Terry se inclinó hacia delante, con expresión seria-. Sabía que se extendería el rumor. Y no quería soportar los comentarios de la gente.

– Y, en un momento dado, dejaste la terapia -Quentin chasqueó los dedos-. ¿Así de pronto?

– Penny me dejó. Así que, ¿qué sentido tenía continuar?

– Tienes una respuesta para todo, ¿eh?

– ¡Te estoy diciendo la verdad!

– ¿Cuánto tiempo has tardado en inventarte esa historia, Terry?

– ¡Te juro que es cierto! No encontrarán ninguna prueba que me relacione con las otras dos víctimas. Ni con Anna North.

– Evelyn Parker no fue violada.

– Pero Jessica Jackson sí -Terry se puso en pie-. ¿Por qué iba yo a aterrorizar a Anna North? ¡Si ni siquiera la conozco!

– Eso dices tú.

– ¡Puedo ser un adúltero, pero no un asesino! ¡Tienes que creerme!

Quentin lo miró, disgustado.

– Tu historia está muy bien tramada, Terry. Pero carece de datos reales que la respalden.

– Tú puedes conseguirlos por mí -Terry extendió sus brazos esposados-. Eres el mejor, Malone. Puedes investigarlo, encontrar a alguien que nos viera a Nancy y a mí juntos antes de esa noche en el bar de Shannon.

– ¿Y por qué iba a perder mi tiempo haciendo semejante cosa? Creo que mientes, Terry.

– Porque te preocupas por Anna North. Y eres suficientemente inteligente para comprender que, si mi historia es cierta, el individuo que la acosa sigue ahí fuera. Libre.

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