Lucas dejó caer sobre la mesa, delante de Samantha, la fotografía enfundada en una bolsa de plástico y dijo con calma:
– Por favor, dime que sabes algo de esto.
Samantha recogió la fotografía, frunció el ceño y perdió el escaso color natural que tenía su piel.
– No lo entiendo. ¿Lindsay? ¿Se ha llevado a Lindsay?
– Obviamente. Ahora dime por qué nos dijiste que vigiláramos a Carrie Vaughn.
– Es lo que vi. No era esto, no era Lindsay.
– ¿Todo lo demás en la fotografía es igual?
– Lindsay… No entiendo por qué…
Lucas apoyó las manos bruscamente sobre la mesa; ella se sobresaltó y lo miró por fin.
– Piensa, Sam. ¿Todo lo demás es igual?
Visiblemente impresionada, Samantha fijó de nuevo la mirada en la fotografía y la observó con cuidado.
– La misma habitación. La misma silla, el mismo periódico. Hasta la venda de los ojos parece la misma. La única diferencia entre esto y lo que vi es Lindsay. -Dejó caer la fotografía y la apartó casi sin darse cuenta.
Lucas se sentó frente a ella.
– La fotografía está sacada por impresora; está limpia, desde luego. Abre la bolsa. Tócala.
– Habría sentido algo incluso con la bolsa.
– Puede que no. Ábrela, Sam.
Samantha vaciló; luego volvió a coger la bolsa y la abrió. Sacó la foto y al principio la tocó con suma cautela. Su ceño contestó a la pregunta de Lucas antes incluso de que ella moviera la cabeza de un lado a otro y dijera:
– Nada.
– ¿Estás segura?
– Sí, estoy segura. -Devolvió la fotografía a la bolsa-. ¿Se la llevó esta mañana? No puede hacer mucho tiempo. Lindsay ha estado entrando y saliendo. La he visto.
– Wyatt recibió la nota hace menos de una hora. Hace veinte minutos encontraron su coche aparcado junto a un pequeño bar en el que Lindsay suele tomar café. -La voz de Lucas seguía siendo firme y desprovista de emoción, como desde el instante en que había entrado en la habitación-. Nadie del bar la vio llegar, y Lindsay no llegó a entrar. De momento, no hemos encontrado a nadie que la viera por allí.
– ¿El sheriff recibió la nota del rescate?
Lucas asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto pide?
– Exactamente lo que Wyatt tiene ahorrado. Veinte de los grandes.
– ¿Exactamente eso?
Lucas asintió de nuevo.
– El secuestrador nunca había sido tan preciso, sólo pedía la cifra aproximada de lo que la familia o la pareja de la víctima podían permitirse. Esta vez ha pedido casi la cifra exacta. Y dudo que sea una coincidencia.
– No, no creo que lo sea. Está siendo muy osado, ¿no crees? Como si te estuviera provocando.
– A mí o a alguna otra persona. -Lucas sacudió la cabeza-. Esta vez ha secuestrado a una policía, lo cual es o muy estúpido o muy temerario. Y no creo que ese tipo sea estúpido.
– ¿Cuándo hay que entregar el rescate?
– Mañana por la tarde, a las cinco.
Samantha frunció el ceño.
– Pero, si sabe que Metcalf tiene esa cantidad exacta en el banco, también debe de saber que podría conseguirla hoy mismo -dijo-. ¿Por qué darte más de veinticuatro horas para intentar encontrar a Lindsay?
– Justamente por esa razón, supongo. Para darnos tiempo a buscar. Para ver hasta qué punto somos buenos. Puede que incluso esté ahí fuera, vigilando, observando nuestros procedimientos.
Samantha lo miró desde el otro lado de la mesa.
– ¿Qué más crees? ¿Qué sientes?
– No siento nada.
– Conoces a Lindsay, has pasado varios días con ella. ¿No captas nada?
Lucas negó con la cabeza.
Samantha se negaba a dejarlo así.
– Puede que sea porque esté inconsciente -dijo.
– Puede.
No hacía falta que Samantha tocara a Lucas para saber qué se escondía tras su tono sereno y su cara inexpresiva, pero se limitó a decir:
– Si Metcalf recibió la nota de rescate, ¿crees que es porque es el jefe de Lindsay… o porque es su amante?
A Lucas no le sorprendió que ella estuviera al corriente de aquella relación.
– Más bien lo último. Ese tipo conocía su secreto y quería que supiéramos que lo conocía. Está convirtiendo esto en algo personal.
– ¿Dónde está Metcalf?
– Va de camino a la feria.
Samantha se levantó de la silla.
– ¿Qué? Dios mío, Luke…
– Cálmate. Jay está con él. Ella se encargará de que no se pase de la raya.
– ¿No creerá que alguien de la feria está relacionado con todo esto?
– La feria está muy cerca del bar donde encontraron el coche de Lindsay. Alguien podría haber visto algo. Metcalf se escuda en que quiere hablar con la gente de allí.
– ¿Hablar? Sabes perfectamente que quiere hacer algo más que hablar.
– Sé que hace diez minutos quería entrar aquí y arrojarte esa foto a la cara. Siéntate, Sam.
Ella obedeció, pero dijo amargamente:
– Ah, entonces es culpa mía otra vez, ¿no es cierto? Porque mi predicción sólo era cierta a medias.
– En este momento Wyatt no piensa con mucha claridad. Y no esperes que vuelva a hacerlo pronto. Tú eres un blanco fácil, los dos lo sabemos, y él quiere ponerle la mano encima al responsable de todo esto.
– Pero no soy yo. -Su voz sonó tajante.
– Lo sé. Y, en cierto modo, Wyatt también lo sabe. Incluso la prensa lo sabe. Lo cual complica las cosas, porque también saben que estabas aquí para demostrar tu inocencia.
Ella suspiró.
– Y lo que de verdad he demostrado es que sabía o tenía graves sospechas de que habría otro secuestro.
– Esta noche tu caseta recibirá muchas visitas, suponiendo que vayas a abrirla.
Samantha se recostó en la silla y lo miró fijamente.
– Sí, los videntes auténticos son bichos raros. ¿No es una publicidad estupenda, y muy conveniente, que la prensa me respalde ahora?
– Yo no he dicho…
– No hacía falta que lo dijeras.
Lucas respiró hondo y exhaló lentamente.
– La gente tendrá curiosidad, sólo me refería a eso.
– Sí, ya.
– No seas tan quisquillosa y ayúdame a encontrar a Lindsay Graham antes de que ese cabrón la mate.
– ¿Me lo estás pidiendo?
Lucas se levantó.
– Sí, te lo estoy pidiendo -dijo con aspereza-. Porque no tengo ninguna pista, Samantha. ¿Es eso lo que quieres oír? Ni siquiera sé por dónde empezar. Y no tengo tiempo para lamentarme, ni para dar explicaciones, ni para este juego que tú y yo parecemos traernos siempre entre manos. No tengo tiempo porque Lindsay no lo tiene. Si no la encontramos, con toda probabilidad mañana por la noche estará muerta. Así que, si no quieres ayudarme, al menos intenta ayudarla a ella.
– Al sheriff -dijo Samantha- no va a gustarle.
– Yo me ocuparé de Wyatt.
Ella se quedó mirándolo un momento. Después se encogió de hombros.
– Está bien -dijo al tiempo que se ponía en pie-. Vámonos.
Lindsay no sabía qué hora era, pero era vagamente consciente del discurrir del tiempo. Por más que lo intentaba, lo último que recordaba era haber desayunado esa mañana con Wyatt. Todo lo sucedido después estaba en blanco.
Aquel olvido no le preocupaba. De hecho, nada le preocupaba, y tenía la sospecha de que ello se debía a que la habían drogado. Recordaba haber experimentado aquella misma sensación de ir a tientas a través de la niebla cuando, unos años atrás, tomó una fuerte dosis de Valium antes de una pequeña intervención quirúrgica.
Sí, estaba drogaba; eso lo sabía.
Se hallaba tendida sobre una superficie dura y helada, boca abajo. Parecía además que algo oscuro le cubría holgadamente la cabeza: una capucha o algo semejante. Y tenía las muñecas atadas a la espalda con cinta aislante.
Se removió con cautela, no podía hacer otra cosa, y comprendió que no tenía los tobillos atados; no parecía, sin embargo, capaz de hacer que sus músculos funcionaran hasta el punto de darse la vuelta o intentar desatarse las manos. Ni siquiera estaba segura de sentir las manos.
Atada, encapuchada, drogada.
«Dios mío, me han secuestrado.»
Su emoción más intensa en ese instante fue una perfecta incredulidad. ¿Secuestrada? ¿Ella? Pues, si aquel tipo iba buscando dinero, no estaba de suerte. Aún le quedaba parte de su último sueldo en el banco, pero aparte de eso…
«Espera.» Sam había dicho que no se trataba de dinero. Que era todo un juego, un juego brillante y roto… No. Un hombre con una mente brillante y rota que quería jugar una partida. Una partida perversa y retorcida. Con Lucas Jordan. Para ver quién era más listo, más rápido de reflejos. Para ver quién era el mejor. Como en una partida de ajedrez, había dicho Sam.
Lo cual la convertía a ella en un peón.
No tuvo que andar mucho tiempo a tientas por entre la niebla para recordar lo que les había sucedido a prácticamente todos los demás peones.
Habían acabado muertos.
– Mierda. -Se oyó susurrar.
Casi esperaba que alguien -que él- contestara pero incluso a pesar de la neblina que cubría su cerebro tenía la fuerte convicción de que estaba sola allí. Donde fuera. Sola, atada y narcotizada.
Y a pesar del efecto sedante y apaciguador de las drogas, comenzó a sentir las primeras punzadas, aún leves, de la angustia y el miedo.
Decidieron salir por detrás para eludir a los periodistas apostados en la puerta principal y se encontraron con Glen Champion, uno de los ayudantes del sheriff, antes de abandonar el edificio.
Champion vaciló un instante al ver a Samantha. Luego balbució:
– Gracias. La secadora estaba… La llevé a revisar. El electricista me dijo que estaba a punto de provocar un incendio. Así que gracias.
– Fue un placer. Cuide bien de esa niña.
– Lo haré. -Él inclinó la cabeza vagamente-. Gracias otra vez.
Lucas vio alejarse al ayudante del sheriff.
– Bien -dijo-, parece que ya has hecho un amigo aquí. ¿Ves algo en el futuro de la niña?
– Sí. Va a ser maestra. -Samantha salió del edificio delante de él.
Lucas no hizo ningún comentario hasta que estuvieron en su coche alquilado y hubieron salido tranquilamente del aparcamiento sin llamar la atención de la prensa. Luego dijo pensativamente:
– Aparte de Bishop y Miranda, eres la única vidente que conozco que puede ver tan lejos. Esa niña será maestra dentro de… ¿cuánto? ¿Veinticinco años?
– Más o menos. -Y la ves convertida en maestra.
– En una buena maestra. Una maestra especial. Y entonces harán falta más que nunca maestras como ella. -Samantha se encogió de hombros-. Pero los momentos malos, en los que veo tragedias o atrocidades que no puedo cambiar, suelen ser mucho más numerosos que los momentos alegres, en los que veo cosas buenas que puedo ayudar a que sucedan.
– Por eso avisaste a Champion.
– Le avisé porque era lo que debía hacer. Como avisar a Carrie Vaughn cuando pensé que ella iba a ser la próxima víctima, y a Mitchell…
Lucas le lanzó una mirada rápida y volvió a fijar los ojos en la carretera.
– ¿Avisaste a Callahan? Dijiste que no lo habías visto nunca en persona.
– Dije que no lo había visto… antes de tener esa visión sobre él.
– Eso está cogido por los pelos -masculló Lucas.
– Cuando quiero puedo ser muy literal, ¿recuerdas? Y, de todos modos, no lo vi, sólo hablé con él. -Como Lucas no respondía, Samantha añadió-: Era evidente que Metcalf no me tomaba en serio cuando fui a hablarle de un posible secuestro, así que llamé a Callahan y le advertí que tuviera cuidado. Dudo que me hiciera caso, y de todos modos no sirvió de nada, claro está, pero tenía que intentarlo.
Lucas sacudió la cabeza ligeramente, pero no dijo nada al respecto.
– ¿Y qué viste que os trajo a ti y a la feria a Golden? -preguntó.
– ¿Por qué estás tan seguro de que Leo estaría dispuesto a cambiar la ruta normal de la feria sólo porque se lo pida yo?
– Leo robaría un banco si tú se lo pidieras. Lo de montar la feria en un pueblo pequeño pero próspero porque tú se lo pidas, no lo dudaría ni un momento.
Samantha se quedó callada.
– ¿Y bien? ¿Qué viste? No sabías nada de esa serie de secuestros antes de llegar, ¿no? -No le sorprendió demasiado que Samantha contestara a la última pregunta y no a la primera.
– No, no lo sabía. La primavera pasada, cuando atravesamos el estado en dirección al norte, oímos rumores de que había habido un par de secuestros. Era tan raro en esta zona que llamaba la atención y se hablaba de ello. Oí contar algunas cosas más durante el verano, cuando cruzamos Virginia, Maryland, Nueva York y Pensilvania, pero como nunca parábamos en los pueblos de los desaparecidos, sólo oíamos habladurías.
– ¿Qué viste, Sam? ¿Qué fue lo que te trajo aquí? -Durante varios minutos que se hicieron muy largos, ella permaneció tan callada que Lucas creyó que no iba a contestar. Luego, por fin, dijo:
– Tuve un sueño.
Él frunció el ceño.
– Tus visiones no se presentan en forma de sueños.
– No, nunca antes me había pasado.
– Entonces, ¿por qué estás segura de que ese sueño era distinto?
– Porque tú estás aquí -contestó ella con sencillez.
Lucas entró en el aparcamiento del café donde se había descubierto el vehículo de Lindsay. No dijo nada hasta que se acercó al costado del edificio y se detuvo junto a la cinta policial amarilla que rodeaba el coche patrulla del departamento del sheriff.
– ¿Viniste a Golden porque sabías que yo estaría aquí?
Samantha salió del coche y esperó a que él también se apeara. Luego dijo tranquilamente:
– No te hagas ilusiones. El que estuvieras aquí sólo era una parte de un todo. Un indicio de que mi sueño era una visión. Estoy aquí porque tengo que estar aquí. Y no voy a decirte nada más, Luke.
– ¿Por qué?
– Porque, como le gustaba decir a Bishop, algunas cosas tienen que suceder como tienen que suceder. Si estás destinado a saber más, tendrás una visión propia. Si no… lo descubrirás cuando llegue el momento.
Lucas se quedó mirándola. Intentaba decidir si Samantha sólo actuaba así por obstinación o si creía sinceramente que el contarle su visión afectaría negativamente a lo que hubiera visto. Samantha escondía bien sus pensamientos y sus emociones cuando quería. Él nunca había podido adivinarlos, quizá porque nunca la había visto asustada. Por nada.
– ¿Vamos? -sugirió ella, señalando el coche patrulla.
Los dos ayudantes del sheriff que vigilaban el vehículo informaron a Lucas de que la unidad de criminalística se había marchado ya. Al parecer, no habían encontrado rastros forenses que pudieran ayudar a descubrir el paradero de Lindsay, ni a identificar a su secuestrador.
– No va a ponérnoslo fácil -dijo Samantha-. No es de los que te dan ventaja sólo para exhibirse.
Pasaron por debajo de la cinta y se aproximaron al coche.
– Si tienes razón en lo de ese juego… -dijo Lucas.
– La tengo. Y tú lo sabes. Parece lógico, ¿no?
Sin contestar a aquello, Lucas dijo:
– Lo que dijo Jaylene tiene sentido. Ese tipo no puede esperar que yo juegue la partida hasta que las reglas estén claras.
– No, si pretende jugar limpio.
– Creo que jugará limpio… aunque su idea de lo que es jugar limpio sea muy retorcida. Por lo menos, mientras siga convencido de que va a ganar. Pero si me pongo por delante en el marcador, yo diría que seguramente tirará el reglamento por la ventana.
– El experto en perfiles eres tú -dijo Samantha.
Él la miró extrañado.
– ¿No estás de acuerdo?
– Sólo creo que sería un gran error dar por sentado nada sobre ese tipo, al menos hasta que sepas mucho más sobre él. Es distinto a cualquier otro criminal al que te hayas enfrentado. -Samantha titubeó y luego añadió-: Y creo que eso forma parte del juego, ¿sabes? Mantenerte en ascuas. Desafiar tus presunciones.
– ¿Qué es lo que no me estás contando? -preguntó Lucas.
Ella miró un momento a los ayudantes del sheriff para asegurarse de que no les oían y contestó:
– Os mirabais de frente a través del tablero de ajedrez, Luke. Los dos maestros. Los dos iguales en habilidad. ¿No ves lo que eso significa? Él entiende tu mente tan bien como tú entiendes la mente criminal. Él también es un experto en perfiles.
El sheriff Metcalf miraba fijamente al gerente de la feria ambulante, cuya compañía de circo se anunciaba como «Después del anochecer». Era un hombre de tez y ojos oscuros y procuraba refrenar su ira.
– ¿Me está diciendo que nadie vio nada en absoluto?
Leo Tedesco sonrió con aire de disculpa.
– Lo siento, sheriff, pero la feria funciona de noche, tiene que entenderlo. Mi gente suele estar levantada hasta muy tarde… y dormir hasta muy tarde. El equipo de mantenimiento se levantó temprano para ocuparse de los animales, claro, pero las jaulas están en la parte de atrás del recinto ferial, lejos de la carretera. Le aseguro que ninguno de nosotros ha visto a la inspectora Graham esta mañana.
– ¿Habla usted por todos? Yo no lo creo. Quiero hablar con todo el mundo.
Tedesco lanzó a Jaylene una mirada reticente. Obviamente, había decidido que, de los dos, ella era la que tenía la cabeza más fría.
– Agente Avery, sheriff, espero que sepan que estaremos encantados de cooperar. Sólo intento ahorrarles tiempo y energías. Sé que el tiempo es importante y…
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Metcalf con aspereza.
– Por favor, sheriff, ¿de veras cree que en Golden se habla de otra cosa? Además, la prensa ha venido más de una vez, y por sus preguntas y sus sospechas es evidente que se enfrentan ustedes a un secuestrador en serie un tanto puntilloso respecto a su horario. Siempre exige que el rescate se pague a las cinco de la tarde del viernes. Que, en este caso, sería mañana por la tarde. ¿Correcto?
Metcalf lo miró con enfado.
– ¿Eso es de dominio público? -dijo Jaylene suavemente.
Tedesco asintió con la cabeza.
– Un reportero de un periódico de Asheville al que conozco siguió una corazonada y ya ha descubierto unos cuantos secuestros más aquí, en el este, de las mismas… características, digamos. Estaba tan emocionado que no pudo callárselo. Supongo que hoy las noticias de las seis estarán repletas de datos que seguramente ustedes preferirían que no salieran a la luz.
– Gracias por la advertencia -dijo ella.
– No hay de qué. -Tedesco sonrió ampliamente, mostrando un diente de oro-. Sinceramente, sheriff, agente Avery, haría cualquier cosa que estuviera en mi mano por ayudarles. Sobre todo ahora que Sam ha quedado fuera de su lista de sospechosos.
– ¿Quién ha dicho eso?
Tedesco levantó las cejas y miró al sheriff.
– ¿No es así? Sheriff, Samantha estaba en su calabozo cuando secuestraron a la inspectora Graham. Y hay docenas de testigos que la sitúan aquí cuando fue secuestrado ese hombre, el primero. Además, no han encontrado ustedes absolutamente ninguna prueba que la vincule con el crimen. Está, por otra parte, el hecho evidente de que Samantha no tiene ningún móvil ni fuerza física para llevar a cabo ese secuestro. Seguramente, hasta usted tendrá que admitir que es una sospechosa muy inverosímil.
Como no parecía que Metcalf estuviera dispuesto a admitir tal cosa, Jaylene dijo:
– Señor Tedesco, ¿nos disculpa un momento?
Él asintió inmediatamente con la cabeza y se alejó diciendo:
– Estaré en la caravana de la oficina, agente. Sheriff.
Metcalf lo miró mientras se alejaba.
– Caravana… -masculló-. Ese remolque cuesta ciento cincuenta de los grandes.
– Y es su casa -puntualizó Jaylene con calma-. Wyatt, ya hemos investigado a esta gente. Los has investigado tú mismo. Y la policía de unos ocho estados. Son ciudadanos decentes que respetan la ley, que dirigen juegos y espectáculos honrados, tratan bien a sus animales y educan a sus hijos. No han causado ningún problema y hasta han ido a la iglesia de Golden desde que están aquí. La mitad de los vecinos del pueblo serían mejores sospechosos que esta gente.
– Maldita sea.
– Tú sabes que es verdad. Y lo que ha dicho Tedesco también es cierto. Sólo perderemos un tiempo que no tenemos si concentramos nuestros esfuerzos aquí. Deja que un par de agentes les tomen declaración, si lo crees necesario, pero tenemos que seguir adelante. Aquí no encontraremos a Lindsay.
– ¿Estás absolutamente segura de eso? -preguntó él.
Jaylene le sostuvo la mirada sin vacilar.
– Absolutamente.
Metcalf desvió los ojos al fin y dejó caer los hombros.
– Entonces no tenemos ni una maldita pista, eso también lo sabes.
– Tenemos más de veinticuatro horas para encontrar alguna, antes de que haya que pagar el rescate. Te digo que aquí no encontraremos nada.
– Entonces, ¿dónde? -El sheriff hizo un esfuerzo por ocultar o disfrazar la desesperación que sentía y que se reflejaba en su voz-. No sé dónde buscar, Jaylene. No sé qué hacer.
– Te diré lo que puedes hacer -repuso ella todavía con calma-. Puedes olvidarte de algunas de tus convicciones y aceptar el hecho innegable de que el procedimiento policial rutinario quizá no pueda ayudarnos en este caso.
– Te refieres a Zarina -dijo él agriamente.
– Me refiero a Samantha Burke.
– Es lo mismo -bufó Metcalf.
Jaylene sacudió la cabeza.
– No, es distinto, y eso es lo que tienes que meterte en la cabeza. Zarina es una vidente, una adivina de feria que acepta dinero por decir la buenaventura. Así es como se gana la vida, y en su mayor parte es teatro, una farsa. Da a los clientes lo que esperan de ella. Les ofrece un espectáculo. Se sienta en una caseta rodeada de sedas exóticas y satenes y se pone un turbante ridículo para leer la palma de la mano o la bola de cristal. Ésa es Zarina. Pero Samantha Burke es una vidente auténtica y muy dotada.
– Yo no creo en todo ese rollo.
– No te estoy pidiendo que creas, Wyatt. Sólo te pido que aceptes el hecho, el hecho, de que hay cosas que escapan a tu comprensión y a la mía, cosas que la ciencia sin duda será capaz de explicar algún día. Acepta que Samantha Burke podría muy bien ser una de esas cosas. Y acepta que podría ayudarnos. Si dejas que lo intente.
– Pareces muy segura de eso -contestó él al cabo de un momento.
– Lo estoy -dijo ella-. Absolutamente segura.
– ¿Porque os ha ayudado a Luke y a ti antes? ¿Os ha ayudado a resolver alguna investigación?
– Sí. Y porque la conozco. Hará lo que esté en sus manos para ayudarnos.
– A vosotros, puede. Pero dudo que quiera ayudarme a mí.
– Lindsay le cae bien. Además, Samantha tiene un fuerte sentido de la responsabilidad. Nos ayudará.
– ¿Cómo?
– Eso ya lo veremos -respondió Jaylene.
– Quieres decir que tiene talento natural para trazar perfiles psicológicos -dijo Lucas.
– Dudo que sea licenciado en psicología, así que sí, seguramente sea autodidacta. Bien sabe dios que hay un montón de libros sobre el tema, eso por no hablar de Internet. Puede que se interesara por el arte y la ciencia del trazado de perfiles psicológicos… cuando tú entraste en escena.
– Me estás atribuyendo demasiada importancia.
– ¿O demasiada responsabilidad? -murmuró ella, y luego negó con la cabeza-. Tú no creaste a ese monstruo. Si no estuviera jugando esta partida contigo, estaría jugando a alguna otra cosa en la que tuviera que morir gente. Es lo suyo. Matar. Jugar con la vida de los demás. Pero yo apostaría a que, si alguna vez tienes ocasión de entrevistarlo, te dirá que decidió entregarse a este juego en particular cuando te vio en la televisión o leyó sobre ti en el periódico y comprendió que eras muy bueno encontrando a la gente… y que él era muy bueno haciéndola desaparecer.
– Santo dios -dijo Lucas.
Samantha se encogió de hombros; luego volvió la cabeza para observar el coche de Lindsay.
– Es solamente una teoría, claro. Un palo a ciegas de una profana sin formación académica.
– Esto no ha sido nunca cuestión de formación académica -repuso él.
– Lo sé. La clave era el turbante morado. -Su boca se torció un poco, pero mantuvo la mirada fija en el coche-. Era la… credibilidad.
– Nos movemos por una línea muy fina, Sam. Sin credibilidad, no se nos permitiría hacer este trabajo. Y es un trabajo importante. Un trabajo necesario.
– Eso también lo sé.
– Entonces deja de culpar a Bishop por tomar la decisión que tenía que tomar.
– No culpo a Bishop. Nunca le he culpado. -Dio un paso hacia el coche y añadió casi distraídamente-: Te culpo a ti.
– ¿Qué? Sam…
– Elegiste la salida más fácil, Luke. Dejaste que Bishop arreglara el lío que tú habías dejado atrás. Y seguiste adelante diciéndote que era lo mejor.
– Eso no es cierto.
– ¿No? -Samantha volvió la cabeza y lo miró-. Debo estar equivocada, entonces.
– Sam…
– Da igual, Luke. Ya poco importa, ¿no crees? -Fijó su atención en el coche patrulla-. Éste es el coche que solía conducir Lindsay, ¿verdad?
Lucas se resistía a cambiar de tema, pero el reloj que marcaba el tiempo en su cabeza y la cercanía de los ayudantes del sheriff que vigilaban el vehículo le convencieron de que aquél no era el momento ni el lugar para proseguir la conversación. Así que se limitó a decir:
– Sí, era el coche que tenía asignado.
Samantha rodeó el vehículo cautelosamente. Confiaba en que su recelo no fuera evidente, pero temía que Luke lo intuyera. Era probable que no viera nada cuando tocara el coche, cuando se sentara en él. Casi todo el tiempo iba por la vida tocando cosas sin sentir nada, salvo su presencia física, como una persona corriente.
Casi todo el tiempo.
Sabía, sin embargo, por experiencia que en situaciones de gran carga emocional aumentaba la frecuencia y la intensidad de sus visiones. Luke habría dicho que las emociones fuertes alteraban los campos electromagnéticos que la rodeaban y los sincronizaban con su cerebro, abriendo de ese modo la puerta a las visiones.
A ella no le interesaban mucho las explicaciones científicas, convencionales o especulativas, que se escondían tras sus habilidades. Nunca le habían interesado. El comprender cómo y por qué funcionaba su don no alteraba el hecho de su existencia. Lo único que sabía con certeza era que aquellas visiones, que habían afectado y dado forma a su vida hasta tal punto, eran reales y dolorosas, siempre una carga a la que no podía sustraerse, y a veces aterradoras.
Se preguntaba si Luke se daba cuenta siquiera de ello.
– No tenemos pistas, Sam -dijo él mientras la observaba-. Ninguna prueba. Ni un solo indicio de quién es ese cabrón, ni de dónde puede estar Lindsay. Necesitamos algo. Cualquier cosa. Sólo un lugar por donde empezar.
Ella dijo para ganar tiempo:
– ¿Sigues sin captar nada?
– Sí. O no puedo conectar con ella, o está drogada o inconsciente.
– O ya está muerta.
La mandíbula de Lucas se tensó.
– A no ser que el secuestrador haya cambiado su modus operandi, Lindsay no está muerta. Siempre espera al pago del rescate.
– Hasta ahora.
– Sí, hasta ahora. Pero en cualquier caso, a no ser que pueda acercarme a ella, tal vez yo no sienta nada, aunque ella lo sienta.
– ¿Te refieres a acercarte físicamente?
– La distancia física parece decisiva. Igual que otras cosas: hasta qué punto conozca a las víctimas o pueda llegar a conocerlas; hasta qué punto sepa cómo reaccionan ante el estrés y las situaciones traumáticas… Incluso una dirección, una zona. Necesito algo en lo que concentrarme, Sam.
– ¿Y si no puedo dártelo?
– No creo que el procedimiento rutinario consiga acercarnos a Lindsay antes de mañana por la tarde.
– Pero no quieres que me sienta presionada.
Él sonrió por primera vez, aunque fuera con una sonrisa torcida.
– Perdona. Nunca se me ha dado muy bien endulzar la verdad.
– Sí, de eso me acuerdo.
Lucas decidió no hacer ningún comentario al respecto.
– Por favor, intenta conseguir algo del coche.
Samantha procuró armarse mentalmente de valor, a pesar de que sabía que no le serviría de nada, y alargó la mano hacia el manillar de la puerta del conductor. Sintió algo en el instante en que lo tocó, un temblor íntimo que conocía bien y que era imposible describir, pero no se detuvo. Abrió la puerta y se deslizó tras el volante.
Le habían dicho más de una vez que sus visiones eran perturbadoras para quienes la observaban. No porque sus espectadores vieran lo que ella veía, naturalmente, sino porque la veían a ella.
Al parecer, era todo un espectáculo.
Lo único que vio, sin embargo, fue la cortina negra que caía sobre ella, siempre el primer indicio de la visión. Una negrura densa como el alquitrán. Siguió un brusco y sofocante silencio. Sintió el volante bajo sus manos al agarrarlo; luego, incluso el sentido del tacto desapareció.
Había pensando a menudo en la gélida sensación que la envolvía como en una especie de limbo. De pronto se hallaba suspendida, ingrávida e incluso informe, en un vacío más hueco de lo que cualquiera pudiera imaginar.
Ni siquiera ella podía recordar lo espantosamente vacío que le parecía hasta que estaba dentro de él.
Y el único modo de salir del abismo al que la arrastraba la visión era esperar firmemente el atisbo de otra vida, de otro tiempo, de otro lugar. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia adecuada y los sonidos y las imágenes comenzaban a discurrir ante el ojo de su mente como una extraña película.
Imágenes parpadeantes al principio. Ecos de sonidos y voces. Todo distorsionado hasta que, finalmente, encajaba en su lugar.
«… entiendes.»
«… entiendes.»
«… personal, entiendes.»
– No es nada personal, ¿entiendes?
A pesar de que estaba aún un poco aturdida por el efecto de las drogas, Lindsay reconocía una mentira cuando la oía.
– Claro que es personal -murmuró. Procuraba instintiva mente ganar tiempo mientras se esforzaba por distinguir en aquella voz despreocupada y tranquila algo que la ayudara a comprender a su secuestrador.
Una rendija en su armadura, era lo único que pedía. Una rendija que pudiera trabajar, ensanchar. Una flaqueza que pudiera explotar en su provecho.
– En absoluto. Al menos, en lo que a ti respecta.
– Yo soy un peón -dijo ella, y se arrepintió de haber hablado en cuanto aquellas palabras salieron de su boca.
– ¿Un peón? -Él pareció interesado-. Una partida de ajedrez. Me pregunto quién te ha metido esa imagen en la cabeza. ¿Lucas?
Lindsay se quedó callada. Estaba en una silla, con las muñecas aún atadas y la cabeza cubierta con una bolsa que la mantenía a oscuras. Su secuestrador estaba en alguna parte, tras ella.
– Así que por fin se ha dado cuenta de que es un juego, ¿no?
– Usted sabe que sólo es cuestión de tiempo que lo atrapen. -Mantuvo la voz firme y procuró con todas sus fuerzas sofocar el terror que empezaba a agitarse dentro de ella. Debía pensar claramente y no desvelar ninguna información que pudiera ayudar a su secuestrador-. Sobre todo ahora. Los secuestradores que se quedan demasiado tiempo en un mismo sitio se pintan a sí mismos de neón.
– Bueno, imagino que por ahora estoy a salvo. -Su tono se hizo relajado, casi locuaz-. No tengo ninguna relación con Golden, ¿sabes? Ningún vínculo con ninguno de vosotros.
– Entonces somos víctimas elegidas al azar, ¿no?
– Desde luego que no. No, todos vosotros fuisteis elegidos con sumo cuidado. Cada uno de mis invitados ha sido un elemento importante del juego.
– Seguro que fue un gran consuelo para ellos.
Él se echó a reír. Se rio, divertido.
Y ello no dio a Lindsay ni un asomo de esperanza.
– Está bien que tengas sentido del humor -le dijo él-. El sentido del humor es de gran ayuda para afrontar la vida.
– ¿Y para afrontar la muerte?
– Eso lo descubrirás tú antes que yo -contestó él alegremente.