– Sólo quiero saber si va a invitarme a ir al baile del instituto. -La voz de la chica reflejaba tal nerviosismo que temblaba, pero estaba también llena de determinación, y sus ojos azules permanecían fijos en la cara de Samantha con desesperada intensidad.
Samantha intentó recordar cómo era tener dieciséis años y desesperarse por tantas cosas, aunque sabía que ella no tenía nada en común con aquella adolescente tan guapa, ni con su vida común y corriente. Ella no había tenido bailes de instituto, ni ceremonias escolares, ni se había preocupado por llevar el mejor vestido, ni por qué defensa del equipo de fútbol le pediría salir un viernes por la noche.
A los dieciséis años, sus preocupaciones consistían en dedicar largas horas a ganar dinero suficiente para no morirse de hambre, preferiblemente sin tener que vender ni el cuerpo ni el alma.
No sentía, sin embargo, rencor alguno hacia aquella chica, y su voz, más baja y seria que de costumbre pero sin acento fingido, seguía siendo serena y tranquilizadora.
– Te diré, entonces, que debes concentrarte en ese chico, cerrar los ojos e imaginarte su cara. Cuando estés segura de que tienes su imagen en la cabeza, dame la mano.
Esa tarde había usado la bola de cristal, pero por algún motivo el mirarla dañaba su vista, y al final había cambiado aquella pieza de atrezo por la lectura de la mano, menos teatral, pero más directa y a menudo más precisa.
La muchacha cerró los ojos y su hermoso rostro se crispó un momento en una mueca de fiera concentración; después abrió los párpados y extendió la mano derecha.
Samantha la sujetó con delicadeza entre las suyas y se inclinó sobre ella para escudriñar con aparente intensidad las líneas que se cruzaban en la palma. Trazó con un dedo, sin apenas tocarla, la línea de la vida, más por el efecto que ello surtía que porque estuviera leyendo en realidad su significado.
Sabía un poco más de quiromancia que una persona corriente… pero sólo un poco más.
Con los ojos entornados, veía algo muy distinto a la mano de la chica.
– Veo al chico en tu mente -murmuró-. Lleva un uniforme. De béisbol, no de fútbol. Es lanzador.
La chica sofocó audiblemente una exclamación de sorpresa.
Samantha ladeó la cabeza y añadió:
– Te pedirá salir, Megan, pero no para el baile del instituto. Otro chico te invitará a ir al baile.
– ¡Oh, no!
– No te llevarás una desilusión, te doy mi palabra. Éste es el chico con el que estás destinada a estar en este momento de tu vida.
– ¿Cuándo? -musitó Megan-. ¿Cuándo me lo pedirá?
Samantha sabía la fecha exacta, pero sabía también cómo hacer que su revelación sonara más misteriosa y cargada de dramatismo.
– Durante la próxima luna llena -dijo. Levantó la mirada a tiempo de ver que una expresión de desconcierto cruzaba la cara de la muchacha, y sintió la tentación de aconsejarle irónicamente que mirara un calendario. O que mirara el cielo, puesto que las tormentas de última hora de la tarde habían pasado ya y una luna brillante y casi llena resplandecía, enorme, en el firmamento.
No recordaba si era la luna de la cosecha o la luna del cazador, aunque le parecía que esto último o bien era una coincidencia muy adecuada, o bien mostraba un sentido de la oportunidad deliberado por parte del secuestrador.
– ¡Gracias, Madame Zarina!
Al soltar la mano de la chica, Samantha no pudo evitar añadir:
– Ponte el vestido azul, no el verde.
Megan sofocó otra exclamación de sorpresa, pero antes de que pudiera decir nada más, Ellis salió de detrás de las cortinas que había a espaldas de Samantha y la condujo fuera de la caseta.
Samantha se frotó un momento las sienes y respiró hondo, intentando mantener la concentración. Luego Ellis regresó sola.
– ¿Qué, ya he acabado? -preguntó Samantha.
– ¿Bromeas? Hay por lo menos doce personas en la cola, y Leo dice que ya han vendido otra docena de entradas esta noche.
– ¿Entonces?
– Les he dicho que ibas a descansar diez minutos. Se ha corrido la voz de que esta noche no fallas una, así que nadie se ha quejado. -Ellis desapareció de nuevo tras las cortinas y regresó al cabo de un momento con una taza grande-. Te he traído un poco de té.
Samantha conocía bien a Ellis y sabía que no merecía la pena perder el tiempo llevándole la contraria, así que se limitó a aceptar el té y a beber un sorbo.
– Está muy dulce. No estoy cansada, ¿sabes?
– No, pero necesitas combustible y sé perfectamente que no vas a comer nada hasta que acabes. Llevas dos horas sin parar y no hace falta ser vidente para saber que se te están agotando las energías.
– La verdad es que estoy un poco cansada. Pero se me pasará.
Ellis se sentó en la silla de los clientes.
– A juzgar por tus reacciones y las de ellos, yo diría que llevas toda la noche dando en el clavo. Psíquicamente, quiero decir. ¿Es así?
– Sí. Es un poco raro, la verdad. No estoy teniendo visiones completas, sólo destellos. Y certezas. Nunca antes había estado tan… sintonizada.
– ¿Y por qué crees que es?
– No lo sé. Puede que esa visión tan extraña que tuve esta mañana cambiara algo. Tal vez me dejó más conectada de lo normal, dure lo que dure.
– ¿No estás adivinando por pura deducción?
Samantha negó con la cabeza. Había hecho aquello otras veces y sin duda volvería a hacerlo en el futuro, aunque eran cosas como aquélla las que levantaban las sospechas de los policías como el sheriff Metcalf. Porque un buen vidente podía interpretar el lenguaje corporal y los indicios gestuales -tics físicos y ademanes, normalmente inconscientes- de sus clientes, y tejer con ellos un sutil tapiz de conjeturas y medias verdades que se asemejaba a una facultad parapsicológica genuina.
O a un acto de magia.
Samantha no se enorgullecía particularmente de ello, pero, tal como Ellis había comentado, poseía un carácter eminentemente práctico y hacía lo que tenía que hacer para abrirse camino en la vida. El cartel que había a la entrada de su caseta afirmaba claramente que sus adivinaciones respondían únicamente «a fines recreativos», y, recelosa de los clientes demasiado vehementes o crédulos, los sopesaba con todo cuidado antes de ofrecerles otra cosa que un espectáculo.
Quienes iban a verla estaban normalmente ansiosos por saber, como la joven Megan, algo acerca de su vida amorosa, o si les ascenderían en el trabajo, o dónde podían encontrar la caja de caudales llena de dinero que supuestamente su tío abuelo George había enterrado en algún lugar del jardín.
Pero a veces… a veces tenían la cara pálida y perlada de un sudor surgido de la desesperación, y los ojos vidriosos, y la voz tan crispada que era como escuchar a un animal que sufriera. Samantha se esforzaba especialmente por reconocer a esos clientes enseguida, antes de que sus emociones, ya intensas, se desbordaran.
La ayudaba tener a sus espaldas media vida de experiencia. Más de una vez había hecho una lectura deliberadamente vaga para no disgustar o dar alas a un cliente cuyo estado mental fuera frágil.
– Entonces, ¿todo lo que les has dicho esta noche era cierto? -preguntó Ellis.
– Casi todo. Pero la mayoría eran cosas inofensivas. Aunque he visto un par de cosas que me ha parecido que no podrían soportar, y me las he callado.
– ¿Tragedias?
– Sí. He visto a una señora morir en un accidente de coche dentro de unos seis meses… y sabía que no podía decirle nada que cambiara el resultado. -Se estremeció y bebió otro sorbo de té caliente y dulce-. Sientes el impulso de decirles que vayan a abrazar a sus hijos o que hagan las paces con su madre, o que redacten esa lista de las diez cosas que quieren hacer antes de morir y las hagan de una vez. Pero sabes… sé… que, si me creen, sólo conseguiré que se derrumben y que sean infelices lo que les queda de vida. Así que no se lo digo. Sólo los miro… y oigo el tictac del tiempo que les queda. Dios mío, da miedo saber cosas así.
– Supongo que sí. ¿Tú crees en el destino, Sam? Nunca me lo has dicho.
– Creo que ciertas cosas tienen que suceder como suceden. Así que, sí, supongo que creo en el destino. Hasta cierto punto.
– ¿Y el libre albedrío?
Samantha sonrió con ironía.
– Ésa es la cuestión. No me gustaría pensar que cada uno de mis pasos y de mis decisiones fueron dictadas antes de que naciera. Pero creo que el universo te pone en situación de tomar decisiones y de elegir alternativas que determinarán la siguiente bifurcación del camino. Cambias de decisión… y te encuentras en un camino distinto.
– ¿Por eso estamos en Golden ahora mismo?
Samantha bebió más té con el ceño fruncido.
– Naturalmente, también puedes decirme que me ocupe de mis asuntos.
– Es asunto tuyo. Tú también estás aquí.
Ellis sonrió vagamente.
– Entonces… ¿estamos aquí por tu camino o por el de Luke?
Samantha hizo una leve mueca.
– Lo mismo da.
– Entonces, ¿vais los dos por el mismo camino?
– No. Nuestros caminos simplemente se han… cruzado. Como en otra ocasión. Y esta vez me gustaría de veras seguir adelante sin sentirme como si… como si me hubiera tomado un ácido y un león me hubiera comido a medias.
Ellis levantó las cejas.
– Bonita imagen. ¿Como si te hubieras tomado un ácido? Eso es más de mi generación que de la tuya.
Samantha arrugó el ceño.
– Puede que lo haya copiado de ti. Pero, en todo caso, el resultado es el mismo. Cuando aquello acabó, me sentí como si hubiera perdido la cabeza y hubiera acabado hecha jirones. Por culpa de algo con dientes y garras.
– No creía que Luke fuera tan feroz.
– Tú no lo has visto de cerca.
– ¿Y tú sí?
Tras un momento de silencio, Samantha apuró la taza de té y se la devolvió a Ellis.
– Creo que se me ha acabado el descanso. Si no te importa decirle al siguiente cliente que pase, te dejo que vayas a ver cómo van los puestos.
Ellis supervisaba los puestos de comida y de aperitivos de la feria, además de hacer las veces de enfermera.
Se levantó sin protestar, limitándose a decir:
– Puedes eludir la cuestión cuando te pregunto yo, Sam, pero será mejor que seas sincera contigo misma. Sobre todo, ahora. Porque tengo la corazonada de que hace falta una razón muy poderosa para que vuelvas a cruzar adrede tu camino con el de Luke. Quizás… ¿una razón de vida o muerte? Y, cuando llega un momento como ése, las decisiones son puro instinto, salen directamente del corazón y de las tripas.
– Bonita imagen -masculló Samantha.
Ellis sonrió.
– El resultado es el mismo. -Se volvió hacía la entrada de la caseta y añadió-: Se te ha torcido el turbante.
Samantha masculló una maldición y levantó las manos para enderezarse el odioso turbante. Detuvo los dedos un momento sobre la seda vieja y delicada, rozó las piedras brillantes y suspiró.
La credibilidad. O la falta de ella.
Luke y los demás miembros de la Unidad de Crímenes Especiales tenían a sus espaldas el poder acreditado del gobierno federal, y aunque en su larga historia el FBI hubiera sido puesto en entredicho algunas veces, el respeto por los hombres y mujeres que formaban parte de él había sobrevivido, de eso no cabía duda.
Samantha contaba con el respaldo de la compañía de circo «Después del anochecer», cuyos números eran bulliciosos, coloridos y destinados a la pura diversión. Juegos, atracciones y espectáculos curiosos. Como el suyo.
Como ella.
Pero ¿qué decisiones había tomado ella en un principio? Muy pocas. Una, en realidad. Una sola elección. Una sola alternativa: inventar a Zarina, con todo su misticismo seductor y su teatralidad, o morirse de hambre.
Tenía quince años la primera vez que se puso el turbante. Empezó a merodear por la feria cuando ésta pasó cerca de Nueva Orleans, adonde ella había llegado en el transcurso de sus viajes en autostop. Ofrecerse a leer el porvenir en las esquinas le había servido de poco, como no fuera para que la arrestaran una o dos veces, incluso en Nueva Orleans, y pensó que tal vez en una feria ambulante necesitaran o quisieran, al menos, una adivina.
Leo aceptó en cuanto ella adivinó, con cierta beligerancia, que su madre había sido cantante de ópera y su padre médico y le dijo que el lanzador de cuchillos, que tenía problemas con la bebida, heriría a su ayudante en una oreja en la función de esa noche y acabaría por matar a alguien si no le quitaban los cuchillos.
Todo acertado, al menos hasta la predicción acerca del espectáculo de esa noche; después, Leo despidió al lanzador de cuchillos.
Y Samantha se unió a la compañía de circo «Después del anochecer». Con el paso de los años, había pulido y refinado su número. Se cubrió de lienzos de tela colorida y de tintineantes joyas de oro, se aplicó un denso maquillaje para parecer más mayor… y tomó prestado un turbante que la madre de Leo había lucido en algunos de los mejores escenarios de Europa.
Nunca fue su intención convertirse en adivinadora de feria. No estaba del todo segura de por qué no se había retirado para dedicar su vida a otra cosa, sobre todo cuando tuvo suficiente seguridad en sí misma y dispuso de algunos ahorros, y el miedo a morirse de hambre la abandonó. Ello se debía, suponía, a que había sido más fácil dejarse llevar día tras día, año tras año, quedarse con gente que le gustaba y hacer un trabajo que exigía poco de ella, aislada y recluida en su pequeño mundo ambulante.
Al menos, hasta la aparición de Luke.
Se miró las manos, que había cruzado sobre el tapete de raso de la mesa, y oyó un susurro cuando Ellis hizo entrar al siguiente cliente antes de desaparecer sin hacer ruido por la cortina que había a su espalda.
Entonces dio comienzo a su charla de costumbre diciendo:
– Cuéntale a Madame Zarina qué es lo que deseas saber… -Estaba a punto de añadir «esta noche», pero no se molestó al ver caer sobre la mesa, junto a sus manos, un anillo.
– He oído decir que es más fácil si tocas algo. -La voz de la mujer era uniforme, comedida-. Así que he traído esto. ¿Podrías tocarlo, por favor?
Samantha levantó lentamente la vista. Había comprendido al instante que aquella mujer entraba dentro de la categoría de los desesperados. Había perdido algo o a alguien. Necesitaba respuestas y las necesitaba desesperadamente.
Era una rubia de ojos marrones, de unos treinta años, guapa y de atuendo informal. Y sufría. Tenía la cara demacrada, se retorcía las manos sobre el regazo y estaba tan tensa que el esfuerzo de estarse quieta prácticamente la hacía temblar. Quería hacer algo, se sentía impelida a la acción, a una acción de la clase que fuese. A aquella acción.
Samantha miró el anillo. Una piedra preciosa correspondiente al mes del nacimiento de alguien, se dijo. Un ópalo. Una sortija pequeña y sencilla con la gema engarzada. ¿El anillo de una niña?
Fijó de nuevo la mirada en la mujer.
– Algunas cosas perdidas no pueden encontrarse nunca -dijo.
La boca de la mujer tembló y volvió a aquietarse.
– ¿Puedes intentarlo, por favor?
Su instinto le decía que rehusara, que inventara alguna excusa, que le devolviera su dinero a aquella mujer y pusiera fin a aquello. Pero se descubrió alargando la mano y recogiendo el anillo.
La oscuridad y el frío la envolvieron inmediatamente, y comenzó a asfixiarse, a ahogarse.
Después no sabría nunca si fue su instinto de supervivencia o la certeza absoluta de cómo acabaría la visión -y de cómo acabaría ella misma si seguía atrapada en aquel abismo-, pero, fuera como fuese, soltó el anillo. Y tan repentinamente como se había sentido arrastrada a aquella visión, fue expulsada de ella.
Miró con fijeza la sortija que yacía sobre la mesa y se miró luego la palma de la mano, donde una línea circular blanca se había superpuesto a la tenue línea roja que le había dejado el principio de congelación de esa mañana.
– Mierda. -Levantó la vista hacia la mujer y la encontró pálida, con los ojos llenos al mismo tiempo de perplejidad y de ansia.
– Has visto algo. ¿Qué ha sido?
– ¿Quién eres tú?
– ¿No lo sabes? ¿No puedes…?
– ¿Quién eres?
– Soy… Caitlin. Caitlin Graham. La hermana de Lindsay.
A pesar de que el cielo estaba despejado y brillaba la luna, Lucas y Jaylene estaban teniendo una noche difícil. Su avance era tan lento que resultaba frustrante. Por no decir agotador. Y, a juzgar por los contactos que establecían intermitentemente por radio y teléfono móvil con los otros dos equipos, no eran los únicos que se sentían así. El terreno en aquellas zonas aisladas era tan agreste que era como si se los hubiera tragado una época más primitiva, en la que el rugido forzado de los motores de los vehículos resultaba totalmente desconocido. Cuando podían usar algún vehículo, claro está.
A veces, tenían que abrirse paso literalmente a machetazos por la maleza llena de espinas.
Jaylene sostuvo en alto la linterna para alumbrar el mapa desplegado sobre el capó de su coche, y Lucas tachó la segunda finca de su lista.
– A este paso -dijo-, no tenemos ni una sola esperanza de inspeccionar todos esos sitios antes de mañana por la tarde.
– No hay muchas esperanzas, no. -Glen Champion, el ayudante del sheriff al que Metcalf había ordenado acompañar a los agentes federales porque no sólo era de fiar sino que se había criado vagabundeando por aquellas montañas, sacudió la cabeza-. Esta parte es de las más montañosas del estado, y casi todos los sitios son como éste: sólo se puede acceder a ellos con todoterrenos muy potentes, a caballo o a pie.
Habían tomado prestado un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas del parque de vehículos del departamento del sheriff, pero incluso así les había costado subir por aquellos caminos de tierra angostos y llenos de surcos, especialmente tras la tormenta y el aguacero de última hora de la tarde.
– Sólo llegar de un sitio a otro lleva su tiempo -dijo Jaylene-. Mirad el sitio siguiente. ¿Me equivoco o está por lo menos a diez kilómetros de aquí?
– Diez kilómetros de un camino de tierra lleno de curvas -confirmó Champion.
– Mierda -masculló Luke.
Jaylene miró al ayudante del sheriff y luego preguntó a su compañero:
– ¿Alguna corazonada?
– No. -Lucas seguía con el ceño fruncido y hasta a la luz de la luna Jaylene notó que su cara comenzaba a tener ese aspecto demacrado y exhausto que siempre iba adquiriendo a medida que se involucraban en un caso.
Sabía, sin embargo, que no debía decir nada al respecto.
– Entonces, pasamos al siguiente lugar de nuestra lista.
Champion, que tenía más experiencia en aquellos caminos que cualquiera de los agentes federales, se puso al volante. Pero, pese a su destreza, tardaron casi una hora en recorrer aquellos diez kilómetros.
El ayudante del sheriff aparcó el todoterreno aparentemente en medio del camino y de la nada y apagó el motor.
– Es a unos cien metros de aquí, pasada la cima del cerro siguiente.
Aquella zona estaba tan densamente cubierta de bosque que los árboles se agolpaban literalmente a ambos lados de la carretera y, dado que las hojas no habían empezado a caerse aún, ni siquiera la luz brillante de la luna conseguía alumbrar el sendero que se extendía ante ellos.
Había, además, mucho silencio.
Jaylene comprobó su listado con ayuda de una linterna lápiz y dijo:
– Está bien, hace por lo menos cincuenta años que no hay una casa en esta finca. Doce hectáreas de pasto, en su mayor parte de terreno montañoso, y un establo de gran tamaño es lo único que queda. Aquí dice que el establo está todavía en buen estado, y que hace cosa de un mes lo compró un promotor de fuera del estado.
– ¿Tiene nombre ese promotor? -preguntó Lucas.
– Aún no. Es un grupo empresarial. En Quantico están comprobando los datos, pero no sabremos nada nuevo hasta mañana, como mínimo.
Salieron del todoterreno y comenzaron a avanzar con sigilo, bajando la voz por la misma razón que Champion había apagado la radio hacía más de diez minutos: porque allí el sonido se difundía de manera extraña, sofocado por la maleza o los árboles en algunos sitios y amplificado salvajemente en otros.
– Nos mantendremos unidos hasta que tengamos el edificio a la vista -dijo Lucas-. Luego, nos separaremos para inspeccionar la zona.
Jaylene miró su reloj.
– Son casi las diez -dijo-. Aunque nos fastidie perder el tiempo, deberíamos atenernos al plan y volver a comisaría a medianoche para comer algo y tomar un café. Si no, no podremos seguir así toda la noche.
– Ése es el plan. -Lucas no dijo si estaba de acuerdo con él o no (ni si pensaba tomar algo más que su café de costumbre a la hora del descanso) y se concentró en avanzar con el mayor sigilo posible mientras escudriñaba el oscuro camino que se extendía ante ellos-. Lo bueno es que mañana, cuando amanezca, podremos avanzar más deprisa.
– ¿Y lo malo? -murmuró Champion.
– Tú mismo lo has dicho. No hay muchas esperanzas de inspeccionar todas las fincas de la lista. Así que tendremos que encontrarla antes.
– Puede que tengamos suerte y esté aquí o en el sitio siguiente -comentó el ayudante del sheriff.
– Nunca he tenido mucha fe en la suerte -dijo Lucas-. A no ser que la propicie yo mismo. Y me gustan los atajos.
– Yo estoy dispuesto a todo lo que sugieras -se apresuró a decir Champion-. Lindsay es amiga mía, además de compañera. -Hizo una pausa y añadió con menos firmeza-: Supongo que ya habréis hablado con la señorita Burke.
Jaylene pensó que Champion era una de las pocas personas de por allí que se habrían referido a Samantha con tanto respeto, pero dejó que fuera Lucas quien contestara.
– Por eso estamos revisando estas fincas, agente.
Jaylene notó una nota de frustración en la voz de su compañero, pero de nuevo guardó silencio. No había sacado absolutamente nada en claro de las pertenencias que Samantha se había dejado en la comisaría, pero percibía en ella, no obstante, una inquietud muy parecida a la que sentía Lucas.
No le cabía duda de que, si el tiempo no les apremiara tan desesperadamente, Lucas estaría en ese momento en la feria, haciendo lo posible por averiguar qué era lo que les ocultaba Samantha.
Pero, tal y como estaban las cosas, sólo tenían tiempo para buscar a Lindsay.
– Deberíamos ver la construcción en cuanto lleguemos a lo alto del cerro -susurró Champion.
Tenía razón. Al salir del denso bosque que los rodeaba, la cima del promontorio les mostró un calvero iluminado por la luna, en cuyo centro se alzaba un edificio alto y voluminoso.
Aquélla era la tercera finca que inspeccionaban, de modo que cada vez actuaban en equipo con mayor seguridad. Sin malgastar apenas un gesto, se separaron y avanzaron con cautela por el claro, en dirección al establo.
Tras el largo viaje hasta allí, no tardaron más de diez minutos en llegar al establo y en comprobar desde las dos grandes puertas, abiertas y medio descolgadas de sus bisagras, que en aquel lugar ruinoso no había nadie cautivo.
Aun así, eran policías minuciosos, de modo que encendieron sus grandes linternas y comenzaron a registrar el interior.
– Heno mohoso -dijo Jaylene con su voz normal-. Maquinaria de granja oxidada. Y… -Se tensó, pero logró no chillar cuando algo pasó por encima de sus pies-… Y ratas.
– ¿Estás bien? -le preguntó Lucas.
– Sí. Sólo odio las ratas, eso es todo. -Ella siguió registrando el viejo establo.
– A juzgar por toda esta chatarra, hace décadas que el edificio sólo se usa como almacén -dijo Champion, que apuntaba con su linterna a una pared de la que colgaba una panoplia de herramientas agrícolas de aspecto amenazador.
– Espera un segundo. -Lucas se había detenido junto a un rincón, donde de un viejo tocón (el cual llevaba años seco, pero cuyas raíces seguían arraigadas al suelo, y a cuyo alrededor se había edificado el establo) surgía un hacha oxidada.
– Seguramente se usaba para matar ganado. O pollos, por lo menos. Para la cena del domingo.
– Dudo que esto lo dejara un granjero -dijo Lucas-. Echad un vistazo. -Cuando los otros dos se acercaron, señaló un trozo de papel doblado que había entre el filo del hacha y el tocón.
Jaylene sostuvo la linterna y él sacó una pequeña caja de herramientas y usó unas pinzas para extraer con todo cuidado la nota y desdoblarla sobre el tocón. Entonces los tres pudieron ver lo que ponía en letras mayúsculas aquel papel:
Mejor suerte la próxima vez, Luke.
Samantha no deseaba otra cosa que meterse en la cama y dormir doce horas seguidas, y sin embargo se hallaba en la sala de reuniones del departamento del sheriff, esperando a que los equipos de búsqueda volvieran para el descanso previsto a medianoche.
Nadie le había ofrecido siquiera una taza de café, pero un ayudante del sheriff asomaba de vez en cuando la cabeza por la puerta. Era evidente que la vigilaba para que no revolviera los montones de carpetas y archivos del otro lado de la mesa, o robara algún lápiz.
Samantha reflexionó sobre aquello mientras permanecía sentada y miraba las paredes. Ser una marginada no tenía nada de divertido.
Naturalmente, los feriantes eran, por definición, marginados de una cierta especie, puesto que viajaban de pueblo en pueblo, sin echar nunca raíces, y rara vez trababan relaciones fuera de sus grupos estrechamente unidos. Pero, dado que sus amigos de la feria eran la única familia que había conocido, Samantha nunca se había sentido una excluida entre ellos, ni como una de ellos.
Ser vidente era, en cambio, harina de otro costal.
Considerada una farsante en el mejor de los casos y un monstruo en el peor, con los años se había acostumbrado a que, al vérselas con ciertos matones, le espetaran a la cara: «¡A ver si me dices lo que estoy pensando!». Y a los interrogatorios «rutinarios» de la policía cada vez que surgía un problema cerca de ella.
Se había acostumbrado a la gente necesitada, y a menudo desesperada, que visitaba su caseta, con sus ojos ávidos, su ansia de conocimientos y sus súplicas en busca de auxilio. Incluso se había habituado a que, de vez en cuando, algún hombre atractivo se interesara por ella, hasta que, irónicamente, descubría que su «número» era auténtico, al menos en parte, y de que ella era, en efecto, una vidente.
Se había acostumbrado. Pero nunca había conseguido que le gustara nada de todo aquello.
– Me han dicho que llevas aquí más de una hora. -Lucas entró en la habitación con dos tazas en las manos. Se sentó al otro lado de la mesa de reuniones y empujó una taza hacia ella-. Té mejor que café, ¿no? -dijo-. Con azúcar. Lo siento, no he podido encontrar limón.
Samantha pensó que parecía cansado y desmoralizado, y a pesar de la ira que sentía hacia él, no tuvo más remedio que agradecer su cortesía.
Luke era siempre cortés.
Maldito fuera.
– Gracias. -Bebió un sorbo de té caliente-. Supongo que no habéis tenido suerte.
Él sacudió la cabeza.
– No, de momento no hemos encontrado a Lindsay. Pero por lo visto ese cabrón adivinó dónde íbamos a buscar. Dejó una nota. Para mí.
– ¿Qué decía?
– «Mejor suerte la próxima vez.»
Samantha hizo una mueca.
– Nos ha llevado la delantera desde el principio -prosiguió Lucas-. Está claro que tenías razón: para él, esto es una especie de juego retorcido o de competición.
– Tú no podías saberlo.
– Debí imaginarlo mucho antes.
Samantha sacudió la cabeza.
– No creo que él quisiera que lo supieras antes. Creo que estaba ocupado estudiándote, intentando comprender cómo funciona tu mente, cómo buscas a los desaparecidos.
Lucas torció el gesto.
– ¿Insinúas que sabe que soy vidente?
Detrás de él, desde la puerta, el sheriff Metcalf dijo:
– ¿Que eres qué?
– Mierda. -Lucas no pudo evitar lanzar a Samantha una mirada. Ella sacudió la cabeza.
– No, no te he tendido una trampa. El sheriff ha aparecido en la puerta como un muñeco impulsado por un resorte mientras estabas hablando. Yo no sabía que estaba en el pasillo, de veras.
Metcalf entró en la sala y rodeó la mesa para mirar a Luke cara a cara.
– ¿Eres un vidente? ¿Un vidente?
– Algo parecido.
– Pero eres agente federal.
– Sí, lo soy. Y mi facultad psíquica es otra herramienta que me ayuda a hacer mi trabajo, lo mismo que el entrenamiento, el arma y mi habilidad con el cálculo y las pautas fijas de comportamiento.
– Aquí no hay ninguna pauta fija -murmuró Samantha con la esperanza de desviar la discusión de lo paranormal a lo científico.
– Ése es el problema, en parte -reconoció Lucas-. No tenemos nada a lo que agarrarnos, ni lógica… ni intuitivamente.
– Salvo que ahora sabes que ese tipo está compitiendo contigo en ingenio.
Lucas asintió con la cabeza.
– Ahora lo sé. Lo que significa que tengo que esforzarme por alcanzarlo. Si estás en lo cierto, él sabe mucho más de mí que yo de él.
Metcalf se sentó a la mesa. Estaba todavía perplejo y visiblemente molesto.
– Con razón estabas de su parte -masculló.
– Estaba de su parte porque sé que no es una farsante. Y no porque yo también sea vidente, sino porque la he visto en acción. -Lucas volvió la cabeza y miró al sheriff fijamente-. Podemos discutir sobre esto, Wyatt, o podemos concentrarnos en encontrar a Lindsay. ¿Qué prefieres?
– Maldita sea, sabes perfectamente que quiero encontrarla.
– Entonces sugiero que concentremos todos nuestros esfuerzos y nuestras facultades en su búsqueda y dejemos la discusión de la plausibilidad de los fenómenos paranormales para otro momento.
Metcalf asintió, aunque de mala gana.
Lucas volvió a mirar a Samantha.
– Imagino que estás aquí porque has sentido algo esta noche, mientras le leías el futuro a algún cliente -dijo.
– Más bien me han arrojado algo -contestó ella-. ¿Adivináis quién apareció inesperadamente en mi caseta? Caitlin Graham, la hermana de Lindsay.
– No sabía que tuviera una hermana.
– No es de aquí, vive en Asheville. -Samantha posó la mirada en el sheriff y añadió con frialdad-: Y, por cierto, se enteró del secuestro de su hermana por las noticias de las seis.
Metcalf parecía abatido.
– Ay, dios, debería haberla llamado.
Samantha se ablandó un poco.
– Encuentre a Lindsay -dijo- y estoy segura de que quedará todo olvidado. Caitlin va a alojarse en el mismo motel que yo. Quería venir aquí a esperar, pero le dije que ya sería bastante difícil que una sola se librara de los periodistas de ahí fuera.
– ¿Cómo lo ha conseguido? -preguntó Metcalf, más curioso que hostil.
– Tengo el poder mental de un jedi.
Él parpadeó.
Lucas dijo lacónicamente:
– Está bromeando. ¿Cómo te has librado de ellos, Sam?
– Le pedí a Leo que los distrajera. Se le dan bien esas cosas.
– Sí, ya me acuerdo -murmuró Lucas.
– Sí. Bueno, el caso es que consiguió apartarlos de la puerta principal y yo pude colarme a escondidas. Con suerte no me habrán visto. A pesar del alboroto de la prensa, no creo que el secuestrador me haya tomado en serio de momento, y prefiero que siga siendo así el mayor tiempo posible.
– ¿Por qué? -preguntó el sheriff.
Fue Lucas quien respondió.
– Para poder seguir siendo nuestro as en la manga.
Samantha asintió.
– Si lleva vigilándote tanto tiempo como creemos, apuesto a que al menos se ha preguntado si tu capacidad para encontrar a la gente es paranormal. Si se le da bien investigar, creo que tal vez también sepa mucho más sobre la Unidad de Crímenes Especiales de lo que le gustaría a Bishop.
– Genial -dijo Lucas.
– Espera un momento -dijo Metcalf-. ¿Eso significa que todos vosotros, toda la unidad, sois…?
– Wyatt, por favor. -Lucas miró a Samantha con el ceño fruncido-. Si estás en lo cierto, tal vez decida buscarse un vidente propio. Para nivelar el juego.
Samantha esbozó una sonrisa agria.
– La idea se me ha pasado por la cabeza.