Santa Fe, Nuevo México
– En un sitio tan bonito -dijo el agente especial Tony Harte- no deberían vivir asesinos.
– Eso no te lo discuto -repuso Bishop.
– ¿Hasta qué punto estás seguro de que ella vive aquí?
– Estoy razonablemente seguro. El jefe de policía ha ido a buscar la orden de detención.
– Entonces, ¿vamos a cerrar el chiringuito?
– Si no nos hemos equivocado con esa mujer. Y si no hay problemas para detenerla.
– ¿Voy haciendo las maletas?
– ¿Es que las has deshecho?
– A algunos de nosotros no se nos da tan bien como a ti vivir con la maleta a cuestas -contestó Tony.
– Espera a que tengamos noticias del comisario. -Bishop levantó la vista de su ordenador con el ceño algo fruncido-. ¿Qué ocurre?
– Oye, eso no debería pasar. Tú eres un telépata por tacto, no un telépata puro.
– Y tu cara es un libro abierto, aunque hables con ese tono de despreocupación. ¿Qué sucede?
Tony se sentó a horcajadas en una silla y miró a Bishop desde el otro lado de la mesa de reuniones que habían improvisado en la habitación del hotel.
– Nada bueno. Acabo de recibir un soplo de un amigo del este. Es periodista. Un amigo suyo está cubriendo ese asunto de Carolina del Norte.
Bishop no tuvo que preguntar a qué asunto se refería.
– ¿Y?
– La noticia de que hay un secuestrador en serie está a punto de hacerse pública.
– Mierda.
– Y eso no es lo peor, jefe.
– ¿Qué más hay?
– Samantha Burke.
Pasado un momento, Bishop se recostó en su silla y suspiró.
– Luke no la mencionó ayer, cuando llamó para informar.
– Lo cual seguramente no debería sorprenderte.
– No. No mucho.
– Lo que Luke sí debería haberte dicho es que, según parece, el sheriff del pueblo sospechaba de ella y se puso algo bruto, y que Samantha se ofreció voluntariamente a encerrarse en un calabozo de la comisaría para demostrar que no era la secuestradora.
– Alertando de ese modo a los medios de que se esperaba que hubiera otro secuestro.
– Sí. Y esa predicción se ha visto confirmada hoy, con la desaparición de la inspectora Graham. -Tony frunció el ceño-. Así que Samantha sabía que ese tipo volvería a atacar en Golden. Llevaba todos estos meses en movimiento y ahora se para. ¿Por qué?
Bishop movió la cabeza de un lado a otro con el ceño fruncido.
Tony lo miró atentamente. Luego dijo:
– Mi amigo dice que la noticia acerca de la vidente de feria y su predicción aparentemente acertada es demasiado jugosa para que la prensa la pase por alto. Sólo es cuestión de tiempo que Zarina aparezca con su turbante en las noticias de las seis.
– Naturalmente. Aparte de ser un asunto pintoresco, implica la tentadora evidencia de que pueden predecirse los acontecimientos futuros. Y eso hay mucha gente que quiere creerlo.
– Por cierto, ¿se han sincerado Luke y Jay con el sheriff?
Bishop volvió a sacudir la cabeza.
– Les pareció que la idea de unos investigadores con poderes paranormales no sería muy de su agrado -contestó.
– ¿Y qué pasará si Luke consigue conectar con la víctima? Eso no es precisamente algo que pase desapercibido.
– Tendrán que arreglárselas. Decirle al sheriff sólo lo que parezca capaz de aceptar. Puede que se vaya abriendo a la idea a medida que pase el tiempo. Quizá la predicción de Samantha de que iba a haber otro secuestro haya servido al menos para preparar el terreno.
– ¿Intentas pensar en positivo?
– ¿Qué remedio me queda?
Un poco sorprendido, Tony dijo:
– Creo recordar que la última vez que Samantha entró en escena, te preocupaba mucho más el asunto de la credibilidad.
– Samantha no está vinculada a la unidad -repuso Bishop.
– No lo estaba entonces. ¿O hay algo que yo no sepa al respecto?
– En aquel entonces hubo… posibilidades. De que entrara en la unidad.
– ¿Y por qué no entró? No tenemos muchos videntes en nómina. Y, si no recuerdo mal, es una vidente excepcionalmente poderosa.
Bishop asintió con la cabeza, pero dijo:
– En aquella época aún no nos habíamos labrado una reputación, ni disponíamos de un historial de éxitos que nos respaldara. Y teníamos enemigos a los que les habría encantado que la unidad fracasara en cualquier sentido del término. El grupo era demasiado nuevo para correr el riesgo de aceptar en su seno a una vidente de feria.
– ¿Una sola mención a la vidente de feria en el telediario de las seis y la unidad se habría acabado?
– Algo así.
– ¿Y ahora?
– Ahora… la situación puede haber cambiado, al menos en lo que respecta a la unidad. Quizás ahora pudiéramos sobrevivir al turbante morado. Pero puede que ésta sea una discusión inútil, tratándose de Samantha.
– ¿Porque está resentida?
Bishop se encogió de hombros.
– Aquel asunto pudo manejarse con más tacto.
– ¿Qué hay de ella y de Luke?
– ¿Qué pasa con ellos?
– Eh, ¿recuerdas con quién estás hablando, jefe? Puede que no se me dé muy bien leer el pensamiento, pero soy un fenómeno captando vibraciones emocionales… y entre esos dos había muchas.
– Eso tendrás que preguntárselo a ellos.
Tony dijo con ironía:
– Lo único que me consuela de esa respuesta es saber que seguramente guardas mis secretos tan bien como los de los demás.
Bishop sonrió levemente.
– Todavía tenemos trabajo que hacer aquí, Tony.
– Entonces, ¿me callo y me pongo manos a la obra?
– Si no te importa.
– En absoluto -contestó Tony amablemente, y se puso en pie. Luego se detuvo-. Entonces, habrá que esperar a ver qué pasa en Carolina del Norte.
– El caso es de Luke. Jaylene y él están al mando, y ninguno de los dos ha pedido ayuda.
– ¿Esperas que la pidan?
– No. A no ser que…
– ¿A no ser qué?
– A no ser que las cosas se pongan mucho peor.
– ¿Estás pensando en algo en concreto?
– No.
Tony suspiró al darse la vuelta.
– Mientes de pena, jefe. -Pero no pidió a Bishop que le explicara qué sabía o no sabía. Porque habría sido inútil y porque no estaba seguro de querer saber en qué sentido podían empeorar las cosas.
Samantha era consciente de estar teniendo una visión, como lo era siempre, pero aquélla era distinta. Por más que lo intentaba, no lograba volver la cabeza y pasear la mirada por la habitación en la que Lindsay Graham se hallaba cautiva. Era como si fuera una cámara enfocada hacia la figura de una Lindsay encapuchada y sentada en medio de un círculo de luz, alrededor del cual todo permanecía sumido en densas sombras.
Oía la voz del secuestrador y la de Lindsay. Oía el goteo de un grifo en alguna parte. El zumbido de los fluorescentes. Y sabía lo que Lindsay estaba pensando y sintiendo.
Lo cual era nuevo y no poco inquietante.
También era nuevo el frío profundo que sentía, un frío tan intenso como si estuviera metida en un congelador. Aquella sensación era tan poderosa y su respuesta a ella tan visceral que se preguntaba cómo era posible que Lindsay y su secuestrador no oyeran castañetear sus dientes,
– Si voy a morir -dijo Lindsay sin que se le quebrara la voz-, ¿por qué no acabar de una vez?
– Porque aún no tengo el rescate, por supuesto. El bueno del sheriff podría exigir pruebas de que estás viva antes de pagar.
Samantha sabía que Lindsay estaba pensando en la suposición de los investigadores de que no fuera el dinero lo que impulsaba a aquel tipo, y se sintió inmensamente aliviada porque la inspectora no lo mencionara.
– Está bien -dijo Lindsay-, entonces, ¿por qué tengo que morir? ¿Por qué tenían que morir sus otras víctimas? Siempre se ha pagado el rescate. Yo no puedo identificarle, claro está, y si una policía no puede, es improbable que alguna de las otras víctimas pudiera hacerlo.
– Sí, lo sé.
– Sencillamente, le gusta matar, ¿es eso?
– Ah, Lindsay, tú no lo entiendes. Yo no mato…
Samantha abrió los ojos con un gemido, tan desorientada que por un momento no supo qué había ocurrido. Luego se dio cuenta de que estaba mirando el coche patrulla de Lindsay, cuya puerta estaba abierta. Miraba el coche desde unos pasos de distancia. Y desde el nivel del suelo.
– ¿Qué demonios…? -murmuró con voz ronca.
– Tranquila -dijo Lucas-. Intenta estarte quieta un minuto.
Samantha desoyó su consejo y volvió la cabeza para levantar la mirada hacia él. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba sentada en el asfalto y de que Lucas, arrodillado a su espalda, la sujetaba. Atónita, bajó la mirada y vio que él la había cogido de las manos y que sus palmas cubrían las de ella.
– ¿Cómo he salido del coche? -Fue la única cosa concreta que se le ocurrió preguntar.
– Te he sacado yo.
– ¿Cuánto tiempo he pasado…?
– Cuarenta y dos minutos -contestó él.
– ¿Qué? -Samantha se dio cuenta de que estaba agarrotada y fría-. No puede haber sido tanto tiempo.
– Pues así es.
Ella se miró las manos con el ceño fruncido, vagamente consciente de que sus pensamientos parecían dispersos, de que no aún no había vuelto del todo en sí.
– ¿Por qué me sujetas así las manos?
Él le soltó una mano y ella se descubrió mirando una línea blanca y desigual que le cruzaba la palma.
– ¿Qué narices es esto?
– Se llama principio de congelación -contestó Lucas, y volvió a cubrir con su mano cálida la de Samantha-. Las primeras fases de la hipotermia.
– ¿Qué? -¿Acaso no sabía decir otra cosa?-. Pero si aquí fuera debemos de estar a treinta grados.
– Casi a treinta y tres -dijo el sheriff Metcalf.
Samantha volvió bruscamente la cabeza hacia el otro lado y vio al sheriff y a Jaylene junto a ella. El sheriff tenía los brazos cruzados sobre el pecho y parecía al mismo tiempo lleno de incredulidad y de sospechas. Jaylene conservaba su serenidad de siempre.
– Hola -dijo Samantha-. ¿Casi treinta y tres grados?
Él asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿cómo es posible que tenga principio de congelación?
– ¿No lo sabe? -preguntó el sheriff sardónicamente.
– Tengo frío, pero…
– Estabas agarrada al volante -dijo Lucas-. Las marcas de congelación están exactamente en el lugar que habrían ocupado si el volante estuviera helado.
Ella volvió a mirarlo; después masculló una maldición y luchó por erguirse sin su ayuda. Lucas la soltó sin protestar, pero permaneció arrodillado mientras ella se daba la vuelta, todavía sentada, para mirarlos a los tres.
Samantha flexionó los dedos y notó que a lo largo de las manchas blancas que cruzaban las palmas de sus manos la carne parecía entumecida.
– Mete las manos bajo los brazos -le aconsejó Lucas-. Tienes que calentártela.
Ella deseaba levantarse del suelo y ponerse en pie, pero tenía la impresión de que, si lo intentaba, tendría que apoyarse en Lucas para no caerse. Así que cruzó los brazos y metió bajo ellos las manos para calentárselas.
– Esto no tiene sentido -le dijo a Lucas mientras intentaba ordenar sus pensamientos dispersos-. Allí no hacía frío. Lindsay no tenía frío. Así que ¿por qué…?
– ¿Lindsay? -Metcalf dio un paso hacia ella y luego se paró en seco.
Consciente de que era improbable que Metcalf la creyera, a pesar de que parecía ansioso por tener noticias de Lindsay, Samantha dijo:
– Se encuentra bien, al menos por ahora. Está atada a una silla y lleva puesta una especie de capucha que le cubre la cabeza, pero está bien. Incluso estaba hablando con él. Intentaba descubrir una debilidad que pudiera aprovechar.
– Parece propio de ella -dijo Metcalf, de nuevo casi involuntariamente.
– ¿Has visto u oído algo que pueda ayudarnos? -preguntó Jaylene.
– Creo que no. Había una especie de foco sobre la silla, de modo que el resto de la habitación estaba en sombras. A él no lo he visto en ningún momento, y su voz era tan… insulsa… que dudo que pudiera reconocerlo si me hablara en este momento.
– ¿Has percibido algo sobre el lugar? -preguntó Lucas.
Samantha hizo un esfuerzo por concentrarse y recordar.
– En realidad, no. El zumbido de las luces, un grifo que goteaba, esa especie de eco amortiguado que se oye en una habitación subterránea con muchas superficies duras.
– ¿Subterránea?
– Creo que sí. Eso me ha parecido.
– ¿No has visto ninguna ventana?
– No. No he visto nada que reflejara la luz. Sólo ese foco que caía sobre ella, y el resto de la habitación en sombras.
– ¿Qué más?
– Lindsay le estaba preguntando por qué mataba a sus víctimas si no podían identificarlo. Él había empezado a contestar diciéndole que ella no lo entendía, que él no mataba… Pero no he oído el final de lo que decía, supongo que porque me has sacado del coche.
– Estabas blanca como una sábana y temblando -dijo Lucas con tono más de explicación que de disculpa-. Y te agarrabas al volante con todas tus fuerzas. No me parecía una visión normal.
Metcalf soltó un bufido.
– ¿Una visión normal?
Samantha no hizo caso.
– No parecía normal -le dijo a Lucas-. Tenía la impresión de que no podía moverme ni mirar hacia ningún lado, excepto a Lindsay. Nunca me había pasado antes.
Lucas asintió, pero se puso en pie sin decir nada y la ayudó a levantarse.
– Seguimos necesitando un sitio por donde empezar. Si no has visto ni oído nada útil…
Samantha se acordó de algo y añadió:
– Le dijo a Lindsay que no tenían ningún vínculo con este pueblo, que ése era uno de los motivos por los que se sentía a salvo aquí. Pero tiene que estar viviendo en alguna parte. Y tiene que haber un sitio donde pudiera retener a Callahan y ahora a Lindsay. Si tuviera que sacar alguna conclusión, yo diría que debéis buscar al menos dos sitios distintos. El lugar donde vive y el lugar donde oculta a sus víctimas.
– Un lugar apartado -dijo Lucas-, donde pueda retener a sus víctimas sin miedo a que lo descubran.
– Parece un sitio por donde empezar -dijo Jaylene.
– Eso era lo que querías -añadió Samantha sin apartar los ojos de Lucas-. Y es lo único que puedo ofrecerte. No veo razón para volver a comisaría. Así que, si no te importa dejarme en la feria antes de empezar la búsqueda, te lo agradecería.
– Para prepararse para la función de esta noche, supongo -dijo Metcalf.
– Así es como me gano la vida.
– Engañando a la gente. Mintiéndoles.
Samantha suspiró.
– Sheriff, hago esfuerzos por disculparle, porque sé que ignora de lo que habla y está medio loco de preocupación porque una persona a la que quiere ha desaparecido. Pero ahora mismo tengo frío, estoy cansada, empiezan a dolerme las manos y la verdad es que me importa un bledo lo que usted piense. Así que ¿por qué no se concentra en hacer su trabajo y en encontrar a Lindsay y me deja en paz de una puta vez?
Metcalf giró sobre sus talones y regresó a su coche patrulla.
– Bonito modo de poner a las autoridades del pueblo de tu parte -murmuró Jaylene.
– Me da igual que no esté de mi parte.
Lucas la miraba pensativamente.
– Pero normalmente no te enfrentas a ellos.
– ¿Normalmente? Tú no sabes qué es lo normal para mí, Lucas. Hace más de tres años que saliste de mi vida. Las cosas cambian. La gente cambia. Ahora, si no te importa, me gustaría volver a la feria.
– Deberías ir al médico a que te vea las manos.
– Ellis sigue siendo enfermera titulada. Iré a verla a ella.
– Supongo que alguno de nosotros podrá recoger tus cosas en comisaría y llevarlas a tu motel en cuanto tengamos ocasión -dijo Jaylene.
– Sí, estaría bien.
Lucas señaló en silencio su coche de alquiler y los tres se acercaron a él. Samantha montó detrás y permaneció en silencio, mirando por la ventanilla, durante todo el trayecto hasta el recinto ferial. Una vez allí se limitó a decir:
– Gracias por traerme. -Y salió del coche antes de que los otros dos pudieran responder.
Mientras la veía alejarse, Jaylene dijo:
– Opino que debería ser yo quien recoja sus cosas.
– ¿Crees que podrás captar algo?
– Creo que actúa de forma extraña. Y creo que tú piensas lo mismo.
– Tal vez. Pero Samantha tiene razón: han pasado años. Quizá ya ninguno de los dos la conozcamos.
– Y quizás haya algo concreto que no quiere que sepamos.
Lucas arrugó el ceño.
– Pareció cambiar por completo de actitud en cuanto tuvo esa visión. ¿Crees que vio algo que no nos ha dicho?
– Quiero tocar sus pertenencias y ver si capto algo. Y creo que nos quedan por delante horas muy largas y duras si queremos encontrar a Lindsay.
– Sí. -Lucas hizo un esfuerzo por olvidarse de Samantha y puso de nuevo rumbo al pueblo.
Leo vio a Samantha de lejos y se encontró con ella en mitad del camino casi desierto que cruzaba la feria.
– Hola.
– Hola. ¿Detuvo el sheriff a alguien o Jay logró impedírselo?
– Bueno, entre los dos conseguimos convencerlo de que aquí estaba perdiendo un tiempo precioso.
– Tuvo que ser divertido.
– El momento álgido del día. -Leo la observó con atención y añadió, más serio-: Deduzco que a ti te ha ido peor.
– Tendré que contártelo alguna vez. Pero ahora mismo necesito ver a Ellis. ¿Está por aquí?
– Sí, en su caravana. ¿Te encuentras mal?
Samantha le enseñó las palmas de las manos.
– Sólo estoy un poco maltrecha.
– ¿Cómo demonios te has hecho eso?
– Es una larga historia. Leo, quiero abrir mi caseta esta noche.
Él levantó sus cejas pobladas.
– ¿Estás segura? Hemos despertado mucho interés hasta sin tu cartel en la marquesina, pero…
– Saca el cartel, por favor. Esta noche trabajaré desde las siete. Veré a toda la gente que pueda.
– ¿Y cuando aparezcan los periodistas pidiendo hablar contigo?
Ella sonrió con ironía.
– Diles que compren una entrada, como todo el mundo.
– Me va a encantar tanta publicidad -dijo él con franqueza-, pero ¿estás segura, Sam? Lo que es bueno para la feria no tiene por qué serlo para ti, los dos lo sabemos.
– Estaré bien.
– Ya pareces cansada -comentó él-. Después de tres o cuatro horas actuando, estarás medio muerta.
– Mientras esté medio viva… -Samantha se encogió de hombros-. No te preocupes por mí, Leo. Pero haz correr la voz de que esta noche mi caseta estará abierta, por favor. Luego nos vemos.
– Oye, intenta echarte un rato antes de esta noche, ¿de acuerdo?
– Lo haré -mintió Samantha, y siguió adelante, camino de la fila de remolques aparcados a un lado del camino central y de la pintoresca colección de casetas, atracciones y tiendas de campaña de la feria. Llamó a la puerta de un remolque de cuyo toldo colgaban multitud de remolinos y móviles tintineantes y entró cuando alguien contestó desde dentro.
– ¿Qué tal ha ido tu encarcelamiento voluntario? -Ellis Langford tenía al menos sesenta y cinco años, pero aparentaba veinte menos. Era una pelirroja improbable, con una figura que todavía hacía que las cabezas se volvieran a su paso. Y con ese propósito se vestía.
– Soportable -contestó Samantha con un encogimiento de hombros.
– ¿Aunque estuviera Luke Jordan?
– El hecho de que estuviera allí no cambia nada.
– No me digas lo que crees que quiero oír, Sam, dime la verdad.
Samantha hizo una mueca.
– Está bien. Fue un infierno. Ésa es la verdad. La mitad del tiempo tenía ganas de gritar y de tirarle cosas, y la otra mitad…
– ¿Te daban ganas de buscar la cama más cercana?
Sin contestar, Samantha extendió las manos con las palmas hacia arriba.
– Me han dicho que es un principio de congelación. ¿Qué debo hacer?
Ellis observó sus manos con las cejas levantadas.
– ¿Empiezas a notarlas?
– Un poco. Noto un hormigueo. Una especie de dolor.
Ellis entró en la zona de la cocina de su remolque y llenó de agua templada una cacerola grande. Luego regresó al cuarto de estar y ordenó a Samantha que se sentara y metiera las manos en el agua.
Samantha se sentó obedientemente con el agua tibia hasta las muñecas y dijo:
– ¿Cuánto tiempo tengo que estar así?
– ¿Es que tienes que ir a algún sitio?
– Ahora mismo, no. Pero quiero preparar mi caseta para abrirla.
Ellis tomó asiento frente a ella y cogió su punto. Lo que estaba tricotando se parecía mucho a un jarrón en forma de tulipa. Samantha no le preguntó qué era. Ellis era célebre por obsequiar a sus amigos con cosas curiosas hechas de punto, y Sam tenía ya una colección importante de cubreteteras, gorros, fundas para libros y variados accesorios multicolores.
– Entonces, ¿vas a actuar esta noche?
– Creo que sí.
Ellis fijó en ella sus ojos castaños mientras se oía el tintineo de sus agujas de punto.
– Crees que va a volver, ¿no? -preguntó.
– Quizá deberías ser tú la vidente.
– No, yo no tengo tu don para intuir a los desconocidos. Sólo adivino cosas de la gente a la que conozco. Y a ti te conozco. ¿Por qué crees que va a volver aquí, Sam?
– Porque le gusta la feria hasta el punto de que ya ha estado aquí dos veces. Y, por más que yo adore este sitio, una sola visita suele ser suficiente para cualquiera que tenga más de doce años. -Se encogió de hombros y añadió-: Y porque todavía no sabe nada de mí.
– Supongo que eso no se lo has dicho a Luke.
– No ha surgido el tema.
Ellis sacudió la cabeza ligeramente.
– Sam, los periodistas llevan varios días rondando por aquí. Leo quitó tus carteles, pero aun así hicieron algunas fotos. ¿Y si ese maníaco te ve en las noticias de las seis? Seguro que entonces se enterará de que existes.
– No creo que vea las noticias. Creo que se dedica a vigilar a Luke.
– ¿Estarías dispuesta a apostar tu vida por eso?
Samanta se encogió de hombros nuevamente.
– La vida de una policía que da la casualidad de que me cae bien puede medirse ahora mismo en cuestión de horas. Si no han encontrado a Lindsay mañana a última hora de la tarde, la encontrarán muerta. La policía está haciendo su trabajo. Luke también hace el suyo o lo intenta. Lo único que yo puedo hacer es lo que sé hacer. Abrir mi caseta y atender a la gente, y confiar en que ese tipo aparezca.
– ¿Para que le adivines el porvenir? ¿Tan atrevido crees que es?
– Depende. Puede que tenga curiosidad, como la mayoría de la gente. Por saber si soy auténtica. Si puedo adivinar lo que se trae entre manos.
– ¿Y si puedes?
– Entonces haré lo posible porque no se dé cuenta mientras memorizo su cara y procuro sonsacarle toda la información que pueda.
– Es peligroso.
– No, si me mantengo alerta.
– Aun así. ¿De veras crees que va a dejar sola a la chica a la que ha secuestrado para venir a la feria?
– Sí. -Samantha frunció el ceño y añadió-: No sé por qué lo creo, pero así es. Si Luke no me hubiera sacado de ese coche, puede que hubiera visto algo más, que hubiera oído algo, que hubiera captado alguna cosa que me dijera quién ese es cerdo.
Ellis pareció leer entre líneas -lo cual se le daba bien- y dijo:
– Ah. Entonces, el principio de congelación es por el volante.
– Sí.
– Y como Luke te sacó del coche…
– Ya no captaré nada si lo toco otra vez, al menos durante un tiempo. Alguien me lo explicó una vez. Tiene algo que ver con lo acumulación y la descarga de energía electromagnética. Como la electricidad estática. Tocas algo metálico y recibes una descarga; lo vuelves a tocar enseguida y ya no sientes nada, porque la energía se ha disipado. Tienes que pasearte en calcetines por la alfombra para que vuelva a acumularse energía estática. -Frunció el ceño-. O algo por el estilo.
– La verdad es que no te importa cómo funciona, ¿no?
– No mucho. Es lo que es.
– Mmm. Pero has captado lo suficiente como para creer que al secuestrador le gustan las ferias.
Samantha se miró las manos y las movió distraídamente bajo el agua.
– Creo que le gustan los juegos. Y ahora mismo somos uno de los dos únicos entretenimientos que hay en Golden.
– ¿Y el otro es el juego del «atrápame si puedes»?
– Ni siquiera creo que sea eso. Creo que es más bien el juego de «yo soy más listo que tú».
– ¿Que quién?
– Que Luke.
– Espero que eso al menos sí se lo hayas dicho.
– Sí. Y no le hizo mucha gracia.
– Ya me lo imagino. Corre el rumor de que ese secuestrador tiene más de una docena de víctimas a sus espaldas, y que todas murieron, menos una. Si no ha sido más que un juego…
– Sí, parece una pesadilla.
– No es fácil vivir con eso, desde luego. Aunque escape a tu control.
Samantha arrugó el ceño y sacó las manos del agua.
– El agua se está enfriando. Y a mí me hormiguean y me pican las manos muchísimo.
Ellis dejó a un lado su labor y fue a llenar la cacerola con agua templada.
– Con que las sumerjas otra vez debería bastar. Pero seguramente seguirás teniendo picores y cosquilleos un buen rato -dijo.
Samantha dejó escapar un suspiro y volvió a meter las manos en el agua tibia.
– No parece que te sorprenda que haya estado a punto de congelarme por una visión -comentó.
– He visto suficientes cosas a lo largo de los años como para saber que tus visiones son muy reales. Así que no, no me sorprende mucho. Pero ¿hacía frío en la visión, donde la tiene retenida?
– No, Lindsay no tenía frío en absoluto. Pero en cuanto empecé a ver la visión con claridad, noté que me congelaba.
– ¿Y a qué crees que se debe?
– No lo sé.
– Puede que el universo esté intentando decirte algo.
– Bueno, ese tipo no la tiene en el Polo Norte, eso está claro.
– No te tomes las cosas tan al pie de la letra.
– Siempre me las tomo al pie de la letra, ya lo sabes. Es mi falta de imaginación.
– A ti no te falta imaginación. Pero tienes un sentido práctico como una catedral, eso es todo.
Samantha se encogió de hombros.
– Lo que tú digas.
– Piénsalo, Sam. Si esa chica no estaba en un sitio donde hacía frío, ¿qué fue lo que causó el principio de congelación? Cuando piensas en ese frío que te calaba hasta los huesos, ¿en qué más piensas?
– No lo sé. En algo vacío. Sin fondo. En algo oscuro. -Hizo una pausa y añadió a regañadientes-: En la muerte. Se parecía a la muerte.
Lucas habría sido el primero en admitir que lo que estaban haciendo era buscar una aguja muy fina en un pajar enorme, pero eso no impedía que de todos modos intentara encontrarla.
Encontrar a Lindsay.
Durante toda la tarde, mientras revisaban los registros catastrales y los contratos de arrendamiento que les habían proporcionado las agencias inmobiliarias de la localidad, intentó abrirse emocional y mentalmente para contactar con Lindsay.
Pero no sirvió de nada.
– Sabía que Lindsay tiene mucho autocontrol -le dijo a Jaylene cuando, a última hora de la tarde, oscureció y los truenos comenzaron a oírse en las montañas que los cercaban por completo-. Es de las que no querrán mostrar ningún temor. Lo que significa que, mientras le oculta su miedo a él, también me lo oculta a mí.
Jaylene, que sabía lo que le rondaba por la cabeza sin necesidad de ninguna habilidad parapsicológica, dijo:
– No podíamos adivinar que iba a llevársela a ella, Luke.
– Aun así. Si les hubiéramos hablado a Wyatt y a Lindsay de nuestras facultades (de la mía, al menos), tal vez ella intentara contactar conmigo en vez de reprimir su miedo.
– Puede que sí. Y puede que no. De todos modos, es posible que no nos hubieran creído. Wyatt sigue convencido de que Sam se gana la vida estafando a la gente.
– La insignia policial cambia las cosas. Tú lo sabes. -Su boca se torció-. Es una cuestión de credibilidad.
– Creo que hicimos lo adecuado en su momento.
– Ya nunca lo sabremos, ¿no?
– Mira, estamos haciendo algunos progresos. -Jaylene tocó el cuaderno que había sobre la mesa, ante ella-. La lista de fincas posibles es bastante larga, pero al menos es manejable. La cuestión es: ¿Podemos inspeccionarlas todas antes de mañana por la tarde? ¿Y cómo vamos a persuadir a Wyatt de que no conviene que su gente irrumpa en esos sitios por la fuerza?
– No vamos a hacer nada que ponga aún más en peligro la vida de Lindsay.
– No, claro que no -dijo Metcalf, que acababa de entrar en la sala. Parecía un poco demacrado, pero sereno-. ¿Qué es lo que no queréis que haga?
– Entrar por la fuerza en estos sitios -contestó Lucas sin vacilar-. Hay que inspeccionarlos uno por uno, Wyatt, pero con discreción. Si tenemos suerte y encontramos a ese tipo, no podemos olvidar que tiene una rehén que podría usar para mantenernos a distancia mucho tiempo. Debemos tener cuidado y acercarnos a cada zona con toda la cautela posible para no alertarlo. Eso significa que no podemos mandar a tus ayudantes a buscar por su cuenta, a no ser que estemos muy seguros de que saben lo que hacen y de que van a seguir las órdenes al pie de la letra.
El sheriff se quedó pensando. Luego dijo:
– Tengo quizás unos doce hombres de los que me fío por completo. Tienen entrenamiento y experiencia suficientes para hacerlo bien, y a ninguno de ellos le entrará el pánico ni se le disparará la pistola. Cumplirán las órdenes.
– La lista de posibilidades es larga -le dijo Lucas-. Todas las fincas están lejos, muy apartadas.
– Porque Zarina dice que ese tipo está en un sitio apartado.
– Porque el sentido común dice que Samantha tiene razón. El secuestrador podría haber utilizado alguna casa abandonada, pero eso sería arriesgarse a que apareciera alguien y lo descubriera, y no creo que lo haya hecho. Si no tiene ningún vínculo con Golden (y ahora mismo ése es el único dato que tenemos para estrechar la búsqueda), es muy posible que haya alquilado o comprado una finca en alguna parte antes del secuestro de Mitchell Callahan y desde que secuestró a la víctima anterior, hace dos meses, en Georgia.
– A no ser que lleve planeando esto mucho más tiempo del que creemos -murmuró Jaylene- y se hiciera con la finca hace un par de años.
– Ni siquiera lo sugieras -contestó Lucas con tanta prontitud que fue evidente que él pensaba lo mismo-. Tenemos que ceñirnos a lo más probable, y lo más probable es que se hiciera con la finca hace poco, durante el verano.
– En verano muchas fincas cambian de manos -comentó Metcalf.
– Por eso la lista no es corta.
Jaylene miró su reloj y oyó luego el retumbar de otro trueno.
– No será fácil si el tiempo se pone contra nosotros, pero creo que deberíamos empezar aunque haya tormenta. De todos modos no nos queda mucha luz natural, pero no creo que debamos esperar a que amanezca.
El sheriff había llevado un gran mapa del condado que Lucas desplegó sobre la mesa de reuniones. Los tres se inclinaron sobre él. Cuarenta y cinco minutos después, habían marcado en rojo sobre el mapa todas las fincas de su lista.
– Están por todo el condado de Clayton -dijo Metcalf con un suspiro-. Y algunas están muy apartadas. Aunque tengamos mucha suerte, será difícil inspeccionarlas todas antes de las cinco de la tarde de mañana.
– Pues será mejor que nos pongamos manos a la obra -sugirió Jaylene-. Wyatt, si quieres llamar a los ayudantes de los que te fías, Luke y yo empezaremos a dividir la lista. Tres equipos, creo, ¿no?
Metcalf asintió con la cabeza y salió de la sala de reuniones.
Jaylene miró a su compañero, que estaba observando el mapa con el ceño fruncido.
– ¿Captas algo?
Los ojos de Luke se movían sin cesar entre un punto rojo y otro.
– Vamos, Lindsay, háblame -murmuró casi para sí.
Apenas habían salido aquellas palabras de su boca cuando Jaylene lo vio palidecer y tomar aire bruscamente. Sus ojos adquirieron de pronto un curioso brillo mate. Jaylene estaba familiarizada con aquella reacción que, sin embargo, nunca dejaba de producirle un leve escalofrío en la columna vertebral.
– ¿Luke?
Sin dejar de mirar el mapa, él dijo:
– Ya ha pasado. Pero, por un momento, creo que he conectado. Era como… como si ella sintiera una punzada de terror inefable y absoluto.
– ¿Dónde? -preguntó Jaylene.
– Aquí. -Él señaló una zona de un palmo de ancho en la parte occidental del condado-. Aquí, en alguna parte.
La zona abarcaba al menos cuarenta kilómetros cuadrados del terreno más agreste del condado y contenía cerca de doce marcas rojas.
– Está bien -dijo Jaylene-. Tú y yo empezaremos a buscar por ahí.