Miércoles, 3 de octubre
Caitlin Graham no sabía sinceramente por qué seguía involucrada en la investigación de los secuestros y asesinatos. Por qué deseaba estar allí y por qué se lo permitían. Se consideraba la única civil del grupo, porque, a pesar de que Samantha carecía de credenciales como miembro de las fuerzas del orden, estaba claro que entendía los procedimientos que intervenían en el caso y que poseía, además, un talento evidente para la investigación.
– Lo único que tenemos que se parece remotamente a una pista -estaba diciendo en ese instante-, son esas huellas de todoterreno que el equipo forense encontró en la mina esta mañana.
Lucas miró un documento que acababa de recibir y dijo:
– Según el informe preliminar, es probable que el vehículo sea un Hummer como el que usamos para llegar hasta allí.
– Tenemos cuatro en el parque automovilístico -gruñó Wyatt-. Y, aparte de los que tenemos para patrullar por las montañas de los alrededores, tampoco son tan frecuentes por aquí… aunque se ven más ahora que antes.
– Sí, los anuncios de la tele son impresionantes -dijo Caitlin-. Y también aparecen en algunas series de televisión famosas. Así que ahora atraen a la gente.
El sheriff le dio la razón inclinando la cabeza a regañadientes.
– Pero siguen siendo inaccesibles para la mayoría de la gente con coche -comentó Lucas-. Y todavía se ven muy pocos. Voy a pedir una lista de propietarios de ese coche, de todos los estados en los que ha habido un secuestro, incluido éste.
– ¿Y luego? -inquirió Wyatt.
– Confío en que algún nombre nos llame la atención -contestó Lucas con un suspiro.
– ¿Llevará una matrícula de otro estado? -se preguntó Jaylene en voz alta-. ¿No le haría eso aún más visible?
– ¿En esta época del año? -Wyatt negó con la cabeza-. Esto está lleno de turistas, sobre todo en octubre. Vienen de excursión, a mirar las hojas de los árboles, a acampar. Incluso con la mala prensa que hemos tenido últimamente, o a lo mejor gracias a ella, estoy viendo más gente que el año pasado.
– Perdido en una multitud de desconocidos -murmuró Samantha.
– Yo apostaría -dijo Lucas- a que sólo conduce el Hummer cuando no le queda más remedio. Tendrá un coche mucho más corriente y menos llamativo para moverse por aquí, por el pueblo.
– Es lo más lógico -convino Wyatt.
– Oye -dijo Jaylene-, no se estará hospedando en ninguno de los moteles del pueblo, ¿no?
– Es improbable -contestó Lucas-. Es un tipo solitario. No creo que pase más tiempo del necesario rodeado de gente.
– Está bien. Y, de momento, ha dejado a sus víctimas en zonas remotas, casi siempre en las montañas. Pero sabe que hemos estado inspeccionando esos sitios, por lo menos los de nuestra lista de lugares potenciales, y probablemente por eso escondió a Wyatt en una mina que no aparecía en nuestros mapas y de la que nadie se acordaba.
– Eso es mucho suponer -dijo Wyatt-. La mina tenía que estar en su lista, o no le habría dado tiempo a montar la guillotina.
Ella asintió con la cabeza, algo impaciente.
– Sí, pero no estoy pensando en eso. Tiene que alojarse en alguna parte mientras tanto. Cuando llegamos, ordenamos que la policía y los guardias forestales empezaran a pedir la documentación a la gente que venía a acampar y a los excursionistas. Evidentemente, no ha habido suerte, pero él tiene que saber lo que estamos haciendo.
– Está vigilando -dijo Samantha.
Jaylene asintió de nuevo con la cabeza.
– Está vigilando, sí. Así que no se arriesgará a llamar la atención o a que lo interroguen. Y no puede estar muy lejos, ni puede ausentarse más de lo necesario. Lo que significa que no puede estar tranquilamente sentado en una tienda de campaña fuera de las zonas de acampada permitidas y de las rutas de montaña. Tiene que estar cerca. Tiene que estar cerca casi todo el tiempo.
– ¿Fingiendo ser un periodista? -sugirió Caitlin-. ¿Perdido entre esa multitud de caras?
Lucas se quedó pensando. Luego sacudió la cabeza.
– Está demasiado concentrado en el juego como para representar un papel, y lo sabe. Pero no me sorprendería que hubiera intentado hablar con algún periodista al menos una vez, para conseguir información. Seguramente después de los periodos en que estaba ocupado con un secuestro.
Wyatt levantó las cejas.
– Puedo ordenar a un par de agentes que interroguen a los periodistas, si no crees que eso pueda descubrir nuestro juego de algún modo.
Lucas no se detuvo a considerarlo.
– Creo que necesitamos toda la información que podamos reunir, y cuanto antes.
Samantha lo miraba fijamente.
– Tú también lo sientes. El tiempo se está agotando.
Él le devolvió la mirada y asintió lentamente.
– Tenías razón. Ayer le vencimos. Y no creo que quiera que esa derrota penda sobre su cabeza mucho tiempo.
– ¿Otro secuestro, tan pronto? -dijo Wyatt-. Dios mío.
– Si tenemos suerte -repuso Lucas-, actuará con prisas, o al menos movido por la rabia, y hará algún movimiento antes de que le dé tiempo a ultimar todos los detalles. Porque sólo así cogeremos a ese bastardo: si comete un error.
Ignoraba entonces cuánto iban a atormentarle aquellas palabras.
– ¿De qué estás hecho, de hierro? -preguntó Quentin, algo irritado, mientras Galen seguía paseándose por el cuarto de estar de su casita alquilada, de ventana en ventana-. Descansa un poco, por el amor de dios. Están todos juntos y se vigilan las espaldas. Tenemos que dormir mientras podamos. -Había intentado seguir su propio consejo, tendido sobre un sofá lleno de abultamientos.
– Algo va mal -dijo Galen.
– Sí, hay un asesino suelto. Recibí el informe.
Galen ignoró su característico tono sarcástico y se limitó a decir:
– Creía que se suponía que eras clarividente.
– Y lo soy.
– ¿Y no notas que está a punto de pasar algo?
Quentin se sentó y miró al otro hombre.
– Ninguno de mis sentidos me dice nada, excepto que estoy muy cansado. Será porque me he pateado media montaña y luego me he pasado la noche de guardia.
– No hacía falta que vigilaras a Sam. Luke estaba con ella.
– Ya es costumbre. Además, no podía pegar ojo. Pero eso era entonces. Ahora me gustaría dormir, si no te importa.
Galen se movió desde una ventana lateral hasta la de la fachada y se quedó a un lado mientras miraba hacia el exterior.
Quentin seguía observándolo.
– Si nos ven de día -dijo-, podríamos echar a perder nuestra tapadera. Bueno, la mía, por lo menos. Tú te has integrado muy bien en la feria estas últimas semanas.
Un destello de buen humor apareció fugazmente en la cara hosca de Galen.
– ¿Estás celoso? -dijo.
– ¿Tú de pequeño no querías escaparte para unirte a un circo?
– No. Quería escaparme para unirme al ejército. Cosa que hice. -Guardó silencio un momento y entornó los ojos mientras miraba por la ventana-. Como pasa con la mayoría de las fantasías, resultó que la realidad no era tan divertida como yo imaginaba.
Quentin se disponía a aprovechar la ocasión para indagar en el pasado, más bien misterioso, de su taciturno compañero cuando intervino el destino en forma de uno de esos destellos de conocimiento que a menudo le concedía su don. Se quedó perfectamente inmóvil y se concentró.
Galen volvió la cabeza con los ojos aún entornados.
– ¿Sientes algo?
– Oh -dijo Quentin-, mierda.
– ¿Qué pasa?
– Tenemos que ir a la feria.
– ¿Por qué?
– Los juegos -dijo Quentin-. Le gustan los juegos.
– Necesito tocarla -dijo Samantha.
– No. -La voz de Lucas sonó tajante.
Estaban en la sala de reuniones, a solas por casualidad, al menos de momento, pero aun así Samantha hablaba con voz baja y firme.
– Hasta ahora, no he tocado ninguna de sus máquinas de matar. Pero las construyó él, Luke. Con sus propias manos y todo su odio.
– Por eso no vas a tocar ni el tanque ni la guillotina -contestó él.
– Son lo único que tenemos. Y el hecho de que la ciencia no haya podido encontrar pruebas no significa que yo no pueda encontrarlas.
– Jaylene lo intentó. Y no sirvió de nada.
– Yo soy más fuerte que ella, tú lo sabes. Y ya he accedido a la mente de ese maníaco, con el colgante. Puedo conectar con él tocando sus máquinas. Tengo que intentarlo.
– No.
– No tenemos ninguna pista que merezca la pena seguir. Estamos interrogando a periodistas y esperando una lista de propietarios de Hummers de la costa Este que tú sabes tan bien como yo que incluirá cientos de nombres. Estamos esperando, Luke. Esperando su siguiente jugada. Estamos bailando a su son, como él quiere. Y ya no podemos permitirnos ese lujo. Tú lo sabes.
Él se quedó callado.
– Uno de nosotros tiene que conectar con él. -Samantha dejó que aquella afirmación quedara suspendida en el aire, entre los dos, sin apartar los ojos de su cara.
Lucas casi dio un respingo, pero su mirada no vaciló.
– Entonces lo haré yo.
– Tu don no funciona del mismo modo. Tocar no te ayuda a conectar. Así que, ¿cómo vas a hacerlo, Luke? ¿Cómo vas a abrirte lo suficiente como para introducirte en la mente de ese monstruo?
– No lo sé, maldita sea.
Caitlin entró en la habitación en ese momento, con la taza de café que había ido a buscar, y dijo:
– Uno de los periodistas dice recordar que alguien le hizo un montón de preguntas. Luke, Wyatt cree que deberías oír lo que dice. -Se detuvo de pronto, miró a uno y a otro y añadió, indecisa-: ¿Queréis que me vaya?
– No -contestó Lucas. Luego repitió tajantemente, dirigiéndose a Samantha-: No. -Y salió de la sala.
– Un hombre de pocas palabras -comentó Caitlin, todavía indecisa.
– Y todas ellas despóticas.
– Eso no lo dices en serio. ¿Verdad?
Samantha se puso en pie.
– Digamos simplemente que en este momento no puedo permitir que Luke me diga lo que debo hacer por mi propio bien.
– ¿Es que lo has permitido alguna vez? -Caitlin dejó la taza sobre la mesa y salió tras Samantha de la habitación-. Oye, no te enfades conmigo. Era sólo…
– No estoy enfadada. Por lo menos, contigo. Ni tampoco con Luke, en realidad. Él no puede evitar ser como es. Si pudiera, no habría problema.
Caitlin ignoraba adonde iba Samantha, ni por qué la seguía, pero no permitió que aquellas dudas la detuvieran.
– Supongo que todo esto tiene algo que ver con el hecho de que ayer le hicieras enfadar hasta el punto de que fue capaz de encontrar a Wyatt.
– Sí, algo tiene que ver -respondió Samantha mientras tomaba una escalera que las condujo al aparcamiento subterráneo del edificio-. Pero parece que hoy no tengo fuerzas para volver a hacerlo. Así que voy a intentar algo distinto.
– ¿El qué? -Caitlin la siguió por el garaje desierto, hasta un cuarto lateral. Al ver lo que contenía, sintió un escalofrío-. Sam…
Samantha la miró con una leve sonrisa; avanzó luego hasta quedar entre el tanque de cristal y la guillotina, que separaban unos dos metros de distancia.
– Lo siento, Caitlin. No debería haberte dejado bajar aquí.
– Ese tanque. ¿Es donde…?
– Es así como mató a Lindsay, sí. Lo siento.
Caitlin miró el tanque un momento y pensó únicamente en lo poco amenazador que parecía allí colocado, sobre el suelo de cemento, vacío de agua y de vida. Y de muerte. O, al menos, esa impresión le daba. Miró a Samantha.
– ¿Qué vas a hacer?
– Tengo que tocar estas máquinas. Él las construyó. Tengo que intentar conectar con él.
Caitlin se acordó del colgante, de la aterradora palidez y de la hemorragia que había provocado en Samantha la visión, y dijo:
– No hace falta que nadie me diga que no es buena idea, Sam.
– Tengo que intentarlo. Tengo que ayudarles a encontrarle, si puedo.
– Pero…
– Se me está acabando el tiempo. Tengo que intentarlo. -Extendió las dos manos; con la derecha tocó la hoja de acero, que descansaba sobre su hendidura manchada, y con la izquierda el cristal del tanque.
Caitlin comprendió al instante que, fuera cual fuese el pozo de emoción o de experiencia al que Samantha se había sentido psíquicamente arrastrada, era un pozo muy hondo y peligroso. Samantha se sobresaltó, un leve sonido escapó de sus labios apretados con fuerza y el poco color que le quedaba abandonó su cara.
– Mierda -masculló Caitlin.
Mientras escuchaba al reportero, empleado de un periódico de Golden, hablar de «un tipo muy entrometido» que la semana anterior se le había acercado dos veces para hacerle preguntas curiosas, algo empezó a inquietar a Lucas.
– No tenía mucho acento -dijo Jeff Burgess pensativamente-. No era de por aquí, eso desde luego.
– ¿Podría describirle?
– Bueno… no era joven, pero tampoco mayor. Puede que tuviera cuarenta años, más o menos. Era alto. Con un pecho como un tonel, de esos que se ven en algunos hombres, fuerte como un toro. Pero, por lo demás, muy normal. Pelo castaño y corto. Ojos tirando a grises. Había una cosa… Torcía un poco la cabeza hacia un lado después de hacer una pregunta. Pensé que era un rasgo curioso y estudiado. Y también molesto. Alguien debería haberle dicho hace años que lo dejara.
– ¿Qué más?
– Bueno, pues me llamó «compadre», ¿se lo pueden creer? Porque ¿cuánto tiempo hace que no oyen a nadie usar esa expresión? «No quisiera molestarte, compadre, pero me preguntaba si…», lo que fuese. Seguramente por eso le recuerdo tan bien. Tenía además una sonrisa curiosa, como si supiera que debía sonreír, pero no tuviera ganas, ¿saben?
– Sí -dijo Lucas-, ya sé. Señor Burgess, voy a pedirle que le repita todo eso a un ayudante del sheriff, si no le importa, para que dispongamos de una declaración por escrito.
– No, no me importa. -Los ojos de Burgess se afilaron-. Así que no era un simple turista entrometido, ¿eh?
– Cuando lo sepamos -contestó Lucas amablemente-, se lo haré saber.
Burgess soltó un bufido, pero no protestó mientras Lucas le hacía una seña a un ayudante del sheriff para que pusiera por escrito su declaración.
Al entrar en la sala de reuniones, Lucas apenas era consciente de que Wyatt y Jaylene lo seguían, y se sorprendió sinceramente cuando su compañera le habló.
– ¿Te suena de algo?
Lucas la miró. Su mente trabajaba rápidamente.
– Puede ser. La descripción… las maneras… Y supongo que podría guardarme rencor, aunque en aquel momento no lo demostrara.
– Luke, ¿quién es?
Como si no la hubiera oído, él murmuró:
– Pero no entiendo cómo puede estar haciendo esto. Matar, y matar así. El fue una víctima. Sufrió, lo sé. Perdió… perdió. Y yo también. Puede que ése sea el quid de la cuestión. Yo la perdí, no pude encontrarla a tiempo, y él me culpa. Debería haberla encontrado, era mi deber. A eso me dedicaba. Pero fracasé y él sufrió por ello. Así que me toca fracasar otra vez. Me toca sufrir a mí.
Jaylene lanzó a Wyatt una mirada un tanto impotente. Luego le dijo a su compañero:
– Luke, ¿de quién estás hablando?
Los ojos de Lucas se aclararon de repente y la miró, la vio por fin.
– Cuando Bishop me reclutó, hace cinco años, yo estaba trabajando en un caso de desaparición, en Los Ángeles. Una niña de ocho años. Un día no volvió del colegio. Meredith Gilbert.
– ¿La encontraste? -preguntó Jaylene.
– Semanas después, demasiado tarde para ella. -Él sacudió la cabeza-. Su familia pasó por un infierno, y además el caso tuvo mucha publicidad porque su padre era un potentado del sector inmobiliario en aquella zona. Su madre nunca lo superó. Se suicidó unos seis meses después. Su padre…
– ¿Qué hay de él? -preguntó Wyatt con vehemencia.
– Había empezado trabajando en la construcción, estoy seguro de ello, así que era un tipo hábil. Y grande. Alto, con el pecho como un tonel. De una fuerza física asombrosa. Y tenía la costumbre de decir «compadre» cuando se dirigía a un hombre.
– Bingo -dijo Jaylene-. Si te culpa por no encontrar a su hija y, por extensión, del suicidio de su mujer, puede que esté tremendamente resentido contigo, Luke. Cinco años para hacer planes y un montón de dinero para llevarlos a cabo. Un pasado relacionado con la construcción. Incluso un conocimiento profundo del sector inmobiliario podría haberle ayudado a hacer proyectos y ha organizado todo aquí, en el Este. Eso explica incluso que chantajeara a Leo Tedesco. Un hombre así pensaría inmediatamente en comprar lo que quisiera o necesitara.
– Yo habría jurado que no me culpaba. -Lucas ahuyentó aquella idea y dijo dirigiéndose a Jaylene-: Tenemos que comprobarlo, averiguar qué fue de Andrew Gilbert después de que murieran su mujer y su hija. Tenía también un hijo más mayor, creo. En aquella época vivía fuera de casa, en un colegio, así que no lo conocí.
– Llamaré a Quantico para que se pongan con ello -dijo ella, dándose la vuelta.
Fue entonces cuando Lucas se dio cuenta de otra cosa.
– ¿Dónde está Sam? Cuando me fui estaba aquí.
– Yo no la he visto salir -dijo Wyatt.
Lucas empezaba a sentir que un nudo gélido se le formaba en la boca del estómago cuando Caitlin apareció en la puerta con la cara muy pálida.
– Es Sam. El sótano… ¡Aprisa!
Samantha apenas sentía el contacto físico del tanque y la guillotina. Sólo sentía…
Una negra cortina que caía sobre ella, una oscuridad tan densa como el alquitrán, un silencio absoluto. Por un instante, se sentía físicamente transportada a otra parte, a toda velocidad; incluso sentía fugazmente el viento, la presión contra el cuerpo, como si se moviera realmente.
Sentía después la brusca quietud, tan conocida ya, y la conciencia paralizante de una nada tan vasta que casi escapaba a la comprensión. El limbo. Estaba suspendida, ingrávida y hasta informe, en un vacío helado, en alguna parte más allá de este mundo y antes del siguiente.
Como siempre, lo único que podía hacer era esperar obstinadamente un atisbo de lo que estaba destinada a ver. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia precisa y los sonidos y las imágenes comenzaban a discurrir ante el ojo de su mente como una extraña película.
Pero, desde ese momento en adelante, nada sucedió como solía.
Por el contrario, escenas de su propio pasado comenzaron a desfilar ante la mirada sin párpado de su psique. Precisas, brutales, implacables, en vividos colores.
Las palizas. Sus puños, su cinturón, incluso el palo de una escoba. Las veces en que la quemaba con el cigarrillo. Los peores momentos, cuando la arrojaba contra las paredes, la tiraba por encima de los muebles la zarandeaba como a una muñeca. Y, entre tanto, oía los bramidos furiosos de su ira de borracho.
Y las palabras, una y otra vez aquellas palabras odiosas.
«¡Zorrita estúpida!»
«… no sirves para nada…»
«… fea…»
«… enana…»
«… lástima que nacieras…»
Un sufrimiento que circulaba por cada una de sus terminaciones nerviosas y el dolor, profundo hasta los huesos, de después, cuando apenas podía moverse. Arrastrarse hasta su habitación, acurrucarse bajo las mantas y sofocar los gemidos que nunca permitía que él oyera.
Eso, cuando podía arrastrarse hasta la cama; cuando él no la metía de un empellón en el armario diminuto y encajaba una silla bajo el pomo, dejándola allí encerrada horas y horas…
El terror recordado se agitó dentro de ella, frío y espantoso, y, al mismo tiempo, la escena que veía cambió bruscamente. Se halló de pronto mirando a un hombre al que no había visto nunca. Estaba de pie ante la puerta abierta de un voluminoso todoterreno y parecía mirar más allá de ella. Luego se movió repentinamente, buscó la pistola que llevaba en el asiento del coche.
Disparó al menos un tiro cuyo estruendo laceró los oídos de Samantha. Hubo luego otros disparos y la sangre escarlata brotó bruscamente de su pecho, burbujeó en sus labios, y él abrió la boca para gemir…
La negrura engulló a Samantha antes de que pudiera oír lo que decía. Aquella negrura pareció durar eternamente, o quizá durara sólo unos segundos. Ella no lo sabía. No le importaba, en realidad. La oscuridad, el silencio y el frío la acompañaron mientras salía muy lentamente de aquel limbo.
– ¿Sam?
Sufría. Tenía frío y sufría. Y él, pensó vagamente, no la ayudaría. Quizá no pudiera. Quizá nadie pudiera…
– ¡Sam!
Consciente entonces del peso de su cuerpo, consciente de que había regresado, se obligó a abrir los ojos.
– Hola -musitó. Su voz sonaba curiosamente herrumbrosa y desusada.
– Dios mío, me has dado un susto de muerte -dijo Lucas.
– ¿Sí? -preguntó ella, vagamente sorprendida-. ¿Por qué?
Él le mostró un pañuelo manchado de sangre.
– Has estado fuera casi una hora -dijo con aspereza.
– Ah. Lo siento. -Samantha se dio cuenta entonces de que estaba tendida en un sofá, en la sala de descanso del departamento del sheriff. Lucas se había sentado al borde del asiento, y Caitlin y el sheriff se hallaban de pie a unos pocos pasos de ellos.
Al encontrarse con la mirada de Caitlin y ver su palidez, dijo apesadumbrada:
– Lo siento mucho, Caitlin. Sabía que sería duro, pero no tenía ni idea…
– Entonces, ¿por qué demonios lo has hecho? -preguntó Lucas.
Ella volvió a mirarlo e hizo una mueca.
– No grites tanto, por favor. Me estalla la cabeza. -Se sentía terriblemente débil, mareada y aturdida.
– ¿Seguro que no deberíamos llevarla al hospital? -preguntó Wyatt-. Nunca he visto a nadie tan pálido.
– No hay nada que un médico pueda hacer por ella. Si no, ya estaría bajo los cuidados de alguno -dijo Lucas con voz más suave. La miró con el ceño fruncido y acercó el pañuelo a su nariz, añadiendo-: Pero si no deja de sangrar pronto…
Samantha le quitó el pañuelo y lo sujetó ella misma.
– Ya parará. Escuchad, sobre el asesino…
– Tenemos un nombre -le dijo Wyatt-. Es alguien a quien Luke recordaba de su pasado. Jaylene está ahora mismo comprobando los registros de la propiedad del condado para averiguar si ese cabrón ha tenido la arrogancia de usar su auténtico nombre, como cree Luke. -Saltaba a la vista que el sheriff estaba deseando ponerle las manos encima al hombre que le había atado a una guillotina.
– Así que -le dijo Lucas a Samantha- no hacía falta que pasaras por esto.
– Puede que no. -Ella volvió a doblar el pañuelo y se lo llevó de nuevo a la nariz. Se sentía muy cansada-. Pero, cuando lo encontréis, estará junto a la puerta abierta de su coche, un todoterreno. Tened mucho cuidado. Hay una pistola en el asiento. No dejéis que la coja, o disparará al menos una vez.
Wyatt silbó suavemente.
– Vaya, eso es lo que yo llamo una predicción práctica.
– No es una predicción. Es un hecho.
Él asintió con la cabeza.
– Está bien.
Samantha lo miró buscando sarcasmo en su expresión, pero no lo encontró. El sheriff, que entendió aquella mirada, dijo:
– Eh, que soy un converso. Es lo que tiene enfrentarse a la muerte: que te abre la mente a nuevas posibilidades.
– Sí -dijo Samantha-, lo sé.
Jaylene entró en la habitación.
– Eh, Sam, me alegra ver que has vuelto con nosotros.
– Y yo me alegro de estar aquí.
– Lo tenemos -agregó Jaylene, dirigiéndose a Lucas-. Tenías razón, usó su verdadero nombre. Seguramente pensó que no nos remontaríamos hasta tan lejos al comprobar los registros de la propiedad. Andrew Gilbert compró algunas fincas en esta zona hace dos años y medio. -Miró al sheriff con las cejas levantadas-. Te las compró a ti.
Wyatt parpadeó.
– ¿Cómo dices?
– Vendiste una parcela de cuarenta hectáreas que había pertenecido a tus padres. En su mayor parte terreno montañoso, no muy útil, con un trocito de valle en el que hay una casita vieja y un granero mucho más grande. A unos cuarenta kilómetros del pueblo. No incluimos la finca en las búsquedas anteriores porque, aunque está bastante apartada, en ese valle hay otras granjas en funcionamiento y vecinos que presumiblemente se habrían dado cuenta de si alguien fuera por ahí acarreando tanques, guillotinas y cadáveres.
– Su cuartel general -dijo Lucas lentamente-. Quizá donde guarda el todoterreno cuando no lo usa… suponiendo que haya un camino por el que pueda entrarse en el granero sin que los vecinos lo vean.
Wyatt dijo con sorna:
– Y apuesto a que creen que es un tipo normal, aunque un poco reservado y de pocas palabras.
– Seguro -dijo Jaylene.
– Por el amor de dios. Sí, me acuerdo de él. Dijo que estaba buscando un sitio tranquilo donde retirarse cuando pasaran un par de años. Habló de construir una casita de madera, una cabaña de caza, como siempre había deseado. Me ofreció un buen precio, aunque no muy alto, y, como yo intentaba vender unas tierras que no me hacían falta, acepté.
– Por eso ayer no se quedó a hablar contigo -dijo Samantha-. Podrías haber reconocido su voz.
Wyatt enganchó los pulgares al cinturón y dijo:
– Maldita sea. Vámonos.
Samantha hizo amago de sentarse, pero Lucas la obligó a que se tumbara de nuevo.
– Tú te quedas aquí -le dijo.
Ella vaciló, no porque creyera que podía ayudarle a capturar al asesino, sino porque todavía estaba inquieta. Y porque tenía el presentimiento de que, si intentaba levantarse del sofá, se caería de espaldas.
– Podría quedarme en el coche -sugirió.
– Puedes quedarte aquí -contestó Lucas-. Dudo que ahora mismo puedas levantarte siquiera. No te muevas de ahí, Sam. Descansa un rato, al menos hasta que dejes de sangrar. Espera a que traigamos a ese cabrón.
– ¿Vivo o muerto? -murmuró ella.
– Como él quiera. -Lucas le dijo a Wyatt-: Que todo el mundo se prepare. Entraremos por la fuerza y bien preparados. Que todo el mundo se ponga el chaleco antibalas.
Caitlin le dijo al sheriff:
– Yo puedo ayudar con el teléfono o con lo que sea, si os vais todos. Sé que esto no va a quedarse desierto, pero si puedo echar una mano…
– Sí que puedes -le dijo Wyatt.
Cuando se hubieron ido, Jaylene dijo:
– Voy a llamar al jefe, Luke.
Él asintió con la cabeza y, al ver la mirada inquisitiva de Samantha, dijo:
– Es el procedimiento normal si estamos a punto de enfrentarnos a una situación potencialmente peligrosa.
– Ah. -Ella se quedó mirando un momento a Jaylene, que se alejaba; después miró el pañuelo y volvió a acercárselo a la nariz-. Maldita sea.
– Ése es el precio que pagas por ser tan temeraria -le dijo él.
Samantha decidió no molestarse en discutir.
– Tened cuidado, ¿de acuerdo?
– Lo tendremos. -Lucas se acercó a la puerta; luego vaciló y volvió a mirarla-. ¿Estás bien?
– Lo estaré dentro de poco. Anda, ve a hacer tu trabajo.
Samantha esperó allí algún tiempo, escuchando el ajetreo de la oficina mientras los ayudantes del sheriff y los agentes federales se preparaban para marcharse. Pasado un rato, el edificio quedó en silencio y su nariz dejó de sangrar. Poco tiempo después intentó incorporarse.
Al tercer intento lo consiguió y unos diez minutos más tarde logró llegar a la sala de reuniones. Un escritorio apoyado contra la pared sostenía el único teléfono de la habitación. Samantha se sentó allí para usarlo.
Tal vez Luke tuviera razón al decir que era una temeraria, pensó mientras luchaba con el aturdimiento y las náuseas. Nunca antes había sido tan dura una visión, y entre eso y el dolor de cabeza, estaba considerando seriamente la posibilidad de regresar al sofá de la sala de descanso y echarse a dormir un día entero, o varios.
Porque su papel allí, se dijo, había terminado. Estaba casi segura de que había podido cambiar el desenlace que había visto en un principio.
En la visión que la había llevado a Golden, Andrew Gilbert no era atrapado, ni mucho menos, y no era él, ciertamente, quien moría.
Consiguió hablar con Quentin al primer intento, lo cual rara vez era posible llamando a un teléfono móvil en aquella zona montañosa.
– ¿Habéis tenido noticias de Bishop? -preguntó enseguida.
– Sí, ahora mismo -contestó él-. Así que nuestro asesino es un fantasma salido del pasado de Luke, ¿eh? -Parecía un poco distraído.
– Eso parece. ¿Dónde estáis, chicos?
– En la feria.
– ¿Por qué?
– Una simple corazonada.
– Tú no tienes corazonadas, Quentin.
– El que haya dicho eso mentía como un bellaco.
– Quentin…
Él suspiró.
– Está bien, está bien. Sabía que algo estaba pasando aquí eso es todo.
Ella esperó un instante. Luego preguntó:
– ¿Qué está pasando?
– Pues es bastante curioso -contestó él pensativamente- Esto está prácticamente desierto… pero todas las atracciones están en marcha.