En la actualidad Jueves,
20 de septiembre
– Sam…
Lucas comprendió que Samantha estaba siendo arrastrada por una visión en cuanto tocó al sheriff. Pero lo que le sorprendió fue que Wyatt pareciera quedarse paralizado, con la mirada fija en la cara de Samantha mientras la suya estaba pálida y tenía, al mismo tiempo, una expresión en cierto modo desafiante.
– Ahora es capaz de abrirse del todo -masculló Lucas mientras los observaba-. Antes no era así.
– Todos maduramos en nuestras facultades -le recordó Jaylene-. Han pasado tres años. Puede que hayan cambiado muchas cosas.
– Puede ser. Pero que haga esto… Maldita sea, le advertí a Wyatt que la dejara en paz.
– Wyatt parece de esas personas que necesitan un escarmiento para aprender la lección -sugirió Jaylene lacónicamente-. Tal vez esto tuviera que pasar, tarde o temprano.
Lucas iba a darle la razón, pero entonces se dio cuenta de que Samantha sangraba por la nariz. Masculló una maldición y rodeó rápidamente la mesa al tiempo que buscaba su pañuelo.
– No, si tiene que ser a este precio -le dijo a Jaylene.
– Nunca había visto…
– Yo sí. -Agarró la muñeca de Samantha y apartó con firmeza su mano del hombro de Wyatt-. ¿Sam?
– ¿Mmm? -Ella parpadeó y levantó la mirada hacia él. Frunció el ceño y aceptó el pañuelo que Lucas le ofrecía como si fuera un objeto extraño-. ¿Qué es esto?
– Te está sangrando la nariz.
– Otra vez no. Mierda. -Se llevó el pañuelo a la nariz y miró a Wyatt-. Lo siento -dijo-. Esto ha sido una invasión de su intimidad, una invasión imperdonable.
– Lo ha dicho usted, no yo -masculló él. Pero la miraba intensamente, con el ceño fruncido, y nadie tuvo que inquirir qué estaba pensando y qué se preguntaba.
– Siento lo de su amigo -añadió ella con calma-. Pero los dos sabemos que la vidente que le dijo que iba a morir no le obligó a matarse.
Wyatt palideció y se quedó de nuevo inmóvil.
– No sé de qué está hablando.
Samantha sabía muy bien que a la gente, en su mayoría, le desagradaba ver desvelados sus secretos, e iba contra su carácter el exponer públicamente a Wyatt Metcalf. Pero las otras dos personas que había en la habitación también tenían facultades psíquicas y, por más que detestara hacerlo, Samantha tenía la sensación de que necesitaban saber por qué el sheriff sentía tal odio y desconfianza hacia los «adivinadores».
– Usted era muy joven -dijo con voz firme-. Puede que tuviera alrededor de doce años. No fue aquí, en Golden, sino en algún lugar de la costa, junto al mar. Fue con unos amigos a una feria y, por una apuesta, pagaron a una vidente para que les leyera la buenaventura.
– No era una vidente. Era…
Samantha no hizo caso y siguió hablando.
– Ella dejó que se quedaran todos en la caseta mientras les iba adivinando el futuro uno por uno. La mayor parte de lo que les dijo era vago y positivo, lo cual no es raro. Ningún vidente respetable le diría deliberadamente a un cliente, y menos aún a un chico joven, que va a ocurrirle una desgracia, especialmente si el cliente no puede hacer nada por eludir su destino. Pero su amigo, su mejor amigo, tenía problemas. Tenía problemas desde hacía mucho tiempo y usted lo sabía. Incluso había hablado de suicidarse.
– Él no… Yo no le creí…
– Claro que no le creyó. ¿Quién cree en el suicidio a los doce años, excepto alguien que desea morir? Pero la vidente sí le creyó. Sabía que su amigo hablaba en serio y se arriesgó. Mientras todos ustedes escuchaban, le advirtió que moriría si no cambiaba de vida. Y le dijo que morir no resolvería nada, que no ayudaría a nadie y que sólo haría sufrir a los que quedaran detrás. -Samantha hizo una pausa y luego añadió rápidamente-: Intentaba ayudarle.
– No -dijo Wyatt-. Si no hubiera dicho eso, si no le hubiera metido esa idea en la cabeza…
– Ya estaba en su cabeza. Era ya su destino. Y usted lo sabe. Si quiere seguir culpándome, sea al menos sincero consigo mismo. Esa mujer no intentaba estafar ni engañar a nadie, y desde luego no pretendía hacer nada malo. Hizo todo lo que pudo por un desconocido.
Wyatt se quedó mirándola un momento. Después echó la silla hacia atrás, se levantó y abandonó la sala de reuniones.
– Sigo haciendo amigos, ¿eh? -murmuró Samantha mientras volvía a doblar el pañuelo y se lo apretaba contra la nariz, que todavía sangraba.
Lucas se dio cuenta de que seguía sujetándole la muñeca y la soltó.
– A nadie le gusta que otros saquen sus secretos a la luz -dijo.
– Sí, pero por lo menos ya sabemos que hay una explicación para su desconfianza y su desagrado… por no decir su odio. Yo confiaba sinceramente en que no fueran simples prejuicios ciegos.
Parecía cansada.
– Maldita sea, ¿quieres volver de una vez al motel y descansar un poco? -Se oyó decir Lucas con aspereza.
– Puede que eche una siesta antes de esta noche. -Samantha miró el reloj e hizo una mueca-. O puede que no. Tardo una eternidad en ponerme el dichoso maquillaje, si quiero hacerlo bien y no asustar a los clientes.
– Sam…
– No va a pasarme nada, Luke.
– ¿No? -Él le cogió la mano con que sujetaba el pañuelo y la apartó para que todos vieran la sangre escarlata-. ¿No?
Ella contempló el pañuelo; después levantó la mirada hacia él y se le limitó a decir:
– ¿Ha parado ya?
Tenía los ojos más oscuros que Lucas había visto nunca, unos ojos insondables. Lucas se preguntó cuántas cosas les estaba ocultando. Se preguntó también por qué se resistía a presionarla para averiguarlo.
Y fue Jaylene quien contestó por fin a Samantha, diciendo:
– Parece que sí. Sam, no hace falta ser médico para saber que esas hemorragias que desencadenan tus visiones no son un buen augurio. -Se quedó pensando y añadió-: Y perdona el juego de palabras.
Samantha esperó a que Lucas le soltara la mano; luego volvió a doblar el pañuelo y se tocó la nariz para limpiarse los últimos restos de sangre.
– No me pasará nada -repitió.
Lucas se apartó de ella y apoyó la cadera en la mesa de reuniones.
– Ya te ha pasado antes, ¿verdad? ¿Hoy mismo?
– Sí, ¿y?
– Jaylene tiene razón, Sam. Es un síntoma. -Lucas intentó controlar su voz, pero sabía que sonaba áspera-. Una señal de que te estás esforzando demasiado. La última vidente a la que vi sangrar por la nariz con frecuencia acabó en coma.
Pasado un momento, Samantha dijo:
– Dos veces en un día no es con frecuencia. Es… una excepción.
– Cielo santo, Samantha…
– Lavaré el pañuelo y te lo devolveré. Que tengáis buena suerte cuando registréis la casa de Lindsay. Espero que encontréis algo. Hasta luego, Jay.
– Adiós, Sam.
Lucas se quedó un momento donde estaba. Después le dijo a su compañera:
– En toda mi vida he conocido a nadie tan terco.
– Pues deberías mirarte al espejo.
Él volvió la cabeza para mirarla con el ceño fruncido; pero se limitó a decir:
– Hay que vigilarla, sobre todo esta noche, mientras esté trabajando. Sean cuales sean las reglas de ese cabrón, apostaría a que no incluyen ceñirse al horario que esperamos.
– No, eso seguramente sería demasiado previsible. Entonces, ¿crees de veras que Sam está en peligro?
– Ese tipo la conoce. La ha traído hasta aquí. Eso significa que es importante para él o para su juego.
Jaylene asintió con la cabeza.
– Estamos de acuerdo. Pero, Luke, aparte de Glen Champion, que ya ha doblado su turno estos últimos días, no hay nadie en el departamento que esté dispuesto a hacer de guardaespaldas de Sam. Y sabes tan bien como yo que un policía desganado puede ser más peligroso que no tener ninguno.
– Lo haré yo.
Jaylene no le preguntó cómo pensaba vigilar a Samantha veinticuatro horas al día.
– Nosotros iremos interrogando a los vecinos del edificio de Lindsay y registrando su apartamento -dijo-. Llamaré a Caitlin Graham para decírselo. De hecho, creo que voy a pedirle a Wyatt que destine un par de hombres a vigilarla.
– ¿Crees que podría ser una víctima potencial?
– Si ese tipo estaba vigilando la casa para ver quién encontraba el colgante, sabe que Caitlin está aquí. Es mejor asegurarse.
– Sí.
– El colgante va camino de Quantico. Quizás ellos encuentren algo que nos sirva. Entre tanto, tenemos las fotografías, si quieres echarle otro vistazo.
– ¿Tú no percibiste nada?
– No. Puede que porque Sam ya lo había tocado. -Jaylene sacudió la cabeza-. La verdad es que no me gusta pensar que ese tipo nos lleve tanta delantera que incluso supiera de antemano que el colgante acabaría en manos de Sam.
– A mí tampoco.
– ¿Crees que es un vidente?
Lucas frunció el ceño.
– No. Los datos que tenemos hasta ahora sugieren que manipula a la gente, que tal vez influye en los acontecimientos o hasta los provoca, pero nada indica que los presienta en un sentido paranormal.
– Entonces, ¿cómo sabía que Sam tocaría el colgante?
– Es cuestión de lógica. Estamos de acuerdo en que la conoce. Eso significa que sabía o sospechaba que se involucraría en la investigación.
– Sobre todo, estando tú aquí -murmuró Jaylene.
Lucas no hizo caso.
– El secuestrador podía suponer, lógicamente, que tarde o temprano alguien le pediría a Sam que tocara cualquier objeto o prueba que encontráramos.
– Mmmm. Ahora dime cómo consiguió imprimir toda esa energía, todo ese miedo, en el colgante.
– No lo sé. A menos que…
– ¿A menos que?
– A menos que lo llevara desde el principio. A menos que sea una especie de… testigo mudo de todo lo que ha hecho. De todo el terror que ha causado. De todo el dolor y el sufrimiento que ha infligido. De toda esa muerte. Nada de lo que ha dicho Sam recordaba a los secuestros o a los asesinatos, pero puede que ella haya vislumbrado su alma. Puede que sea eso lo que ha visto. Imágenes de terror y muerte.
– Santo dios. No me extraña que sangrara por la nariz. Es un milagro que no le haya dado un ataque al corazón.
– Sí. -Lucas se incorporó y miró hacia la puerta. Saltaba a la vista que tenía la mente en otra parte, y ello se reflejó en su tono ausente cuando dijo-: Llámame si descubrís algo en el apartamento o en el edificio de Lindsay.
– No cuentes con que encontremos nada.
– Creo que lo único que ese tipo dejó allí fue lo que quería que encontráramos. El colgante.
– Entonces, ¿a quién le toca hacer el siguiente movimiento?
– A mí. -Lucas salió de la habitación.
Jaylene lo siguió con la mirada.
– Pero en el tablero equivocado -murmuró-. Aunque… puede que no.
Caitlin no protestó cuando dos ayudantes del departamento del sheriff llamaron a la puerta de su habitación y le informaron de que estarían por allí por si necesitaba algo. Sintió, de hecho, cierto alivio, puesto que de vez en cuando algún periodista insistía en llamar a su puerta y se disculpaba luego profusamente por importunar.
Apenas diez minutos después de su llegada, los policías tuvieron que despedir a otra reportera. Caitlin, que estaba mirando por la ventana, sacudió la cabeza mientras la joven, decepcionada, recogía su pequeña grabadora y volvía a su coche.
Aquello le causaba no poca repugnancia. ¿Qué esperaban de ella? ¿Una declaración jugosa acerca de su desgracia? ¿Saber qué se sentía cuando asesinaban a tu hermana? ¿Una apelación directa y cargada de dramatismo al asesino para que se entregara?
Cielo santo.
Se apartó de la ventana, se sentó en la cama y miró un momento las noticias que daba el televisor, al que le había quitado el volumen. Después se levantó de nuevo. Estaba inquieta, pero no podía ir muy lejos en ninguna dirección. Las pequeñas habitaciones de un motel ofrecían poco espacio y aún menos cosas de interés, se dijo.
Una cama, una cómoda baja con la televisión en un extremo y un gran espejo al otro lado. Mesillas de noche. Una mesa redonda con dos sillas junto a la ventana, una presunta butaca al otro lado de la cama, cerca del cuarto de baño. Un cuarto de baño alicatado y provisto de una encimera con el espacio justo para apoyar la pequeña cafetera y quizás un neceser de reducidas dimensiones.
Caitlin conocía ya cada rincón de la habitación. Sabía que una de las sillas de la mesa cojeaba. Sabía que la mesilla de noche de la derecha tenía un cajón que se atascaba. Irónicamente, pensó, era el cajón que contenía la Biblia.
Sabía que la alcachofa de la ducha estaba fija, de modo que no podía regularse, y que el chorro de agua tenía tan poca presión que resultaba irritante. Sabía que las toallas eran ásperas. Sabía que la cama se hundía.
Rayaba la noche del día del entierro de su única hermana y estaba sola en la destartalada habitación de un motel que conocía demasiado bien, en un pueblo del que apenas sabía nada.
¿Por qué había elegido Lindsay aquel pueblecito para vivir? ¿Tal vez porque ser policía en un pueblo pequeño era más sencillo? ¿Porque aquel trabajo resultaba más fácil cuando uno reconocía las caras de casi todas las personas a las que veía a lo largo del día, cuando conocía a la gente a la que se esforzaba por servir y proteger?
– Ojalá te lo hubiera preguntado, Lindsay. -Se oyó murmurar-. Ojalá te lo hubiera preguntado.
Se sobresaltó cuando de pronto se activó el volumen del televisor y las cadenas comenzaron a cambiar a toda velocidad. El lacónico diálogo de una película antigua colmó el silencio de la habitación. Caitlin arrugó el ceño, cogió el mando a distancia de la mesilla de noche y apretó el botón del canal que tenía puesto anteriormente y el del volumen.
La televisión volvió a su estado anterior y se hizo el silencio.
Caitlin se recostó en la cama con un suspiro. Las noticias eran deprimentes, así que tal vez viera una película antigua…
La televisión comenzó a cambiar de nuevo de canal, deteniéndose sólo unos segundos en cada uno antes de pasar al siguiente. El volumen volvió a activarse y subió ligeramente. Una película antigua. Una telecomedia de los setenta. La biografía de una leyenda del cine muerta hacía tiempo. Un documental sobre dinosaurios. Vídeos musicales.
Llena de nerviosismo, Caitlin cogió rápidamente el mando a distancia y apagó el televisor.
Silencio.
Pero antes de pudiera dejar el mando, el aparato volvió a encenderse y de nuevo comenzó a cambiar de canal incesantemente.
Caitlin volvió a apagarlo y esta vez se acercó al enchufe de detrás de la cómoda y tiró del cable.
Al incorporarse en la habitación en silencio, la lámpara de su mesilla de noche parpadeó con una luz mortecina y se apagó. Unos segundos después, volvió a encenderse.
– Un problema con la electricidad -dijo en voz alta, y notó alivio en su voz-. No es más que eso…
El teléfono de la otra mesilla emitió un pitido extraño y breve. Pasaron largos segundos. El teléfono volvió a sonar, y de nuevo su timbre fue breve y extraño.
Caitlin se mordió el labio inferior mientras miraba el aparato como si fuera una serpiente de cascabel enroscada. Cuando el teléfono volvió a sonar, se acercó lentamente a él y se sentó al borde de la cama. Respiró hondo. Y levantó el auricular.
– ¿Diga?
Contestó el silencio. Pero no un silencio vacío. Se oía, por el contrario, un siseo bajo, el leve crepitar de la energía estática, y un zumbido casi inaudible que le hizo chirriar los dientes.
Colgó rápidamente y se quedó mirando el teléfono. Qué extraño. Pero sólo era eso… extraño. Infrecuente, pero no inexplicable. Había habido tormentas hacía poco, y seguramente en un pueblecito como aquél las líneas telefónicas eran viejas e inestables…
El teléfono sonó de nuevo, ahora con un pitido más largo y continuado.
Caitlin soportó aquel ruido todo el tiempo que pudo. Después volvió a levantar el auricular.
– ¿Diga? ¿Quién demonios es…?
– Cait…
Era casi inaudible, pero clara.
La voz de su hermana muerta.
– ¿Lindsay?
– Dile a Sam… que tenga cuidado. Él lo sabe. Él…
– ¿Lindsay?
Pero la voz se había desvanecido. Caitlin se quedó escuchando largo rato aquel silencio extraño y sibilante, y finalmente colgó el teléfono con mano temblorosa.
A pesar de lo que le había dicho Samantha ese mismo día, nunca había creído que hubiera algo después de la muerte.
Hasta ese momento.
En cuanto el cliente abandonó, impresionado, la caseta, Lucas salió de entre las cortinas que había detrás de Samantha y dijo:
– Has sido demasiado franca al decirle que no iba a conseguir ese ascenso.
– No va a conseguirlo. -Samantha se frotó las sienes-. Y deja de espiarme, ¿quieres?
– Lo único que digo es que no habrías tenido tan poco tacto si no hubiera sido periodista.
– Creía que los periodistas perseguían la verdad.
– Sí, en un mundo ideal. Ahora persiguen historias jugosas, y la verdad que se vaya a paseo.
– Te has vuelto más cínico. -Samantha lo miró fijamente. Lucas pasó a su lado y se asomó a la entrada de la caseta, cubierta con una cortina-. No logro imaginar por qué -añadió con ironía.
El se volvió a mirarla y se limitó a decir:
– Ahora mismo no hay nadie esperando. Parece que por lo menos vas a descansar un rato.
– Ya descansé hace una hora, cuando Ellis me trajo el té -le recordó ella-. Luke, no necesito un guardaespaldas.
– Claro que lo necesitas.
– No, pienses tú lo que pienses. Y, además, me distrae oír sonar tu teléfono detrás de mí cuando intento concentrarme.
– Perdona, olvidé poner el vibrador. Era Jay, para informarme sobre el registro. Tardaremos al menos un día más en hablar con todos los vecinos del edificio de Lindsay, pero de momento no ha habido suerte. Y no han encontrado nada útil en su apartamento.
– Menuda sorpresa.
Él suspiró.
– Bueno, teníamos que intentarlo.
Samantha lo miró con fijeza y se obligó a dejar de frotarse las sienes antes de que él hiciera algún comentario al respecto.
– ¿Crees que el secuestrador volverá a actuar pronto?
– Creo que hará algún movimiento. Sin duda sabe que, cuanto más tiempo pase aquí, en Golden, más tiempo nos da para encontrarlo. -Lucas se encogió de hombros-. Tardaremos en inspeccionar todas las fincas de la zona, pero lo haremos. El pueblo es lo bastante pequeño para que podamos hablar con todos los vecinos por separado, y no sólo con los que viven más apartados.
– Y él es lo bastante brillante para saberlo. No puede permitirse el lujo de quedarse aquí mucho más tiempo. Así que tiene que actuar más aprisa, forzarte la mano.
– Yo lo haría, si fuera él. -Lucas la observó. Luego dijo-: Nunca he podido acostumbrarme a hablar contigo vestida de Zarina. No tanto por los chales y el turbante como por el maquillaje. Se te da muy bien envejecerte.
– Un verdadero vislumbre del futuro. -Ella sonrió con sorna-. Ahora requiere menos maquillaje que antes, claro.
– Sin el maquillaje sigues pareciendo una adolescente.
– Yo no fui una adolescente ni cuando lo era. Ya lo sabes.
– Pero nunca me lo contaste todo, ¿verdad?
Samantha no estaba segura de querer adentrarse en aquel territorio con Lucas, pero el día, que había sido extraño e inquietante, parecía haber afectado a las barreras que por lo general mantenía sólidamente levantadas entre ellos. Le dolía la cabeza y levantó de nuevo las manos para frotarse las sienes un instante.
– No preguntaste. -Se oyó decir-. Y tampoco me pareció que quisieras saberlo.
Lucas dio un paso hacia ella y apoyó las manos sobre la silla del cliente.
– ¿Me lo habrías contado, si te lo hubiera pedido?
– No sé. Puede que no. Estábamos bastante ocupados, si recuerdas. No había tiempo para sacar a relucir el pasado.
– Quizá sea eso lo que deberíamos haber hecho. Tomarnos tiempo para hablar.
– Estabas obsesionado con la investigación, ¿recuerdas? -dijo ella, no poco sorprendida.
– Siempre me pasa cuando desaparece un niño.
Samantha se sorprendió de nuevo, esta vez por el tono defensivo de su voz.
– No era un reproche. Sólo constataba un hecho. Estabas concentrado en la investigación, como era lógico. No era, como poco, el momento más adecuado para otra cosa.
– Entonces, ¿estoy perdonado?
– Por lo que pasó durante la investigación, no hay nada que perdonar. Soy mayorcita, sabía lo que hacía. Por lo que pasó después… Bueno, digamos que aprendí la lección.
– ¿Y eso qué quiere decir?
Samantha se salvó de contestar cuando otro cliente apareció, dubitativo, en la puerta cubierta con una cortina. Lucas tuvo que retirarse tras Samantha, aunque era evidente que la interrupción no le había hecho ninguna gracia.
En cuanto a Samantha, de nuevo tuvo que prepararse mentalmente para leer el futuro al tiempo que, por décima vez esa noche, iniciaba automáticamente su discurso.
– ¿En qué puede servirte Madame Zarina esta noche?
La adolescente se sentó en la silla del cliente, todavía indecisa.
– No he venido a que me lea el futuro -dijo-. Bueno, no del todo. Quiero decir que traigo esto… -Puso su entrada sobre la mesa cubierta de raso-. Pero no la he pagado yo. La ha pagado él.
Samantha se quedó inmóvil y fue consciente de que, tras ella, Luke estaba también paralizado. Relajó la voz hasta su tono normal y preguntó:
– ¿Quién la ha pagado?
La chica parpadeó, sorprendida por su cambio de voz, pero contestó enseguida:
– Ese tipo. No lo conocía. La verdad es que no le vi muy bien la cara porque estaba de pie en las sombras, junto a la caseta de tiro al blanco.
Sin poder evitarlo, Samantha dijo:
– Eres un poco mayor para que tengan que advertirte que no hables con extraños. Sobre todo, con hombres extraños.
– Sí, lo pensé -confesó la chica-. Después. Pero de todos modos había gente por todas partes y ese tipo no me siguió. Sólo señaló el borde del mostrador de la caseta y entonces vi un billete de veinte dólares doblado y la entrada. Dijo que el billete era mío si venía aquí a decirle que lamentaba haber faltado a su cita.
– A su cita.
– Sí. Dijo que le dijera que lo sentía y que estaba seguro de que se verían más adelante. -Sonrió alegremente-. Parecía muy disgustado.
– Sí -murmuró Samantha-. Apuesto a que sí.
– Hemos comprobado las líneas, Caitlin -dijo Jaylene-. La compañía telefónica dice que funcionan bien. No les pasa nada. Sentada al borde de su cama, Caitlin contestó:
– No me sorprende. Ni me tranquiliza. -La miró con incertidumbre-. Sam me dijo que, si pasaba algo, te llamara. Dijo que tú lo entenderías.
Jaylene se sentó en una de las sillas de la mesa y sonrió débilmente.
– Lo entiendo, créeme. Y, si te sirve de algo, lo que te ha pasado es bastante común, es uno de los sucesos más frecuentes en los anales de lo paranormal.
– ¿Sí? Pero yo no tengo poderes extrasensoriales.
– No, pero compartías un vínculo de sangre con Lindsay. El lazo entre hermanas suele ser uno de los más fuertes, por muy distantes que sean sus relaciones durante su edad adulta. Hay documentados muchos casos de personas recientemente fallecidas que se aparecen o hablan a sus familiares. Como eras su hermana, es lógico que, si Lindsay intentaba contactar con alguien, tú fueras la más indicada para escucharla.
– ¿Y tenía que ser por el puñetero teléfono?
– Parece extrañamente prosaico, ¿verdad? -dijo Jaylene-. Pero repito que no es tan infrecuente. Suponemos que, al igual que gran parte de las facultades parapsicológicas, tiene que ver con los campos electromagnéticos. La energía espiritual parece basarse en eso, así que es lógico que la necesidad de comunicarse se dirija a través de los conductos naturales de las líneas telefónicas y eléctricas. Es energía sirviéndose de energía.
– Entonces, ¿no podía hablar conmigo sin más? ¿Necesitaba usar… un aparato?
Jaylene vaciló. Después dijo cuidadosamente:
– Algunos médiums me han dicho que hay un lapso de tiempo, una transición, entre la muerte y la fase siguiente de la existencia. Durante ese tiempo, se necesita una personalidad excepcionalmente poderosa o decidida para comunicarse con una persona que no tenga facultades extrasensoriales. El hecho de que Lindsay haya sido capaz de hacerse oír por ti es bastante notable. El que haya podido hablarte…
– ¿Tú has hablado alguna vez con los muertos? -preguntó Caitlin.
– No.
– Pues da miedo, te lo aseguro. -Caitlin se estremeció sin querer; después, arrugó el ceño-. ¿Qué hay de lo que me dijo? ¿Esa advertencia para Samantha?
– Se la haré llegar, desde luego. Mi compañero está con ella ahora, así que supongo que está a salvo. -Fue ahora Jaylene quien frunció el ceño-. «Él lo sabe.» ¿Qué será lo que sabe?
– Ni idea. Pero debe de ser importante, o Lindsay no se habría esforzado tanto por comunicarse conmigo. -Miró con nerviosismo el televisor desenchufado-. Por lo menos, creo que era ella la que cambiaba los canales. Al principio no me di cuenta, pero cuando éramos pequeñas solía volverme loca cambiando de canal constantemente. Entonces, ¿crees que era ella?
– Seguramente. La energía espiritual parece afectar más fácilmente a los aparatos de televisión, o eso me han dicho. Es algo relacionado con la transmisión literal de la energía a través del aire que nos rodea.
Caitlin estaba más interesada en los resultados que en los métodos, al menos de momento.
– ¿Crees… crees que intentará ponerse en contacto conmigo otra vez?
– Sinceramente, no lo sé, Caitlin. Puede que sí, si se trata de algo muy importante para ella. Al menos, es posible que lo intente. Aunque puede que tarde algún tiempo en reconcentrar otra vez su energía. -Jaylene la observó un momento y añadió-: Si prefieres no quedarte sola, estoy segura de que podremos arreglarlo de algún modo.
– No. No, no importa. Si Lindsay quiere comunicarse conmigo, quiero oír lo que tenga que decir. No la escuché lo suficiente cuando estaba viva, así que ahora pienso escucharla.
– Ella no querría asustarte, Caitlin.
– Lo haría, si fuera necesario para que le preste atención. Era muy decidida, mi hermana.
– En ese caso, puede que vuelvas a tener noticias suyas.
– ¿Quieres que le pregunte algo? -dijo Caitlin con sorna.
– Bueno, te sugeriría que le preguntaras si sabe quién la mató, pero ya lo hemos intentado otras veces y parece que esa pregunta nunca nos lleva a ninguna parte.
Distraída un momento, Caitlin dijo:
– Me pregunto por qué será.
– Nuestro jefe dice que es el universo, que nos recuerda que nada es nunca tan simple como creemos. Seguramente tiene razón. Suele tenerla.
– Mmm. ¿Crees que seré capaz de comunicarme con ella? ¿O sólo de… recibir?
– Ni idea.
– ¿Estropearé algo si lo intento?
Jaylene sonrió y se encogió de hombros.
– En esto no hay normas, Caitlin. O no muchas, en todo caso. Haz lo que te parezca mejor en su momento.
– Para ti es fácil decirlo.
– Por desgracia, sí. -Jaylene se puso en pie sin dejar de sonreír-. Voy a llamar a Luke para contarles a Sam y a él lo de la advertencia. Entre tanto, los dos ayudantes del sheriff estarán ahí fuera, vigilando. Si necesitas algo o te da miedo estar sola, avísales.
– Lo haré. Gracias, Jaylene. -Caitlin se quedó allí sentada largo rato después de que la agente se marchara, hasta que comprendió que estaba esperando algo… y que aquella habitación iba a convertirse en un lugar muy silencioso y aburrido si se quedaba allí sentada, hora tras hora.
Pensó que lo mejor sería hacer lo que solía a aquella hora de la noche: llamar al restaurante chino más cercano, pedir que le llevaran la cena y prepararse para dormir.
Sacó la guía telefónica del cajón de la mesilla de noche y murmuró:
– Yo estoy lista cuando tú lo estés, Lindsay.
Y habría jurado que la lámpara de su lado parpadeaba. Sólo un poco.
Samantha abrió la puerta de su habitación en el motel y entró.
– Hay dos ayudantes del sheriff vigilando ahí fuera -dijo-. ¿Por qué tienes que quedarte tú también?
– Porque no te están vigilando a ti. Están protegiendo a Caitlin.
– ¿Y porque no saldrían del coche para ayudarme ni aunque me prendiera fuego? -Samantha hizo un ademán desdeñoso antes de que él pudiera contestar y añadió-: Es igual. -Estaba tan cansada que casi no le importaba. Ni aquello, ni cualquier otra cosa.
– Ya oíste lo que te dijo esa chica, Sam.
– He oído muchas cosas esta noche, la mayoría de ellas dentro de mi propia cabeza. Estoy cansada de escuchar.
– Sam…
– Voy a darme una ducha bien larga y caliente. Haznos un favor a los dos y no estés aquí cuando salga.
Él apretó la mandíbula.
– No voy a ir a ninguna parte.
Samantha oyó que se le escapaba una risilla.
– Está bien. Pero no digas que no te lo advertí. -Sacó un camisón de uno de los cajones de la cómoda, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta a su espalda. Todas sus cosas de aseo estaban allí, así como su bata. Se quitó la ropa sin perder un instante y se metió tras la cortina de la bañera.
Eran pasadas las once, la hora a la que solía volver de la feria cuando trabajaba. Y normalmente, después de la ducha caliente, acababa tumbada en la cama, viendo la televisión o leyendo hasta bien entrada la noche. Era una lectora voraz, en parte debido a una terca determinación de cultivarse a pesar de su falta de escolarización formal, y en parte por simple interés.
Dejó que el chorro de agua caliente se deslizara por su piel helada y procuró entrar en calor, aunque sabía que aquel frío le venía de dentro, donde el agua caliente, por mucha que fuera, no lograría entrar. Aquel frío procedía del limbo al que la arrastraban las visiones, de donde surgían hasta el más insignificante conocimiento precognitivo y la más nimia clarividencia, de un lugar en el que ese día se había adentrado ya demasiadas veces.
No había mentido a Luke. Había oído muchas cosas ese día, y ello la había dejado con los sentimientos en carne viva e insegura de sí misma, cosa que rara vez le había pasado.
De modo que el secuestrador estaba vigilándola.
Se lo esperaba, tarde o temprano, pero aun así…
¿Qué debía hacer a continuación?
Se quedó bajo el agua caliente largo rato; luego, por fin, salió a regañadientes de la bañera y se secó. Se enjugó el pelo con una toalla, pero no hizo más que peinárselo con los dedos. Se puso el camisón y se envolvió en el grueso albornoz.
Fiel a su palabra, Luke estaba allí cuando salió. Se había sentado en la presunta butaca de lectura, con los pies sobre la cama, y había sintonizado las noticias sin subir apenas el volumen del televisor.
Su pistola enfundada descansaba sobre la mesa, cerca de su mano.
Aquel indicio de su propia vulnerabilidad hizo que Samantha se sintiera aún más desvalida.
– ¿No tienes otro sitio dónde ir? -Se oyó preguntar con crispación-. ¿Es que no hay una investigación en pleno apogeo?
– Ha sido un día muy largo para todos -le recordó él con extraña calma-. Empezaremos de cero por la mañana.
Una vocecilla en su cabeza le advirtió a Samantha de que había sido, en efecto, un día muy largo y de que las decisiones que tomaba estando tan cansada siempre acababan volviéndose en su contra. Pero ella ignoró aquella voz. Se acabaron las voces por esa noche.
– Durante mucho tiempo te odié -le dijo a Lucas.
Él se puso en pie lentamente.
– Lo siento.
– Oh, no lo sientas. Odiarte era mejor que sufrir. No iba a permitir que me hicieras daño, costara lo que costase. Por eso me reí cuando dijiste que no habías pretendido herirme. No me heriste. Yo no lo permití.
Lucas dio un paso hacia ella.
– Sam…
– No te atrevas a decirme otra vez que lo sientes. No te atrevas.
Él dio otro paso hacia ella. Después, masculló una maldición y la estrechó entre sus brazos.
Cuando pudo, Samantha murmuró:
– Te ha costado mucho tiempo. Aquí estamos, otra vez donde lo dejamos. En la habitación de un motel barato.
– El otro no era barato -dijo Lucas, y la tumbó sobre la cama, a su lado.
Samantha creía haber olvidado cómo era sentir sus cuerpos unidos, cómo sabía seducirla la boca de Lucas. Creía haber olvidado lo bien que se amoldaban el uno al otro, cómo ardía la piel de él bajo sus caricias, cómo respondía su propio cuerpo con un placer feroz que ni antes ni después había conocido.
Creía haberlo olvidado.
Pero no era cierto.
Deseaba en parte replegarse, salvar algo de sí misma, pero con Luke nunca había podido hacerlo. Y él parecía tan irrefrenable como ella: su boca la besaba con ansia, devoraba ávidamente su cuerpo y sus manos temblaban al tocarla. Hasta su voz, cuando murmuraba su nombre, sonaba áspera, apremiante, tan poderosa para los sentidos de Samantha como lo eran sus caricias.
Desconfiados, ariscos y llenos de recelos, forjaron un vínculo del único modo que se permitían hacerlo: carne contra carne y alma contra alma. Y mientras se extraviaba en el placer, Samantha cobró conciencia de una esperanza casi inarticulada.
La esperanza de que, esta vez, le bastara con eso.