Capítulo 8

Lunes, 1 de octubre


La inspectora Lindsay Graham fue enterrada junto a sus padres, en la tumba familiar, una tarde gris y brumosa. Sus padres habían muerto también prematuramente, aunque en su caso fuera culpa de un conductor borracho y de una carretera helada. Ellos no fueron conducidos a la tumba por policías uniformados, en ataúdes envueltos en banderas, ni fueron saludados por docenas de agentes, muchos de los cuales lloraban abiertamente en tanto se oía el sonido plañidero de las gaitas.

Su muerte no fue noticia de primera plana ni siquiera en el periódico local de Golden, ni mucho menos en varios diarios regionales, ni hubo periodistas que atosigaran a la poca familia que les quedaba en busca de comentarios.

Lindsay murió siendo mucho más famosa -o tristemente célebre- de lo que había sido en vida, cosa que sin duda no habría suscitado en ella otra cosa que un cínico sarcasmo. Porque al final, famosa o no, descendió a la tierra sola, igual que sus padres.

Caitlin se quedó de pie junto a la tumba hasta mucho después de que los demás se hubieran ido. Abrazada a la bandera pulcramente doblada en triángulo que le habían ofrecido, pensaba en todo aquello. Pensaba en su hermana. Por la razón que fuera, no habían estado muy unidas, pero se caían bien y se respetaban, se dijo Caitlin.

Era ya demasiado tarde para desear que hubiera habido algo más.

Wyatt Metcalf se acercó a ella.

– Te llevaré al hotel -se ofreció.

No habría para Lindsay el tradicional ágape después del entierro. A ella nunca le había gustado aquella costumbre: los platos cubiertos y las voces sofocadas, los coches aparcados en fila en las largas entradas de las casas de campo y las coronas fúnebres en las puertas de los familiares del difunto.

– Enterrad a los muertos y seguid viviendo -había dicho más de una vez, quizá con la sabiduría, duramente ganada, de una agente de policía. O de una huérfana. De pronto, Caitlin deseaba desesperadamente saber de dónde había extraído aquella convicción.

Pero era ya demasiado tarde para preguntárselo.

Era demasiado tarde para preguntarle qué pensaba de la última película de éxito, o de una novela, o si las palomitas seguían siendo su aperitivo preferido. Era demasiado tarde para disculparse por olvidar su cumpleaños o por no devolverle las llamadas, o para solidarizarse con ella por la dificultad que a menudo conllevaba la vida de una mujer soltera y con carrera, o para preguntarle si Wyatt Metcalf era su media naranja.

Era demasiado tarde.

Al darse cuenta por fin de que el sheriff estaba esperando, Caitlin dijo:

– No, gracias. Está cerca, puedo ir andando. La verdad es que aquí todo está tan cerca que se puede ir a pie.

Algo azorado, como se había mostrado desde el principio con ella, Metcalf respondió:

– Si hay algo que pueda hacer…

– No, gracias. Seguramente no me quedaré mucho tiempo. Tengo que recoger sus cosas, cerrar el apartamento, ocuparme del papeleo. Lo que tarde en hacerlo.

– Atraparemos a ese tipo, Caitlin. Te lo prometo, cogeremos a ese canalla.

Ella sabía que el sheriff se extrañaría si le decía la verdad: que no le importaba si atrapaban o no al monstruo que había acabado con la vida de su hermana. A fin de cuentas, ello no le devolvería a Lindsay. Y además…

No parecía real, aquel monstruo. Por lo que le habían contado, había en él una curiosa falta de emociones, una ausencia de todo lo humano. No había odio que le impulsara, ni voces desquiciadas que le empujaran a asesinar.

Sólo secuestraba personas por dinero y luego, cuando ya no le servían para nada, las mataba.

– Bien -dijo Caitlin al darse cuenta de que el silencio había vuelto a prolongarse-. Bien. Me alegraré de que lo cojáis. Vamos, vete ya. -No se percató de hasta qué punto parecía querer librarse de él hasta que el rubor comenzó a cubrir la palidez macilenta de Wyatt. Caitlin jugueteó un momento con la idea de explicarse, pero le pareció demasiada molestia. Y de todos modos no le importaba lo que pensara el sheriff.

– Caitlin…

– Estaré bien. -Pensó que a esas alturas debería llevar ya aquella bobada tatuada en la frente-. Gracias.

Wyatt vaciló y por fin se alejó de allí.

Caitlin no se volvió para mirarlo. Era vagamente consciente de que otros también se alejaban; de que los solemnes empleados de la funeraria seguían a un lado, pacientes e inmóviles, junto a los obreros listos para concluir la tarea física de enterrar a su hermana.

El ataúd seguía suspendido sobre la tumba, esperando a que alguien lo bajara. En el aire brumoso se adensaba el olor de las flores, un aroma más bien dulzón y enfermizo que, al mezclarse con el olor leve de la tierra recién removida que se insinuaba bajo él, resultaba especialmente desagradable.

– Tienes que dejarla ya.

Caitlin miró por encima del féretro de color bronce, que relucía vagamente, y vio a Samantha Burke. No se parecía en modo alguno a la Madame Zarina de la caseta de feria. Sin el turbante, los chales y pañuelos abigarrados y las tintineantes alhajas de oro, y especialmente sin el denso maquillaje, parecía décadas más joven y tenía un aspecto más bien corriente.

O quizá no.

Había algo en aquellos ojos extrañamente oscuros que distaba mucho de ser corriente, se dijo Caitlin. Algo directo, sincero y perturbadoramente lúcido, como si Samantha fuera realmente capaz de ver más allá de los límites de lo que la mayoría de la gente aceptaba como lo real.

Caitlin se acordó de cómo el anillo de Lindsay parecía haber quemado la palma de su mano, dejando en ella un círculo diáfano, y se preguntó cómo sería ver y sentir cosas que otros ni siquiera podían imaginar.

– Tienes que dejarla -repitió Samantha. Encogió un poco los hombros bajo la chaqueta negra, que le quedaba algo grande, y se metió las manos en los bolsillos, como si aquel tiempo desapacible la hubiera helado. O como si la hubiera helado otra cosa.

Por primera vez en aquel día interminable, Caitlin no respondió con trivialidades. Se limitó a preguntar:

– ¿Por qué?

– Porque es hora de irse. Hora de dejar atrás este momento. -Samantha hablaba con voz perfectamente tranquila.

– ¿Porque Lindsay querría que lo hiciera? -preguntó Caitlin con sorna.

– No. Porque es lo que hay que hacer. Así es como se sale adelante. Vestimos a los muertos con su traje de domingo y los metemos en cajas forradas de raso, pensadas para mantenerlos secos y a salvo de los gusanos, igual que las tumbas de cemento donde van las cajas. Y luego mandamos grabar una lápida o una inscripción y echamos tierra encima y, por lo menos durante un tiempo visitamos la tumba de vez en cuando y llevamos flores y les hablamos como si pudieran oírnos.

Caitlin era consciente de que los empleados de la funeraria se removían, inquietos o hartos. Pero, naturalmente, no decían nada. Las palabras de consuelo de Samantha eran la primera cosa auténtica que le decían desde hacía días.

– Yo ni siquiera haré eso -dijo-. Visitarla, quiero decir. Tengo que volver a casa en cuanto recoja sus cosas.

– Y seguir con tu vida. -Samantha asintió con la cabeza-. Los muertos tienen su camino y nosotros el nuestro.

– Entonces, ¿tú crees que hay algo después? -preguntó Caitlin, curiosa.

– Claro que sí. -Samantha seguía hablando con calma.

– ¿Sabes que lo hay?

– Sí.

– ¿El cielo y el infierno?

– Eso sería muy bonito y muy simple, ¿no crees? Pórtate bien e irás al cielo; pórtate mal e irás al infierno. Lo blanco y lo negro. Reglas a las que ceñirse para que todo el mundo sea civilizado. Pero la vida no es simple, así que no sé por qué esperamos que lo sea la muerte. Lo que hay… es una existencia prolongada. Compleja, polifacética y única para cada individuo. Igual que lo es la vida. De eso al menos estoy segura.

A Caitlin, quizá no por casualidad, aquello le pareció más reconfortante que todos los sermones que había oído desde que de pequeña iba a la escuela dominical.

– Aquí hay humedad y hace frío -dijo Samantha-. Y esos hombres tienen que acabar su trabajo. No creo que haga falta que nos quedemos. ¿Qué te parece si vamos a tomar una taza de café o algo así?

Caitlin volvió un momento la mirada hacia el ataúd de su hermana. Después rodeó la tumba y se reunió con Samantha.

– Me parece bien -dijo cuando echaron a andar hacia la carretera.

No miró atrás.


Leo Tedesco se hallaba algo lejos, pero desde el lugar que ocupaba veía claramente el cementerio. Había contemplado el breve funeral oficiado al pie de la tumba. Estaba demasiado lejos para oír lo que se decía, pero no lo lamentaba especialmente. La muerte le deprimía. Y la muerte violenta le trastornaba.

El asesinato de Lindsay Graham le revolvía el estómago.

Samantha no había querido que la acompañara, así que él se había mantenido a distancia sin que ella lo supiera y lo había observado todo desde allí.

La había visto mantenerse apartada de la ceremonia, de pie entre las tumbas, lejos de donde Lindsay iba a ser enterrada, premeditadamente fuera del alcance de la vista de Wyatt Metcalf.

Leo se dio cuenta de que los dos agentes federales eran perfectamente conscientes de su presencia. Ninguno, sin embargo, se acercó a ella durante el funeral ni después, y se marcharon sin hablarle.

A Leo le costaba trabajo disculparles por ello.

Vio a Samantha hablar con la hermana de Lindsay; las vio marcharse juntas.

Pensó que no era propio de ella entrometerse. Dentro de su caseta, Madame Zarina ofrecía consejo y respuesta a preguntas difíciles, pero, fuera de ella, Samantha se ocupaba de sus asuntos y evitaba escrupulosamente mezclarse en los de los demás. Aquélla había sido una lección dura de aprender, pero la había aprendido bien.

Así que ¿qué se proponía ahora?

La feria tenía previsto abandonar Golden justo una semana después… suponiendo, naturalmente, que el sheriff Metcalf no les echara antes del pueblo. Su itinerario estaba fijado, tenían pensado parar en varios pueblos del sureste, de camino a Florida, su cuartel de invierno.

De momento, Samantha no le había pedido que alterara sus planes, pero Leo temía que lo hiciera. No le hacía falta ser vidente para darse cuenta de que aquel secuestrador en serie la obsesionaba, de que se sentía en cierto modo impelida a involucrarse en el asunto. Incluso creía conocer el motivo.

Luke.

En los quince años que hacía que la conocía, sólo una vez la había visto perder su obstinado pragmatismo natural, y el dolor de aquella experiencia la había cambiado para siempre. Algo en ella había quedado destruido, pensó Leo. No por capricho, ni de manera premeditada siquiera, pero destruido al fin y al cabo.

Aquello entristecía a Leo. Y también le ponía furioso.

– Quédate ahí mucho más tiempo y acabarás llamando la atención. Y no es lo que más conviene ahora mismo en Golden.

Sobresaltado, Leo volvió la cabeza y miró fijamente a aquel hombre, que parecía salido de la nada.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó.

– Desde antes del entierro.

– ¿Por qué? -Leo respondió a su propia pregunta-. Estás vigilando a Sam, ¿no es eso?

– ¿No crees que deba hacerlo?

Leo se mordió el labio inferior.

– No sé. A ella no le gustará, de eso estoy seguro.

– Me importa una mierda que le guste o no.

– Entonces, ¿por qué no la sigues ahora?

– No tengo que seguirla. Está con Caitlin Graham, tomando un café en ese bar de la carretera. O en lo que en este pueblo pasa por ser un bar. Podría envenenarse con el café, pero allí no va a pasarle nada más.

Leo sacudió la cabeza, preocupado.

– Está expuesta, a plena vista. Antes podía salir de la feria e ir a cualquier parte sin que nadie la reconociera. Pero los periódicos han sacado fotos suyas sin el disfraz de Zarina. Ahora todo el mundo sabe qué aspecto tiene Samantha Burke. Quiero decir que es como si tuviera una gigantesca diana pintada en la espalda. ¿Has visto los periódicos? ¿Has visto lo que están diciendo en televisión?

– Sí.

– Puede que la gente de Golden no se haya formado todavía una opinión sobre Sam, pero los medios sí se la han formado, de eso no hay duda. Les encanta la idea de que sea una vidente auténtica. Es cuestión de tiempo que lo que ahora sólo interesa en el estado y en esta región se convierta en una noticia de alcance nacional. Un día sin muchas noticias, y me lloverán llamadas de la CNN.

– No tienen pruebas de que sea una vidente auténtica. El departamento del sheriff se negó a confirmar que estuviera bajo sospecha, y menos aún que predijera el secuestro de Lindsay Graham o cualquier otro, y que se ofreciera voluntariamente a permanecer bajo vigilancia para limpiar su nombre cuando hubiera otro secuestro.

– ¿Hemos visto lo mismo en la tele? -preguntó Leo-. ¿Hemos leído los mismos periódicos? Esa gente no necesita pruebas ni confirmación de ninguna clase para empezar a especular, y ahora mismo están especulando como locos.

– Para la feria es bueno.

– Claro que sí, a corto plazo. Tenemos montones de publicidad y enjambres de curiosos dispuestos a pagar la entrada. Pero a largo plazo no estoy tan seguro. Ni sé qué efecto va a tener esto sobre Sam. Ya trabaja demasiadas horas y apenas duerme. Tú sabes tan bien como yo que no puede seguir así mucho tiempo, viviendo a base de cafeína, de sus propios nervios y del último programa nocturno de la tele.

– Tú eres de otra generación.

Leo arrugó el ceño.

– ¿Qué? Ah, ¿lo dices por lo del programa nocturno?

– Bueno, te deja un poco anticuado. Ahora el entretenimiento dura veinticuatro horas, siete días a la semana; ya no hay últimos programas nocturnos, ni cadena de televisión nacional, ni pantalla llena de nieve que nos acune hasta dormirnos de madrugada.

– Está claro que tú te acuerdas de esas cosas.

– Sólo las conozco de oídas. Un primo más mayor que yo solía contarnos historias de miedo. Las sacaba de no sé qué programa llamado Teatro del horror, una versión local del último programa del día, supongo. Fantasmas y vampiros y cosas que hacían ruido de noche.

Leo notó un leve escalofrío que no supo explicarse. Frunció aún más el ceño.

– ¿De veras tenemos que hablar de cultura popular en este momento?

– Si. Por lo menos, uno de los dos.

– ¿Te importaría ser un poco más serio?

– Yo -contestó con calma su interlocutor- soy tan serio como un ataque al corazón.

A pesar de su pregunta, Leo no necesitaba que se lo recordara.

– Entonces dime qué vas a hacer al respecto -dijo.

– Haré lo que me pagan por hacer.

– ¿Qué es…?

– Por ahora, esperar.

– ¿Esperar? ¿Y qué mierdas esperas?

– Lo creas o no, una señal.

Lee pestañeó.

– ¿Una señal?

– Sí. Me han dicho que la reconoceré cuando la vea. Y que no debo permitir que me distraiga. De momento, nada tenía pinta de señal, al menos para mí. Así que… sigo esperando.

– Está muriendo gente, ¿o es que no lo has notado? -Leo fijó la mirada en él y tuvo que refrenar el impulso de dar un paso atrás. Había, pensó, hombres a los que no convenía presionar. Y aquél era uno de ellos. Le convenía recordarlo-. Sólo era un decir -añadió apresuradamente.

– Sí, bueno, díselo a alguien que no lo sepa. Yo sí lo sé.

– Ya. Claro. -Leo titubeó; luego dijo, indeciso-: ¿Alguna idea de cuándo va a presentarse esa señal?

– En realidad, no.

– Pareces un poco…

– ¿No lo estarías tú?

Leo se quedó pensando y asintió con la cabeza.

– Sí, supongo que sí. Me sentiría frustrado y un poco… inútil.

– Muchas gracias por expresarlo en voz alta.

Leo decidió marcharse mientras aún siguiera de una pieza. Se aclaró la garganta y preguntó:

– ¿Vuelves a la feria?

– Todavía no.

Leo aventuró un último comentario.

– Creía que habías dicho que no tenías que seguir a Sam -dijo.

– Pero no he dicho que no fuera a vigilarla.


– Tenía miedo.

Sin levantar la mirada del informe de la autopsia que estaba leyendo, Lucas dijo con voz firme:

– Claro que tenía miedo.

– Dices que lo sentiste.

Lucas guardó silencio.

– Y bien, ¿no es así?

– Déjalo ya, Wyatt.

El sheriff se removió, inquieto, en su silla.

– Necesito… necesito saberlo. Saber por lo que pasó.

– No, no lo necesitas.

– Tengo que saberlo, ¿es que no lo entiendes?

– Ni siquiera deberías estar aquí hoy. Vete a casa. Date tiempo para llorarla.

– No puedo irme a casa. ¿Qué iba a hacer allí? ¿Mirar las paredes? ¿Acabarme la bolsa de palomitas que ella se dejó a medio comer hace casi una semana? ¿Meterme en la cama para olerla en las sábanas?

Las emociones en carne viva de Metcalf no sorprendieron a Lucas, ni le extrañó que el sheriff se desahogara allí, tras la puerta cerrada de la sala de reuniones y ante una persona relativamente extraña. La pena encontraba su cauce de un modo u otro, y muchos hombres contaban a extraños lo que no podían contar a sus más allegados. Lucas lo había visto otras veces.

Pero ello no hacía que le resultara más fácil oír todo aquello.

– Anoche dormí en el sofá, o lo intenté -prosiguió Metcalf con aspereza-. Como cada noche desde que la encontramos. La cama… Podría lavar las sábanas, pero no quiero. No quiero… perder eso. Nadie sabía lo nuestro, a Lindsay no le parecía buena idea, así que todo lo que tengo de ella es así, como las sábanas, íntimo. -Sacudió la cabeza, parpadeó y miró a Lucas como si lo viera por primera vez-. Pero tú lo sabías, ¿no? ¿Que éramos amantes?

– Sí, lo sabía.

– Porque eres vidente.

Lucas sonrió con ironía.

– No. Porque eres un pésimo actor, Wyatt. Si quieres que te diga la verdad, creo que lo sabía casi todo el mundo.

– ¿Crees que lo sabe Caitlin?

– Puede que no, porque no vive aquí.

El sheriff hizo una mueca.

– Lo sabrá en cuanto vacíe el apartamento de Lindsay -dijo-. Dejé cosas mías allí.

– Dudo que diga nada.

– Eso me da igual. Pero no quiero que piense que lo nuestro era… que era algo sin importancia. Porque no lo era.

Lucas vaciló. Después se recostó en su silla y dijo:

– Si te ayuda decírselo, díselo. Pero yo dejaría pasar un tiempo, Wyatt. Espera a que primero se pase un poco el aturdimiento.

– ¿El mío o el suyo?

– El de los dos. Deja pasar un tiempo.

– Por lo que dijo hoy, me dio la impresión de que Caitlin no pensaba quedarse mucho por aquí.

– Era el aturdimiento el que hablaba por ella. En cuanto empiece a disiparse, lo más probable es que quiera averiguar quién mató a su hermana. Algunos se quedan y esperan; otros intentan involucrarse en la investigación. Pero casi todos quieren que haya un punto final. Lo necesitan. Antes de seguir adelante.

Wyatt frunció el ceño un momento.

– Olvidaba que has visto estas cosas muchas veces, ¿no? La muerte. La pena.

– Sí.

– ¿Cómo lo soportas? ¿Cómo puedes seguir dedicándote a esto?

Lucas, que había oído antes aquellas preguntas, le respondió como había respondido a otras personas.

– Lo soporto concentrándome en lo que puedo hacer, en lo que puedo controlar. En encontrar a alguien que se ha perdido o ha sido secuestrado, si es que es posible. Si no lo es, si llego demasiado tarde, entonces intento encontrar lo que queda, el cuerpo. Y, si puedo, también intento encontrar al asesino. Meterlo entre rejas, en una jaula, en el lugar que le corresponde. Eso es lo que puedo hacer. Es lo único que puedo hacer: ayudar a los vivos y a los muertos.

La cara del sheriff pareció temblar un instante.

– Dime una cosa -dijo-. ¿Por qué Lindsay? ¿Por qué se la llevó ese cabrón?

– Tú sabes por qué. Para convertir esto en una cuestión personal. Para dar a la víctima una cara muy conocida. Fue una provocación, un desafío. Se la llevó prácticamente delante de nuestras narices, mientras estábamos vigilando a otra persona.

– Alguien a quien tu Madame Zarina nos dijo que vigiláramos.

Lucas sacudió la cabeza.

– No sigas por ahí, Wyatt. Sé que quieres echarle la culpa a alguien, pero no se la eches a Sam. Puede que tenga sus defectos, pero en lo que respecta a sus visiones es la persona más honesta que he conocido nunca. Estoy absolutamente seguro de que vio lo que nos dijo que vio.

– Y hasta los videntes natos cometen errores, ¿eh?

– Sí, así es. -Lucas torció el gesto y dijo casi para sí mismo-: Aunque las visiones de Sam siempre han sido muy fiables. Así que puede que la pregunta sea ¿por qué vio a otra víctima?

– Puede que Carrie Vaughn sea la siguiente en la lista de éxitos de ese cabrón -contestó Wyatt de mala gana-. Puede que Zarina sólo se saltara una víctima.

– Vio el periódico del jueves, dijo que era exactamente el mismo que el de la fotografía que recibiste.

– Entonces mintió.

– No. Nunca mentiría sobre algo así.

– ¿Estás seguro? ¿Cómo puedes estarlo?

– Wyatt…

– ¿Eres un poli y no hueles un montaje? Esa mujer viene aquí y se ofrece voluntariamente a que la interroguen. Nos advierte de que va a haber otro secuestro y dice que va a quedarse en comisaría para probar su inocencia. Pero la presunta víctima a la que nos esforzamos en proteger está sana y salva mientras que uno de los nuestros es secuestrado, y todo porque esa señorita tan inocente cometió un error.

– Ella no secuestró ni mató a Lindsay, Wyatt. Tú lo sabes.

– Puede que no con sus propias manos, pero ¿quién dice que sólo nos enfrentamos a un secuestrador? Si tu supuesto perfil fuera más preciso, ya le habrías encontrado. Así que… ¿y si os habéis equivocado del todo? Supón sólo por un momento que Samantha Burke tuviera ayuda, Luke. Un cómplice. O, en todo caso, un amigo que la encubre. Supón que uno de sus compañeros de la feria esté detrás de todo esto.

– Eso ya lo comprobaste -le recordó él.

– Sí, claro, busqué sus antecedentes penales. Pero los dos sabemos que hay criminales a los que nunca se atrapa. Y sería un buen tinglado, ¿no crees? Una feria ambulante que nunca pasa mucho tiempo en un mismo sitio. Secuestran a un vecino y ganan unos cuantos pavos, y luego se van al pueblo siguiente.

Lucas movió la cabeza de un lado a otro.

– No. Llevamos un año y medio siguiéndole la pista a ese cabrón, y la feria nunca ha estado en los pueblos en los que desaparecieron las víctimas. Yo me habría enterado.

Wyatt se levantó y se inclinó sobre la mesa, apoyado en las manos, mirando fijamente a Lucas.

– Tú estabas en esta habitación y la oíste decir que habían oído hablar de los secuestros por todo el camino.

– Los secuestros son noticia. ¿Y qué?

– Que quizá la feria estaba mucho más cerca de los secuestrados de lo que crees. No en los mismos pueblos, pero tal vez cerca. A una distancia que pudiera recorrerse en coche. Cerca de su ruta habitual, un itinerario que conocen muy bien. Quizá tan bien como para localizar a sus víctimas por el camino. Víctimas cuyas costumbres y obsesiones tenían tiempo más que suficiente para observar.

Lucas sostuvo la mirada al sheriff y se limitó a decir:

– Te equivocas.

– ¿Sí? -Wyatt se irguió-. Vamos a verlo. Voy a poner a mis hombres a investigar la ruta anual de esa feria. Quiero conocer cada pueblo que visitan, cada recinto ferial y cada aparcamiento en el que se hayan instalado. Quiero saber dónde estaban en relación con cada secuestro que hayas investigado. Voy a averiguar exactamente dónde han estado cada día de los últimos dieciocho meses.

Lucas no intentó detenerlo.

Él, al fin y al cabo, era un hombre que entendía la obsesión.


– ¿Te gusta tener esas facultades? -preguntó Caitlin Graham mientras se bebía su café.

Samantha rodeó con las manos frías su taza de té caliente y sonrió con ironía.

– Es una pregunta difícil. A veces, sí. A veces, no.

– ¿No te gusta cuando ves cosas malas?

– Malas, inquietantes, aterradoras. Puede ser como estar atrapada en una película de terror, sólo que sin palomitas… y sin poder levantarte y salir del cine.

– ¿No tienes ningún control?

Samantha se encogió de hombros.

– Eso también depende -dijo-. En momentos como éste, con las emociones disparadas, las visiones tienden a ser muy… intensas.

– ¿Tanto que te queman las manos?

– Eso no me había pasado nunca. Pero suelen dejarme tan agotada que luego tengo que pasarme varios días durmiendo.

– Pero viste a Lindsay. Cuando estaba secuestrada.

Samantha asintió con la cabeza. Sabía que Caitlin necesitaba hablar de aquello, así que contestó con naturalidad.

– Como casi todos los buenos policías, tu hermana estaba intentando resolver el problema. Intentaba encontrar una brecha, una debilidad que pudiera utilizar en su provecho.

Caitlin se mordisqueó el labio inferior. Luego dijo:

– Estás muy segura de que hay algo después de la muerte. ¿Es porque has… porque has contactado con alguien del otro lado?

Samantha no hizo comentario alguno acerca de la terminología que había empleado Caitlin. Se limitó a decir:

– Yo no soy médium.

– Ah. Entonces… ¿no haces esas cosas?

– No. Técnicamente, soy lo que se dice una vidente. En jerga de feria ambulante, veo lo que es y lo que será.

Caitlin sonrió un poco al advertir el tono premeditadamente teatral de Samantha.

– Como dice el cartel de tu caseta.

– Exacto. Según lo entiendo yo, mi principal capacidad es la precognición, ver el futuro. A veces veo el presente y también algo que va más allá de mi vista y de mi oído; es una especie de clarividencia. Pero, a diferencia de la mayoría de los clarividentes, que tienden a recoger información a su alrededor, por todas partes, al azar, lo que yo veo está muy reconcentrado, enfocado en un acontecimiento concreto.

– Como cuando viste a Lindsay.

Samantha asintió de nuevo con la cabeza.

– Es una capacidad secundaria, mucho menos común en mí. También me han dicho que soy más bien una vidente por contacto que una vidente pura. La diferencia, supongo, es que tengo que tocar un objeto para percibir algo.

– ¿Siempre?

Samantha pensó en su sueño, pero asintió y dijo con firmeza:

– Siempre. Pero por suerte no voy por la vida teniendo visiones cada vez que cojo una lata de atún o un cepillo de pelo.

– Entonces, ¿qué desencadena las visiones? -preguntó Caitlin con vehemencia-. Quiero decir que por qué un objeto sí y otro no.

Samantha bebió un sorbo del té, que empezaba a enfriarse; luego se concedió un momento y contestó lentamente:

– Personas con más conocimientos científicos que yo afirman que es todo cuestión de energía. Las emociones y los actos tienen energía. Cuanto más intensa es la emoción o el acontecimiento, o cuanto más duren, más probable es que… dejen algún rastro de energía en una zona concreta o en un objeto. Es como si imprimieran en él un recuerdo. Por lo visto mi cerebro está diseñado para captar ese tipo de energía cuando toco el objeto adecuado.

– Pero eso no explica lo del anillo de Lindsay. Hacía años que no se lo ponía, y de pequeña nunca estuvo a punto de ahogarse.

– Si fuera fácil de explicar, no parecería magia, ¿no crees? -Samantha sonrió, pero también se encogió de hombros-. Puede que cada persona tenga su firma energética, tan única como una huella dactilar. Eso he oído. Tal vez sea cierto. Alguien deja su energía en un objeto, yo toco y, a veces, mi cerebro percibe esa huella energética. Capta lo que le está pasando o lo que le pasará a esa persona, sobre todo si hay emociones fuertes de por medio.

– Entonces, captaste su futuro cuando tocaste el anillo porque… porque lo llevó mucho tiempo. De pequeña.

– Puede ser. En realidad no lo sé, Caitlin. No suelo pensar mucho en ello. Es simplemente algo que me sale de manera natural. También sé hacer malabarismos, tengo buena puntería, por lo menos tirando a dianas móviles, y soy la campeona de póquer de la feria.

Caitlin sonrió, pero dijo:

– Talentos mucho menos problemáticos, imagino.

– Eso es porque nunca has ganado a Leo al póquer. Puede ponerse como una fiera.

Caitlin siguió sonriendo, pero tenía una mirada muy seria.

– Si te pidiera que hicieras algo por mí, ¿lo harías?

– Primero tendría que saber qué es -contestó Samantha con cierto recelo.

– Quiero que toques una cosa.

Samantha no se sorprendió mucho, pero, todavía recelosa, levantó las cejas y esperó.

– Tuve que ir al apartamento de Lindsay. A… elegir lo que llevaría puesto hoy.

Samantha asintió con la cabeza, esperando todavía.

– Yo sabía que se veía con Wyatt Metcalf, así que esperaba encontrar algunas cosas suyas allí. Y vi un par de cosas que imaginé que eran del sheriff. Pero también encontré esto. -Metió la mano en su bolso y sacó un objeto pequeño, envuelto en un pañuelo. Lo puso sobre la mesa, entre las dos y desdobló el pañuelo limpio de algodón blanco-. No hay sitio para una huella dactilar, pero de todas formas lo recogí con el pañuelo. No es… No era de Lindsay.

En el centro de la mesa había una joya de reducidas dimensiones, una alhaja o un colgante hecho para llevar con una cadena. Era una joya muy original, seguramente pensada para lucirla en Halloween: una pequeña araña negra en medio de una tela plateada.

Mientras la miraba, Samantha se oyó preguntar:

– ¿Cómo sabes que no era de Lindsay?

– Porque le horrorizaban las arañas. -Caitlin hizo una mueca-. Decía que era una bobada, siendo policía, pero la verdad es que le daban miedo desde que éramos niñas. La última vez que hablamos, me dijo que una vez al mes hacía fumigar el apartamento para asegurarse de que no entrara ninguna. Era una auténtica fobia, créeme.

– Aun así -dijo Samantha-, esto no es una araña de verdad.

– No importa. Lindsay no soportaba ni ver una araña en fotografía, y jamás, jamás, hubiera tenido una joya con una araña.

– Puede que fuera un regalo.

– No lo habría conservado. Samantha, estoy absolutamente convencida de que esto no era de Lindsay.

– ¿Dónde lo encontraste?

– En su mesilla de noche, nada menos. Lindsay no habría tenido nada parecido cerca de su cama. Se habría muerto de miedo. Cuando era muy pequeña, una araña se metió en su cuna. Nuestra madre estaba en el piso de abajo y tardó varios minutos en subir. Lindsay siempre decía que fueron los minutos más largos de su vida y que recordaba claramente cada segundo. Estaba tan aterrorizada que no podía ni moverse. La araña no era venenosa ni nada por el estilo, pero desde entonces Lindsay siempre tuvo pesadillas con eso.

– Entonces, ¿crees… crees que alguien puso esto en su apartamento?

– Lindsay no lo habría tocado, de eso por lo menos estoy segura.

– Si se lo regaló el sheriff…

Caitlin sacudió la cabeza.

– Por lo que deduzco, hacía meses que eran amantes. Y trabajaban juntos desde hacía mucho más tiempo. Metcalf no es un hombre al que se le ocurriría gastarle una broma así, sobre todo porque tenía que saber lo que de verdad le daba miedo. Lindsay tuvo que decírselo. Era prácticamente lo primero que decía cuando conocía a alguien, sobre todo si era una charla informal. «Hola, me llamo Lindsay y odio las arañas con toda mi alma.» ¿No te lo dijo a ti?

– La verdad es que sí -reconoció Samantha lentamente-. Cuando me quedé en comisaría, bajó un par de veces a llevarme café. Medio en broma, me preguntó si podía ver su futuro y me hizo prometerle que no…

– Que no moriría por la picadura de una araña -concluyó Caitlin con calma-. Cuando éramos niñas, sólo había dos cosas que le dieran miedo: las arañas y meter la cabeza debajo del agua. El miedo al agua lo superó aprendiendo a nadar. De hecho, en la universidad estuvo en el equipo de natación y hasta ganó campeonatos. Pero nunca pudo dominar su miedo a las arañas.

Samantha murmuró para sí misma:

– Con arañas hubiera sido poco práctico, tal vez imposible. Lindsay no se controlaba. Con sólo verlas, la habría dominado el pánico. Y él quería que se fuera dando cuenta poco a poco. Que el miedo creciera gradualmente. Así que tenía que usar agua.

– Cuando me dijeron que la había ahogado -repuso Caitlin con amargura-, lo primero que pensé fue en lo horrible que tenía que haber sido para ella morir así, como temía cuando era pequeña. También pensé que era mucha coincidencia que ese tipo eligiera esa forma de matarla. Cuando encontré esto en su mesilla de noche… No fue una coincidencia en absoluto, ¿verdad? No quería simplemente matarla, quería aterrorizarla.

– Estás dando por sentado que fue él quien dejó esto en su apartamento.

– ¿Tú no lo crees?

Samantha asintió lentamente.

– La cuestión es ¿lo hizo antes o después de llevársela?

– Tuvo que ser después -contestó Caitlin inmediatamente-. O, por lo menos, después de que ella saliera de casa esa mañana. Hablo en serio cuando digo que Lindsay no habría tenido algo así cerca de ella. Si lo hubiera visto, no lo habría dejado allí. Seguramente habría usado unas pinzas de cocina y una bolsa de papel para recogerlo.

– Si es así -dijo Samantha-, quien fuera no lo dejó allí para que lo encontrara ella. Lo dejó para otra persona.

– ¿Para mí, sabiendo que iría a vaciar el apartamento?

– No creo. El secuestrador mandó la nota a Metcalf. Yo apostaría a que esperaba que fuera el sheriff quien fuera a echar un vistazo al apartamento. De hecho, apuesto a que Wyatt estuvo allí justo después de que Lindsay desapareciera. Pero Lindsay no desapareció en casa, así que su apartamento no era la escena del delito y no estaba precintado… y Metcalf estaba extremadamente preocupado. Seguramente entró como un loco y echó un vistazo a toda prisa. No debió de fijarse en esto.

– No lo entiendo -dijo Caitlin-. ¿Por qué intentar alertar al sheriff, a su pareja, de que quería asustar a Lindsay?

Samantha respiró hondo y se frotó las manos un momento. Luego hizo ademán de coger el colgante.

– Vamos a averiguarlo -dijo.

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